RECONOCER
NUESTRA MISERIA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«“Ahora sí estamos convencidos de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios”. Les contestó Jesús: “¿De veras creen?”» (Jn 16, 30-31).
Hijo mío, sacerdote: ¿tú crees?
Si tú crees verdaderamente, entonces debes pedir al Señor que aumente tu fe.
El que de verdad cree, sabe que el único santo es el Señor, reconoce sus debilidades, y se da cuenta de que es un pecador que necesita ayuda del Señor para vencer al mundo con Él.
El que de verdad cree, no se pone en ocasión de pecado, porque se reconoce frágil, y sabe que Dios le ha dado un tesoro, pero lo lleva en vasija de barro, y puede tropezar, y puede caer, y se puede romper, y el tesoro perder.
El que de verdad cree, se siente indigno de a todo un Dios merecer, y más indigno aun de estar configurado con Él. Es precavido, se cuida de sí mismo, porque sabe que es capaz de cometer los más graves pecados y de abandonar a su Señor, aunque de Él se reconozca necesitado. El mundo lo puede vencer si lo permite, si se aleja de la gracia. Y se puede perder.
El que de verdad cree, sabe que el Señor lo conoce, y desde antes de que sucedan estas cosas, Él ya lo sabe, no lo toma por sorpresa. El Señor es paciente, es consciente de que antes de que el gallo cante tres veces, lo negará; y les dice “no pierdan la paz, regresen, yo estoy aquí dando la vida por ustedes, los he venido a perdonar de los errores, de las faltas y pecados cometidos, y también de los que cometerán”.
El que de verdad cree, conoce a Cristo, y sufre por ofenderle, porque lucha por superar las pruebas. Pero a veces no hace el bien que quiere, sino el mal, que no quiere.
Reconócete pecador, indigno de representar en tu carne el nombre del Señor.
Pide la gracia del Espíritu Santo para no ofender a Dios.
Lucha constantemente contra la debilidad de tu carne, contra los apegos del mundo, contra las tentaciones que te alejan del corazón de Dios.
Tómate de mi mano, acompáñame, camina conmigo, déjame protegerte bajo la seguridad de mi manto, y confía en que, si eres fiel y obediente, tu espíritu será fortalecido, permanecerás con Cristo, y nunca tendrás miedo. Porque, si de verdad crees en Cristo vivo, crees entonces en que tú solo no puedes, pero que el Espíritu Santo está contigo; y, unido a Cristo, al mundo ya has vencido.
Pero ten cuidado, porque el demonio ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Y si tú te duermes, pensando en que has triunfado ya, y te olvidas de luchar, puedes traicionar a tu Amigo, el que te ama tanto, el que dio la vida por ti. Porque Él te cuida, te protege, te ayuda, te ama, pero respeta tu libertad.
Recuerda, hijo mío, que Él espera de ti fidelidad, obediencia, virtud. Y también espera que le pidas ayuda para superar, en medio de la tribulación, todas las pruebas. Sabe que no será fácil para ti, pero que, si reconoces tu miseria y su infinita bondad y misericordia, si un día caes, y lo llamas pidiendo su auxilio y su perdón, Él personalmente te levantará, te perdonará, te purificará, convertirá tu corazón, y a su Paraíso te llevará, porque para eso es que Él ha venido y ha vencido al mundo. Confía en Él.
Y en que, a pesar de todo, a pesar de ti y de tus faltas, te ama, y por ti derrama lágrimas de dolor, cuando te vas, pero de alegría, cuando regresas.
«El hombre —todo hombre— es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre.
Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial»
(San Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliación y Penitencia, n. 5)
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 165)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES