22/09/2024

Mt 16, 13-20

73. UNIDOS CON EL PAPA – FIDELIDAD AL PAPA

EVANGELIO DEL DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 16, 13-20

En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”.

Luego les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le dijo entonces: “pichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

Y les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías. 

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: qué importante es este pasaje del evangelio sobre el primado de San Pedro.

Primero es la confesión de Simón, sobre tu divinidad. Tú dices que es una revelación del Padre.

Hablas de edificar tu Iglesia sobre la roca de Pedro, y que el mal no prevalecerá sobre ella.

El poder de las llaves, el dogma de la infalibilidad pontificia.

El Papa es el “Dulce Cristo en la tierra”, tu representante. Ha sido llamado por el Espíritu Santo y tiene una enorme carga encima. Es el Padre común, y nos sentimos cuidados por él, como ovejas con pastor. Por eso mismo debemos estar todos muy unidos en torno a él. Que no le falte nuestra oración y nuestro cariño.

Y, a nosotros sacerdotes, que no nos falte la docilidad a su magisterio, a su voz de buen pastor.

¿Cómo puedo ser, Jesús, un buen hijo del Papa? ¿Qué debo cuidar para que yo también conduzca bien a mi rebaño en torno a tu Vicario?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes de mi pueblo: el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que quiera perder su vida por mí, y por el Evangelio, la salvará.

Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

Mi Iglesia es como una barca en medio del mar, entre fuertes tormentas y grandes olas, que la mueven de manera violenta.

Hay un hombre que está sentado al frente, esperando paciente a que pase la tormenta. Es el Papa.

Y con él están algunos cardenales, obispos y sacerdotes, tratando de asirse a la barca, pero se resbalan.

Otros tienen tanto miedo de que la barca se voltee o se hunda, que corren buscando la manera de salvar su vida, y se lanzan al mar.

Otros permanecen tan quietos que parecen dormidos, y los arrastra la tempestad hasta tirarlos de la barca.

Pero también está mi Madre, de pie junto al Papa, firme y serena, confiando y esperando.

Junto a ella están otros, orando de rodillas, tranquilos y llenos de paz. Son los sacerdotes reunidos alrededor de mi Madre, que confían en la protección de su abrazo maternal.

La tormenta cesará y vendrá la calma. La barca llegará hasta la orilla. Los hombres que permanezcan en la barca se salvarán, pero los que se cayeron o se arrojaron al mar perecerán.

Yo estoy en la orilla, esperando en tierra firme, llamando al que conduce la barca.

Pedro apacienta a mis ovejas. Él las ayuda y las sirve, haciéndose último, y las trae hacia mí, para que yo las haga descansar.

Yo soy el Cristo, el Hijo de Dios vivo, y sobre esta piedra construyo mi Iglesia, y el mal no prevalecerá sobre ella.

¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?

Crean en el Evangelio y cumplan los mandamientos, porque el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna.

Este es mi siervo fiel y prudente al que yo he puesto al frente.

Este es el pastor de mi rebaño.

Este es al que he dado las llaves del Reino de los cielos.

Este es el que ata y desata con libertad, y lo que ata en la tierra queda atado en el cielo, y lo que desata en la tierra queda desatado en el cielo.

Escúchenlo.

Yo les he dado a ustedes una misión, y yo los envío a cumplirla: servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida.

Los sacerdotes deben guiar a los rebaños, conducirlos hacia aguas de fuentes tranquilas para reparar sus fuerzas, a través del sacramento del Bautismo; deben guiarlos por el sendero justo, a través de la doctrina; caminar a la luz del Evangelio, sin miedo, y buscar en el sacramento de la confesión la misericordia divina; deben acudir a la mesa del Señor, a través del sacramento de la Eucaristía, y así encontrar el camino, la verdad y la vida.

Mi madre es Madre de la Iglesia, que es mi cuerpo, del cual yo soy cabeza. Y así como el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros, aunque son muchos, forman un solo cuerpo, así es mi cuerpo, en el que los hombres han sido bautizados en un mismo Espíritu. Por tanto, mi Madre es Madre del cuerpo y de todos sus miembros.

La misión de ustedes es llevar la verdad al mundo, siendo apóstoles, para extender el Reino de Dios en la tierra».

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Madre mía, Madre de la Iglesia: tú eres mi madre porque eres la madre de Cristo, y el sacerdote es Cristo. Pero también eres mi madre porque todos los bautizados formamos parte de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y está fundada sólidamente sobre la roca de Pedro.

Muestra que eres mi madre, y ayúdame a estar muy unido al Vicario de tu Hijo, y así poder cumplir muy bien con mi misión.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: yo he sido llamada para ser Madre, y engendrar al Hijo de Dios, y para formarlo y entregarlo al mundo, para que crean en Él y en que Él es el Hijo de Dios, que ha sido enviado al mundo para salvar a los hombres.

Mi misión continúa como Madre de la Iglesia y de todos los hombres, para engendrar y formar a Cristo en sus corazones, intercediendo con mis oraciones, para que reciban los dones y las gracias del Espíritu Santo, para que sean unidos en Cristo y den buen fruto, y ese fruto permanezca.

Yo soy Madre, para cuidar y proteger a los pilares de mi Iglesia. Porque mi Hijo fue engendrado en mi corazón y en mi vientre, y los lazos espirituales son más fuertes que los lazos de la carne. Así la Iglesia, que es el cuerpo de mi Hijo, es engendrada en mi corazón espiritualmente con todos sus miembros, y los hace verdaderos hijos.

Yo soy Madre espiritual para darles de comer, para darles de beber, para vestirlos, para acogerlos y ayudarlos en sus necesidades, para cuidarlos y sanarlos, para protegerlos, ayudarlos, y acompañarlos, y liberarlos cuando están presos con las cadenas del mundo, y para auxiliarlos en la vida y en la muerte.

Yo soy apóstol para guiarlos y acompañarlos en su caminar humano y en su caminar divino, para que vivan en unidad, cuerpo y espíritu, para que sean perfectos como el Padre del cielo es perfecto, para enseñarlos y aconsejarlos, para corregirlos y perdonarlos, para consolarlos, para sufrir con paciencia sus defectos, para orar por ustedes.

Yo les pido que amen al Papa con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, y promuevan ese amor entre los miembros de mi Iglesia, porque él ha sido llamado por el Espíritu Santo, que es mi Esposo y siempre está conmigo, para ser cabeza, fiel representante de mi Hijo, y la roca sobre la que se construye la Iglesia, y el mal no prevalecerá sobre ella.

Yo les pido que amen y respeten al Papa como al Verbo encarnado, el Cordero de Dios inmolado y muerto en la cruz para el perdón de los pecados, resucitado y vivo, a quien él representa.

Permanezcan conmigo, y el Espíritu Santo estará siempre con ustedes, para que perseveren en la fe, luchando por llegar a la meta de la santidad para la vida eterna.

Den testimonio de su fe, de la misericordia de Dios y de su amor, con la Verdad que a ustedes les ha sido revelada por el Padre, que está en el cielo, para que la proclamen como apóstoles, para que brille la luz de Cristo para el mundo.

Su misión es clara: extender el Reino de Dios en la tierra, consiguiendo hombres santos para llevarlos al cielo, en donde serán premiados con la corona de gloria, que espera a los que han luchado en medio del mundo, y han alcanzado la meta, perseverando en la fe.

Reciban la misericordia, para que se dispongan a recibir el amor y la Palabra de Jesús, y sean dóciles, para que el Espíritu Santo actúe en sus corazones.

Ustedes deben predicar el Evangelio, que es llevar a los hombres la verdad, para formarlos espiritualmente y guiarlos a la conversión de sus corazones.

Conozcan a Jesús, como hombre y como Dios, en medio del mundo, para que lo amen y lo sigan, y sean como Él: Cristo, para que sepan cuál es el premio que los espera en el cielo, para que anhelen por sobre todas las cosas la vida eterna.

El Espíritu Santo se encargará de recordarles todas las cosas.

Esta es una misión compartida, por lo que juntos serviremos a la Iglesia, adorando la Sagrada Eucaristía, dando testimonio de fe, de amor y de misericordia, y predicando el Evangelio a través de la Palabra que les ha sido revelada.

Todo lo deben hacer como partícipes de la misión de mi Hijo, para el triunfo de mi Inmaculado Corazón. Pero no se alegren por esto, sino porque sus nombres están escritos en el cielo. Yo les doy este tesoro: mi alegría, para que sirvan a la Iglesia con alegría, y con esta alegría cumplan su misión, que es muy grande, porque para servir a la Iglesia no hay misión pequeña. Las cosas grandes se hacen con cosas pequeñas».

¡Muéstrate Madre, María!