22/09/2024

Jn 8, 31-42

LA VERDADERA LIBERTAD

Reflexión para sacerdotes

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

 

«Jesús dijo a los que habían creído en él: “Si se mantienen fieles a mi palabra, serán verdaderamente discípulos míos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres”» (Jn 8, 31-32)

 

Hijo mío: ¿conoces la verdad?

¿Consideras que eres realmente libre?

Un sacerdote debe ser un hombre libre. Tiene la responsabilidad de ser fiel a la Palabra de Dios, de practicarla y de enseñarla. 

Si tú reconoces que vives en libertad, que no tienes ataduras al mundo, que no tienes vicios, que no tienes apegos a algunas personas en particular, que desprecias el mundo y todo lo que te ofrece, porque has renunciado a todo, hasta a ti mismo, para entregarle a Dios tu voluntad y hacer la suya; porque te reconoces siervo y vives en la verdad, sirviendo a tu Señor, y aun de ser su siervo te consideras indigno, pero haces lo que Él te dice, porque Él te llamó y tú dijiste: “Sí, aquí estoy Señor. Si buscas a quién enviar, envíame a mí”; y si luchas cada día por perseverar en el cumplimiento de tus deberes y de tus promesas, eso significa que eres verdaderamente libre.

Eres un hombre fiel a la Palabra de Dios, vas por buen camino, y el cielo es tu único destino.

Vives en santidad, agradas a Dios porque cumples su voluntad.

Eres el consuelo de mi Corazón inmaculado, tienes mi protección. Te has refugiado en mi doloroso Corazón, y has recibido la gracia del Espíritu Santo para permanecer, como Juan, junto a mí al pie de la cruz del Hijo de Dios, recibiendo sus beneficios, configurado con el Crucificado, para llevar al mundo su misericordia.

Eres un ejemplo a seguir. Muchos recibirán la eficacia de la gracia de la cruz, por ti se salvarán, y buenas cuentas al Señor darás.

¡Qué grande será tu gloria!

¡Cuánto me gozo en contemplarla desde ahora!

Pero si reconoces que tienes en tu conciencia faltas y pecados no confesados, que te quitan la paz…

Si has sido infiel a la Palabra de Dios…

Si te has perdido en el mundo y te has llenado de soberbia y orgullo…

Si tienes apegos a personas o a lugares, incluso a deberes en particular…

Si tienes otras prioridades antes que el cumplimiento de tu ministerio sacerdotal…

Si buscas placeres mundanos, porque crees que ahí está tu felicidad, o porque vives engañado, tentado, y no luchas por no caer, porque pones como excusa tu flaqueza, tu debilidad, tu pobre humanidad, y te compadeces de ti mismo buscando tus actos justificar...

Si no soportas estar a solas con tu Señor en la oración…

Si hace tiempo que no acudes ante Él con el corazón contrito y humillado, para una buena confesión hacer…

Si has perdido la emoción al celebrar la Santa Misa…

Si no crees que Jesucristo, tu Señor, está realmente presente en Cuerpo y en Sangre en la Eucaristía…

Si llevas una doble vida, siendo un hombre común, que lleva una vida ordinaria en medio del mundo, y tiene un trabajo extraordinario ejerciendo la labor sacerdotal…

Si predicas y no haces lo que predicas…

Si la Palabra de Dios, que es la verdad, a tu vida no aplicas…

Si no la escuchas…

Si no reflexionas…

Si no meditas…

Si no la llevas a tu vida personal…

Si no sientes alegría…

Hijo mío: conviértete, rectifica, porque no estás viviendo en la verdad, no eres libre, aunque creas que tienes libertad. 

Busca ayuda, busca consejo espiritual, rema mar adentro, y conócete a ti mismo, para que conozcas la verdad.

Tú eres uno con Cristo, compórtate con esa dignidad. 

Acude a mi auxilio. Yo estoy aquí, soy tu Madre. Siempre te voy a ayudar. Tengo para ti las gracias que necesitas, y que el Espíritu Santo me ha confiado, para dártelas en el momento oportuno, para que las aproveches para alcanzar la santidad.

Reconócete pecador, indigno siervo del Señor.

Refúgiate en mi Corazón y sana de tu enfermedad espiritual, haciendo penitencia y expiación, examinando tu conciencia y pidiendo perdón. 

Yo te llevaré de mi mano para que hagas una buena confesión, y no persigas a tu Señor ofendiéndolo con tu mal comportamiento. 

Reconcíliate con Él, ve a su encuentro. 

Él es la verdad, en Él encontrarás la verdadera libertad y la absoluta felicidad. 

Tú y Él vienen de Dios, son de Dios, son uno con el Padre y recibirán la misma gloria. Grande será tu recompensa si le muestras tu fidelidad y perseveras hasta que llegue tu hora.

¡Vive, sacerdote, en configuración con el Resucitado, para que seas verdaderamente libre!

Reconoce esta verdad: tienes un alma sacerdotal. Dios te ha dado un corazón igual al Corazón de Cristo, para que vivas practicando su Palabra, y conduzcas a su pueblo a la libertad. 

 

«La liberación salvífica que Cristo realiza respecto al hombre contiene en sí misma, de cierta manera, las dos dimensiones: liberación “del” (mal) y liberación “para el”(bien), que están íntimamente unidas, se condicionan y se integran recíprocamente.

Volviendo de nuevo al mal del que Cristo libera al hombre  –es decir, al mal del pecado–, es necesario añadir que, mediante los “signos” extraordinarios de su potencia salvífica (esto es: los milagros), realizados por Él curando a los enfermos de diversas dolencias, Él indicaba siempre, al menos indirectamente, esta esencial liberación, que es la liberación del pecado, su remisión. Esto se ve claramente en la curación del paralítico, al que Jesús primero dice: “Tus pecados te son perdonados”, y sólo después: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 5. 11). 

Al liberar a los hombres del mal del pecado, Jesús desenmascara a aquel que es el “padre del pecado”. Justamente en él, en el espíritu maligno, comienza “la esclavitud del pecado” en la que se encuentran los hombres. “En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre; si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” (Jn 8, 34-36).

Frente a la oposición de sus oyentes, Jesús añadía: “...he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 42-44). Es difícil encontrar otro texto en el que el mal del pecado se presente de manera tan fuerte en su raíz de falsedad diabólica».

(San Juan Pablo II, Audiencia General, 3 de agosto de 1998)

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(Pastores, n. 215)

 

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

 

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