22/09/2024

Mt 23, 8-12

VII, n. 20. CONVERTIRSE CON HUMILDAD – BUSCAR LA VERDAD

EVANGELIO DE LA FIESTA DE SAN AGUSTÍN

Que el mayor de entre ustedes sea su servidor

Del santo Evangelio según san Mateo: 23, 8-12

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes no dejen que los llamen ‘maestros’, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es solo el Padre celestial. No se dejen llamar ‘guías’, porque el guía de ustedes es solamente Cristo. Que el mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: resulta apasionante y muy atractiva la vida de san Agustín, un hombre de “corazón inquieto”, un buscador de la verdad, que tuvo una conversión radical gracias a la oración y las lágrimas de su madre santa Mónica.

Un hombre que reconoció un pasado lejos de ti, que se humilló, y que ahora es enaltecido, como un gran santo, doctor de la Iglesia.

Un hombre que aprendió a vivir en intimidad contigo, con humildad, a través de la oración y los sacramentos.

Ayúdame también a mí a saber abrir mi alma y escuchar tu Palabra, para llegar al conocimiento de la verdad, que provoca la conversión del corazón.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: la verdad se revela en la intimidad. La intimidad se da en el encuentro del alma con Cristo, y para eso se requiere humildad.

Ven a mí. Tú eres parte de la verdad, porque yo soy la verdad y te he hecho mío; tú vives en mí, como yo vivo en ti, en la unión íntima de tu alma con la Santísima Trinidad.

En verdad te digo, que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde. Pero el que desprecia su vida en este mundo, tendrá vida eterna. Así, la semilla que parece inerte se convierte en vida y da mucho fruto.

De ustedes, mis sacerdotes, se requiere la conversión, porque, por la soberbia, algunos se han engrandecido a sí mismos, y se han alejado de la verdad. Dicen ser como yo, y yo vivo en ellos y ellos tienen mi poder, pero ellos no viven como yo.

El que quiera vivir como yo, en la gloria de mi resurrección, debe primero humillarse reconociéndose pecador, para renunciar al pecado y morir al mundo, para resucitar conmigo y vivir en el amor. Pero, para humillarse, se requiere valor.

Por eso yo les digo: sean fuertes y valientes, no teman ni se acobarden, porque Dios está con ustedes y no los dejará ni los abandonará. El Espíritu Santo les enseña y les recuerda todas las cosas que les he dicho.

Si se mantienen en mi Palabra serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad, y la verdad lo hará libres. Porque todo el que comete pecado es un esclavo, pero la verdad lleva a la conversión del corazón, que es la renuncia al pecado para corresponder al amor.

Para que uno renuncie al pecado debe aceptar primero que es un pecador, y debe reconocer sus miserias, saberse débil y necesitado, y acudir en intimidad a un encuentro conmigo, llevando como ofrenda a Dios un corazón contrito y humillado, que Él no desprecia. Porque el que se engrandece a sí mismo será humillado, pero el que se humilla será engrandecido.

Yo quiero que ustedes, mis amigos, comprendan que son parte de la verdad revelada en su sacerdocio, y también la grandeza de lo que comparto con ustedes: mi intimidad con ustedes y, a través de ustedes, con cada alma.

Intimidad en la Comunión, cuando comen mi Carne y beben mi Sangre. Y, en esa intimidad, no son ustedes los que me hacen parte de su cuerpo, soy yo quien los hace a mí, y los hace parte de la verdad. Yo soy la verdad.

Intimidad en la Oración, cuando con disposición me reciben y funden sus deseos en uno solo: el amor de Dios, que llena y desborda su corazón.

Intimidad en la Confesión, cuando un alma se desnuda y se entrega para ser sanada.

Intimidad en la Dirección espiritual, en donde el alma acude porque sabe que el único maestro soy yo.

¡Conversión, sacerdotes, conversión!

Oren para que la soberbia no los domine y no quieran ser ustedes, para que reine la humildad en ustedes y siempre sea yo, porque la intimidad es solo entre dos.

No se llamen maestro ni consejero a sí mismos, porque el único maestro y el único consejero soy yo.

Si ustedes cumplen mi Palabra, viven en mí como yo vivo en ustedes; juntos somos una sola cosa.

Si humillan su humanidad muestran al mundo mi divinidad, y reconocen que no son ustedes, sino yo quien vive en ustedes. Entonces serán libres y vivirán en la verdad.

Cordero mío, oveja de mi rebaño, yo soy Pastor y soy Cordero. Yo soy el Buen Pastor y apaciento a mis ovejas. Yo soy el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.

Transformo el pan y el vino, y los convierto en mi Cuerpo y en mi Sangre.

Si yo mismo me he convertido, ¿no vas tú a disponerte a la conversión de tu alma? Yo me he convertido en hombre Dios, y en Cordero y en Pastor, y he convertido mi cuerpo de hombre y Dios en cuerpo de hombre glorificado y Dios.

He transformado el agua en vino. Me he convertido en alimento, para que el que coma mi Cuerpo y beba mi Sangre tenga vida eterna.

He transformado el mundo, porque, por mi entrega, mi Padre ha hecho nuevas todas las cosas.

Y tú, ¿estás dispuesto a ser convertido? Yo soy tu maestro y tú eres mi discípulo.

Reconócete ante mí y humíllate, porque un corazón contrito y humillado yo no lo desprecio.

Reconoce tu pasado vivido en el error, pero vive hoy conmigo, porque yo vivo mi eternidad en tu presente.

No quiero promesas, quiero obras; no quiero culpas, quiero reparación; no quiero migajas, quiero tu amor.

Quiero que estés dispuesto a dejarlo todo por mí.

Quiero que estés dispuesto a sufrirlo todo conmigo.

Quiero que estés dispuesto a vivir para mí.

Quiero que te arrepientas, pero que me ames.

Quiero que llores tus pecados, pero que te entregues a mí, que aprendas de mí, y que me lleves contigo, para que me entregues, para que te entregues conmigo.

Quiero transformarte, quiero convertirte, quiero que seas cordero y que seas pastor, para llevarme, para entregarme a cada alma, a cada oveja; para que me conozcan, para que reciban mi amor, para que me amen.

Pero nadie puede dar lo que no tiene, y nadie puede amar lo que no conoce.

Yo soy el amor, y el que conoce a Dios ama a Dios, y el que ama a Dios tiene amor, y el que tiene amor tiene a Dios en él, porque Dios es amor, y donde está el amor Dios se queda y permanece.

Tú eres oveja de mi rebaño, yo te conozco y tú me conoces a mí.

Quiero que seas cordero y te ofrezcas en sacrificio como ofrenda al Padre, para ser inmolado conmigo, para que seas cordero, para que seas transformado, para que seas convertido, para que seas pastor de mis rebaños.

Para que camines en el camino del amor, para que prediques en la verdad que te doy en mi Palabra, para que vivas en la vida que te doy en los sacramentos. Porque yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

Y el que cree en mí vivirá para siempre.

Y si aún no notas tu conversión, si aún no has podido entregarte como te lo pido yo, entrégate en los brazos de mi Madre, y Ella, me hablará de ti, te llevará al altar del Padre, y te entregará conmigo.

Déjate guiar, déjate transformar, déjate convertir, déjate amar».

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Madre mía: las lágrimas que derramaste al pie de la cruz de Jesús provenían del dolor de tu corazón, traspasado por una espada de siete filos. Te dolía la cruenta muerte de tu Hijo, y también la causa de ese sacrificio: los pecados de todos los hombres.

Una madre siempre quiere lo mejor para sus hijos, y tú sabías que lo mejor para Jesús, en ese momento, era entregarse derramando hasta la última gota de su sangre, aunque tu alma estuviera traspasada de dolor.

Tú eres mi madre, y quieres también para mí, que soy otro Cristo, lo mejor: que me entregue plenamente en el servicio a Dios que exige mi vocación.

Las lágrimas de santa Mónica lograron la conversión de su hijo Agustín. Ella se lo entregó a Dios, como un cordero, con la esperanza en Dios de que fuera inmolado, para ser transformado, de cordero en pastor, en Cristo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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 «Hijos míos, sacerdotes: es mi Hijo quien se ha entregado para ser sacrificado para el perdón de los pecados. Porque nada sucede si Dios no lo permite.

No son los hombres los que han matado a mi Hijo, sino que son solo los instrumentos para el sacrificio de mi Hijo, quien, por su propia voluntad, por su disposición, por su amor, entregó su vida para la salvación de las almas.

Son los hombres instrumentos para recibir a mi Hijo, para entregarse con mi Hijo, para inmolarse con mi Hijo, por su propia voluntad, por su disposición, por su amor, para la salvación de las almas.

Yo lo he entregado a Dios, y en esa entrega, me he entregado yo.

Y quiero buscar, encontrar y entregar a cada uno de mis hijos sacerdotes, para que sean verdaderos instrumentos de salvación. Es en la disposición de su entrega, su transformación y su conversión.

 Quiero entregar en el altar de Dios a cada hijo, a cada cordero del rebaño de mi Hijo, a cada pastor, a cada sacerdote.

 La verdadera conversión de un alma está en la humildad, y un alma que se humilla arrepentida encuentra la verdad, y la verdad perdona, sana, renueva.

Quien vive en la verdad despierta al deseo de reparar las heridas causadas por sus propios errores y por los de los demás, al Sagrado Corazón del amado.

El alma que vive en la verdad es pura y glorifica a Dios, porque solo los humildes le dan gloria.

El alma que se hace pequeña ante los hombres se engrandece ante el Señor.

Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. El que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él».

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San Agustín: te imagino en el cielo vestido de obispo, con barba, llevando el báculo en la mano. Tu rostro expresa una gran sabiduría.

Eres Doctor de la Iglesia, y tus escritos tienen un valor perenne. Buscaste afanosamente la verdad, y la encontraste en Dios. Te llamó, clamó, quebró tu sordera y curó tu ceguera. Y te diste cuenta de que Él estaba dentro de ti.

Yo quiero también exhalar el perfume de Dios, gustar de Él, tocarlo y desear con ansia la paz que solo de Él procede. Ayúdame y ábreme tu corazón que ya descansa en Dios.

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 «Hermano mío: la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que la espada de dos filos. Penetra hasta lo más íntimo del ser, discierne los sentimientos y pensamientos del corazón, y nos despierta un constante anhelo de conocimiento de la verdad.

¿Y qué es la verdad? La verdad es la revelación de la realidad divina por medio de Nuestro Señor Jesucristo.

La búsqueda de la verdad en la voluntad divina te lleva a un solo camino: la cruz. No al rey más poderoso del mundo, sino a Cristo crucificado, humillado hasta la muerte. El único hijo de Dios verdadero, creador de todo lo creado, amor y misericordia infinita que se ha despojado de sí mismo para vestirse de nuestros pecados y destruir la muerte con su muerte, para darnos vida eterna.

Esa es la única verdad.

Pero el que busca la verdad fuera no la encuentra. El que busca la verdad en las riquezas, en el poder, aunque hable fuerte, no la encuentra, porque busca con orgullo lo que solo puede encontrar con humildad.

El orgullo lleva al pecado y el pecado esclaviza. La humildad lleva al encuentro de la verdad. La verdad está dentro, en la intimidad del alma. Es ahí donde está Dios, hermosura eterna.

Pero el que no busca dentro no está en Él, por eso busca y no encuentra. Pero cuando busca en su interior, la verdad lo encuentra a él, y el que conoce la verdad gusta de su aroma, de su sabor. Entonces quiere más, y sufre el alma porque se da cuenta que tarde ha amado, que tarde lo ha hallado. Cuánto tiempo ha desperdiciado.

La Palabra de Dios es verdadero alimento. Conviden de este banquete de vida no a los primeros, que son sus amigos, ni a sus parientes, ni a los ricos y poderosos, sino a los corazones más necesitados, los más pobres, los últimos.

Y digan: ‘toma y lee’, que lo demás lo hará Él».

¡Muéstrate Madre, María!