GLORIFICAR AL PADRE
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Jesús dijo a sus discípulos: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará”» (Jn 13, 31-32).
Amigo mío: a ti no te daré un discurso de despedida, porque contigo estoy. Yo te prometí estar contigo todos los días de tu vida.
Mi deseo es que tú permanezcas en mi amor, como yo permanezco en el amor de mi Padre. Que tú vivas en mí, como yo vivo en ti.
Estoy aquí para amarte y el amor que te tiene mi Padre comunicarte, a través de mi misericordia.
Amigo mío: yo ya no te llamo siervo, te llamo amigo, porque todo lo que le he oído a mi Padre te lo he dicho.
Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Yo di la vida por ti, y tú ¿darás tu vida por mí?
Lo que dices, hazlo. Cumple tu promesa. Da tu vida por mí todos los días, cumpliendo el nuevo mandamiento que te di, y haciendo que todos lo cumplan.
Ama a los demás como yo te amo a ti.
¡Cuánto deseo que se amen los unos a los otros como yo los amé!
¡Cuánto deseo que no me ofendan con sus mentiras y sus infidelidades!
Yo deseo que ustedes, mis amigos, ¡vivan la fraternidad sacerdotal!, que den la vida unos por otros, como yo la di por todos.
Que no digan que aman a Dios si odian a su hermano, porque nadie puede amar a Dios, a quien no ven, si no ama a su hermano a quien sí ve.
Es preferible que me digan la verdad. Si no creen en mí, si no me pueden amar porque no tienen amor en su corazón, ¡tengan el valor de mirarme a la cara!, y pedirme la fe que les falta.
Entonces yo convertiré sus corazones de piedra en corazones de carne, ardientes de amor por mí, si tienen tan solo la voluntad de acercarse a mí, porque quieren amarme, porque quieren sentir el mismo amor de aquel día, cuando los llamé y dijeron sí.
Amigo mío: yo sé que tú me amas. Ámame también en tus hermanos. Ámalos tanto como yo los amo.
Ruega al Señor que envíe más obreros a su mies, porque el trabajo es mucho, y algunos de los obreros no se alimentan de mí, y sus rebaños se están perdiendo.
Procura mantener viva la llama del fuego de tu corazón que yo encendí.
Pide al Espíritu Santo que te llene de su presencia, que te dé el amor que te falta, para que tengas mis mismos sentimientos, y ames al prójimo con mi amor.
Que ese amor sea tan grande, que todos digan: “he ahí un sacerdote santo, un sacerdote que es verdadero discípulo de Cristo, un sacerdote al que vale la pena escuchar y seguir, porque lleva en sus manos, en sus pies y en su corazón las llagas de la cruz, signo de su perfecta configuración con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que va dejando huellas de fuego por donde pasa, porque es el mismo Cristo que pasa y va encendiendo de amor los corazones”.
Entonces, amigo mío, podrás sentir la satisfacción de amar como amo yo.
Tú y yo somos uno, ¡para glorificar a mi Padre que está en el cielo!
Él te glorificará como a mí me ha glorificado ya.
Te amo con eterno amor.
«El Señor Jesús pone de manifiesto que lo que da a sus discípulos es un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros.
¿Pero acaso este mandamiento no se encontraba ya en la ley antigua, en la que estaba escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué lo llama entonces nuevo el Señor, si está tan claro que era antiguo? ¿No será que es nuevo porque nos viste del hombre nuevo después de despojarnos del antiguo? Porque no es cualquier amor el que renueva al que oye, o mejor al que obedece, sino aquel a cuyo propósito añadió el Señor, para distinguirlo del amor puramente carnal: como yo os he amado.
Este es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos, herederos del nuevo Testamento, intérpretes de un cántico nuevo. Porque, en la Iglesia, los miembros se preocupan unos de otros; y si padece uno de ellos, se compadecen todos los demás, y si uno de ellos se ve glorificado, todos los otros se congratulan. La Iglesia, en verdad, escucha y guarda estas palabras: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó, para conducirlos a todos a aquel fin que les satisfaga, donde su anhelo de bienes encuentre su saciedad. Porque no quedará ningún anhelo por saciar cuando Dios lo sea todo en todos.
Este amor nos lo otorga el mismo que dijo: Como yo os he amado, amaos también entre vosotros. Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros; y con su amor hizo posible que nos ligáramos estrechamente, y como miembros unidos por tan dulce vínculo, formemos el cuerpo de tan espléndida cabeza».
(San Agustín, Sobre el Evangelio de san Juan: El mandamiento nuevo)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 229)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES