25. DESPOJADOS DE TODO – LA RIQUEZA DE LA POBREZA
EVANGELIO DEL DOMINGO DE LA SEMANA IV DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Dichosos los pobres de espíritu.
Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 1-12
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles y les dijo:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
Palabra del Señor
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: el sermón de la montaña comienza con las Bienaventuranzas, y en la primera dices que serán dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Pienso que las otras bienaventuranzas tienen mucho que ver con la primera. Los pobres de espíritu son los que lloran, y sufren, y son perseguidos... Es decir, nos pides, Jesús, que estemos despojados de todo, como tú lo hiciste desde tu nacimiento en Belén hasta tu muerte en la Cruz.
Nos has dado ejemplo. Siendo rico te hiciste pobre. La pobreza es necesaria para todos, pero de manera especial para un alma entregada a ti. Si no luchamos por vivirla, no estaremos en condiciones de seguirte como tú quieres, porque los apegamientos estorban en la entrega diaria.
Pero cómo cuesta vivirla en un ambiente consumista. Nos quieren vender la idea de que necesitamos muchas cosas, y no es así. Debemos tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra.
Señor, enséñame a ser pobre, como tú, para poder dar testimonio a los demás de un completo abandono en las manos de Dios.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: dichoso seas, como yo.
Si te dan de palos, recuerda que de palos está hecha mi cruz.
Pero esa cruz es conducto de gracia, de salvación. Ella es instrumento de misericordia y de gloria para Dios.
Dichosos sean ustedes, mis amigos, que saben que muchas cosas son importantes, pero solo una es necesaria. Si no lo dejan todo, no pueden seguirme. Y si no me siguen no pueden alcanzarme.
Quiero que aprendan bien lo que yo he querido enseñarles. Que se entreguen en la confianza, en la obediencia y en el abandono a mi divina voluntad.
Dichosos los llamarán porque alcanzarán la pobreza de espíritu, y los pobres de espíritu verán a Dios.
Yo les he enseñado a dejarlo todo por mí. Si ustedes lo dejan todo y me siguen alcanzarán la pobreza de espíritu.
Quiero que ustedes enseñen, con su ejemplo, a otros, lo que han aprendido bien, y que sigan aprendiendo: que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios, en virtud del poder de Dios, para que el Padre sea glorificado en todo por el Hijo.
Cada cual tiene su gracia particular, unos de una manera, otros de otra.
Pero que la rectitud de intención sea la misma: servir a la Iglesia, para la gloria de Dios.
Qué fácil es para un pobre servir a Dios, pero qué difícil es para los ricos entrar en el Reino de los Cielos, porque, para entrar, hay que servir a Dios primero, y para servirlo hay que hacerse pobre.
El que reconoce en su pequeñez que nada merece, y se sabe necesitado de Dios, ese es el pobre de espíritu, que, al ver sus miserias, se abre en la disposición de recibir la gracia y la misericordia de Dios, porque sabe que nada tiene, pero que solo Dios basta.
Dichoso seas, amigo mío, por aceptar mi voluntad y serme fiel. Yo te aseguro que no tendrás dicha más grande en tu vida que ver tu misión cumplida y, a la hora de tu muerte, contemplar el rostro de mi Madre, sonriendo complacida.
Que esa sea tu esperanza y tu fuerza para soportar los sufrimientos que te faltan.
Pero también te aseguro que conmigo cada sufrimiento es dicha y alegría.
El que acompaña a mi Madre tiene muchas ventajas.
Tiene quién lo consuele.
Tiene quién seque sus lágrimas.
Tiene quién le consiga todo lo que necesita.
Tiene quién interceda por todo lo que le pida a la Santa Trinidad, para hacer mi voluntad en esta vida.
Tiene la seguridad de caminar con el rumbo correcto, de navegar hacia puerto seguro, de alcanzar la santidad, viviendo con fidelidad, luchando por conseguir la justicia y la paz.
Quien acompaña a mi Madre nunca se perderá. El Reino de los Cielos suyo será.
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Madre nuestra: tú escuchaste muchas veces la predicación de Jesús, y en el sermón de la montaña no podías sino confirmar la realidad de las palabras de tu Hijo, porque todo el tiempo fuiste dichosa, viviendo ese camino de santidad que ahora se proponía a la muchedumbre.
Cuando el ángel del Señor te anunció que habías sido elegida para ser la Madre del Redentor, tu reacción fue confirmar a Dios tu entrega absoluta a su voluntad, lo cual implicaba un desprendimiento total de ti misma, para ser esclava.
Te despojaste de todo, hasta de tu propio Hijo. Ayúdame, Madre, a tener confianza en la Providencia, para poder cumplir bien mi ministerio sacerdotal. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava. Por eso me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho grandes obras en mí el Todopoderoso.
Dichosos los pobres, los hambrientos y los que lloran, los insultados y los perseguidos por la causa de mi Hijo, porque ellos me acompañan. Alégrense y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo.
Yo acompaño a los pobres, pero busco a los ricos, que son los que no obedecen, los que no confían, los que no se abandonan a la voluntad de Dios, los que no se saben necesitados, los soberbios, los que trabajan para sí mismos, los que buscan su propio beneficio, los egoístas, los que no piden, porque creen tenerlo todo.
Esos no reciben misericordia, porque piensan que no la necesitan. Pero esos son los corazones más pobres de entre los pobres, los que son alabados, los que son reconocidos, aplaudidos, los que ríen, los que comen, los que beben y se divierten, pero están encadenados al mundo.
Yo nací para ser Madre de Cristo, Madre del Divino Verbo, Madre del Creador, Madre del Salvador, Madre de la Iglesia, Madre de misericordia, Madre de la gracia, Madre de todos los hombres, Madre de Dios.
Nací para ser Madre, y mi Hijo me ha hecho también Reina. Dios se ha fijado en la humildad de su sierva, y se ha fijado también en ustedes, para que lleven la misericordia a los ricos y a los pobres.
Mi Hijo se ha despojado de todo, hasta de sí mismo, por amor.
Miren su pobreza, pues ha entregado todo en obediencia, para servir a Dios, hasta su espíritu.
Así es como ustedes, mis hijos sacerdotes, deben subirse a la cruz con Él, despojándose de todo, hasta de ustedes mismos, desapegándose de las cosas del mundo, rectificando la intención, empobreciendo el espíritu, hasta entregar la vida, sometida a la divina voluntad de Dios.
Entonces serán dichosos en esta vida, y el premio será grande en el Reino de los Cielos.
Esto es lo que deben aprender, para que en la vida ordinaria del sacerdote no se malinterprete su salario, porque el obrero tiene derecho a su salario.
No se trata de no tener, sino de poner todo al servicio de los demás con la pureza de intención del corazón.
Su paga se está acumulando en el cielo».
82. PERMANECER JUNTO A JESÚS – FIRMES ANTE LA TRIBULACIÓN
EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA X DEL TIEMPO ORDINARIO
Dichosos los pobres de espíritu.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 1-12
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, y les dijo:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes”.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: el Sermón de la Montaña es todo un programa de vida. Seguramente tú repetiste ese discurso en diversas ocasiones a aquellas multitudes que te seguían, insistiendo en las exigencias del Evangelio para todos los hombres. Insistías en que había que luchar para alcanzar la vida eterna.
Tú eres el modelo, y las Bienaventuranzas nos presentan algunos aspectos de tu vida que quieres dejarnos muy claros, para que nosotros nos empeñemos en vivirlos también. Y a todos les prometes el cielo, la vida eterna, en sus diversos aspectos.
Insistes en que deben ser dichosos los perseguidos, porque su premio será grande. Sobre todo, porque tú sufriste persecución, y te sientes especialmente identificado con ellos.
Jesús, ¿por qué son perseguidos los justos y los profetas? Es algo que cuesta entender, pero, a la luz de tu ejemplo, nos damos cuenta: esforzarse por hacer las cosas bien es un reclamo para los que no lo quieran hacer, y por eso persiguen.
La misión del sacerdote, quien es el mismo Cristo, es hablar con la verdad, y defenderla. Necesariamente va a ser perseguido, porque el padre de la mentira se encargará de combatirlo y ponerle obstáculos para difundir la verdad de Dios.
La ventaja que tenemos tus amigos es que, si permanecemos junto a ti, no pasará nada. Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida, y prometiste acompañarnos todos los días, hasta el fin del mundo.
¿Cómo podemos, tus sacerdotes, permanecer siempre firmes a tu lado?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío, Pastor mío: en ti está puesta mi esperanza.
A ti me entrego y en ti confío, para que veas con mi mirada y lleves mi esperanza.
Yo calmaré tu sed y seré agua viva en tu desierto.
Yo saciaré tu hambre y seré alimento en Cuerpo y Sangre.
Yo seré tu compañía, para que seas Cristo en unidad conmigo.
Yo te daré vida, para que traigas a las almas indiferentes hacia mí, para que anuncies mi Palabra a los ignorantes, que enternecen mis entrañas, porque no saben nada de mí.
Enséñales, para que se enamoren de mí.
Sé como yo, y vive enamorado de Dios, que es un Dios enamorado de los hombres. Camina en la luz, para que encuentres en mí descanso y saciedad. Que tu corazón sufra con el mío, para que cuando llores encuentres mi consuelo.
Sé manso y humilde de corazón, para que encuentres mi abrazo.
Sé pobre de espíritu, y quiere solo las riquezas del cielo, y encuentra ahí tu recompensa.
Sé perseguido por mi causa, pero déjate alcanzar por mí.
Sé misericordioso, y busca a mis ovejas, las que están perdidas y asustadas, las que caminan sin rumbo, heridas y atemorizadas. Yo voy tras ellas, pero no puedo alcanzarlas.
Y si de verdad me amas, apacigua a mis ovejas, y a donde vayas lleva la paz.
Mantén tu corazón limpio, para que impartas con pureza mis sacramentos. Bautiza, confirma en la fe, une en matrimonio, unge a los enfermos, alimenta con la Eucaristía y perdona los pecados.
Tú, sacerdote sacramentado, que has sido ungido por mí, ve con mi mirada lo que yo veo. Tú eres sagrado, porque has sido elegido desde siempre, para siempre ser Cristo conmigo, para ser uno, para ser santo.
Respeta entonces el templo sagrado que es tu cuerpo y tu corazón, y mantenlo en la pureza, porque el sembrador ha hallado en ti tierra fértil, y ha plantado buena semilla.
Procura un buen fruto, porque el dueño de la cosecha está pronto a venir.
Permanece en mi amor, para que en tu pequeñez encuentres mi grandeza, en tu fragilidad encuentres mi fortaleza, en tu humanidad encuentres mi divinidad.
Y debes saber que tú no eres de este mundo, como mi Reino no es de este mundo.
Por uno que me ame yo volveré al mundo con la misericordia del Padre, para juzgar a justos y a pecadores, para llevarlos conmigo, para que sean como ángeles en el cielo, y que sean reyes conmigo, para sentarlos en tronos de oro y coronarlos de gloria.
Por eso a ti yo te llamo amigo mío.
Bienaventurados los que son humildes de espíritu y permanecen en el camino.
Yo soy el camino.
Yo te encontré y no permitiré que te pierdas. Entonces, te llevaré en mis brazos y te esconderé del mundo, y te enseñaré a confiar en mí. Y todo lo que yo te diga dirás y todo lo que yo te mande harás.
Yo te pido que confíes en mí, que te abandones en mí, que me obedezcas.
Yo me encargaré de darte todo lo que necesitas.
Yo confío en ti, porque eres mío y caminas conmigo.
¡Alégrate!, porque eres perseguido por mi causa, porque no perteneces al mundo, y de eso darás testimonio en medio del mundo.
Permanece en mí, como yo permanezco en ti, y en esta unión te llevaré a mi cielo.
Yo te pido prudencia, paciencia, perseverancia y fe. No desistas, aunque te canses. Antes bien, ven a mí cuando estés cansado y agobiado, que yo te aliviaré. Toma sobre ti mi yugo, y aprende de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarás descanso para tu alma, porque mi yugo es suave y mi carga ligera».
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Madre nuestra, Madre de Misericordia: cuántas veces habrás escuchado a tu Hijo decir las mismas cosas en su predicación. Él tenía que predicar a todos, y el mensaje de salvación debía quedar muy claro. Y tú siempre atenta, como si fuera la primera vez.
Y no solo lo escuchabas, sino que ponías por obra lo que pedía. Por eso Jesús decía que los que obraban como tú eran su madre y sus hermanos.
Tú eres modelo de virtudes. Yo quiero imitarte y aprender de ti. Sobre todo, quiero aprender y vivir las catorce obras de misericordia, sabiendo que viviéndolas con mis hermanos, viendo a Cristo en ellos, me ganaré el cielo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: yo quiero aprender, y permanecer contigo, muy unido también a Jesús. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: tú dijiste sí. Y aceptaste ser el siervo del Señor. Yo te enseñaré a servir al Señor.
Permanece conmigo, y aprenderás a imitarme, aprenderás de mí las virtudes, pero sobre todo amarás mucho.
Aprenderás de mí a ser humilde y pobre de espíritu, y será tuyo el Reino de los cielos.
Aprenderás a llorar conmigo, y serás consolado.
Aprenderás a sufrir con paciencia, y heredarás la tierra.
Aprenderás a tener hambre y sed de justicia, y serás saciado.
Aprenderás a obrar con misericordia, y recibirás misericordia.
Aprenderás a mantener la pureza de tu corazón, y verás a Dios.
Aprenderás a trabajar por la paz, y serás llamado hijo de Dios.
Aprenderás a soportar las persecuciones por causa de la justicia, y será tuyo el Reino de los cielos.
Aprenderás a agradecer y a alegrarte conmigo cuando te injurien y te calumnien, cuando te persigan y te maldigan por la causa de Cristo, y serás bienaventurado, porque tu recompensa será grande en el Cielo.
Aprenderás a permanecer junto a mi Hijo, para creer, para predicar su Palabra, y guiar y alimentar a su pueblo con el pan vivo bajado del cielo, con fe, y vivir tu ministerio con santidad, porque has tomado tu cruz y lo has seguido. Pero algunos lo han abandonado. Él es el camino, pero no todos han permanecido.
Aprenderás a poner tu confianza plena en Dios Padre y en su divina voluntad, perfeccionándote en la virtud, para que, a pesar de los tiempos difíciles, de las persecuciones, de las murmuraciones, seas santo.
Permanece en el Sagrado Corazón de Jesús, unido a mi corazón. Esa será, a partir de ahora, tu dulce prisión, y un lugar en el mundo para tu retiro y descanso.
Confía y recibe todo lo que necesitas, permaneciendo conmigo al pie de la cruz, perseverando en la oración, amando.
Acompáñame construyendo el Reino de los cielos en la tierra, porque alaba mi alma la grandeza del Señor, y se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto sus ojos en la pequeñez de su esclava. Por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí grandes cosas el que es poderoso y santo, y su misericordia alcanza de generación en generación. Dispersa con su brazo a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a su pueblo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre».
¡Muéstrate Madre, María!
VII, 38. ALCANZAR LA SANTIDAD – LA PERFECTA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 1-12a
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles y les dijo:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: hoy es una gran fiesta en el cielo. Aquello debe ser algo indescriptible.
Yo quiero unirme a tus ángeles y a tus santos cantando alabanzas y adorándote, diciendo: ‘Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del Universo. Hosanna en el cielo, bendito el que viene en el nombre del Señor’.
Imagino que hay paz, alegría, amor, gloria, y que en medio de todos los ángeles y santos está la Reina, la perfecta siempre Virgen María, coronada con doce estrellas.
Esta fiesta me hace tener especialmente presente mi responsabilidad de luchar para alcanzar la santidad. Debo ser santo porque esa es la voluntad de Dios para todos.
Debo querer ser santo, porque esa es la obligación que yo tengo con Dios.
Debo querer ser santo, porque no hay otra cosa en la vida que me haga más dichoso que la esperanza de ser santo y contemplar el rostro de Dios.
Santo en vida, procurando la virtud, para ser dichoso siendo tan pobre de espíritu, que el Espíritu Santo me llene; dichoso, siendo consolado en el llanto y en mi sufrimiento por el dolor que me causa el dolor de tu Corazón; dichoso siendo perseguido y calumniado por mi entrega al amor, a la oración y a las obras; dichoso por el hambre y la sed constante de la Eucaristía; dichoso por la limpieza de mi corazón, que incomoda a muchos; dichoso por la justicia que buscan mis obras; dichoso por la paz que transmite la alegría de mi encuentro contigo.
Es un compromiso, pero quiero dejarme ayudar. Agradezco tu bondad.
Sé que la santidad es un deber. Es una obligación de todo cristiano: un hacer lo que debo y estar en lo que hago, esforzándome todos los días de mi vida por cumplir los deberes pequeños con mucho amor, haciéndolo todo por amor de Dios; sé también que la santidad se alcanza en medio del mundo, en la casa, en la oficina, en la fábrica, en el hospital, en el campo, pero, sobre todo, en el sacerdocio. Y que toda santidad tiene como base la rectitud de intención y la oración: hacerlo todo por amor de Dios.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: sean santos, como mi Padre del cielo es Santo, para que cumplan con su misión, para que sus obras también sean santas.
Busquen primero el Reino de Dios y su justicia.
Sean misericordiosos.
Sean humildes y pobres de espíritu.
Sean los últimos, para que sean servidores.
Sean puros de corazón.
Sean limpios y misericordiosos.
Alégrense en los sufrimientos y en la persecución.
Humíllense en el cumplimiento de la virtud.
Renuncien al pecado.
Alimenten el celo que enciende su corazón desde el fuego de mi amor eterno.
Hagan conciencia de lo que es la santidad, y pidan al Padre ser santos, para que quieran ser uno conmigo, para que quieran ser como los santos.
Sacerdotes: ustedes son los santos de Dios, llamados y escogidos para ser santos, desde siempre y para siempre, para unir a todas las almas a Dios.
Unión en la Eucaristía, que es mi Cuerpo, para la comunión de todas las almas conmigo. Comunión de almas peregrinantes, purgantes y triunfantes en un solo cuerpo, en un mismo espíritu, por el que, unidos en mí, son unidos al Padre por el Espíritu.
Sacerdotes: la santidad es entrega, sin prejuicios, sin límites, sin reservas.
La santidad es don reservado para los que creen en mí, para los que viven en mí, para los que, por voluntad, renuncian a sí mismos para seguirme.
La santidad es abandono en la voluntad de Dios, aceptación, confianza, fe.
La santidad es el deseo infinito de dar gloria a Dios en comunión con todas las almas. Santidad que origina obras de caridad y de misericordia, en la esperanza de llevar todas las almas al cielo, para conseguir en esta entrega la comunión eterna con el amor.
Ustedes permanezcan en mi Corazón, en comunión con los santos, para que sigan sus enseñanzas. Hombres y mujeres del mundo, rescatados del mundo, en una íntima unión conmigo. Para que sean como ellos, santos; para que procuren su propia santidad; para que lleven a todas las almas al cielo.
Ser dichoso es ser bienaventurado y alcanzar la santidad. Es dichoso el que escucha mi Palabra y la cumple, porque todo está escrito ya.
La santidad se alcanza en mí, porque yo soy el único santo.
La santidad se alcanza siendo pobres de espíritu, llorando las culpas, las injurias, las persecuciones, teniendo los mismos sentimientos que yo, sufriendo con paciencia, teniendo hambre y sed de justicia, siendo misericordiosos, siendo limpios de corazón, trabajando por la paz, siendo perseguidos por causa de la justicia.
En una frase, santo es el que hace todo por amor de Dios, porque el amor todo lo puede, todo lo soporta, todo lo alcanza».
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Madre nuestra: tú eres Reina de Todos los Santos, y quieres que todos tus hijos vayamos al cielo. Me queda claro que yo me iré al cielo, seré santo, si soy fiel a lo que Dios me pide, si lucho por cumplir su voluntad. Pero también sé que el cielo es un regalo inmerecido, de modo que necesito la gracia de Dios para hacerme digno.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: consígueme esa gracia, y un deseo ferviente de alcanzar la santidad. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: solo Dios es Santo.
Mi santidad es vivir en Dios. Es por Cristo, en Cristo y con Cristo, que todos los hombres pueden ser santos, en un solo cuerpo y un mismo espíritu, del cual yo soy Madre, y compartiendo el mismo cuerpo y el mismo espíritu, engendrado en mi vientre, me hace parte, me santifica en Dios Padre como hija, en Dios Espíritu Santo como esposa, en Dios Hijo como Madre.
Mis lágrimas son de alegría de ser hija; son de gozo de ser esposa; y son de sufrimiento, y a la vez de gozo y de amor, en la alegría de ser Madre de todos los hijos de Dios. El sufrimiento está en aquellos que no aceptan la eternidad en el Paraíso que les ha ganado mi Hijo Jesucristo; pero mi gozo, mi alegría, está en aquellos que desean y que aceptan esa verdad, y que luchan conmigo venciendo al enemigo, haciendo todo en esta vida por amor de Dios, alcanzando en el amor de Cristo la santidad de Dios.
Hijo mío: la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, para que todos los hombres sean santos. La santidad es vivir eternamente inmersos en Dios, y es maravilloso. Si tú supieras lo que Dios tiene preparado para los que lo aman…
Dime, ¿tú lo amas?
Puedes vivir, desde ahora, inmerso en esa eternidad, viviendo en santidad, perfeccionando tus virtudes, cumpliendo lo que mi Hijo manda para hacer su voluntad. Pero hay que esforzarse, hay que luchar.
La batalla es todos los días, no hay tregua ni descanso, pero el yugo de mi Hijo es ligero y suave. Entrégale tus trabajos, tus desvelos, tus molestias, tu debilidad, tu flaqueza, tu miseria, tu sueño, tu cansancio, y toda tu voluntad. Deja que Él se ocupe de ti y de tus cosas, mientras tú te ocupas de Él y de sus cosas, ocupándote también de mí y de mis cosas, que son suyas, porque yo soy toda suya.
Hijo mío: una gran misión te ha encomendado tu Señor, y serás fuerte en la medida que seas débil y lo reconozcas, porque en Cristo está tu fortaleza; pero no por eso dejes de luchar. Debes luchar todos los días, sabiendo que cuentas con la ayuda de Jesús, y que cuando eres débil eres fuerte.
Que no pase un día sin haber luchado, sin haberte esforzado por cumplir su voluntad, porque, hijo, el tiempo de los hombres es limitado. Orden, prioridad, primero lo necesario, después lo importante. Lucha para mantenerte en vela, y pídele a Jesús que te ayude para detectar cuáles son tus obstáculos para alcanzar la santidad. No te distraigas. Yo te protejo contra el enemigo.
Y recuerda que santo es el que conoce la verdad y vive en esa verdad por amor de Dios.
Tú estás en camino a la santidad ejerciendo tu ministerio por amor de Dios, caminando en medio del mundo con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo. Comparte esta verdad con los demás, para enseñarles el camino, para que todos sean santos.
Persevera en este camino de santidad en unidad con los ángeles y los santos, y con las almas del Purgatorio, construyendo entre todos un mismo cuerpo por un mismo espíritu: el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La santidad se busca en el querer y en el obrar, y en el amar; en la virtud y en la entrega; en una vida de unión con Cristo y en comunión con todas las almas.
Pero la santidad no depende de ti. La santidad depende de Dios, que en su infinita bondad te santifica; no por tus méritos, que no te alcanzan, sino por su misericordia y su amor, que, al contemplar la pureza de tu intención y el amor de tu corazón, se apiada, se compadece, se enamora y te hace suyo.
La santidad es un regalo que Dios entrega a quien persevera en la búsqueda sincera de agradar a Dios, por temor de perderle y por la necesidad de amarle.
Permanece en la disposición de alcanzar la santidad, que crece en la voluntad de entregar tu vida para amar a Dios por sobre todas las cosas, y amar a Dios por medio de los demás.
Es la santidad necesidad de entrega, abandono, confianza, renuncia, aceptación, disposición y comunión. Necesidad que se genera en la humildad del corazón.
Hijo mío, acude a mí, y te haré descubrir la necesidad de esa santidad; tanto, que sentirás desgarrar tus entrañas, abrirse tu corazón y dolerte el alma; y eso no cesará, hasta que tu unión con Dios sea consumada».
¡Muéstrate Madre, María!