SANTIFICAR EL TRABAJO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Entonces él les dijo: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Así lo hicieron, y luego ya no podían jalar la red por tantos pescados» (Jn 21, 6).
Hijo mío, sacerdote: por el pecado de Adán, en su infinita sabiduría y justicia, Dios castigó a toda la humanidad, haciéndolos ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente, trabajando arduamente, porque no supieron valorar que les había dado el Paraíso gratuitamente, y ese fue su destierro y su condenación a la muerte. Tan grave fue su pecado.
Pero el infinito amor de Dios nunca a los hombres abandonó. Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su único Hijo para salvarlos.
Sin embargo, no supieron valorarlo. Lo despreciaron, lo torturaron, lo crucificaron. Pero Dios lo resucitó, tal cual al mundo lo había enviado: verdadero hombre y verdadero Dios.
Y una vez glorificado, habiendo al mundo renovado, el trabajo de los hombres santificó.
El castigo había sido levantado, toda culpa Él ya había pagado, y eso es la manifestación de la misericordia que el Hijo de Dios en la cruz ha derramado.
Y no sólo vino a perdonarlos, a salvarlos, a pagar sus deudas con su bendita sangre, sino a enseñarlos a santificarse a través de su trabajo.
Aquello que era un castigo lo transformó en bendición. Él mismo se hace presente verdaderamente en el pan y el vino, fruto del trabajo de los hombres.
Por tanto, el trabajo se transforma en ofrenda, y se une al único sacrificio agradable a Dios, el sacrificio de Cristo, que se entrega como alimento gratuitamente.
Y dejó claro que el trabajo es un medio para ganarse el Paraíso, que Él mismo les ha dado por heredad.
Cristo ha venido a enseñar a sus discípulos a santificar su trabajo cuando les dijo: “vayan y echen las redes al mar”.
Ustedes, mis hijos sacerdotes, deben de aprender también a santificarse a través de sus ministerios.
Deben tener la humildad de reconocer que no valen de nada sus muchos esfuerzos, sus largas noches en vela, trabajando sin descansar, para cumplir con todos sus encargos, porque el tiempo no les da, si quieren hacerlo con sus propias fuerzas.
No podrán, fruto no darán, nada pescarán.
Necesitan la gracia de Dios, y es Cristo quien les da la fuerza.
Pero deben encontrarlo, ir a Él, acudiendo a la oración, haciéndolo parte de todas sus actividades, ponerlo en el centro en todo momento, y reconocerlo en la Eucaristía, adorarlo, y como amigo tratarlo.
Reconozcan que Cristo vive en ustedes y obra a través de ustedes. Y en ustedes glorifica a su Padre.
¡Alégrense!, porque Él está con ustedes todos los días. Así lo ha prometido y lo ha cumplido.
No es Él quien se aleja, son ustedes los que, por su soberbia y su miedo, se han ido.
¡Vuelvan, hijos míos, vuelvan!, naveguen hacia puerto seguro. Yo soy como el faro que los guía en medio de la oscuridad de la noche.
Reconozcan a su Madre, yo soy la siempre virgen María. Tómense de mi mano y yo los llevaré a Jesús. Yo tejeré redes fuertes para ustedes, para que abundantes ofrendas le lleven.
Él es el camino, la verdad y la vida. Reconózcanlo, reconociéndose a sí mismos. Mírense. Y, si no pudieran verlo, miren al pueblo. Ellos tienen fe, ellos van a ustedes porque han sabido reconocer en el sacerdote a Cristo resucitado y vivo, que se ha quedado en medio del mundo para conducirlos al Paraíso.
Denles de comer, reciban sus ofrendas, y únanlas en un solo y santo sacrificio, para que sean transformadas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que bendice el fruto del trabajo de los hombres.
Echen sus redes al mar, yo voy con ustedes, vamos a pescar.
«El apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo, que nos espera en la orilla del lago. Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después.
¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma –porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro– se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei[1], las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer. No puedo silenciar que el trabajo –por decirlo así– profesional de los sacerdotes es un ministerio divino y público, que abraza exigentemente toda la actividad hasta tal punto que, en general, si a un sacerdote le sobra tiempo para otra labor que no sea propiamente sacerdotal, puede estar seguro de que no cumple el deber de su ministerio.
Jesús pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! Cristo está vecino, y no se lleva una mirada de cariño, una palabra de amor, una obra de celo de sus hijos.
Echad la red a la derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había[2]. Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca»
(San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, nn. 264-265).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 150)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES