20/09/2024

Mt 1, 18-24

23. TESORO EN VASIJA DE BARRO - EL SÍ DEL SACERDOTE

18 DE DICIEMBRE FERIA MAYOR DE ADVIENTO

Jesús nació de María, desposada con José, hijo de David.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 1, 18-24

Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.

Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.

Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: qué difícil fue para José aquella situación. Se dio cuenta de que en el seno de María se encerraba un gran misterio, y no se sentía digno de participar. Ahí estabas tú: Dios y hombre, “tesoro escondido”. Y el ángel del Señor le revela el misterio y le dice que su misión es custodiar ese tesoro.

Señor, eso me hace pensar en mi misión de sacerdote. ¡Es lo mismo! También debo custodiar el tesoro de tu Palabra. Tú eres la luz, y yo debo ser lámpara, portador de esa luz.

San José fue esposo fiel y guardián de tu Madre. Yo debo ser, como tú, esposo fiel de tu esposa, la Iglesia. ¿Cómo puedo cumplir bien esa misión?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: acompañen a mi Madre, y entreguen el tesoro que llevan en vasija de barro. Tesoro que es Palabra de Dios, porque la Palabra soy yo.

Ustedes son mi familia, ustedes son mi Sagrada Familia.

Esposos de mi Iglesia, custodios de mi tesoro: el Reino de los Cielos.

El que encuentra mi tesoro lo guarda en el campo en donde lo encontró, vende todo, y compra el campo aquel, para quedarse con el tesoro.

Ustedes han sido elegidos para cuidar y proteger mi tesoro, para enriquecerse y enriquecer a mi pueblo.

Pero no acumulen tesoros en la tierra, en donde hay plagas que los corroen y ladrones que se los roban.

Acumulen tesoros en el cielo, en donde no hay plagas que los corroen ni ladrones que se los roben, porque en donde esté su tesoro, ahí estará también su corazón.

Ustedes son mi tesoro, que yo he guardado en vasijas de barro. Son ustedes portadores de la Palabra, que es el Verbo hecho carne, y que habita entre ustedes.

La Palabra soy yo.

Y si la vasija se corrompe ¿quién llevará mi tesoro al mundo?

Son ustedes portadores de luz.

La lámpara del cuerpo es el ojo. Y si tu ojo está sano todo tu cuerpo tiene luz, pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará en oscuridad.

Yo soy la luz. Pero si tú vives en la oscuridad ¿quién llevará la luz al mundo?

Ustedes son portadores de mi presencia.

Yo he venido para que tengan vida en abundancia.

Es en su sí en el que yo me hago presente.

Que su sí sea como el sí de María, para que la Palabra sea encarnada en sus corazones, y por ustedes nazca la luz y la esperanza para el mundo.

Que su sí sea como el sí de José, para que acojan, cuiden, protejan, sirvan, guíen y custodien a su esposa, la Santa Iglesia, permaneciendo reunidos en torno a la Madre, que en su seno lleva al Hijo de Dios.

Que el ángel del Señor les diga “effeta” y se abran sus oídos, para que escuchen mi voz, para que me reciban, para que me acojan, para que me custodien y me guarden, para que me lleven por la palabra a todos los rincones de la tierra, para que lleven luz, esperanza y paz a todos los hombres, para que por sus manos lleven mi presencia al mundo para darles vida en abundancia.

Contemplen el encuentro en la alegría: José recibiendo a María, mientras lágrimas de amor ruedan por sus mejillas, y hablan en silencio con la mirada, mientras dicen sí, porque el Espíritu Santo estaba con ellos.

Sacerdote mío: ven a contemplar el sí de María y el sí de José. Ven a conocer a mi familia, la Sagrada Familia.

Contempla a mi Madre, María, mujer sencilla, tan hermosa, tan santa, pero tan normal, dedicada al quehacer de toda mujer, pero también a la oración continua, amando a Dios por sobre todas las cosas. Ella dijo sí, aceptando, recibiendo, permitiendo que Dios actuara en ella, por Él, con El y en Él. Y el Verbo se hizo carne, y ella crecía en sabiduría y en entendimiento, en ciencia, en consejo, en piedad, en fortaleza y en temor de Dios, porque el Espíritu Santo estaba con ella, y ella llevaba en su seno a Dios. Y Él la divinizaba mientras Él se humanizaba en el vientre de ella. Y eran dos cuerpos que compartían la misma carne y la misma sangre, y ella lo alimentaba a Él, mientras Él la alimentaba a ella, y crecían juntos. Y Él en el vientre de ella era Cuerpo y era Sangre y era Vida: era Eucaristía.

Acompaña a María. Que sea ella tu modelo, tu ejemplo, tu guía. Une tu sí al sí de ella, todos los días de tu vida. Acepta, recibe y haz crecer el tesoro que Dios te ha dado, y medita todo en silencio en tu corazón, para que des fruto. Permanece dispuesto en tu vida cotidiana, en las labores de tu ministerio, permaneciendo en la confianza, en la obediencia y en el abandono de tu voluntad en la voluntad de Dios.

Contempla a José, preocupado, angustiado, escuchando a los hombres, pensando como los hombres, decidiendo como los hombres, pero permaneciendo en oración, en vela, atento a la voluntad de Dios. Y él dijo sí, aceptando, acogiendo, renunciando a sí mismo, renunciando al mundo, abrazando la cruz del tesoro que Dios le había encomendado, para cuidarlo, para protegerlo, para guardarlo, mientras crecía en el vientre de una virgen, Dios hecho hombre, un tesoro en vasija de barro.

Este es el sí de mis sacerdotes, el sí de María, en el que por su disposición y entrega el Verbo se hace carne en la Eucaristía, para entregarlo como fruto bendito, para que el que coma de esta carne nunca tenga hambre, y el que beba de esta sangre nunca tenga sed.

Es el sí de José, en el que entrega su vida en la confianza y la obediencia, abandonándose en las manos de Dios, uniendo su voluntad a la voluntad de Dios, renunciando a sí mismo, abrazando la cruz en la confianza, en la obediencia, en el abandono de su voluntad en la voluntad de Dios, en la castidad, en el servicio, en la virtud, en la pobreza, en la fe, en la esperanza de la verdad revelada, engendrada en el vientre de una virgen, aceptando cuidarla, protegerla, amarla, desposarla y servirla todos los días de su vida».

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Madre mía: tú también habrás sufrido pensando en el sufrimiento de José. Pero tú estabas llena del Espíritu Santo, y confiabas en que Dios se encargaría de explicarle el misterio. Esperabas confiada, repitiendo tu sí todos los días, haciendo oración, renovando tu entrega a la voluntad divina.

Imagino tu alegría y la de tu esposo amado cuando te contó José el sueño que había tenido, y la paz que había brotado en su corazón. Seguramente habrán estado conversando largo rato sobre la misión que Dios les había encomendado. Y sobre la responsabilidad que tenían de custodiar ese tesoro, el fruto de tu vientre.

Ayúdame a mí a mantener mi sí todos los días, confiando, amando, haciendo oración, custodiando el tesoro, para poderlo llevar a todas las almas.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: permanece en la disposición para decir sí todos los días de tu vida, para recibir, para hacer crecer, para entregar, para enriquecer, para dar fruto.

Que mi tesoro sea tu tesoro, para que lo lleves a los demás, porque tu tesoro no es para guardar.

Y en ese sí, recibe la misericordia de mi Hijo para ti, mientras permaneces en el silencio de tu oración, mientras te entregas al servicio de Dios por medio de tus labores de sacerdote, en tu vida sencilla y ordinaria, dando gloria a Dios, amando a Dios por sobre todas las cosas, enriqueciendo con mi tesoro a la Santa Iglesia.

Los ángeles y los santos te acompañan, y mi Hijo está contigo siempre, a donde quiera que vas.

Acompáñame también a mí en esta espera, con la ilusión de madre que yo tengo, de ver el rostro de ese bebé que crece, que se desarrolla, que se alimenta, que se mueve con libertad, pero prisionero en los límites de mi humanidad, que descansa en mi morada, que arrullo y que duerme, pero que me escucha, que siente.

Con la ilusión de escuchar su risa, su llanto, su dulce voz, que sea en sí misma palabra de vida, alimento del alma, salvación del mundo para todo aquel que lo escuche y crea en Él.

Con la ilusión de acariciarlo, de besarlo, de abrazarlo, de sentir la suavidad de su piel, de tomar sus tiernas manos entre las mías, de sostenerlo en mis brazos, de arrullarlo en mi regazo y contemplar en ese pequeño ser la grandeza del Todopoderoso.

Con la ilusión de alimentarlo, de cuidarlo, de envolverlo en pañales y arroparlo, de cuidar su sueño y hacerlo descansar.

Con la ilusión de verlo crecer en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres.

Acompáñame al pie del pesebre, que es altar y es cruz, esperando, adorando, amando».

¡Muéstrate Madre, María!