VOCACIÓN DE SERVICIO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto» (Jn 12, 24)
Amigo mío: Yo te he llamado para servirme. El Padre glorifica su nombre en el Hijo, y el Hijo glorifica al Padre con su obediencia y con su servicio.
Así como el Padre me ha enviado, yo te envío, para glorificar al Padre en ti, sacerdote mío, con tu obediencia y tu servicio.
Así como el grano de trigo muere para dar fruto, así mis elegidos mueren el día de su ordenación, para dar fruto abundante, que brota de la cruz en la que mueren conmigo, porque para eso han nacido, para eso les he dado la vocación, y les he dado la gracia, y les he dado los medios, y les he dado el amor.
Y ustedes han tenido el valor. Y por eso, obedeciendo a su Señor, han sido ordenados sacerdotes.
El Padre ha sido glorificado por el Hijo en ustedes, por la configuración conmigo, cuando lo han dejado todo, han renunciado al mundo, aborreciéndose a sí mismos, para ser levantados de la tierra, poniéndose a mi servicio.
Y yo no te he llamado siervo, te he llamado amigo. Estar contigo todos los días de tu vida yo te he prometido.
Tienes mi gracia para hacer lo que yo te pido, y eso te basta. Permanece en mi amor, y vencerás al mundo, como lo hice yo. Recuerda esto en las horas más difíciles, cuando sientas miedo, cuando no puedas dormir porque la angustia te priva del sueño, preocupado por la misión que se te ha encomendado.
Recuerda que tú no tienes un sumo sacerdote que no te comprenda. En todo yo me hice igual a ti, y, aunque pecado no cometí, mis sentimientos, mis oraciones, mis tentaciones fueron de hombre, como tú.
Sentí miedo, sentí tristeza, sentí angustia, sentí soledad. Tuve hambre, tuve sed, tuve frío, estuve preso, fui juzgado, fui perseguido, fui llamado loco, fui incomprendido. En la hora más difícil oré, pedí, supliqué.
El Espíritu Santo estuvo conmigo, y tuve el valor de obedecer, porque supe que, precisamente, para cumplir la voluntad de Dios, al mundo había venido.
Yo te he dado mi poder. Yo te ayudo. Estoy contigo.
Tú también puedes obedecer. Ten el valor de enfrentar tus miedos y reconoce que no estás solo, tienes la compañía de mi Madre, que está aquí, al pie de tu cruz y mi cruz. Te sostiene, no te dejará huir, no te dejará caer. Te dará su auxilio. No para que bajes de la cruz, sino para que tengas la fuerza de permanecer juntos, tú y yo, hasta el final.
Eso es lo que te prometí. Eso es lo que me prometiste a mí. Juntos somos uno, yo en ti y tú en mí.
Te aseguro que darás mucho fruto, y ese fruto prevalecerá.
¿Y qué si el mundo te odia? También me ha odiado a mí.
¿Y qué si el mundo te juzga? También me ha juzgado a mí.
¿Y qué si das tu vida para salvar al mundo conmigo? Yo he resucitado, y tú serás conmigo resucitado y glorificado para la vida eterna.
Pero también te he prometido el ciento por uno en esta vida. Te aseguro, amigo mío, que tendrás tu recompensa.
Pero si no tienes el valor de obedecer al Hijo de Dios, quien ha puesto al Papa como cabeza, no morirás conmigo, quedarás infecundo, porque no haces lo que yo te digo.
Obedece a tu Señor, sirviendo a la Santa Iglesia, tal y como, a través de la voz de Pedro, yo te lo pido.
¡Gloria a Dios en el cielo! Santificado sea su nombre por la obediencia de los sacerdotes.
«Cristo poseyó un cuerpo exento de pecado, pero no de las naturales necesidades: de otro modo no habría sido cuerpo.
Pero, además, con eso nos dio otra enseñanza. ¿Cuál? Que, si alguna vez nos encontramos tristes y acobardados, no por eso abandonemos nuestros propósitos.
¡Padre! ¡Glorifica tu nombre! Declara que muere por la verdad al llamar a tal muerte gloria de Dios.
Así aconteció después de la cruz. Iba a suceder que el mundo se convirtiera y conociera a Dios y lo sirviera; es decir, no únicamente al Padre, sino también al Hijo; pero esto segundo lo calla»
(San Juan Crisóstomo, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXVII (LXVI)).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 43)