MISERICORDIA PERFECTA
Reflexión para sacerdotes
desde el Corazón de Jesús
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra» (Jn8, 7).
Amigo mío: reflexiona en este pasaje del Evangelio. Abre tu corazón. Busca en las profundidades de tu conciencia, y dime quién eres: el que condena, el que perdona o el pecador.
No te corresponde ser el que condena. Si eres humilde, te darás cuenta de que eres el pecador, y también el que perdona. Pero, a veces, eres el que condena, cuando juzgas injustamente, cuando actúas con prejuicios y prepotencia, y antepones la eficacia de tu ministerio sacerdotal a la caridad.
Escucha, sacerdote: tú estás configurado con el Hijo de Dios, el único juez verdadero, que no vino al mundo a juzgar y a condenar, sino a perdonar y redimir, a renovar y salvar, derramando, a través del sacrificio, la misericordia.
Ya vendrá el tiempo, llegará la hora de juzgar y condenar a aquellos que no quieran recibir mi misericordia. Y tú estarás conmigo. Te levantarás para juzgar y condenar conmigo a aquellos que no hayan querido escuchar mi Palabra, que no hayan creído, que no se hayan convertido.
Pero este tiempo, amigo mío, es de misericordia. Yo te he enviado a predicar mi Palabra, a administrar mis sacramentos, para que salves a los más que puedas. Esa es tu misión: salvar a través del perdón. Y no condenar. Eso sería traición.
Examínate tú.
No mires la paja en el ojo ajeno. Mira la viga que tienes en tu propio ojo.
Santifícate, haz oración, vive de acuerdo al Evangelio.
Practica con amor tu ministerio.
Hazme quedar bien ante la gente, con tu ejemplo, para que crean en mí.
Enséñales a conocerme.
Muéstrales mi misericordia. Yo soy quien perdona.
Tú eres el pecador, en una misma persona. En ti, yo soy.
Reconócete pecador, humíllate ante mí. Pídeme perdón.
Si crees en mí, creerás que yo no te condenaré. Hay tantos que te tiran piedras. Yo no lo haré. Yo te protegeré, para que no te lastimen.
Aliviaré tu sufrimiento, te limpiaré y te diré: yo te perdono, vete y no vuelvas a pecar.
Pero tú no te irás. Te quedarás y me dirás: yo he jurado ante Dios servir a la Iglesia. A donde tú vayas yo te seguiré, Señor: envíame.
Y entonces tú repararás mi corazón. Aliviarás mi sufrimiento por cada ofensa que has cometido contra Dios, por lo que estás avergonzado, arrepentido, dolido. Y conmigo estarás reconciliado.
Yo pondré paz en tu corazón. Aprenderás a recibir mi misericordia, para que puedas enseñar a otros, y hagan lo mismo.
Tres son las virtudes que has recibido del Espíritu Santo para poder cumplir la voluntad de Dios: fe, esperanza y caridad. Pero de estas tres, la caridad es la más grande. Si no tienes caridad nada tienes.
Ten compasión de tus fieles. Acércalos a mí, para que confiesen sus pecados, para que se reconcilien conmigo, para que conozcan lo misericordioso que es su Señor, y teman ofenderlo, y con su vida le den gracias a Dios.
Pero ten cuidado de cumplir bien con tu deber. Al penitente debes corregir y aconsejar. Dirigir por el buen camino, y enseñarlo a caminar. Santificarlo. No basta decir yo te perdono, sino asegurarte de que no vuelva a pecar. Esa es la misericordia perfecta. Adminístrala bien, porque de eso me rendirás cuentas.
Yo no deseo la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Eso es lo que para ti deseo yo.
«Por dos cosas están en peligro los hombres. Por la esperanza y por la desesperación, que son cosas contrarias, efectos contrarios. Se engaña esperando el que dice: Dios es bueno y puedo hacer lo que me plazca y lo que quiero; puedo soltar las riendas a mi concupiscencia y dar satisfacción a los deseos de mi alma. ¿Y por qué esto? Porque Dios es bueno y Dios es misericordioso y manso. La esperanza es un peligro para estos hombres.
La desesperación, en cambio, pone en peligro a aquellos que, una vez caídos en graves pecados, creen que ya no hay perdón para ellos, aunque se arrepientan; y considerándose ya, sin duda alguna, como destinados al infierno, dicen en sí mismos:Nosotros ya estamos condenados sin remedio, ¿por qué no hacemos todo lo que nos plazca?
A los que están en peligro de muerte por la esperanza, les da Dios este remedio: No demores tu conversión al Señor ni la difieras un día por otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el momento de la venganza será tu ruina[1]. ¿Qué remedio da a quienes pone en peligro de muerte la desesperación? En el momento mismo en que el inicuo se convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades[2].
Habla Dios a esta mujer: Ni yo te condenaré. Segura, pues, de lo pasado, ponte en guardia para el futuro. Ni yo te condenaré. Yo he borrado los pecados que cometiste; observa lo que te he preceptuado para que llegues a conseguir lo que te he prometido».
(San Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan (I), Tratado 33).
¡Muéstrate Madre, María!
(Pastores, n. 141)
PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES