JUEVES SANTO
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
Amigo mío: ven, celebra la Pascua conmigo. Tú eres mi invitado de honor. Para eso te he llamado, para eso te he elegido.
Te he sentado en mi mesa. Te he contado entre mis siervos. Pero te he llamado amigo, porque te amo y quiero que compartas conmigo la Pascua eterna.
Yo he sido enviado para congregar al pueblo de Dios en una misma fe; y he creado, para ello, mi Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.
Y he llamado a mis elegidos para que la sirvan, para que se desposen con ella. No de manera aislada y particular, sino en mi persona.
Yo soy quien la ha de desposar. Pero son ustedes, mis siervos, los que, actuando en mi persona, van a hacer mis obras, van a alimentar a sus hijos, los hijos de Dios.
Les van a enseñar lo que les enseñe yo.
Yo voy a morir por ella, y en ella, a ustedes, mis amigos, como hijos de Dios, también los cuento yo.
Pero la Iglesia necesita un corazón para tener vida. Yo le doy mi corazón. Para eso instituí la Sagrada Eucaristía. Para que el pueblo de Dios tenga vida.
Y son mis siervos a quienes yo lavo los pies, para que hagan lo mismo que yo y manifiesten su amor a través del servicio, para que los fieles hagan lo mismo.
Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los amé.
Tú, sacerdote de mi amor, debes entender bien esto, practicarlo y enseñarlo.
Pero antes, debes de renunciar al mundo, y seguirme.
Comienza mi pasión.
Por fin, después de tantos años de servir a mi Padre como hombre y Dios, seré glorificado por Él, consumaré mi misión.
Tú, amigo mío, eres parte de mi misión. Yo quiero necesitarte. Yo quiero hacerte partícipe de mi sacrificio, para que tú seas glorificado como yo.
Tanto te amo, que quiero compartir contigo eternamente la gloria que tenía con mi Padre antes de que el mundo existiera. ¡Y lo voy a hacer! Sólo te pido que quieras.
Entonces ven, bebe conmigo, come conmigo, elévame en tus manos, conmemorando mi sacrificio, que es uno y para siempre, y dale al pueblo de Dios de comer, y dale de beber.
¡Sírvelo! Ese debe ser tu querer.
Administra mi misericordia, derramada de la cruz, actuando en mi persona.
Repite conmigo: ¡Yo soy Cristo Jesús!
Cree en estas palabras, y corresponde con tu vida al don más preciado de mi Sagrado Corazón, que yo te doy, porque te amo. Yo te doy mi sacerdocio santo.
Ven conmigo. Yo seré crucificado. Tú permanecerás, como Juan, al pie de mi cruz.
Permanece fiel. No me abandones. Confía en que yo te voy a proteger.
Tómate de la mano de mi Madre.
Participa conmigo muriendo al mundo, dejándote lavar, con mi preciosa sangre.
Ya desde ahora he preparado en el cielo un trono para ti. Te está esperando.
Pero, para llegar a él, ¡debes servir al Rey!
Vela por mi pueblo, y adórame.
«Todo lo que Jesús anuncia, y también nosotros, sacerdotes, es Buena Noticia. Alegre con la alegría evangélica: de quien ha sido ungido en sus pecados con el aceite del perdón y ungido en su carisma con el aceite de la misión, para ungir a los demás. Y, al igual que Jesús, el sacerdote hace alegre al anuncio con toda su persona.
Un ícono de la Buena Noticia es el de las tinajas de piedra de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 6). En un detalle, espejan bien ese Odre perfecto que es —Ella misma, toda entera— Nuestra Señora, la Virgen María. Dice el Evangelio que «las llenaron hasta el borde» (Jn 2, 7). Imagino yo que algún sirviente habrá mirado a María para ver si así ya era suficiente y habrá sido un gesto suyo el que los llevó a echar un balde más. María es el odre nuevo de la plenitud contagiosa.
Queridos hermanos, sin la Virgen no podemos llevar adelante nuestro sacerdocio. «Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286), Nuestra Señora de la prontitud, la que apenas ha concebido en su seno inmaculado al Verbo de vida, sale a visitar y a servir a su prima Isabel. Su plenitud contagiosa nos permite superar la tentación del miedo: ese no animarnos a ser llenados hasta el borde, y mucho más aún, esa pusilanimidad de no salir a contagiar de gozo a los demás. Nada de eso: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Ibíd., 1)»
(Francisco, Homilía de la Misa Crismal 2017)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 147)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES