16/09/2024

Mt 1, 16. 18-21. 24

ORAR EN LA INTIMIDAD

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

MIÉRCOLES DE CENIZA

 

 

 

«Tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 6)

 

Hijo mío, sacerdote: no te preocupes de nada. ¿Qué acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?

¿Qué acaso no correspondo a tu súplica, cuando me dices “muéstrate Madre, María”?

Cuando sientas inquietud, y no necesariamente preocupación, entra a tu cuarto, cierra la puerta y haz oración.

El Espíritu Santo disipará todas tus angustias, y te hará sentir la seguridad de mi presencia maternal.

Este día es día de penitencia, día de signarse con ceniza, de vestirse de sayal, de hacer examen de conciencia y pedir perdón, de ayuno y de limosna. 

Es un día grandioso, porque es un día de oración en la intimidad, para hablar con Dios, para descubrir las intenciones del corazón y todos esos pensamientos y sentimientos que solo conoce Dios.

Hoy es día de reflexionar en la colaboración que cada uno tiene en el plan de Dios, y en los beneficios que cada uno proporciona a la Santa Iglesia, como miembros santos del bendito cuerpo de Cristo, flagelado, maltratado, torturado, marcado con los signos del pecado, que su bendita sangre ha destruido en la Cruz. 

Es un día especialmente cansado para el sacerdote que sirve al pueblo, invitándolos a la conversión.

El descanso del sacerdote debe ser acudir a la intimidad de la oración en soledad, en su habitación, desahogando todo lo que tiene en su corazón ante Dios nuestro Señor, que, como Padre y como amigo, lo está esperando, para reconciliarlo con Él, para abrazarlo y cubrirlo con su misericordia. 

¡Cuántas cosas hace un sacerdote cara a Dios!

¡Cuántos sacrificios!

¡Cuántos rezos y oraciones! 

¡Cuántas alabanzas, súplicas y adoración! 

¡Cuántas horas de sueño perdidas, por servir a su Señor!

¡Cuántos trabajos! 

¡Cuántas peticiones de tanta gente necesitada de su intercesión tiene, para presentar como ofrenda al Señor!

Y no hay nadie que se dé cuenta, nadie que se lo agradezca, nadie que lo reconozca, nadie que le dé recompensa. Y esa es precisamente la mayor recompensa, lo que solo ve Dios, porque acumulará todo eso como tesoros en el cielo, y entonces tendrá la satisfacción de la esperanza en la gloria de Dios.

El que es sabio sabe que la paciencia todo lo alcanza, y pide que en este mundo no se le reconozca nada, porque en su corazón alberga la esperanza de un nuevo amanecer. La santidad es la única recompensa que quiere para él. 

¡Cuánta alegría hay en el corazón del sacerdote incomprendido, perseguido, calumniado, abandonado, flagelado, torturado por la burla de los que, inconscientemente, lo tratan como a Cristo, porque lo es! 

¡Cuánta alegría tiene un sacerdote al poder compartir con el Amigo fiel los mismos padecimientos que sufrió Él, porque al compadecer con Cristo, Él le comparte su gloria también!

El sacerdote que tiene fe acude constantemente a la presencia del Señor con su corazón contrito y humillado, y pide perdón, porque sabe cuánto lo ofende, y conoce también el infinito valor de su amistad, se reconoce pecador, porque pecador lo concibió su madre, y es en eso en lo que es diferente a su Señor. Y es precisamente lo que le falta para configurarse con Él completamente. 

Y también sabe que él solo no puede, pero que el Señor, que es bueno y misericordioso, todo le concede. Y todo lo puede en Aquel que lo fortalece y le da la gracia para perfeccionar su humanidad, uniéndola por Él, con Él y en Él, a la divinidad que el mismo Cristo le ha prometido alcanzar, si él entrega su voluntad.

¡Cuánta paz tiene un sacerdote en medio de la soledad, porque no se siente solo! Sabe que con él su Madre está, en unión indisoluble con la Santísima Trinidad. Nada más puede desear. 

Pero si alguno sintiera incomodidad cuando cierra la puerta de su habitación, y se siente solo, que acepte el llamado a la conversión, que crea en el Evangelio, y tendrá paz en su corazón. 

Un sacerdote debe ser capaz de vivir con Cristo su pasión, su crucifixión, su muerte y su resurrección. Y para eso debe pedir la gracia a su Padre Dios, que le concedió a Juan, el discípulo amado, para permanecer firme y fiel junto a la Cruz de su Señor. 

Aquí tienen a su Madre. Mil gracias quiero darles. Acepten mi compañía, y conviertan este día de penitencia en el inicio de un camino, llevando su cruz con alegría hacia la Pascua, en la compañía de María.

Un sacerdote debe saber llorar. Lágrimas de dolor y de amor derramar, sin vergüenza, en soledad, cara a Dios, sintiendo en su propio cuerpo los pecados del pueblo, pidiendo perdón a su amado Jesús, y reparando su Sagrado Corazón. Entonces lo recompensará su Padre que está en el cielo, que todo lo mira, y que de la fe de sus hijos se admira. 

Unan sus lágrimas a las mías.

 

«La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie»

(Del tratado de Tertuliano, presbítero, sobre la oración).

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(Pastores, n. 13)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

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