78. ACEPTAR, ARREPENTIRSE Y CREER – LA LLAVE DE LA PUERTA DEL CIELO
EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXI DEL TIEMPO ORDINARIO
Ustedes son los hijos de los asesinos de los profetas.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 23, 27-32
En aquel tiempo, Jesús dijo a los escribas y fariseos: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque son semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre! Así también ustedes: por fuera parecen justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad.
¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, porque les construyen sepulcros a los profetas y adornan las tumbas de los justos, y dicen: ‘¡Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, nosotros no habríamos sido cómplices de ellos en el asesinato de los profetas!’. Con esto ustedes están reconociendo que son hijos de los asesinos de los profetas. ¡Terminen, pues, de hacer lo que sus padres comenzaron!”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: los reproches que diriges a los fariseos y doctores de la ley siguen teniendo validez, y constituyen un reclamo para todos aquellos que han recibido una misión de pastores, y no la cumplen bien; los que deberían ser guía y ejemplo, y son causa de escándalo; los que deberían ser luz, y son oscuridad.
Pero tú ya has pagado con tu muerte la deuda contraída por esos pecados. Y la sabiduría de Dios dijo que habría profetas y apóstoles a quienes matarían y perseguirían.
Eso es lo que tú esperas de nosotros, tus sacerdotes: que nos unamos a tu sacrificio, en un mismo cuerpo y en un mismo espíritu.
También esperas que abramos las puertas del saber para que tu pueblo vea la luz, que eres tú, y así no caminen en la oscuridad. Ayúdanos, Señor, a ser buenos ministros de tu Palabra.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: mi sacrificio es uno y es eterno, y es por ti y por cada uno de los hombres. Las heridas de mi cuerpo son causadas por los pecados de cada hombre.
Así de tantos son los pecados de cada hombre: mi cuerpo entero flagelado, mis manos y mis pies clavados, y mi costado perforado, por cada uno, en un solo sacrificio y para siempre.
Así de muchos son los pecados de cada hombre.
Así de grande sería su castigo: una herida por cada pecado.
Pero yo entrego mi vida por cada uno, y asumo el castigo de cada uno en mi propia carne, derramando hasta la última gota de mi sangre, para redimir, para perdonar, para salvar a cada uno.
Y es en este sacrificio que yo los hago míos a cada uno. Yo hago de cada uno de sus cuerpos el mío, para que cada uno crucifique la carne con sus pasiones y sus deseos, para vivir por un solo Espíritu en un solo cuerpo, del cual yo soy cabeza.
Yo he redimido a toda la humanidad entregándome por mi propia voluntad para hacer mío a cada uno. Pero cada uno debe unirse a mi sacrificio como ofrenda al Padre, por su propia voluntad, aceptando ser míos, para permanecer en mí, como yo permanezco en cada uno, a través de la renovación de mi sacrificio incruento, que realizan en memoria mía, en cada celebración, en cada Eucaristía.
Amigo mío: yo soy la luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida.
Yo soy el que es, el que era y el que ha de venir, el principio y el fin. En mí fueron creadas todas las cosas.
Yo soy la cabeza del cuerpo de la Iglesia, el primero en todo, y en mí reside toda plenitud, para reconciliar por mí y para mí todas las cosas, renovando la faz de la tierra, poniendo paz entre los seres del cielo y de la tierra, mediante mi sangre derramada en la cruz, para que, una vez reconciliados, puedan presentarse santos e inmaculados ante el Padre, para lo que los eligió en mí antes de la fundación del mundo.
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su único Hijo para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
Mi Padre no me ha enviado al mundo a juzgar al mundo, sino a que por mí se salve el mundo. El que no crea en mí, ese ya está juzgado, porque la luz vino al mundo, pero el mundo no la recibió, prefirió las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
El que obra el mal aborrece la luz, pero el que obra la verdad va a la luz».
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Madre mía, Virgen de Fátima: yo creo, adoro, espero y amo. Pido perdón por todos los que no creen, no adoran, no esperan y no aman.
Y pido perdón por todas las veces en que he sido yo el que no cree, no adora, no espera y no ama.
Sé que a Dios le ofenden todos los pecados, pero también sé que le deben doler más los cometidos por los hombres más favorecidos por Él. Como sacerdote que soy, yo debo luchar especialmente por evitar todos los pecados, amando a Dios por sobre todas las cosas.
Ayúdame, Madre, a no ofender a Jesús, y a mantener muy limpia mi alma.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: yo te llevo a los brazos del amor, que es Cristo vivo, el que merece toda gloria y todo honor, el que merece ser amado y alabado. Y, sin embargo, por algunos de sus amigos más cercanos es traicionado: los doctores de la ley, los sabios, los letrados, elegidos por Él mismo para ser configurados con el Rey, que es Él, para darles su poder, para guiar, para gobernar, para enseñar, para hacer el bien y liberar a su pueblo del mal, haciéndoles llegar los medios de salvación, a través de la eficacia de la gracia de la cruz del Salvador, para conducir a la gloria eterna a todo su pueblo, unido en un solo rebaño y con un solo pastor.
Y Él, que es la misericordia y la justicia divina, por su justicia corrige, habla fuerte y claro, para que no quede duda de lo que quiere decir hablar con sinceridad. Su Palabra es la verdad, buscando convencer a los que se portan mal de que están equivocados, de que están errando el camino con sus malas intenciones –aunque sus obras parezcan buenas, sus corazones están lejos de Dios–, y así abrir sus ojos y sus oídos, abrir sus bocas para darles un soplo de vida que renueve sus almas, y lo que está muerto renazca y viva por Él, con Él y en Él.
Y es así como, a pesar de su ira totalmente justificada, por la verdad se transforma en misericordia, que es más grande que su justicia. Solo quiere encontrar disposición, un poco de esperanza en ese corazón endurecido, un brillito de fe y un poquito de amor. Eso le basta para derramarse completamente, como lluvia de gracias sobre él, convertirlo, santificarlo y gozar de una reconciliación en su amistad con él.
Hijos míos, sacerdotes: ya no ofendan más a Dios, que ya está muy ofendido. Todo ha sido hecho por Él. Todo lo ha soportado Él. Todo lo ha renovado Él.
Lo único que tienen que hacer es aceptar, arrepentirse y creer.
Aceptar ser salvados.
Aceptar ser amados.
Aceptar ser hijos de Dios.
Aceptar ser herederos.
Aceptar ser parte del cuerpo de Cristo.
Aceptar que son pecadores y que Él los ha redimido.
Aceptar la gracia y la misericordia, que por su sangre ha sido derramada en la cruz.
Arrepentirse de sus pecados.
Arrepentirse de haber ofendido a Dios.
Creer en el Evangelio, que es la Palabra de Dios.
Creer en Jesucristo, que es el único Hijo de Dios.
Creer en la vida eterna.
Creer en el amor, para que permanezcan sólidos y firmes en la fe y en la esperanza del Evangelio.
Recen el Rosario y pidan perdón en cada cuenta, reparando el desamor, uniéndose en sacrificio al acto de amor más grande: la Eucaristía.
Recen el Rosario y pidan las catorce obras de misericordia, porque al que pide se le da.
Hijos míos: yo quiero que ustedes acepten, se arrepientan y crean en el Evangelio, poniendo su fe en obras de misericordia.
A los profetas los han perseguido y los han matado, porque predican la verdad. Yo pido para que a ustedes no los toquen ni les hagan daño. Pero a ustedes les pido que me acompañen, y así yo los llevaré por camino seguro, para que prediquen la verdad, abriendo puertas con la llave de la sabiduría.
Hijos míos: pidan perdón y adoren la Sagrada Eucaristía, porque queda poco tiempo.
¡Ay de aquellos que no se arrepientan y no crean en el Evangelio!, porque será cumplida hasta la última letra.
Yo espero con paciencia a muchos de mis hijos que están dormidos. ¡Despierten! Porque hay un Paraíso, pero también hay un castigo de fuego eterno, a donde yo no puedo llegar. La misericordia es ahora: ¡acéptenla!»
¡Muéstrate Madre, María!