20/09/2024

Mt 3, 13-17

51. ADMINISTRADORES DE LA GRACIA - PRECURSORES DE LA SALVACIÓN

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

(CICLO A)

Apenas se bautizó Jesús, vio que el Espíritu Santo descendía sobre él.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 3, 13-17

En aquel tiempo, Jesús llegó de Galilea al río Jordán y le pidió a Juan que lo bautizara. Pero Juan se resistía, diciendo: “Yo soy quien debe ser bautizado por ti, ¿Y tú vienes a que yo te bautice?”. Jesús le respondió: “Haz ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Entonces Juan accedió a bautizarlo.

Al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios, que descendía sobre él en forma de paloma y oyó una voz que decía desde el cielo: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”.

Palabra del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: Juan administraba un bautismo de penitencia, de conversión. Está claro que tú no necesitabas ese bautismo, pero era necesario cumplir todo lo que Dios quería.

Y lo que quería en ese momento es que, con tu bautismo, quedara instituido el sacramento de salvación, para que se aplicaran tus méritos en ese nuevo nacimiento a la vida de la gracia.

Era el Bautismo del Espíritu Santo y fuego. La puerta de los demás sacramentos de la Iglesia.

Qué importante es el Bautismo para hacer a los hombres hijos de Dios, miembros de la Iglesia, templos del Espíritu Santo.

Señor, a veces me acostumbro a celebrar ese sacramento, y lo hago de una manera rutinaria. Cómo quisiera ser más consciente de esa maravillosa realidad, para cuidar su celebración, y también para transmitir eso a los fieles.

Jesús, tú has querido que yo sea administrador de tu misericordia, de tu gracia, que pasa por mis manos como agua viva. ¿Cómo puedo evitar el acostumbramiento?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: vengan a sumergirse en el agua viva de mi manantial.

Este es el mar de mi misericordia que los inunda, para unirse a mi cuerpo, expuesto al mundo por el amor de Dios a los hombres.

Es en la humildad en donde el amor se manifiesta.

Dios humillado, abajado a la naturaleza de su creatura, libre de miserias y de mancha de pecado, para hacer suyas las miserias de los hombres y compadecer con su creatura, haciendo suya a su creatura, asumiendo también su pecado, sumergiendo su debilidad en el agua viva de su manantial, para limpiarlo, para purificarlo, para fortalecerlo, para santificarlo con la gracia del Espíritu Santo, y hacerlo suyo, y hacerlo parte, formando con Él un solo cuerpo en un mismo espíritu.

Este es el Bautismo, en el que muere el hombre viejo y nace el hombre nuevo, en el cuerpo de Cristo, por Él, con Él y en Él.

Este es mi cuerpo entregado a los hombres, y esta es mi sangre, derramada para los hombres. Cuerpo que los une, sangre que los lava, que los purifica, que los hace nuevos.

Este es mi Espíritu, el agua que los vivifica y el fuego que los acrisola, para hacerlos nuevos, para darles vida.

Yo soy el Hijo del hombre, y he sido enviado abajando los montes, para ser elevado.

Y he sido arrebatado para ser sentado en un trono a la derecha del Padre.

Y me fue concedido quedarme en medio de los hombres, para unir a todos los hombres con Dios, como hijos en el Hijo, por medio de instrumentos que nacen siendo hombres, y que son llamados sacerdotes, para ser mis manos, y mis pies, mi cabeza y mi cuerpo; para ser mi boca, para ser mi voz, para exaltar mi corazón, ser palabra encarnada habitando entre los hombres, para ser Cristos.

Porque vine al mundo a salvarlos, a hacerlos parte de mí, a todos y a cada uno.

Pero les ha sido respetada su libertad de elegir, de amar a Dios o de pecar.

Y es pecando como se deja de amar, y se desprenden de mi cuerpo, del cual nunca dejan de ser parte, porque han sido incluidos y sellados por el sacramento del Bautismo.

Entonces duele.

Son ustedes, sacerdotes, quienes los adhieren y los sellan, y los mantienen unidos a mi cuerpo por los sacramentos.

Son ustedes como Juan y como Elías, pero son más que ellos, porque son enviados a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos, pero también a construir ese Reino, bautizando a cada uno, no solo con agua sino con el Espíritu Santo y con fuego, para que sean hijos de Dios, unidos al Padre en el Hijo, como parte de mi cuerpo para la eternidad, purificados por la sangre del Cordero que quita los pecados del mundo.

Son ustedes, sacerdotes, el pegamento santo para mantener la unidad.

Son los sacramentos también para ustedes, para que sean parte y se mantengan nuevos, en gracia, santos.

Porque nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque se echarían a perder tanto el vino como los odres; el vino nuevo se echa en odres nuevos.

Es el sacramento de la Confesión el que renueva al hombre.

Que ustedes, mis sacerdotes, que nacen siendo hombres, manifiesten su amor en la humildad y en la humillación de su corazón, acercándose al sacramento de la Reconciliación, que renueva a los hombres constantemente, para que sean odres nuevos, para contener el vino nuevo, para que, abajados en el altar, dejen de ser hombres y sean elevados en el altar siendo Cristos, uniendo a los hombres por medio de sus ministerios, sumergiendo a los hombres viejos en el agua del manantial de mi misericordia, para dar vida a hombres nuevos por la sangre derramada en mi sacrificio, en el único cuerpo de Cristo: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, de la cual el Papa, como Cristo, es cabeza».

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Madre mía: tu maternidad divina quedó manifiesta cuando se escuchó aquella voz del cielo reconociendo a Jesús como el Hijo de Dios.

Y tú el día de mi ordenación sacerdotal me miraste a mí con amor de predilección.

Te pido que me sigas ayudando para ejercer muy bien mi ministerio, de manera particular para celebrar dignamente los santos sacramentos, fuentes de gracia, que son las huellas de tu Hijo en la tierra.

Ayúdame para que el Padre también tenga en mí sus complacencias.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: ustedes son sacerdotes para ser Cristos, como mi Hijo, ungidos de Dios, los hijos en los que el Padre se complace, para llevar a todos los hijos a Dios.

Yo les pido que hagan lo que Él les ha enseñado, para que sean Cristo, el Verbo hecho carne, para que habite entre los hombres. Que lo escuchen y que hagan lo que Él les diga.

Que dejen todo, que tomen su cruz y lo sigan, para que manifiesten la bondad del poder que les ha sido dado mediante la gracia del Sacerdocio;

  • procurando para todos la gracia santificante, que hace nuevas todas las cosas;
  • la Confirmación de la gracia, que los une;
  • la gracia de la Reconciliación, que los renueva;
  • la gracia de la Eucaristía, que los alimenta con el pan vivo bajado del cielo;
  • la gracia del amor de Dios en el Matrimonio, para construir familias en una sola familia, el pueblo santo de Dios;
  • y la gracia de la Unción de los enfermos, en la que Cristo compadece, fortalece y sana.

Les pido a ustedes, mis hijos predilectos, que se vistan con vestidos nuevos, y no con remiendos. Que se vistan de fiesta, se revistan de Cristo, y así permanezcan, perseverando en este estado cuando son abajados en el altar, cuando son elevados en el altar, uniéndose en el único sacrificio salvífico, y cuando son enviados entre los hombres, como Palabra de vida.

Mi corazón ha sido expuesto, al tiempo que ha sido expuesto el corazón de Jesús a los hombres, cuando el cielo fue abierto y revelado el Hijo por la boca de Dios: “este es mi hijo amado”».

¡Muéstrate Madre, María!