ENTREGARSE EN SACRIFICIO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Ustedes no saben nada. No comprenden que conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca”» (Jn 11, 49-50).
Hijo mío, sacerdote: ¡Qué bien conoce Dios a sus creaturas!
Él, en su infinita sabiduría, envió a su Hijo al mundo para renovar su creación, haciéndose ofrenda, como expiación por el pecado de los hombres.
Él sabía que su Hijo, crucificado en manos de los hombres moriría, en el tiempo en que Él mismo lo dispuso. Pero Él no envió a hombres malos para asesinarlo.
Él sabía que, por hacer el bien, los pecadores serían sus enemigos, y tratarían de matarlo, porque preferirían las tinieblas a la luz.
Convenía que un solo hombre padeciera y muriera, y no fuera destruido todo su pueblo.
Cristo es el elegido de Dios, el Cordero divino, entregado para el sacrificio en manos de los hombres, para salvarlos a todos de una vez y para siempre.
A través de la cruz Dios congregó a su pueblo. Reunió a sus hijos que estaban dispersos y caminaban como ovejas sin pastor.
Y eso mismo es lo que hace con cada uno de sus elegidos, a los que llama para ser sacerdotes configurados con Cristo. Pero, en su infinita bondad, no les pide a todos morir crucificados, sino unir sus sacrificios a la cruz de Cristo, para morir al mundo renunciando al pecado.
Él los envía a servir predicando el Evangelio, llevando la misericordia derramada de la cruz a todos los pueblos, para congregar en Cristo a todas las naciones, y reunir a los hijos de Dios en un solo pueblo y con un solo pastor, en una, santa, católica y apostólica Iglesia.
Esa es la misión del sacerdote. Por tanto, deben entender que conviene que cada uno de ustedes se entregue en sacrificio, desprendiéndose de ustedes mismos, para transformarse en verdaderos Cristos, que den su vida para que sus rebaños se salven.
Ese es el “sí” del sacerdote. Es un misterio muy grande. Pero, les aseguro, más grande será su recompensa en el cielo.
Pero deben entregar su vida con alegría y no con lamentos, con optimismo y no con quejas, con santa voluntad, pidiendo a Dios la gracia y la fuerza, y no abandonándose a la depresión como una excusa para no cumplir con su misión.
Aquel que sienta el peso de la soledad, que acepte mi compañía al pie de su cruz. Yo voy a sostenerlo.
Aquel que se sienta triste, cansado y agobiado, que entregue su carga en la cruz, y acepte la carga que le da Jesús, que es ligera.
Aquel que esté deprimido a causa de la enfermedad, que acuda a mí, bien dispuesto a quererse levantar. Yo lo voy a ayudar.
Aquel que esté perdido a causa del vicio, que tome su cruz, que renuncie al pecado, que se arrepienta, que acuda al confesionario, que pida ayuda al Espíritu Santo para que fortalezca su voluntad y venza la tentación, para que no vuelva a pecar.
La misión del sacerdote es grande, pero el Señor respeta su libertad. Y, aunque el Señor los necesita, espera que acudan por su propia voluntad y entreguen con Él su vida, porque eso es lo que conviene para la salvación de sus almas y del mundo entero.
Un sacerdote debe, por el pueblo de Dios, dar la vida, estar dispuesto. Ese es el servicio que les pide su Señor.
Servir a Cristo con alegría, uniéndose a su cruz en un único y eterno sacrificio cada día.
Los enemigos de los sacerdotes son los enemigos de Cristo, los pecadores. Pero es precisamente a ellos a quienes el Señor vino a buscar, y yo estoy aquí, soy su Madre, y los he venido a acompañar.
Te bendigo, hijo mío.
De amor por ti, mi Corazón Inmaculado está inflamado.
«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales»
(Catecismo Romano, 1, 5, 11).
«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados»
(S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 144)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES