CONFIGURADOS
CON LA VIDA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de María
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57)
Hijo mío, sacerdote: este día es de acción de gracias.
La conmemoración de los fieles difuntos es motivo de alegría, al recordar a aquellos familiares y amigos que el Señor ha llamado a su presencia y la fe asegura que están vivos. Todo aquel que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, aunque muera, vivirá.
Recuerda, hijo mío, que tu Señor fue enviado al mundo para morir, y a la humanidad redimir. Fue sepultado, yo soy testigo, yo lo vi, yo estuve ahí, yo misma participé de su sagrado sacrificio.
¡El Señor está vivo! ¡Ha resucitado! Yo lo vi, yo soy testigo. Yo también vivo. Y tú estás configurado con el Hijo de Dios crucificado, muerto, sepultado y resucitado. Por tanto, estás configurado con la Vida.
Tú eres instrumento de vida, a ti se te ha dado el poder de hacer hijos de Dios a los hombres, de enseñarlos y guiarlos, de perdonarlos, de alimentarlos con la carne y la sangre del Señor, para que participen de la vida de su resurrección.
Todo aquel que haya creído, y haya querido y cumplido la Palabra de Dios y su ley, tiene la promesa del Señor de alcanzar la vida eterna, el cielo, que a través de su cruz Él abrió. Todos los hombres del mundo tienen la oportunidad de alcanzar la salvación.
Para ti la santidad es un deber. Luchar para alcanzar la perfección es tu obligación. Mucho te ha dado el Señor, y de todo eso te pedirá cuentas.
Abre los ojos, hijo mío, despierta, que estás llamado a ser santo, a participar del banquete del Señor. No pierdas el tiempo. Desde ahora ámalo, busca tu santidad, glorifica a tu Señor, no te portes como su pueblo infiel. Corrígete, porque de ese pueblo, y de su fidelidad, a ti se te pedirán cuentas.
Tú eres responsable de guiar a los hijos de Dios al Paraíso, esa es tu misión. ¡Es grande la misión del sacerdote! Acepta tu responsabilidad, conviértete, santifícate.
Existe el Purgatorio, es verdad, porque el Señor es misericordioso. Y las almas indignas, las que no merecen ver a Dios cara a cara, ahí van. ¡Y cómo lo agradecen, porque saben que salvados están! Pero descubren el horror del pecado, cuánto sufrimiento al Sagrado Corazón y a mi Inmaculado Corazón han causado, y deben purificarse y reparar.
Pero el Purgatorio, hijo mío, no fue pensado para ti. En el plan perfecto de Dios tú deberías poder llamarte santo a la hora de morir. Estás llamado a vivir la vida de Cristo. Él se hizo en todo igual a ti, menos en el pecado, pero te dio la oportunidad de conocer la diferencia entre el mal y el bien, y los medios para decidir hacer siempre el bien, para parecerte a Él: examinar tu conciencia cada día y saber que ofendiste al Señor, arrepentirte, confesarte, reparar, y continuar luchando para alcanzar la santidad.
Esa es la misión del sacerdote. ¡Qué grande es la misión del sacerdote! Pero qué maravillosa es la misericordia tan grande del Señor, que ha abierto las puertas del Purgatorio también para ti. Tanto te ama, que no concibe la vida eterna en el Paraíso sin ti, y te da la oportunidad.
Pero yo te animo, hijo mío, a corresponder a tu Señor desde hoy, buscando la santidad. ¡Cuánta compasión siente mi corazón por aquellos sacerdotes que viven purgando sus culpas!
Es desgarrador el sufrimiento de esas almas que reconocen en sí mismos la verdad, porque conservan con el Señor la configuración.
¡Cuánto sufren al vivir la vergüenza de no poder darle buenas cuentas al Justo Juez! Agradecen la oportunidad de purificarse, porque saben que no son dignos de ver cara a cara al Padre.
Reza, hijo mío, por las ánimas de tus hermanos sacerdotes. Pide su intercesión, para que tú no cometas sus errores, para que te dé la gracia Dios para perseverar en la fidelidad y guiar por el buen camino a todas las almas que te han sido confiadas.
El cielo es tu destino. Que ese sea el deseo más ferviente de tu corazón, para que, con tu vida, y a la hora de tu muerte, glorifiques al Señor.
Acuérdate de tus hermanos sacerdotes del Purgatorio en cada celebración eucarística. Es para ellos una lluvia de gracias, alivio para sus almas.
«En los escritos inspirados de santa Catalina de Génova, el purgatorio no es un fuego exterior, sino interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios (cf. Vita mirabile, 171v).
Hemos escuchado el relato de ese momento de conversión, donde Catalina siente improvisamente la bondad de Dios, la distancia infinita entre su propia vida y esa bondad, y un fuego abrasador en su interior.
Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. El alma —dice Catalina— se presenta a Dios todavía atada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le impide gozar de la visión beatífica de Dios.
Afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cf. Vita mirabile, 177r).
Y también nosotros sentimos cuán distantes estamos, cuán llenos de tantas cosas, de modo que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, por consiguiente, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y precisamente el mismo amor a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado»
(Benedicto XVI, Audiencia general del 12 de enero de 2011).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 77)