97. VALENTÍA ANTE LOS PELIGROS – MAESTRO, GUÍA, MODELO, REGIDOR
DOMINGO DE LA SEMANA XII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
No tengan miedo a los que matan el cuerpo.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 10, 26-33
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: “No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas.
No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.
¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo.
A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: tú tienes palabras exigentes. Me pides mucho, pero, al mismo tiempo, me das gran seguridad.
Te pido perdón porque a veces no tengo presente que eres el todopoderoso, el omnisciente, el omnipresente. Está todo presente a tus ojos. Todo lo que sucede está bajo el dominio de tu providencia.
Además, me dices: “no teman a los hombres”, “no tengan miedo a los que matan el cuerpo”. Pero se me olvidan tus palabras y me dejo llevar por el temor y el miedo cuando las cosas no salen como me gustaría, y el demonio me tienta para dudar de tu cercanía y auxilio.
Señor: sé que para evitar el miedo tengo que ser un hombre de fe. Si Dios está con nosotros, quién podrá estar en contra nuestra. Toda nuestra fortaleza es prestada, nos la das tú, Jesús. Ayúdame a tener esto siempre presente.
También quieres que nos comprometamos, y que te reconozcamos delante de los hombres, para que nos reconozcas tú delante del Padre. Nuestro ministerio sacerdotal se presta fácilmente para dar testimonio de ti. Para eso nos has elegido, y nos has dado dones y carismas para cumplir con nuestra misión.
Yo quisiera, por todo eso, junto con todos mis hermanos sacerdotes, confirmar mi entrega diciendo: “aquí estoy, Señor, ¿para qué me has llamado?”.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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Amigos míos: los he llamado para hacerles hoy una pregunta.
Yo he de elegir de entre todos los hombres a uno que sea mi testigo, que dé testimonio de mí.
Yo he de elegir a uno que sea valiente, que no tenga miedo a la muerte, y que dé su vida por mí.
Yo he de elegir a uno para enviarlo como cordero en medio de lobos, para que hable de mí; alguien que me reconozca delante de los hombres, que me ame y que no me traicione, a pesar de la adversidad, de la oscuridad, del ambiente adverso contrario a la verdad.
Yo he de elegir a uno para configurarlo conmigo totalmente, y que me permita caminar con sus pies, dejando huellas en medio de la gente, para que me sigan, para que me conozcan, para que me busquen, para que me encuentren, para que me amen.
Yo he de elegir a uno que crea en mí absolutamente, sin ningún prejuicio, sin ninguna duda; que se dedique toda su vida a profesar la fe, a transmitir la fe, para asegurase de que cuando yo vuelva encuentre la fe sobre la tierra.
Yo he de elegir a uno que esté completamente convencido de que soy yo el que lo he elegido y de que no pasa nada absolutamente sin que el Padre de los cielos lo permita.
Yo he de elegir a uno que engalane a la novia y que la despose conmigo; que cuide y proteja a mi esposa amada, mi Santa Iglesia; que la mantenga unida conmigo como se une indisolublemente un cuerpo vivo a la cabeza.
Yo he de elegir a uno que le demuestre mi amor, que la trate con la dignidad de una verdadera alma sacerdotal, que le enseñe a adorarme, a venerarme, a amarme, y alabarme con el fervor de los santos.
Yo he de elegir a uno que no tenga miedo al desprecio de los hombres, que no le preocupe la calumnia, el destierro, la persecución, las amenazas, la indiferencia, la traición, sino que todo eso lo considere el tesoro de mi pasión, y como un tesoro lo reciba, lo guarde, y lo herede a sus hijos, para enriquecerlos con la alegría de la cruz bendita, que es cruz de vida y no de agonía, porque el Reino de los Cielos es un Reino de vivos y no de muertos.
Yo he de elegir a uno que tiene cinco panes y dos peces.
¿A quién enviaré? ¿A quién elegiré?
Sacerdotes míos: son ustedes a quienes he elegido. Alégrense y ámenme con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas. Yo los envío como profetas de paz, para anunciar la buena nueva, y como testigos de mi misericordia, para llevar esperanza.
Ustedes son los que me aman y me obedecen, los que confían en mí, los que creen en mí, los que quieren servirme, los que me piden que los envíe. Y yo los amo. Y yo los purifico. Y yo los envío a servirme, para servir a mi Iglesia.
Yo los lleno con la orla de mi manto, que es misericordia y gracia del Espíritu Santo.
Ustedes son mis discípulos, que no son más que su maestro; son mis siervos, y no son más que su Señor. Pero yo no los he llamado siervos, los he llamado amigos, para que sean como yo.
Yo los envío a ustedes como espadas de doble filo, con sus mentes abiertas, sus labios purificados, y sus corazones unidos y encendidos en el mío, para que abran los corazones de los hombres y entiendan que deben vivir con alegría, porque se trata de alcanzar para ustedes y para muchas almas el cielo.
Expongan sus corazones para que expongan el mío, para que tengan los mismos sentimientos que yo, para que conozcan cómo es el Paraíso que les tengo prometido, y lleven la alegría de mis promesas a mi pueblo, para que los reúnan en un solo rebaño y con un solo Pastor.
Porque yo he ganado ya con mi pasión, muerte y resurrección, en un único y eterno sacrificio, un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes. Yo los exhorto a ustedes para que, por mi misericordia, se ofrezcan como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, para que su sacrificio esté unido al mío, para que consigan conmigo la salvación de mi pueblo, y el Padre sea glorificado en el Hijo.
Yo los envío a anunciar que el Reino de los Cielos ya está aquí, que me busquen y me encuentren en la Eucaristía, que crean en mí.
Yo a ustedes los bendigo y los protejo, y nadie les hará daño ni en el cuerpo ni en el alma.
Yo les daré a ustedes mi amor y mi misericordia, para que den testimonio de mí.
Yo los envío para que hagan y digan todo lo que yo les digo, para que, con mi Madre, me reconozcan ante los hombres, y sus almas proclamen la grandeza del Señor.
Entonces yo los reconoceré a ustedes ante mi Padre que está en el cielo».
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Virgen de Guadalupe: tengo muy grabadas en mi alma tus palabras en el Tepeyac, presentándote como Madre, ofreciendo, con esa palabra, una respuesta muy clara a cualquier inquietud y angustia.
Sé que no nos van a faltar tus cuidados maternales, sobre todo ante los peligros, cuando nos proponemos servir fielmente a tu Hijo. Ayúdame a mantener siempre esa confianza.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: a ustedes yo les doy este tesoro: la protección maternal de mi manto.
Protección para que el enemigo no pueda hacerles daño.
Protección para que perseveren en mi compañía y mantengan puras sus almas.
Protección ante los peligros, para que obren según la voluntad de Dios.
Yo guardaré bajo la protección de mi manto y les daré mi paz a todos los que a ustedes los escuchen y les abran la puerta.
¡Cuánto tiempo he esperado para reunir a mis hijos sacerdotes, como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas!
Yo los reuniré conmigo y los protegeré hasta el día que vean a mi Hijo y digan: “¡bendito el que viene en nombre del Señor!”.
Recuerden que Dios es bueno y misericordioso, y envió a su Hijo para llevarle la salvación al mundo entero; para llevarles buenas noticias, y darles amor y misericordia; para llevar la Palabra, que es la luz verdadera que ilumina a los hombres.
Y la luz fue enviada al mundo. Y fue a los suyos, pero los suyos no la recibieron. Fueron los hombres los que crucificaron a Cristo. Dios no crucificó a su Hijo.
Cristo es portador de alegría, de buena nueva, de bienaventuranza, de amor, de misericordia, de paraíso, de cielo.
Eso mismo harán ustedes: anunciar la buena nueva, el amor y la misericordia, el cielo prometido y la promesa cumplida.
Es por eso que el Espíritu Santo viene a recordarles a ustedes todas las cosas, para que vivan sus ministerios con la alegría de servir a Cristo. No para ser crucificados, sino para ser configurados por Cristo, con Él y en Él, para construir el Reino de los Cielos en la tierra, reconociendo a Cristo ante los hombres, intercediendo por los hombres como Cristos ante el Padre que está en el cielo».
¡Muéstrate Madre, María!