16/09/2024

Mt 1, 1-16.18-23

LA MISIÓN DE JOSÉ

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20)

 

Hijo mío, sacerdote: el ángel del Señor ―el mismo que anunció que era yo la elegida para ser la Madre del Mesías, y que me reveló cómo sería esto, puesto que yo no conocí varón―, a José, mi amadísimo esposo, le reveló en sueños su misión. “Le pondrás el nombre de Jesús”, le dijo. 

Esa fue su grande y maravillosa misión. Cumpliría la profecía de llamar “Emmanuel” al Mesías, que significa “Dios con nosotros”. Profecía que José bien conocía.

¡Cuánta alegría albergaría su corazón! Tanta como experimenté yo.

Siendo un hombre común, que vivía una vida ordinaria, como todos, saberse elegido por Dios todopoderoso. El Dios de Abraham, de Moisés y de todos los profetas se había dignado poner su confianza en él. Había puesto en sus manos un tesoro sagrado que debía proteger.

El mensaje del ángel fue anunciarle que sería padre del hombre y Dios, enviado para perdonar todos los pecados del mundo. Y con esas pocas palabras comprendió que todo lo que significa ser padre debía cumplirlo con el Hijo de Dios. 

Padre. ¡Qué significado tan grande! ¡Qué gran responsabilidad!

Ningún hombre podría sentirse digno de tan gran honor, ni presumir de su capacidad para poder tan sagrada misión cumplir. Pero en su humildad dijo “sí”, y me llevó a vivir con él, aceptando, por la fe, que el hijo de mis entrañas, por voluntad de Dios, era hijo adoptivo de él.

Pero, desde el primer instante, no sólo lo acogió como verdadero hijo de sus entrañas, sino que también lo adoró, reconociéndolo como verdadero Hijo de Dios. Y lo amó, lo cuidó, lo protegió, lo acompañó, lo enseñó, lo formó, lo animó a cumplir la misión a la que fue enviado, aunque él sabía, como hombre estudioso de las Sagradas Escrituras, que toda profecía en ese Niño se cumpliría, y en la cruz se consumaría su misión. 

Y en silencio, su corazón sufría, porque su misión como padre del Mesías era prepararlo para que cumpliera la voluntad de Dios.

Un hombre justo fue José. Yo doy testimonio de él. Oraba y trabajaba, mientras al Hijo de Dios, en medio de la vida ordinaria, adoraba. Y, como instrumento fiel de la divina providencia, el sustento diario le daba. El centro de su vida fue Cristo, y eternamente vive en Él. 

Yo te aconsejo, hijo mío sacerdote: encomiéndate a san José. Tenlo por tu padre y señor, tu seguro protector. Para él tú eres también su misión en el plan perfecto de Dios. Aprende de él. 

Imitando a tu Señor Jesucristo, imita en la virtud a san José. Déjate por él cuidar, formar y acompañar. 

Pídele que interceda por ti, para que permanezcas unido a Cristo, perfectamente configurado con Él. 

Pídele que te consiga la gracia para ser un hombre justo, como él. 

Pecador te concibió tu madre, igual que fue concebido él, un hombre común, elegido por el Señor, para cumplir una misión sagrada, con un alma enamorada de la Madre de Dios, y del Hijo engendrado en su vientre puro e inmaculado.

Pero pídele también que ruegue por ti, y te llame por tu nombre: Jesús, Hijo de David, Emmanuel, Dios con nosotros. 

Porque tu misión es más grande que la de José. Tu misión es ser Cristo, y crecer en estatura, en sabiduría y en gracia, ante Dios y ante los hombres, protegido, custodiado y ayudado por él, para, con el poder de Cristo, con Él y en Él, perdonar los pecados del mundo. 

Ábrele tu corazón a san José. Él sabe quién eres. Déjate acoger por su paternidad, deja que él te guíe y que, junto a mí, te acompañe en el camino a la santidad. 

Oh, San José:

Castísimo, prudentísimo, amabilísimo, gran protector del corazón sacerdotal.

Patrono de la Iglesia universal.

Te reconozco como mi padre y señor.

Me acojo a tu protección.

Pongo en tus manos mi virtud.

Intercede por mí, para que sea un hombre justo y digno de ser llamado sacerdote de Cristo, hijo de María, hijo de José, hijo de David. 

Amén.

 

«Levantado José del sueño, hizo como le había mandado el ángel del Señor.

¡Mirad qué obediencia, mirad qué docilidad de espíritu!

He aquí un alma vigilante e íntegra en todo.

Cuando era presa de una sospecha desagradable y extraña, no se hacía a la idea de retener consigo a la Virgen; ahora que está libre de aquella sospecha, no piensa un momento en echarla de su casa.

Sí, la retuvo, y entró así en el servicio de toda la economía de la encarnación: Y tomó —dice— consigo a María su mujer.

Notad cómo el evangelista emplea constantemente el nombre de mujer; lo uno porque no quería que por entonces se descubriera el misterio, lo otro para alejar de la Virgen aquella sospecha de que hablamos»

(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 5).

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 99)

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

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