22/09/2024

Jn 15, 1-8

BUENOS ADMINISTRADORES

Reflexión para sacerdotes 

desde el Corazón de Jesús

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís 

 

«¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo» (Lc 16, 2)

 

Amigo mío: te he llamado y te he elegido para que seas administrador de mis bienes. De entre muchos hombres, decidí en ti poner mi confianza. Te pediré cuentas, pero aún no ha llegado tu hora. No es tiempo aún de rendirme cuentas, sino de examinar tu conciencia, y darte cuenta si es necesario rectificar.

Sé honesto conmigo. Aunque yo te conozca y sepa todo de ti, de tu boca lo quiero oír: ¿eres un buen administrador?

¿O eres un administrador infiel, que se engaña a sí mismo pensando que puede engañar a su Señor?

Tú tienes la respuesta, te resuena en la conciencia. No me digas que no tienes la capacidad, porque te aseguro que te he dado la gracia, los dones y mi poder para administrar, para cuidar, para multiplicar mis bienes, desde el día de tu Ordenación sacerdotal. Es cosa tuya si no los has sabido o querido aprovechar.

Yo estoy aquí para ayudarte. No he venido a reclamarte. Yo te prometí estar contigo todos los días de tu vida.

Y yo soy fiel a mi palabra.

Yo soy fiel a mis promesas y a mis compromisos.

Yo soy fiel a nuestra amistad y a nuestro amor.

Pero yo a los que amo los corrijo.

Un buen administrador es aquel que en cualquier momento puede rendir buenas cuentas a su señor. Yo espero de ti que administres mi gracia y mi misericordia, impartiendo los sacramentos a mi pueblo; que administres bien mi sabiduría, predicando mi Palabra, enseñando el Evangelio, practicándolo, dando buen ejemplo, cumpliendo mis mandamientos, esforzándote cada día por convertir almas para Dios, procurando tu propia santidad, a través de tu propia conversión, acudiendo a la oración y a los medios de formación.

No pretendas convencerte de que ya lo sabes todo, porque eso sería un grave error. El verdadero sabio es aquel que, mientras más conoce la verdad, más reconoce que sabe muy poco en realidad, y se esfuerza por alcanzar el conocimiento pleno de la verdad: ¡yo soy la Verdad!

Permanece fiel a tus promesas, aquellas que me hiciste un día con tanta ilusión, con tu corazón encendido en la llama viva de mi amor. ¡Renueva tu alma sacerdotal!, renueva tus promesas. 

Haz una auditoría de tu vida, pero no con mano suave, sino firme. Haz este ejercicio en mi nombre: pídete en este momento cuentas a ti mismo, y descubre en este momento cuál sería el resultado de tu juicio.

¿Te pondrías a la derecha o a la izquierda?

¿Qué tanto necesitas de mi misericordia?

Y si te vieras en la necesidad de tomar una decisión justa y te pusieras a la izquierda, ¿qué harías?, ¿cómo vivirías?

¿Alejándote de mí?

¿Buscando malas compañías, que te consuelen y te den lo que, por justicia, yo no te di?

¿Acaso encontrarías en el mundo la recompensa que yo te prometí en el Paraíso?

Usa tu inteligencia, como buen administrador. Analiza qué es lo que viene mejor a tu conveniencia. 

Lo que conviene es que seas un siervo fiel y prudente, porque eso es lo que yo vi en ti, y por eso te puse al frente.

Aún puedes cambiar.

Aún puedes tu camino corregir.

Aún te puedes esforzar más, para buenas cuentas dar.

La vida es una constante oportunidad para el alma santificar. No pierdas la oportunidad que Dios te da. Salva tu vida. Salva a mi pueblo.

Los beneficios de mi sacrificio en la cruz te bastan para darme lo que me corresponde, lo que yo he ganado con mi sangre, y confiado en tus manos, las manos de un siervo indigno, que yo he ungido, para llamarte amigo, fiel administrador de los bienes eternos.

Mucha es tu responsabilidad, pero yo te doy todos los medios. Cumple tu promesa de fidelidad. Grande será tu recompensa en la vida eterna.

La astucia de un hombre, y su habilidad para alcanzar el éxito en sus empresas, no está en hacer el mal, sino el bien. Y no está en buscar el éxito en este mundo, sino en alcanzar la vida eterna.

 

«Nadie puede servir a dos señores; y es que, en realidad, no existen dos señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay quien sirve a las riquezas, con todo, no se les reconoce ningún derecho de dominio, sino que ellos se imponen a sí mismos el yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo, sino una injusta esclavitud.

Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).

Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no habéis creído en ese bien vuestro ni lo habéis recibido. 

Y, consiguientemente, parece que los judíos son acusados de engaño y de avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles en lo tocante a las riquezas, que en realidad no eran suyas —pues los bienes de la tierra son otorgados por Dios nuestro Señor a todos para el bien común— y de las que debieron, ciertamente, hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir a ese Cristo a quien aceptó Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó a repartir la mitad de sus bienes (Lc 19, 8).

Por tanto, no queramos ser esclavos de lo que no es nuestro, porque no debemos tener más señores que Cristo; pues, no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y en quien existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por quien son todas las cosas (1 Co 8, 6)»

(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7).

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(Pastores, n. 80)

 

 

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