20/09/2024

Mt 1, 16. 18-21. 24

VI, n. 27 APRENDER DE JOSÉ – CUSTODIAR EL TESORO

EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

José hizo lo que le había mandado el ángel del Señor

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 1, 16. 18-21. 24

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.

Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: habrá sido muy difícil para San José cumplir con su misión de ser tu custodio. Era el responsable no solo de cuidarte, sino de enseñarte todo lo que ibas a necesitar, como hombre, para cumplir con tu misión de Salvador del mundo.

Lo tuvo claro el santo Patriarca desde que el ángel le anunció que el Hijo de María fue concebido por obra del Espíritu Santo. Pero también tuvo claro que no le iba a faltar la ayuda divina para cumplir con su misión.

Nosotros, los sacerdotes, también tenemos un tesoro que cuidar, que es tu Cuerpo y tu Sangre, y una esposa a quien debemos fidelidad, tu Santa Iglesia.

Jesús, ¿qué debo hacer para parecerme a san José en su entrega total para cumplir la santa voluntad de Dios?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: la promesa de mi Padre está cumplida, porque es un Dios fiel a sus promesas y a su amor por los hombres.

La promesa de mi Padre, para su pueblo, soy yo.

La promesa de la salvación del pueblo de Dios ha sido cumplida en el seno de una Sagrada Familia, bendecida en el amor trinitario de Dios.

El padre, protegiendo y cuidando a la madre, y al Hijo de Dios, que llevaba en su vientre por obra y gracia del Espíritu Santo.

El padre, unido a la madre en comunión espiritual, que es más fuerte que la unión de la carne.

El padre y la madre, unidos al Hijo por el Espíritu, en la voluntad de Dios, para la redención del mundo. Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.

Y en el Hijo, Dios se hizo hombre, y el Verbo se hizo carne, y habitó entre los hombres, haciéndose en todo como los hombres, menos en la corrupción del pecado.

Y lo engendró, por el Espíritu Santo, en el vientre de una mujer pura e inmaculada, en el seno de una familia, y así le dio una madre y un padre, para enseñarlo a ser hombre, mientras ellos aprendían de Él a conocer a Dios, a servirlo, a amarlo y a entregar sus vidas a la voluntad divina.

Yo aprendí a ser hombre, por un hombre, y fui cuidado y protegido, custodiado y educado para vivir y morir en la voluntad del Dios de mis padres, el mismo Dios que me envió al mundo a cumplir la misión redentora para la salvación de los hombres.

Y aprendí a obedecer a Dios, por un hombre.

Y aprendí a conocer la voluntad de Dios, y a cumplir la ley de Dios, y no la de los hombres, por un hombre.

Y aprendí a ser Dios y hombre en la virtud perfecta, en la rectitud, en el obrar, en la justicia, en la obediencia, en la castidad, en la pobreza, en el silencio, en la inocencia, obrando con misericordia, por el ejemplo de un hombre.

Y aprendí a ser paciente, prudente, responsable, tolerante, perseverante, por la templanza de un hombre.

Y aprendí el sacrificio, la mortificación, el servicio y la renuncia a uno mismo, por la entrega de un hombre a su familia.

Y aprendí a proteger la integridad de mi cuerpo y de mi corazón, para conservar y preservar la pureza, para ser ofrenda agradable a Dios, por la protección de un hombre.

Y aprendí a construir mi cruz trabajando con mis propias manos –tallando la madera, afilando los clavos, abrazando y cargando con amor esa cruz, para ser crucificado en ella, para entregarme en cuerpo, en sangre y en voluntad en un único y eterno sacrificio, para la salvación de los hombres–, de un hombre: José, mi padre terrenal, que era solo un hombre, pero tenía una gran misión: proteger y custodiar el tesoro más grande de Dios: su único Hijo, y a la Madre del Hijo.

Él fue mi maestro y mi ejemplo. El que quiera venir en pos de mí, que siga ese ejemplo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga.

Él me enseñó a trabajar desde que yo era un joven, y a ofrecer mi trabajo.

Él me enseñó a tallar madera y a construir, uniendo maderos con clavos.

Él me enseñó el oficio de carpintero, para construir puertas y ganar el pan con el sudor de mi frente.

Él me enseñó a administrar los bienes, y a servir, y a orar.

Él tenía una gran responsabilidad que pesaba sobre su espalda.

Él me enseñaba las Escrituras y la ley de Dios, mientras yo estudiaba y aprendía, y crecía en estatura y en sabiduría, descubriendo mi misión.

Él es el protector de las vocaciones al amor, porque él fue el custodio de mi corazón.

Él es el protector de los tesoros que ustedes llevan dentro, e intercede por ustedes, para que reconozcan su debilidad y se fortalezcan en el cumplimiento de su deber, en la perfección y en la virtud, para cumplir la misión de la vocación a la que han sido llamados, para formar en cada uno un corazón virtuoso y puro, un corazón sacerdotal santo.

Él los acompaña con protección especial para que cumplan su misión, guiando y protegiéndolos, siendo ejemplo y modelo de un hombre entregado al servicio de Dios, para que ustedes, que han sido llamados y engendrados en el seno de la Sagrada Familia, que es la Santa Iglesia, sean bien formados, fortalecidos y protegidos para nacer y crecer en estatura y sabiduría, para ser a imagen y semejanza del Hijo de Dios, para ser Cristos, y así se santifiquen según su vocación.

Ustedes deben pedir la compañía y ayuda de los santos que, a ejemplo de José, han dado su vida por el Hijo del hombre. Un hombre que sobre sus hombros cargó en vida la cruz de la salvación, una grande y pesada responsabilidad: cuidar, custodiar y proteger el tesoro más grande de Dios, la esperanza y la luz del mundo, soportar persecuciones y pobreza con humildad y abandono en la voluntad del Padre.

Un hombre, un padre no biológico, pero que da la vida por su hijo; un padre que guía, educa, conduce, protege y hace crecer al hijo,

Un hombre que renuncia a sus pasiones por obediencia y amor a Dios.

Un hombre que vence las dudas y confía.

Un hombre que no es Dios es solo un hombre de Dios.

Amigos míos: conságrense a él, y pidan su protección y guía. Sigan su ejemplo, para que sean como yo, y sométanse a la autoridad que les corresponde con obediencia, docilidad y mansedumbre, que mi Padre, Dios Padre, se los compensará en el Hijo con el Espíritu Santo».

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Madre mía Inmaculada: hoy me alegro con toda la Iglesia por esta gran fiesta, y te pido a ti, contando también con la intercesión poderosa de san José, de tu esposo fiel, que yo sepa cumplir, con total entrega y fidelidad, la misión que Dios me ha encomendado.

Quiero seguir el ejemplo del santo patriarca, quien correspondió fielmente a todas las gracias recibidas, superando con fe las dificultades que se fueron presentando en su vida, sabiendo que todo está en el plan de Dios, y que por eso debía confiar, poniéndose en sus manos.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: intercede para que yo tenga el celo de san José para amar con obras a mi esposa, la Santa Iglesia. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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 «Hijo mío, sacerdote: el cielo se adorna con los colores de los vestidos de los ángeles, y con sus cantos de alabanza, unidos a la alegría de los santos que bendicen a Dios, participando de su gloria, alabando al santo que ha sido elevado entre los santos por haber sido elegido como el padre de Jesús, por haber aceptado y servido a Dios hecho hombre y en Él haber creído; por haberlo adorado desde antes de nacer; protegido y cuidado en el vientre inmaculado y puro engendrado, y haberlo acogido como hijo de él.

Sabiendo que era el Hijo de Dios lo cuidó, lo enseñó a caminar, lo educó, lo enseñó a trabajar, a vivir las virtudes, a obedecer y a servir a Dios antes que a nadie más, a escuchar su Palabra, sabiendo que era Él mismo, pero que tenía que aprender a ser hombre y a soportar las miserias de los hombres, sabiendo que también era Dios. Y lo adoró como Dios, y lo respetó como Dios, y aprendió del hombre y Dios.

El primer discípulo de Cristo se llama José.

El primer maestro de Cristo se llama José.

El tutor, el protector, el primero en dejarlo todo para seguirlo, por la fe, se llama José.

La Anunciación también fue para él. En la delicia de un dulce sueño escuchó su nombre de la voz del ángel de Dios, que lo llamó José y le anunció mi maternidad divina y su paternidad putativa, y en ella la gran responsabilidad por haber depositado en él su Dios todopoderoso toda su confianza. Y eso, hijo mío, sí que era difícil de creer.

Jesús aprendió a vivir en el mundo sin ser del mundo, y a vivir como hombre, siendo Dios y hombre, amando y entregando su vida como Dios.

Conoció el dolor y el sufrimiento humano, el esfuerzo y el trabajo, siguiendo el ejemplo de José.

Y aprendió a conocerse Él mismo, estudiando la Palabra y la Ley de Dios, y así entendió el misterio de su vida, y su misión, por su pasión y muerte.

Y conoció lo que es la muerte y la separación, por la dulce muerte de su padre José.

Y entendió que todos los hombres, incluyendo a su padre y a su madre, por su pasión, su cruz y su resurrección, serían parte en la filiación divina.

Y entendió que Él es el Hijo de Dios, y que a eso es a lo que había venido, a reunir a todos los hombres dispersos en un solo pueblo santo de Dios.

Y José lo enseñó a cumplir la voluntad de Dios en la fidelidad y la obediencia.

A permanecer en la lucha y perseverar venciendo la tentación.

A guardar silencio.

A hablar con la Palabra, que es la verdad, y que es Él mismo.

A permanecer puro y casto, en la prudencia y en la templanza.

A conducirse con sabiduría y mansedumbre, con docilidad y fortaleza, con generosidad y caridad, con fe y esperanza, con piedad y temor de Dios, con inteligencia y consejo, con entendimiento y amor, para servir a Dios a través de su entrega a los hombres.

Mi compañía en la educación y la formación permanente de mis hijos sacerdotes fortalece su entrega. La protección de San José la asegura.

San José es custodio y protector de la Sagrada Familia y de la Santa Iglesia, ejemplo de fe, confianza y obediencia.

Yo intercedo para que ustedes sean como él, pastores y guías de la Iglesia, custodios y protectores del Cuerpo y la Sangre de mi Hijo; que sigan su ejemplo, para que crezcan en tamaño y sabiduría; que sean celosos de su esposa la Santa Iglesia; que imiten a Jesús en todo, y me dejen acompañarlos y cuidarlos como Madre».

¡Muéstrate Madre, María!