ADMINISTRADORES
DEL PERDÓN
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18, 21)
Amigo mío: mírame.
Contempla mi cuerpo crucificado, y dime cuánto vale mi sacrificio.
Todos los pecados del mundo, de todos los hombres, de todas las generaciones, de todos los tiempos, desde el primero hasta el último, no valen más que tan solo una pequeña parte del valor de mi sacrificio.
Yo pagué la deuda total, y les he dejado un saldo a favor.
Una sola gota de mi sangre hubiera bastado para pagar por todos los pecados. Y, sin embargo, yo les di mi sangre hasta la última gota, para que ustedes, mis amigos, administren lo que les sobra.
Ahora dime cuántas veces debes perdonar.
¿Acaso tú has pagado por los pecados de la humanidad?
Tú eres conmigo administrador de todos los bienes que me ha confiado mi Padre. Que no se diga que no tienes un corazón compasivo y misericordioso, como el mío, porque yo te di mi corazón para que perdones de corazón a tus hermanos.
A todo aquel que se acerque arrepentido a pedir perdón no le niegues mi perdón. Ya lo tienes, dáselo a todos los que tengan la intención de reconciliarse con Dios, para recuperar la paz de su corazón. Tú eres el administrador de mi misericordia, ¡pero el dueño soy yo!
Este cuerpo herido, torturado, maltratado, profanado por los clavos, expuesto, colgado en la cruz, merece tu compasión: ¡administra bien mi perdón! Es para todos, sin distinción, pero especialmente para el que más ofende a Dios.
Un buen sacerdote debe buscar a la oveja perdida. Debe tomar entre sus brazos a la oveja herida, hablarle con cariño, curar sus heridas. La oveja perdida es aquel que me crucifica; y el abrazo misericordioso de un amigo, un pastor, un hermano, un padre, necesita. Y su compasión.
No basta que te sientes en el confesionario a esperar a que los pecadores vengan a ti. Es preciso que los salgas a buscar, y que los traigas a mí. Que los convenzas de que tienen la dignidad de hijos y, aunque sean hijos pródigos, la herencia del hijo mayor, del primogénito, los espera, para hacerlos parte, para compartirles su riqueza, tesoros de vida eterna, tesoros de Paraíso, que, como al Buen Ladrón, se le perdona todo, por el sacrificio del Hijo primogénito de Dios, que tiene abierto el corazón, que ha pagado su deuda, que lo ha liberado por amor.
Amigo mío: a un pecador no solo hay que escucharlo, hay que animarlo, escudriñar su conciencia y su corazón, ayudarlo a que domine la vergüenza y confiese sus pecados con la confianza de que frente a él está un hombre, pero lo escucha y lo perdona Dios.
Que esta cruz signifique para ti la fuente inagotable de gracia y de misericordia, que el Crucificado merece que tú entregues, para que este sacrificio santo tenga en cada pecador eficacia, y, por cada uno de ellos, tenga eficacia en tu corazón.
Yo te doy un corazón como el mío, para que tengas mis mismos sentimientos. Recíbelo.
Tantas veces como ofenda a Dios debes perdonar, porque eso hice yo.
Y si un día dudaras, piensa cuántas veces a ti te he perdonado yo.
«Si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometen contra nosotros.
Si repasamos nuestros pecados y contamos los cometidos de obra, con el ojo, con el oído, con el pensamiento y con otros innumerables movimientos, ignoro si dormiríamos sin el talento.
Por esto, cada día en la oración pedimos y llamamos a los oídos divinos, cada día nos postramos y le decimos: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
¿Qué deudas? ¿Todas, o sólo una parte?
Responderás que todas. Haz lo mismo con tu deudor. Esta es la norma a la que te has de ajustar, esta la condición que pones.
Al orar y decir: Perdónanos como nosotros perdonamos a nuestros deudores, haces referencia a ese pacto y convenio»
(San Agustín, Sermón 83).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 45)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES