22/09/2024

Jn 14, 7-14

CONOCER A JESÚS

Reflexión para sacerdotes

desde el Corazón de Jesús

P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

 

«Le dijo Felipe: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús le replicó: “Felipe, tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 8-9)

 

Amigo mío: dime, ¿hace cuánto tiempo me conoces?

Cuando eras niño hablabas como niño, pensabas como niño; escuchabas hablar de mí; creías en mí, con la inocencia de un niño; me pedías en mi nombre lo que querías; y, sin que supieras cómo, sin que te dieras cuenta, yo te lo concedía.

Cuando eras un joven me buscabas y, a veces, no me encontrabas. Muchas veces buscabas fuera lo que llevabas dentro, y no te dabas cuenta. Vivías en medio del mundo, pero yo te llamé, porque tú no eres del mundo.

Tú fuiste creado para mí. Y tú, sin comprenderlo todo, aceptaste mi amistad, dijiste sí, aun sin conocerme realmente.

Ahora que eres adulto, que has dedicado tanto tiempo a mí, que has estudiado, que has leído, que has orado, que estás conmigo configurado, y tienes mi poder, ¿crees que ya conoces todo sobre mí?

Yo sí te conozco a ti. Tú me amas porque yo te amé primero. Yo te elegí. El don del sacerdocio te di.

Yo te envié a predicar el Evangelio, a llevar al mundo mi misericordia.

Me he revelado a ti a través de las Escrituras, y de la experiencia de nuestros encuentros íntimos en la oración, en donde cara a cara yo me entrego a ti.

Tú me recibes, me aceptas, y te transformas en mí.

Tanto camino hemos andado juntos…

Tantas experiencias vividas...

Tanto trabajo realizado…

Tantos lugares recorridos…

Y yo te aseguro que todavía no me conoces.

Si quieres conocerme más...

Si quieres conocer la verdad en plenitud…

…contempla mi corazón, profundiza en la oración, sumérgete en el mar infinito de mi misericordia.

Abre tu corazón y déjame llenarte de mi amor, hasta que ardas de tal manera, que mi fuego encendido en ti se extienda, provocando una profunda y verdadera conversión de tu corazón, para que te abandones totalmente en mí, para que renuncies totalmente a ti y al mundo, para que seas mío completamente, y hagas mis obras y aún mayores, dándome la alegría de glorificar en ti a mi Padre, pidiéndole lo que necesitas, en mi nombre, para servir a Dios, sirviendo a la Iglesia, amando al prójimo.

Pero, para conocerme bien, es necesario que te conozcas bien tú primero.

Que examines tu conciencia y expongas las intenciones de tu corazón, para que te arrepientas, doliéndote verdaderamente de tus ofensas a mi Sagrado Corazón.

Que hagas una verdadera confesión.

Que aceptes quién eres: un hombre elegido, ungido, sagrado de Dios, configurado con la perfección, con el camino, la verdad y la vida.

Yo Soy.

Conóceme, y conocerás a mi Padre. Y, al conocerlo, no desearás nada más que alabarlo, adorarlo, glorificarlo, y extender su Reino.

Porque quien conoce al Padre se convierte en santo. Tanta gracia derrama su presencia en un alma cuando lo reconoce, que no se perderá jamás, porque el Padre lo conserva en su abrazo misericordioso, haciéndolo uno con Él, como yo y mi Padre somos uno, y tú y yo somos uno. Así serás uno con Él.

Atrévete a conocerme. Puedes estar seguro de que no te arrepentirás.

Yo soy un amigo fiel. Lo que me pidas en mi nombre te daré, honrando nuestra amistad.

Yo estoy contigo todos los días de tu vida, como te prometí.

Y a veces no te das cuenta.

Aún no me conoces.

 

«Jesús dijo: Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto. Ven al hombre Jesucristo. Los apóstoles tienen delante de sus ojos su aspecto exterior, es decir, su naturaleza de hombre, siendo así que Dios, liberado de toda carne no es reconocible en un miserable cuerpo de carne. ¿Cómo es, pues, que conocerle sea conocer también al Padre?

Son estas palabras inesperadas las que causan turbación al apóstol Felipe; la debilidad de su espíritu humano no le permite comprender una afirmación tan extraña... Entonces, con la impetuosidad propia de su familiaridad con Jesús y de su fidelidad de apóstol, interroga a su Maestro: ¡Señor, muéstranos al Padre y nos basta!... No es que desee contemplarlo con sus ojos corporales, sino que le pide le dé a entender quién es el que ve... Expresa un deseo más bien de comprender que de ver, y añade: “y esto nos basta”... Porque viendo al Hijo bajo forma humana, no comprende cómo, por este mero hecho, haya visto al Padre...

Y el Señor le responde: Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?; lo que le reprocha es que todavía ignora quién es él... ¿Por qué no le habían todavía reconocido siendo así que durante tanto tiempo le habían buscado? Es que, para reconocerle, era preciso reconocer que la divinidad, la misma naturaleza del Padre, estaba en él. En efecto, todas las obras que había realizado eran las propias de Dios: caminar sobre las aguas, dar órdenes a los vientos, llevar a cabo cosas imposibles de comprender como son, cambiar el agua en vino o multiplicar unos panes..., hacer huir a los demonios, quitar enfermedades, poner remedio a males del cuerpo, enderezar a disminuidos de nacimiento, perdonar los pecados, devolver la vida a los muertos. Esto es lo que había hecho su cuerpo de carne, y todo ello le permitía proclamarse Hijo de Dios. De aquí su reproche y su queja: a través de la realidad misteriosa de su nacimiento humano, no había percibido que era la naturaleza divina la que llevaba a cabo estos milagros a través de esta naturaleza humana asumida por el Hijo».

(San Hilario de Poitiers, Sobre la Trinidad, 7, 34-36)

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(Pastores, n. 225)

 

 

 

PASTORES: COLECCIÓN DE REFLEXIONES PARA SACERDOTES

 

 

 

 

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