Reflexión para sacerdotes desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Sácate primero la viga que tienes en el ojo, y luego podrás ver bien para sacarle a tu hermano la paja que lleva en el suyo» (Mt 7, 5)
Hijo mío, sacerdote: tú estás configurado con el Justo Juez, y Él te ha dado su poder para que lleves a los hombres la misericordia que, en la cruz, a través de su sangre, ha derramado Él, y hagas justicia a su único y eterno sacrificio, consiguiendo que cada uno acepte la gracia y la eficacia de la cruz, convierta y santifique su alma, para que sean todos de Jesús. Esa es la justicia que se te pide.
Recuerda que el Señor te ha dicho que todos los pecados que tú perdones quedarán perdonados, pero los pecados que no perdones quedarán sin perdonar.
No quieras, hijo mío, hacer justicia por tu propia mano. Tú eres instrumento del Señor.
Procura dirigir a las almas justamente, tratándolas con caridad, guiándolas para que sean conscientes de sus pecados, y los confiesen con verdadero arrepentimiento.
Juzga sus actos y corrige al que se equivoca, pero perdona, siempre perdona.
Ten misericordia de aquellos que se acercan a ti, porque buscan a Cristo y no a ti.
Yo te aconsejo que de cada pecado escuchado aprendas, y te des cuenta de la debilidad de tu carne, y de que de todo eso que la gente se confiesa tú eres capaz, y tal vez más.
Examina tu conciencia diariamente y con constancia, y pregúntate si has aprendido bien de tu Señor, que es manso y humilde de corazón; si eres misericordioso; si te complace todo eso que escuchas en el confesionario, y te hace caer en tentación, o si verdaderamente tienes rectitud de intención, perdonas y olvidas, como lo hace tu Señor.
Pide la gracia para ser un buen confesor, y ten compasión.
No trates a los penitentes con rigor, sé paciente, escucha con atención, pon interés en lo que les causa aflicción, y ayúdalos a hacer una buena confesión.
Y procura también acudir con regularidad a tu propia confesión, y confiesa todo lo que tienes como espinas clavadas en el corazón, con la seguridad de que serás perdonado, porque tu Señor te ha dicho que con la misma medida que trates a los demás serás medido.
Si obras con misericordia recibirás misericordia, no tendrías entonces nada de qué preocuparte.
Arrepiéntete, confiésate, conviértete, renuévate y sigue adelante. No digas “mañana”, hazlo ahora, no vaya a ser que mañana sea tarde.
Busca la santidad. El primer paso es tener humildad y reconocer tu propia debilidad.
Pide la asistencia del Espíritu Santo para ser compasivo y misericordioso, y no ver y corregir sólo los errores de los otros, sino aceptar y corregir los propios.
Oración, oración, oración, expiación y acción. Así conseguirás alcanzar la santidad.
«Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades.
Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón.
Además, esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los Santos, se ve impulsado a “ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales”[1].
En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad[2]»
(Congregación para el Clero, Directorio para la vida y ministerio de los presbíteros, n. 72).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 55)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES