16/09/2024

Mt 13, 47-53

SEREMOS JUZGADOS

Reflexión para sacerdotes

desde el Corazón de Jesús

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

 

«Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación» (Mt 13, 47-51)

 

Amigo mío: ustedes, mis sacerdotes, son mis siervos.

Yo soy el Rey del Reino de los cielos.

Ustedes han sido enviados, como pescadores, a echar las redes, para traer a todas las almas que me pertenecen, porque yo las he salvado, con mi sangre su rescate he pagado, y a subirlas a mi barca –que es la Iglesia–, sin hacer distinción, a justos y a pecadores recibo yo, para transformarlos, por mi misericordia, en santos.

Pero no basta que sean contados entre los hijos de Dios. Ustedes deben formarlos, guiarlos, santificarlos. Y, para eso, deben cuidarlos, protegerlos, conquistar sus corazones, darles buen ejemplo, acogerlos, administrarles los sacramentos, fomentar la devoción y la piedad, atraerlos hacia mí, y mi Cuerpo y mi Sangre con ellos adorar.

Es tan importante reunir y bautizar al pueblo de Dios, como evangelizarlos, enseñarles la verdad, darles la seguridad de la compañía y auxilio de mi Madre, escucharlos, resolver sus dudas, aconsejarlos, realizar con eficacia y con amor el trabajo pastoral.

Pero no les toca a ustedes decidir quiénes se van a salvar y quiénes se van a condenar. Ojalá todos fueran buenos, porque sería fruto bueno de sus ministerios.

Pero, al final, son los ángeles quienes van a separar a los cabritos de las ovejas de mi rebaño.

Y ojalá en su juicio particular no presenten como justificación que hicieron mal por causa de los escándalos y el mal ejemplo de su pastor.

Cuánto se burla de mis llagas, de mi pasión, de mi carácter de hombre y Dios, y de mis lágrimas de dolor el diablo, cuando en su juicio particular presenta como su única defensa un hombre malo, haber sido engañado y mal aconsejado, u obligado, por un sacerdote.

Tú estás conmigo configurado. Ponte en mi lugar.

¿Qué harías tú si tuvieras que, mi justicia aplicar, contra tu pecado?

No solo contra tus actos malos, sino contra las almas que has llevado a la perdición.

Tú sabes que te amo. ¿Qué harías, amigo mío, en mi lugar?

Pues yo te digo ¡que el tiempo de la misericordia es hoy! Cuando llegue el tiempo de mi justicia no encontrarás en mí este amor, porque te habrás separado de mí mucho antes del momento de tu juicio.

Este amor lo encontrarás suplicando hoy aquí. Renueva tu alma sacerdotal. Vuelve a mí.

Imagina cómo será para ti si no te conviertes, si no te arrepientes, si no pides perdón en este tiempo de misericordia, cuando me llames y me digas “Señor, Señor”, y yo no te reconozca.

En esas redes que subes a mi barca también estás tú. Tú también serás juzgado y serás contado entre los buenos o los malos.

El alzacuello, los ornamentos, el sacramento del Orden sacerdotal, no te hace bueno. Te da autoridad y te da poder para hacer el bien y renunciar al mal, para perdonar los pecados de los hombres, y la gran responsabilidad de al cielo guiarlos.

Pero tú estás expuesto a quedarte atrás. Ten cuidado. No sigas el ejemplo de Judas el Iscariote, sino el de Juan, el discípulo amado. O el de Pedro, o el de Tomás. No importa. 

¡Conviértete! Recibe mi paz, y no vuelvas a pecar.

Sacerdote eres para la eternidad, en el cielo o en el horror del infierno. Decide tú.

Ya sabes lo que yo quiero.

Yo tengo el poder para sentarte conmigo a la derecha de mi Padre. Pero tú tienes la libertad de aceptarme o de rechazarme.

Un sacerdote santo lleva muchas almas al cielo detrás de él.

Un sacerdote que se condena sufrirá eternamente la pena de escuchar el llanto y la desesperación de aquellos que al infierno fueron arrojados con él.

Por lo menos, si has de rechazarme, ahórrame el dolor, y a ti la pena, de los pobres pecadores que, por tu mal ejemplo, el camino erran.

Pero yo te insisto: saca de tu corazón todo aquello que te ata al pecado. Pídeme perdón, aunque sientas que te mueres de vergüenza. Confiésate, porque todo lo que vas a decirme yo ya lo sé, y en mi corazón ya lo perdoné, pero, para mi juicio, es necesaria la absolución, y que yo te diga: “ven, bendito de mi Padre, entra en mi Paraíso, porque todo tu pasado, todo eso que has confesado, ya lo olvidé”.

Entonces tendrás parte conmigo en el Reino de los cielos, y serás glorificado con las alabanzas de los hombres santos que guiaste al cielo, y que por el ejercicio de tu ministerio alcanzaron la santidad.

Que mi Madre te acompañe y te auxilie en el camino de tu propia santidad.

 

«[Santa Catalina oyó que Dios decía:] En el último día del juicio, cuando el Verbo, mi Hijo, revestido de mi majestad, vendrá a juzgar al mundo con su poder divino, no vendrá como pobre y miserable, tal como se presentó cuando nació del seno de la Virgen, en un establo y en medio de animales; o tal como murió, entre dos ladrones. Entonces, en él mi poder estaba escondido; como hombre le dejé sufrir dolores y tormentos. No fue, en absoluto, que mi naturaleza divina se separara de la naturaleza humana, sino que le dejé sufrir como a hombre para expiar vuestras faltas. No, no es así como vendrá en el momento supremo: vendrá con todo su poder y con todo el esplendor de su propia persona…

A los justos les inspirará, al mismo tiempo que un temor respetuoso, un gran júbilo. No es que su rostro cambie: su rostro, en virtud de su naturaleza divina, es inmutable, porque no es sino uno conmigo; y en virtud de la naturaleza humana su rostro es igualmente inmutable, porque tiene asumida la gloria de la resurrección. A los ojos de los réprobos, aparecerá terrible, porque le verán con ese ojo de espanto y turbación que los pecadores llevan dentro de sí mismos. ¿No es lo mismo que ocurre con un ojo enfermo? Cuando brilla el sol no ve más que tinieblas, mientras que el ojo sano ve la luz. No es que la luz tenga algún defecto; no es que el sol cambie. El defecto está en el ojo ciego. Es así como los réprobos verán a mi Hijo: en la tiniebla, el odio y la confusión. Será por culpa de su propia enfermedad y no a causa de la majestad divina con la que mi Hijo aparecerá para juzgar al mundo».

(Santa Catalina de Siena, Diálogos: El Juicio, Capítulo 39)

 

 

                        ¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(Pastores, n. 246)

 

 

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

 

 

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