22/09/2024

Jn 16, 23-28

PEDIR AL PADRE CON FE

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de María

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa» (Jn 16, 23-24).

 

Hijo mío: para hacer milagros, como el de convertir el agua en vino, es necesario hacer lo que Jesús les dice.

Y ¿qué es lo que Él les dice?

“Pidan al Padre en mi nombre, y Él se los concederá”.

Es así como ustedes realizan las obras del Hijo de Dios.

Si pides al Padre lo que necesitas, verás milagros. El Padre te dará lo que le pidas porque, al pedir, obedeces y confías; porque amas y crees en que su Hijo ha salido de Él para venir al mundo, se ha hecho hombre, ha sido obediente en todo al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz, ha resucitado, y ha subido al cielo para volver al Padre.

Y el Padre se alegra porque crees, y en ti, por Jesucristo nuestro Señor, pone sus complacencias. Haz lo que tu Señor te dice, y pide en su nombre. 

Vivir abandonado en la divina voluntad no es vivir sin hacer nada, sin pedir nada, esperando a que el Señor todo lo haga. No.

Vivir en la divina voluntad es escuchar la Palabra y cumplirla, obedecer en todo al Rey, renunciando a tu propia voluntad para hacer la de Él. Y Él te manda que pidas al Padre en su nombre con fe, con esperanza, con amor, con confianza. 

Por tanto, no pedir y conformarse no es signo de humildad, sino una tentación muy grande, porque puedes caer en la soberbia y no buscar al Padre, aparentando no necesitarle.

Pedir es signo de humildad. Es reconocer las propias miserias, sabiendo que necesitas a Dios y nada puedes sin Él.

Pedir al Padre en el nombre del Hijo es una alabanza, es reconocer su bondad, su misericordia, su compasión, su poder, su amor. Es signo de confianza en tu Creador.

Pedir al Padre en el nombre del Hijo es ser dócil al Espíritu Santo, que es quien te mueve a pronunciar su nombre.

Pero el que pide debe tener disposición a recibir, y agradecer lo que recibe.

Pero, aun así, debes aprender a pedir, hijo mío.

Pide cosas buenas. No exijas, pide. El Señor ya sabe lo que necesitas desde antes que tú se lo pidas, pero le gusta que se lo digas.

Pide con insistencia, y ten paciencia. Él te dará lo justo y en el tiempo justo, porque Él sabe qué es lo mejor para ti.

Pide intercediendo por los más necesitados, especialmente por aquellos que se han cansado de pedir, que han perdido la esperanza. Piensan que no son escuchados y se sienten por Dios abandonados. Tú sabes que no es así.

Pide para ellos fe, confianza, esperanza, paciencia y obediencia.

Pide tú por los que no saben pedir, y lleva tus peticiones al altar. Que sean una ofrenda al Padre, que, por el sacrificio del Hijo, con la gracia del Espíritu Santo, te lo concederá.

Y si tú sintieras angustia porque no tienes respuesta, pídemelo a mí.

A través de mi omnipotencia suplicante, en el nombre de mi Hijo conseguiré, por la bondad del Padre, gracias abundantes para ti. 

Yo pido al Padre, en el nombre de mi Hijo, la conversión y santificación de todos mis hijos, especialmente mis hijos sacerdotes.

Eso es lo que yo pido para ti.

Te bendigo, hijo mío.

 

«Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo»; en cambio, nunca decimos: «Por el Espíritu Santo». Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio, según el cual, el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros.

Cristo, permaneciendo en su condición divina, en su condición de Hijo único de Dios, según la cual le ofrecemos el sacrificio igual que al Padre, al tomar la condición de esclavo, fue constituido sacerdote, para que, por medio de él, pudiéramos ofrecer la hostia viva, santa, grata a Dios. Nosotros no hubiéramos podido ofrecer nuestro sacrificio a Dios si Cristo no se hubiese hecho sacrificio por nosotros: en él nuestra propia raza humana es un verdadero y saludable sacrificio.

En efecto, cuando precisamos que nuestras oraciones son ofrecidas por nuestro Señor, sacerdote eterno, reconocemos en él la verdadera carne de nuestra misma raza, de conformidad con lo que dice el Apóstol: Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Pero, al decir: «tu Hijo», añadimos: «que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo», para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo» 

(San Fulgencio de RuspeCartas)

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(Pastores, n. 163)

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

 

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