58. CONOCER Y VIVIR EN LA VERDAD – LECCIONES PARA HACERSE ÚLTIMO
EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA XIX DEL TIEMPO ORDINARIO
Lo van a matar, pero al tercer día va a resucitar. Los hijos están exentos de impuestos.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 17, 22-27
En aquel tiempo, se hallaba Jesús con sus discípulos en Galilea y les dijo: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo van a matar, pero al tercer día va a resucitar”. Al oír esto, los discípulos se llenaron de tristeza.
Cuando llegaron a Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los recaudadores del impuesto para el templo y le dijeron: “¿Acaso tu maestro no paga el impuesto?”. Él les respondió: “Sí lo paga”.
Al entrar Pedro en la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: “¿Qué te parece, Simón? ¿A quiénes les cobran impuestos los reyes de la tierra, a los hijos o a los extraños?”. Pedro le respondió: “A los extraños”. Entonces Jesús le dijo: “Por lo tanto, los hijos están exentos. Pero para no darles motivo de escándalo, ve al lago y echa el anzuelo, saca el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda. Tómala y paga por mí y por ti”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: les recordabas con frecuencia a tus discípulos que ibas a ser entregado en manos de los hombres, para morir y resucitar al tercer día.
Era comprensible que eso los llenara de tristeza, porque te amaban y no querían separarse de ti. El anuncio de tu resurrección seguramente no lo entendían bien, porque eso sería suficiente para superar la tristeza. Se quedaban más en la triste realidad de la muerte. Por eso tenías que confortar sus corazones.
Hoy los confortas con una prueba clara de tu divinidad. Tú eres el Hijo del dueño del templo. No tienes obligación de pagar el impuesto. Y realizas un milagro para demostrar esa verdad. Pero te sometes, te haces último.
Qué importante, Jesús, es reconocer que tú eres la verdad, porque eso vence la tristeza y cualquier miedo, y da seguridad y confianza.
Señor, te doy gracias por esa seguridad, y porque también me has dado a tu Madre, la omnipotencia suplicante. A ella me acojo para entregar a ti mi vida completamente.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Amigos míos: ustedes deben estar preparados, porque, en el momento que menos piensen, verán venir al Hijo del hombre con todo su poder y gloria, y vendrá con su justicia para erradicar toda injusticia.
Es tiempo de misericordia, y siempre es tiempo de adorar a Dios. El que conoce la verdad no se preocupa, no tiene miedo y adora a Dios.
Ustedes adórenme y prediquen la Palabra, para que otros conozcan la verdad y también me adoren. Porque todo el que escucha la Palabra y la guarda, ese conoce la verdad. Y todo el que conoce la verdad vive en la verdad. Y todo el que vive en la verdad vive en mí, y yo en él, porque yo soy la verdad y la vida.
Pero el que no conoce la verdad se preocupa y se angustia por muchas cosas. Y si alguno vive preocupado, resignado, triste, perturbado, es porque no conoce la verdad, y no confía en mí y no me busca. Porque al que busque primero el Reino de Dios y su justicia todo lo demás se le dará por añadidura.
Algunos de ustedes, mis sacerdotes, se glorían en mí y luego se preocupan por muchas cosas. Yo les digo que no se alabe al sabio por su sabiduría, ni al valiente por su valentía, ni al rico por su riqueza. Antes bien, alábese al que me conoce, y ocúpese de conocerme el que no me conozca, para que conozca que Dios es justo y misericordioso.
Porque todo me ha sido entregado por mi Padre; y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
El que conoce la verdad sabe que por mí son todos hijos de Dios, y aprende a confiar en su providencia, como un hijo confía en su Padre, que es todopoderoso y alcanza a todos, para que den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Pero que se cuiden de servir solo a Dios, porque nadie puede servir a dos amos, porque aborrecerá a uno y amará al otro. No se puede servir a Dios y al dinero.
El que me conoce no se preocupa por lo que ha de comer ni lo que ha de vestir, porque sabe que vale más que las aves del cielo, y el Padre, que está en el cielo, ya sabe que tiene necesidad de esas cosas.
Que me conozcan para que se mantengan firmes y alegres en Dios, y que no se inquieten ni se preocupen por cosa alguna, sino que presenten a Dios sus peticiones, y que intercedan por las almas que les han sido confiadas y que tienen preocupación de tantas cosas.
Que oren, que supliquen, que agradezcan y que glorifiquen a Dios, participando de mi pasión y muerte, para que participen también de la gloria de mi resurrección.
Que oren y pidan con fe, que supliquen con esperanza, y que agradezcan con amor, participando de mi gloria, adorando y recibiendo la Eucaristía, que es mi Cuerpo resucitado y glorioso, mi Sangre derramada para el perdón de los pecados; y es también mi Alma y mi Divinidad, por la que el Reino de Dios se hace presente, y por la que está toda la tierra llena de mi gloria.
Sacerdotes míos: adoren mi Cuerpo, mi Sangre, mi Alma y mi Divinidad, en medio del mundo; con alegría, acompañando a mi Madre, en constante oración, súplica y acción de gracias, rezando el Santo Rosario, por el que participan de la gloria de Dios en la tierra, meditando mi vida, mi pasión, mi muerte y mi resurrección. Cada Ave María es una rosa para mi Madre, que ella entrega como ofrenda al Padre, y Él concede todo lo que Ella le pida.
Pidan, supliquen y agradezcan ustedes, por los méritos de su vida entregada a Dios, y con la intercesión de mi Madre y de los santos, en cada Rosario, la conversión de un alma, por cada rosa ofrecida a mi Madre. Yo bendigo sus obras, y todo lo que pidan en mi nombre yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Yo he querido demostrar mi amor de tal manera al mundo, que he puesto mi confianza en el corazón de cada uno de los hombres.
He decidido correr el riesgo de permanecer entregado y abandonado en sus manos, hasta el punto de esperar que crean en mí, aunque solo vean un trozo de pan.
He decidido correr el riesgo de ser ultrajado, despreciado por algunos, de permitir que cometan sacrilegios conmigo, porque el amor se demuestra en libertad, y en esa libertad, el Espíritu Santo puede actuar y convertir los corazones, aun de aquellos hombres que se burlan de mí.
Corre conmigo el riesgo de hacerte último, para que seas conmigo primero en el Reino de los cielos.
Corre conmigo el riesgo, entregando tu vida como yo, para que crean en mí, arriesgándote al desprecio de algunos que no creerán en ti.
Hazlo todo por amor de Dios. Eso es lo que hay en ti».
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Madre mía: yo sé que todos los sacramentos son fruto de la cruz. Y sé que la Santa Misa es la renovación incruenta del sacrificio de la cruz. En la sagrada Eucaristía está presente y vivo Jesús, con ese Cuerpo y esa Sangre que de ti recibió aquel día en que tu dijiste sí.
Y al tercer día el Señor resucitó con el mismo cuerpo que estuvo colgado en la cruz, con el que ahora permanece en la gloria, para que lo adoremos y lo podamos ver cara a cara al final de los tiempos.
Ayúdame, Madre, a saber mirar a Jesús en la Eucaristía, para que Él me mire, como decía aquel hombre que contaba el santo Cura de Ars. Y que lo sepa hacer, en unidad de vida, todo el resto del día.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: yo también quiero mirarte a ti, porque sé que estás siempre con Jesús. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: quiero que sepas algo. Cuando tú me miras yo te miro. Cuando tú me ves, te veo yo. Pero cuando no me miras, yo te miro, y cuando no me ves, también te veo yo.
Pero me gusta más mirarte cuando me miras, y ver tu pequeñez cuando tú volteas al cielo y me ves, no solo con tus ojos, sino con todos tus sentidos: con tus ojos, con tus oídos, con el tacto, con el gusto, con el olfato.
Hijo mío, estoy presente, estoy aquí. Soy la presencia viva de la mujer que creyó y dijo sí, para darle al mundo la alegría de recibir el pan de la vida, el Verbo hecho carne, que se ha entregado en manos de los hombres y ha padecido para cumplir la misión a la que fue enviado y por la que ha venido.
Desde la cruz Él me ha mirado. He sufrido su dolor y el mío. He visto a los hombres humillar a Dios, y por eso sufre su Corazón y el mío. Pero mira, hijo, cómo Él no ha querido ahorrarse ningún sufrimiento. Él ha querido ser igual en todo como los hombres y, aunque nunca cometió pecado, asumiéndolo todo Él mismo se hizo pecado, para ser destruido y darle a su Padre un mundo renovado.
Cuando Él, como lo prometió, se presentó a los suyos y los miró, ellos lo miraron y vieron a Jesucristo hombre y Dios, vivo, resucitado. El mismo Cristo, que en la Eucaristía se ha quedado y que puede ser visto, tocado, degustado.
Con su aroma de santidad el mundo se ha deleitado y, si no fuera suficiente, todo el que ha querido lo ha comido y les ha gustado. Qué milagro más grande puede haber que el mismo Hijo de Dios, creador de cielos y tierra, de todo lo visible y lo invisible, se haya humillado sin deber nada.
Por ti, por la humanidad entera, con su vida ha pagado, porque sabía que la ofensa al Padre era tan grande que no bastaba una moneda. Pero te aseguro hijo, que una sola gota de su sangre hubiera bastado para pagar por la humanidad entera y por todos sus pecados. Sin embargo, Él quiso ser en todo igual como los hombres, y vivir de modo ordinario, sin distinciones.
El Rey de reyes, y Señor de señores no codició ser igual a Dios. Cuando debió pagar quiso entregar todo lo que tenía y, amando hasta el extremo, entregó toda su humanidad. Pero, siendo una sola Persona divina, debía entregar al mismo tiempo su divinidad, para así mismo resucitar, totalmente hombre, totalmente Dios, para llevar a todos los hombres, como hijos, a la gloria de su Padre, y ya ninguno tuviera deudas que pagar.
Quiero pedirte, hijo mío, que medites bien estas palabras y todo esto que te digo.
Para que vivas y enseñes a otros a vivir esta unidad de vida. Vida humana, de forma ordinaria, pero también vida divina con visión sobrenatural, sabiendo que Dios resucitado y su Madre los miran y se alegran cuando ustedes, sacerdotes, elevan los ojos al cielo y los ven, con el alma llena de deseos de agradecer, cuando se dan cuenta de lo que Dios ha hecho por ellos. Ellos quieren corresponder, pero no saben cómo, hijo. Enséñalos.
Cristo está vivo. Esa es la verdad.
Yo les doy a ustedes este tesoro de mi corazón: mi valentía.
Valentía para construir mis obras en la verdad.
Valentía para llevar sin miedo la verdad que les ha sido revelada.
Valentía para gritar al mundo “Cristo está vivo”, y defender su fe.
Valentía para obrar, aun en contra de los acomodados, de los resignados, de los lobos disfrazados de oveja.
Mi Hijo los ha liberado y ha derramado sobre ustedes su misericordia, ha transformado sus tormentas en mar en calma, sus desiertos en oasis, la esterilidad de su corazón en tierra fecunda, su tristeza en alegría, su dolor en gozo, su miseria en plenitud.
Es necesario que ustedes, sacerdotes, sufran por la unidad de las familias, para la unidad de la Iglesia.
Que se mantengan en obediencia al Papa.
Que permanezcan en la virtud.
Que se entreguen en oblación.
Que conviertan su corazón.
Que hagan oración y obras de misericordia.
Que se unan en torno a Cristo, Rey de los ejércitos, en una lucha común contra el mal, obrando el bien.
Yo los acompaño para darles mi auxilio».
¡Muéstrate Madre, María!