Mt 28, 16-20
Mt 28, 16-20
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89. CREER EN JESÚS – QUEDARSE CON JESÚS

EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 28, 16-20 (A)

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.

Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

Palabra del Señor. 

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: el momento de tu ascensión al cielo fue muy solemne. Te estabas despidiendo de tus discípulos porque volvías al Padre, aunque al mismo tiempo les dijiste que estarías con ellos (con nosotros) hasta el fin del mundo.

Les confirmaste la misión que tenían encomendada, de ir por todo el mundo a predicar el Evangelio.

Les aseguraste que tienes todo el poder, para que se sintieran seguros, fuertes, confiados, en que no les iba a faltar tu asistencia para superar las dificultades.

Les prometiste también la asistencia del Espíritu Santo, para que les enseñara todas las cosas.

Ya no ibas a estar con ellos del mismo modo. Era normal que eso les causara tristeza, pero debían alegrarse mucho por ti, porque te vieron sufrir mucho y padecer en la cruz, y ahora recibes la gloria que te pertenece.

Habías cumplido tu misión, y eso era causa de mucha alegría. Pero todavía había que esperar al Espíritu Santo, para recibir sus dones y sus gracias, necesarias para que ellos (nosotros) cumplieran su misión.

La fiesta de la Ascensión es para mí un llamado para cumplir bien con mi misión apostólica. Y me alegra celebrarla, porque también es una confirmación de que no me faltará la ayuda de Dios para cumplirla.

El cielo está empeñado en que todos los hombres se salven, y Dios cuenta conmigo ahora para llevar a todos tu obra salvadora.

Jesús: ¿cómo puedo tener la seguridad de una fe fuerte todo el tiempo, para cumplir con mi misión apostólica?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: me voy a mi Padre, pero me quedo con ustedes. Me quedo y permanezco.

He venido para llevarlos conmigo: he abierto las puertas del cielo. La paternidad de mi Padre se ha revelado expresa y excelsa. Subo ahora para cantar su gloria ante la prisión de la tierra, porque soy Rey de cielos y tierra, pero mi Reino no es de este mundo.

He venido a morir para salvar al mundo, para vivir, y para que vivan conmigo.

¡Alégrense cielos y tierra, porque hoy entran en la alegría del Señor!

Discípulos míos: sean discípulos. No quieran ser más que el Maestro. Más bien aprendan a ser como el Maestro, y enseñen el camino, y traigan a la luz, y vuelvan a donde el Hijo del hombre ha ascendido, porque nadie va al Padre si no es por el Hijo; porque nadie va al Hijo si no aprende a ser como el Hijo, porque les he dejado en la verdad, y mi presencia permanece en aquel que acepta la voluntad del Padre, y se dispone a recibir, y procura, con su trabajo, dar fruto de todo lo que recibe, para ofrecer y entregar más de lo que le ha sido confiado.

Yo me voy, pero permanezco con ustedes. Permanezcan ustedes en mí, y yo los elevaré, como el Hijo del hombre ha sido elevado, y los traeré a la derecha del Padre, en donde yo he sido sentado y coronado de gloria.

¡Alégrense cielos y tierra, porque ha vencido el Dios de los ejércitos, y los ángeles cantarán su gloria por los siglos de los siglos!

¡Alégrense ustedes conmigo, porque ustedes recibirán al Espíritu Santo, que los une al Padre y al Hijo, para permanecer en la unión, en la fuerza y en el amor!

Porque fui enviado al mundo a ser en todo como ustedes, menos en el pecado, para hacerlos en todo como yo soy, para que renuncien al pecado. Sean pues discípulos como el Maestro, y den gloria a Dios.

Vengan a mí los que estén cansados, que yo los aliviaré.

Me voy, pero me quedo en la Eucaristía. Vivo y muero, resucito y me entrego, para permanecer en ustedes, para que permanezcan en mi amor.

Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes, creyendo en mí y cumpliendo mis mandamientos, y yo les haré participes de la gloria que tengo con mi Padre en el cielo, mientras ustedes construyen el Reino de los cielos en la tierra, para que, cuando yo vuelva, tenga un trono digno para sentarme.

Entonces juzgaré a los justos y a los pecadores. Y a los que crean en mí, y hayan hecho mis obras, los sentaré conmigo a la derecha de mi Padre.

Quiero que ustedes, mis amigos, me amen y hagan lo que yo les he dicho, y vivan en mí, compartiendo conmigo la gloria de mi Padre.

Quiero que den testimonio de mí y lo lleven al mundo entero.

Así es como el testimonio va pasando de unos a otros, y encendiendo corazones.

Así es como el testimonio de mis Apóstoles llegó hasta ustedes.

Yo les dejo mi paz, para que en esa paz haga su morada el Espíritu Santo, y los llene con sus dones, para que los una íntimamente a mí, y fortalecidos en esa unión, sean como yo, y tengan el valor y compartan mi sed de almas, para buscarlas, para encontrarlas, para salvarlas.

Reúnanse con mi Madre, para que permanezcan unidos, y en esa unión compartan mi paz con los atribulados, y mi alegría con los tristes, en la compañía de mi Madre y en oración constante, en la disposición del corazón a decir sí, a recibir el amor que enciende en fuego el corazón, que les da el valor y la determinación de salir al mundo a anunciar la verdad, para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos oigan.

En esta disposición del corazón establezcan lazos de unión fraterna, para que cumplan con el mandamiento que yo les he dado, amándose los unos a los otros como yo los he amado. Entonces conocerán la verdad, y creerán en mí, y serán atraídos a mí, y yo los haré parte.

¿Por qué es tan difícil que crean en mí?

Yo dejé la gloria que tenía con mi Padre antes de que el mundo existiera, para hacerme hombre, para habitar entre los hombres, para que me conocieran.

Yo caminé en el mundo, trabajando entre los hombres, siendo en todo igual a los hombres, menos en el pecado, para poder compadecerlos.

Yo fui bautizado, abriéndose el cielo, para que escucharan la voz del Padre diciendo: “este es mi Hijo amado, en quien me complazco”; para que escucharan y creyeran.

Yo hice signos, para consentir a mi Madre cuando todavía no había llegado mi hora.

Yo caminé predicando el Reino de Dios en templos, en montañas, en campos, en playas, en plazas, para que creyeran en mí.

Yo expulsé demonios y sané enfermos; hice milagros, resucité muertos, y alimenté multitudes, para que creyeran en mí.

Y el cielo se abrió de nuevo ante mis discípulos, abriendo sus ojos para que vieran, y sus oídos para que oyeran: “este es mi Hijo amado, escúchenlo”; para que creyeran en mí.

Y amándolos hasta el extremo partí el pan, y compartí el vino entre mis amigos, para quedarme, para que crean en mí.

Y para que se cumpliera todo lo que estaba escrito, me entregué en manos de un amigo, para morir en manos de mis enemigos, para salvarlos a todos, y para que también ellos creyeran en mí.

Y resucité de entre los muertos para darles vida, y para que crean en mí.

Y me aparecí, y comí, y conviví con mis discípulos, para que creyeran en mí.

Y los hice meter su dedo en mis llagas, y su mano en mi costado, para que creyeran en mí, y en que yo soy el Hijo de Dios, que envió al mundo como Cordero, para que en un único y eterno sacrificio diera la vida, para que el que crea se salve. Pero, aun así, no todos creen en mí, tienen miedo, no confían en mí.

Y subí al cielo para sentarme a la derecha de mi Padre, y ser coronado de gloria por mi victoria, y para que sea cumplida la promesa de mi Padre, enviándoles al que vendría después de mí: el Paráclito, para que el que no crea en mí se convierta, y crea, para que el que crea en mí sea fortalecido, y persevere hasta el final, para que el que persevere cumpliendo mis mandamientos tenga vida eterna.

Permanezcan en oración, reunidos con mi Madre, y yo enviaré al Espíritu Santo sobre ustedes, para fortalecer sus virtudes, y darles el valor y la fuerza para dar testimonio de mí.

Y encenderé sus corazones, para que compartan mi sed de almas, para que el Padre, por medio de ustedes, unidos en el Espíritu, las atraiga a mí, para que sean unidas a mí, y yo las haga participar del abrazo eterno del Padre, de la contemplación constante del Hijo, de la plenitud en la unidad por el Espíritu Santo, del amor compartido con mi Madre, en alabanza y adoración constante, que desborda el alma de alegría, compartiendo el cielo con los ángeles y los santos en el banquete eterno.

Quiero que ustedes, mis amigos, me conozcan, para que me amen, para que crean en mí, para que, cuando la tentación los aseche, y la duda y la tribulación los asalte, y se alejen de mí, por mi misericordia encuentren el camino de vuelta a la casa del Padre, porque por mi cruz las puertas han sido abiertas al abrazo del Padre, para que los que estén perdidos sean encontrados, y los que estén muertos sean vueltos a la vida.

¡Participen de mi alegría haciendo mis obras!»

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Madre nuestra, Reina del cielo: ¡alégrate, Virgen María! Has visto con tus benditos ojos cómo se iba al cielo tu Hijo Jesús, de quien fuiste una digna morada, y que ahora vuelve a su morada eterna junto al Padre y al Espíritu Santo.

En los discípulos de Jesús había una mezcla de gozo y de tristeza. Gozosos, por la alegría de ser testigos del triunfo de nuestro Señor; y tristes, porque ya no iba a estar con ellos de la misma manera que antes, aunque prometió su asistencia cotidiana hasta el fin del mundo.

Era importante tu presencia junto a ellos para fortalecer su ánimo en la espera de la venida del Espíritu Santo. Tú dabas testimonio de que en todo se cumplían las Escrituras, y la promesa de tu Hijo estaba presente: iba a llegar el Consolador, el Espíritu de verdad, que les enseñaría todas las cosas y les daría la fortaleza necesaria para cumplir con su misión.

Así ahora, Madre, te necesitamos. Sabemos que nos miras a tus hijos sacerdotes como a Juan, el discípulo predilecto de Jesús, que te llevó a su casa. Nosotros también lo hemos hecho, porque necesitamos tu compañía. Te pedimos tu intercesión, para que el Santo Paráclito derrame sus dones en nuestro corazón, y nos llene de Él, para ir con alegría por todo el mundo a transmitir, con nuestra vida y nuestra palabra, el mensaje de Cristo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos: era preciso que el Hijo del hombre sufriera mucho y fuera reprobado por los sumos sacerdotes y los escribas, que muriera y resucitara al tercer día, para que se cumplieran las Escrituras, y que todo el que no creyera por la fe, creyera por las obras.

Era preciso que el Hijo del hombre resucitado se apareciera entre sus Apóstoles y luego subiera al cielo, de donde había salido para venir al mundo, y a donde regresaba para gozar de la gloria del Padre, para que creyeran en Él.

Era preciso que Él se sentara a la derecha del Padre, para que el Espíritu Santo fuera enviado al mundo, para fortalecer a todos los que habían creído en Él, para que dieran testimonio de su fe, y otros conocieran a Cristo, y lo amaran, y creyeran en Él.

Mi corazón se llenó de alegría al ver a mi Hijo subir a la gloria del Padre, porque el Espíritu Santo estaba conmigo.

Ese fue un día muy feliz, porque vi cumplidas las Escrituras y la voluntad de Dios, porque mi Hijo había triunfado venciendo al mundo. Y así como compartí con Él la cruz, ahora compartía con Él la gloria, en un solo corazón, en una sola alma.

Pero nadie lo entendía, porque verlo partir los llenó de tristeza, porque el egoísmo los cegaba y no los dejaba ver, porque querían que se quedara con ellos, porque estar con Él era una gran fiesta, pero no se daban cuenta que Él se iba a la gloria que había dejado, para venir al mundo a buscarlos, para rescatarlos, y ahora regresaba a la gloria que tenía con su Padre antes de que el mundo existiera, para prepararles morada, para llevarlos con Él, para invitarlos a una fiesta eterna, el banquete que los ángeles disponían en el cielo, para compartir con todos los que creyeran en Él.

Pero el miedo de quedarse solos paralizaba su fe, y enfriaba sus corazones y los dispersaba. Solo Juan, que siempre estaba conmigo, compartía mi alegría, porque el Espíritu Santo, que estaba conmigo, también estaba con él.

Y entendí que debía mantenerlos unidos como mi Hijo me había pedido, porque ahora eran hijos del Padre en el Hijo. Pero la tristeza los alejaba de Él y los volvía hijos pródigos, y el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, los atraería hacia Él, a través de la fuerza de la unión y la oración. Porque nadie puede ir al Padre si no es por el Hijo, y nadie puede ir al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él.

Y entendí que Él me hizo Madre de los Apóstoles, para ser Madre de todos los hombres, para reunirlos bajo mis alas, como una gallina reúne bajo sus alas a los polluelos, para darles protección y consuelo, para ser fortalecidos y poder cumplir la misión que Él mismo les había encomendado: reunir y llevar al cielo a los invitados al banquete de las bodas del Cordero.

Y ahí estaban Pedro y Juan, Santiago, Andrés, Mateo, Felipe, Tomás, Bartolomé, Santiago, Simón y Judas, no el Iscariote, que había traicionado a Jesús, sino el hijo de Santiago. Eran once, entre una multitud que oraba y adoraba, mientras el Hijo de Dios los bendecía y subía al cielo.

Permanezcan en oración, para que el Espíritu Santo, que está conmigo, esté con ustedes. Permanezcan reunidos conmigo, en la disposición de ser fortalecidos con el Espíritu Santo, para transformar su tristeza en alegría, su soledad en unidad fraterna, su miedo en confianza, su duda en fe, su debilidad en fortaleza, su desgano en ánimo, su desaliento en esperanza, su tibieza en un corazón encendido en fuego, y con amor y alegría, con paz y con paciencia, con amabilidad y bondad, con fidelidad, humildad y templanza, lleven al mundo el testimonio de lo que han visto y han oído, con valor, con seguridad, con confianza, para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos escuchen, para que los que crean se salven.

Es importante la fe, la esperanza y la caridad, pero de las tres la caridad es la más grande. El que no tiene caridad, nada es. Procuren la caridad y una vida de piedad, en unidad, en oración, y en mi compañía, dispuestos a recibir la gracia para transmitir con su testimonio de fe, los tesoros de mi corazón al mundo, transmitiendo con obras su fe, en la seguridad de mi compañía».

¡Muéstrate Madre, María!

 

VI. n. 39. TEMPLOS DE DIOS – PREDICAR LA VERDAD REVELADA

EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (B)

Bauticen a las naciones en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.

Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: Dios es tan grande, que es imposible comprenderlo en nuestra limitada cabeza. Y por eso en nuestra fe hay tantos misterios.

Y lo bonito de los misterios es que uno puede profundizar y profundizar, y nunca terminar.

Sucede algo semejante a cuando alguien se mete a bucear en el fondo del mar, y se va asombrando de las maravillas que va encontrando, y quiere profundizar más.

O cuando un astrónomo busca en el espacio nuevas y más lejanas constelaciones.

Si en la naturaleza creada hay tantas maravillas, la naturaleza divina no dejará de sorprendernos. Quizá lo que más sorprende es que todo un Dios, Uno y Trino, haya querido quedarse en el alma en gracia de una pequeña creatura.

Señor: si dejamos obrar a Dios, nosotros podemos ser templos de la Trinidad. Mientras no te rechacemos por el pecado tú quieres poner tu morada entre los hombres. Nos has amado tanto, que son tus delicias estar entre los hijos de los hombres.

Has tomado nuestra naturaleza humana para compartir con nosotros tu vida divina, y te quedas como alimento para llenarnos de ti. Donde estás tú, Jesús, está el Padre y el Espíritu Santo.

Los sacerdotes continuamente invocamos a la Trinidad cuando celebramos los sacramentos, cuando bendecimos, cuando nos santiguamos y persignamos, cuando hacemos oración.

Señor: si consideramos que estamos configurados contigo podríamos decir que también somos parte de la Trinidad. ¿Cómo podemos vivir esta asombrosa realidad sin acostumbrarnos?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: contempla a mi Madre, que es virgen inmaculada desde su concepción, y es Madre. Contempla en ella el misterio.

Ella es templo, trono y sagrario de la Santísima Trinidad. Y es un misterio.

Ella es Madre de la Iglesia, constituida por muchos miembros, y la cabeza es Cristo. Y es un misterio.

Ella es el arca en la que se contiene el más grande tesoro. Y el tesoro soy yo, el Hijo de Dios, crucificado en una cruz. Mis manos y mis pies están clavados, unidos a un madero por grandes clavos. Mi carne está destrozada y mi rostro desfigurado. Soy el Verbo hecho carne, que habité entre los hombres, y que entregué mi vida, por mi propia voluntad, en esa cruz, en la que fue inmolada mi carne y derramada mi sangre, para la salvación de los hombres. Y es un misterio.

Contempla en mis manos mi Cuerpo y mi Sangre derramada, en forma de pan y en forma de vino, compartiéndolos en la mesa con mis amigos. Es Eucaristía. Y es un misterio.

Contempla al Hijo de Dios resucitado de entre los muertos, para dar vida a los hombres, haciendo nuevas todas las cosas. Y es un misterio.

Contempla al Hijo de Dios subiendo al cielo para sentarse en un trono a la derecha del Padre, mientras desciende el Espíritu de Dios para posarse sobre los hombres. Y es un misterio.

Contempla al Espíritu Santo que dice a los hombres y les recuerda todas las cosas del Hijo de Dios, por quien los une en filiación divina al Padre. Y es un misterio.

En verdad te digo que todos los misterios son uno, todos se revelan en un solo misterio: la Santísima Trinidad, a la que estás unido en mí al Padre, por el Espíritu, en filiación divina.

Dios está en ti, y tú en Él. Y es un misterio revelado por el amor de Dios a los hombres, porque tanto amó Dios al mundo que dio a su único hijo para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna.

Tú eres sacerdote de mi pueblo santo, pastor del pueblo elegido como la Nueva Jerusalén, hermano mío, apóstol, discípulo, profeta y amigo muy amado mío.

Mis pies están clavados a un madero, y mis manos están clavadas a otro madero, que unidos a mi cuerpo somos tres, pero somos una sola cruz que me hace inseparable, indisoluble, que me une y me fusiona en un mismo misterio, por amor, en el que mi Padre se entrega conmigo sosteniéndome, y el Espíritu Santo soportando y consolando en el amor.

Tú eres, sacerdote, mis manos y mis pies, por quien estoy unido en esta cruz.

Mi pueblo, el que he dejado a tu cuidado, es el resto de mi cuerpo místico. Yo soy la cabeza.

Juntos formamos un solo cuerpo en un mismo Espíritu. Esta es mi Iglesia, como una familia unida e indisoluble.

Como en el matrimonio que tú bendices en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, el esposo y la esposa ya no son dos, sino que forman una sola carne, unidos en el amor de Dios, los hijos con ellos forman una sola familia, que se une con el amor del padre al hijo, y del hijo al padre, y de la madre al hijo, y del hijo a la madre, y de la madre al padre, y del padre a la madre, en una sola unión, en un mismo amor. Yo soy el amor.

Sube conmigo a mi cruz, para que seas parte de un mismo cuerpo y una misma familia conmigo.

Con todo el poder que mi Padre me ha dado, yo te envío a buscar y a encontrar almas, para unirlas en este mismo cuerpo.

Ve y bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, porque, por mi pasión y muerte, el Padre los hace hijos herederos y coherederos conmigo.

Es en la cruz en donde se ha derramado la misericordia de mi Padre, por mi sangre y mi agua para la salvación.

Lleva esta misericordia en la adopción por medio del bautismo, y en la redención por medio del perdón de los pecados.

Bautiza y absuelve en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y predica la Palabra. Yo soy la Palabra, y te he amado hasta el extremo.

Anuncia mi muerte, y proclama mi resurrección, porque el Reino de los cielos está cerca.

Yo soy Dios Hijo, un Dios vivo, que en Trinidad con Dios Padre y Dios Espíritu Santo soy un solo Dios verdadero. Unidad trinitaria, de una misma substancia, en un mismo Espíritu, que procede del Padre y del Hijo. Tres Personas, un solo Dios, inseparables, indisolubles y eternas, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Busca y encuentra en el interior de cada uno mi morada, porque en la esperanza de cada alma que ama vive esta divina y santa Trinidad, porque el amor es la unión del Padre y del Hijo en el Espíritu.

Alégrense todas las almas, que por el amor del Padre y por obra del Espíritu Santo he sido engendrado en el vientre puro de una mujer virgen, pura y generosa, y por los méritos de mi pasión y muerte han sido transformados en Templos de Dios, para ser morada del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para su salvación y unión en el amor, y en la fusión en la gloria de Dios para toda la eternidad.

Para eso he venido al mundo. No has sido tú el que me ha elegido a mí. He sido yo quien te ha elegido a ti. Para eso has sido llamado, para eso me he quedado contigo hasta el fin del mundo»

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Madre mía: tú eres Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. ¡Más que tú, solo Dios!

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: yo soy Madre del Amor y Madre de Misericordia. Así es como soy Templo, Trono y Sagrario de la Santísima Trinidad, que es un solo Dios, y que vive en mí y yo vivo en Él. Y Él es desde siempre y para siempre.

Yo soy hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, y esposa de Dios Espíritu Santo.

Yo soy misericordia y auxilio para mis más amados.

Los que aman a mi Hijo y son amados del Padre.

Los que unen a los hombres con Dios, a través del Espíritu Santo que les ha sido dado.

Los que colaboran con Cristo, y siendo Cristos, son conmigo y con Él corredentores en la obra salvadora de Dios: mis hijos predilectos, mis sacerdotes.

Para que reciban la gracia para permanecer en la virtud, en la fe, en la esperanza y en el amor, que Dios ha infundido en sus corazones por el Espíritu Santo que les ha sido dado».

¡Muéstrate Madre, María!