EUCARISTÍA: MISTERIO Y DOGMA DE FE
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 55-57)
Hijo mío: un sacerdote debe creer en su Señor sacramentado, que en la hostia está vivo, porque Él ha resucitado. Esa es su fe.
Dime, ¿tú crees?
El Señor te pide que creas, no que lo entiendas.
Es un misterio de fe, pero es también un dogma de fe.
Dime, ¿tú crees que eres hijo de tu madre y de tu padre?
¿Acaso ellos te han dado pruebas contundentes?
¿Te lo han demostrado científicamente?
Y aun así tú crees.
Eso se llama fe.
¿Tú crees que eres hijo de Dios?
Eso se llama fe.
No quieras demostrarle al mundo con pruebas lo que se comprende tan solo con la gracia de la fe.
Comprender no es precisamente entender, porque la mente humana es limitada, y a Dios no lo puede entender; pero sí puede comprender, con la gracia, lo que no puede explicarse porque es demasiado grande.
¿Acaso tiene explicación científica la encarnación del Hijo de Dios en una virgen?
Y sin embargo tú crees.
Yo también lo creí y dije “sí”, porque mi Dios, desde antes de que yo naciera, ya era dueño de mí. Yo lo comprendí porque lo que más deseaba mi corazón, desde que tuve uso de razón, era hacer su voluntad para agradarlo. No quería nada más.
Si jugaba, cuando era niña, lo glorificaba. Si reía, si estudiaba, si aprendía, todo era para Él. Oraba tanto como hablaba, como pensaba, como callaba. Despierta o dormida, toda mi vida era para Él.
Y al encarnar a su Hijo en mí, ¡cuán indigna me sentí!, pero ¡cuánto gozo había en mí!, porque sabía que, si yo había sido elegida por Él, era para honrarlo, para alabarlo, para adorarlo, para glorificarlo, haciéndose en mí tal y lo que Él decía.
Creer que el cuerpo y la sangre del mismo Dios está adentro de mí, haciéndose hombre el que era Dios, tan pequeño, tan frágil, tan indefenso, tan expuesto, tan dependiente de mí, una simple creatura, su esclava: ¡qué difícil de creer!
Pero creí, porque el Señor me dio la gracia, el Espíritu Santo estaba en mí.
Del mismo modo, hijo mío, el Espíritu Santo está en ti. Tienes la gracia para creer, y eso te basta.
El Señor encarnado está en la Eucaristía: es su Cuerpo, es su Sangre. Tan pequeño, tan frágil, tan expuesto, depende de ti.
Puedes verlo, puedes tocarlo, tú mismo lo haces bajar del cielo y descansar en tus manos.
No permitas que tu intelecto domine tu corazón.
No permitas que tu fe sea dominada por la razón. Antes bien, entrégale tu voluntad a Dios, y pídele la fe que te falta, para que sea más fuerte tu fe que tu intelecto y tu razonamiento.
Quiere creer, y creerás. No ofendas a tu Señor cuestionándolo, no sometas a pruebas científicas lo que tu conciencia sabe y te grita.
Cristo es en la Eucaristía. Así como tú sabes que estás vivo porque respiras, así debes creer que vives por Él. Él es la vida. Tú eres un siervo del Señor. A un amo se le obedece sin refutar sus órdenes, sin cuestionarlo.
Tu Señor te manda comer su Cuerpo y beber su Sangre. No lo pienses, no le des vueltas, no lo ofendas, solo obedece y hazlo. Entonces sabrás que vive en ti y tú en Él, permanecerás en Él y Él en ti, te transformarás en Él, y ya no vivirás tú, sino Él en ti, y gozarás como gocé yo, y sentirás la alegría que sentí yo.
Serán uno, como el Padre y el Hijo son uno para la eternidad.
Cree, hijo mío sacerdote, que, al estar configurado con el Hijo de Dios, estás configurado con la Palabra y con el Pan de vida, que es Eucaristía, para darle al mundo lo mismo que le di yo: la vida.
Sabrás que tienes la gracia de la fe, una fe grande, cuando renuncies a ti mismo y aceptes que tú ya no eres un muchacho, eres el mismo Cristo, el Hijo de Dios vivo, que le da vida al mundo. Para eso te ha enviado, para eso con Él te ha configurado, para eso te ha dado su poder.
Cree, vive tu fe, como la vive un niño que todo cree, que todo le ilusiona, que quiere crecer en estatura, en sabiduría y en gracia, pero que desea conservar la infancia espiritual, la inocencia, la alegría y la paz, de un corazón que se sabe amado, que ama, y que todo lo tiene cuando recibe a Cristo en la Eucaristía por primera vez. Tiene la plena seguridad de que Él es, nada le falta.
Tú, hijo mío, ¿recuerdas ese día?
Trae a tu memoria los recuerdos de tu infancia, los sentimientos de tu corazón; esa primera vez en que Cristo vivo tocó tu corazón y te hizo suyo para siempre.
Él te eligió desde antes de nacer para que seas todo de Él. El día de tu Primera comunión tú le dijiste: “Sí, ven Jesús mío a mi corazón”, y Él se quedó para hacerte crecer; y te llamó en el momento oportuno, tú creíste y dijiste “sí”, y Él te hizo sacerdote para siempre.
Dime, hijo mío, ¿lo crees, o necesitas pruebas científicas contundentes?
Cree firmemente que eres sacerdote para siempre, portador de vida para llevar muchas almas a Dios. Tus fieles creen en ti y creen en que tú los alimentas con la Carne del Hijo de Dios y con su bendita Sangre, alimento y bebida de salvación, Eucaristía, milagro patente de amor.
Que la fe de ellos fortalezca la tuya.
Adoremos.
«El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que quien coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6,51). Pero esta vida eterna se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: El que me come vivirá por mí (Jn6,57).
Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio creído y celebradocontiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente.
Análogamente a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí.
En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; nos atrae hacia sí».
(Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum Caritatis, n. 70)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 223)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES