16/09/2024

Mt 21, 28-32

LA OBEDIENCIA

DEL SACERDOTE

Reflexión para sacerdotes

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

 

«Un hombre que tenía dos hijos fue a ver al primero y le ordenó: ‘Hijo, ve a trabajar hoy en la viña’. Él le contestó: ‘Ya voy, señor’, pero no fue. El padre se dirigió al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: ‘No quiero ir’, pero se arrepintió y fue» (Mt 21, 28-30)

 

Hijo mío, sacerdote: la obediencia es una virtud indispensable en el cumplimiento del ministerio sacerdotal.

Cualidad del siervo, don de santos, que viven a la perfección tan solo unos cuantos.

El que es obediente no ofende a Dios, hace lo que debe de acuerdo a la voluntad de Dios. Sabe escuchar, porque le interesa cumplir bien la orden dada, y le interesa aprender de los demás, para cumplir bien con su deber.

El que es esclavo se debe a la obediencia, nada hace mejor que obedecer. No cuestiona, no duda, no reclama, no se niega, tan solo hace lo que le dicen, porque no es dueño de él. Le pertenece a su amo, a su Señor. Acepta su condición, porque, de otro modo, ¡qué infeliz sería!, ¡cuántos castigos recibiría! No encontraría satisfacción, porque no sabría qué hacer, depende totalmente de su Señor. 

Es así como yo soy. Totalmente me posee mi Señor. Pero hay una diferencia con los esclavos del mundo: mi sometimiento es por libre elección.

Yo soy esclava del Señor por amor, le entregué mi libertad cuando Él me la pidió. Y ¡cuánto gozo sintió mi corazón al renunciar a mí misma para glorificar a Dios, siendo toda suya, dedicada a servirlo!

Y lo hice mío cuando el Espíritu Santo en mi vientre lo engendró. Pero me hice toda suya, porque la creatura no puede poseer a su Creador. Él me poseyó, yo fui suya. 

Aunque dentro de mí crecía el hombre y Dios, lo adoré, lo cuidé, lo amé, canciones de cuna le canté, lo abracé, lo amamanté, lo arrullé. 

Una creatura indefensa parecía, pero era yo la que dependía de Él.

Él es la vida, mi vida era suya, yo vivía por Él.

Y aunque nací para Él, aunque Dios me pensó para ser la Madre de su único Hijo, respetó mi voluntad. Me preguntó, dándome libertad de elegir, y yo dije: “sí, hágase en mí”. 

Un “sí” único y eterno.

Un “sí” reconociéndolo mi dueño, renunciando a mi propia voluntad, para amar, aceptar y vivir de acuerdo a su voluntad. Y es así como conocí la verdad en plenitud y la verdadera libertad.

Yo misma debía enseñar al Hijo de Dios a ser virtuoso, a ser obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, porque yo ya lo sabía. Debía formarse, prepararse para obedecer siempre y en todo la voluntad divina.

El sacerdocio de Cristo es fruto de su propia obediencia. Mis hijos sacerdotes deben aprender a vivir, como Él, sometidos a la voluntad de Dios, a través de la obediencia a sus obispos. 

¡Qué alegría mi Iglesia tendría si todos sus pastores vivieran sus ministerios con obediencia! 

¡Cuánta carga aligerarían de las espaldas de los obispos! 

¡Qué sencillo sería dirigir la Iglesia, y reunir al pueblo de Dios en el cumplimiento de los mandamientos de la Santa Iglesia, si los pastores dieran buen ejemplo, si permanecieran dispuestos a hacer lo que el Señor les diga!

Mis hijos sacerdotes, todos, han dicho “sí”, como tú dijiste “sí” el día de la ordenación sacerdotal. Pero algunos no hacen lo que el Señor les manda. Yo no puedo decir que hubiera sido mejor que dijeran “no”, porque se necesita un “sí” para recibir la gracia transformante de Dios que los convierte en sacerdotes. 

Un sacerdote no puede decir “no”, y luego hacer lo que el Señor le dice. No tendría el don, no tendría el poder, no podría un ministerio sacerdotal ejercer. 

El sacerdote es sacerdote porque dijo “sí”, dispuesto a cumplir lo que su Señor le manda. Tiene en el corazón un estigma, una espada clavada de amor con el que enciende los corazones de sus fieles. Y, si desobedece, no puedo decir que sea menos sacerdote, porque permanece sacerdote para siempre, y conserva las cenizas, el sello de su Señor, signo de que en ese corazón hubo fuego.

Yo te pido, hijo mío, que abras tu corazón para recibir las gracias que el Espíritu Santo me ha dado para ti.

Recibe la fortaleza, para que tengas la firme determinación de vivir con perfección la virtud de la obediencia.

Pide la intercesión de san Juan de la Cruz, para que el Espíritu Santo encienda tu corazón, y arda como el suyo ardió, con el amor de Cristo, y no desees otra cosa que amarlo y servirlo. 

Renueva tu alma sacerdotal, renueva tu “sí” eterno.

Reconoce a tu amo, reconócete su siervo, y dile con todas tus fuerzas: ¡yo sirvo al Rey!

 

«Como para Cristo, también para el presbítero, la obediencia expresa la disponibilidad total y dichosa de cumplir la voluntad de Dios. Por esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad se manifiesta también a través de las indicaciones de sus legítimos superiores. La disponibilidad para con estos últimos hay que comprenderla como verdadero ejercicio de la libertad personal, consecuencia de una elección madurada constantemente ante Dios en la oración.

La virtud de la obediencia, que el sacramento y la estructura jerárquica de la Iglesia requieren intrínsecamente, la promete explícitamente el clérigo, primero en el rito de ordenación diaconal y después en el de la ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece su voluntad de comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de Cristo, quien se hizo Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 7-8) (Cfr. Sacerdotalis caelibatus, 15, Pastores dabo vobis, 27).

El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al servicio de Cristo y de la Iglesia. Este, por tanto, se pondrá en disposición de acoger cuanto le es indicado justamente por los superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir fielmente el encargo que le encomiende su Ordinario (Cfr. C.I.C., can. 274 § 2)».

(Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 56)

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 205)

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

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