22/09/2024

Mt 18, 21-19, 1

61. PERDONAR SIEMPRE – COMPASIVOS Y MISERICORDIOSOS

EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 18, 21-19, 1

En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonado? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No solo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.

Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.

Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.

Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contarle al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.

Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes si cada cual no perdona de corazón a su hermano”. Cuando Jesús terminó de hablar, salió de Galilea y fue a la región de Judea que queda al otro lado del Jordán.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú nos hablaste mucho de la importancia de perdonar siempre, y quisiste que hubiera un “trato” con el Padre, para que Él nos perdone nuestros pecados, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

El ejemplo máximo de perdón nos lo dejaste tú mismo en la cruz, cuando pediste al Padre que perdonara a tus agresores porque no sabían lo que hacían. Por eso ha quedado como distintivo de los cristianos saber perdonar.

Nosotros, sacerdotes, administramos tu misericordia principalmente en el sacramento del perdón. Y hemos de administrarlo con justicia, pero siempre con tus mismos sentimientos: perdonar siempre, porque eres tú el que quiere perdonar. Para eso viniste al mundo, para derramar tu sangre para el perdón de los pecados.

Señor, ¿cómo puedo ser un buen instrumento para administrar tu misericordia? ¿Cómo puedo aprovechar mejor, yo, pecador, tu deseo de perdonar? ¿Cómo debo unir mi cruz a la tuya, para derramar contigo la misericordia?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: el que teme al Señor y confía en mí, no quedará defraudado.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Pero yo les digo: no hay más cruz que la mía.

Las cruces de ustedes son parte de la mía. Porque no hay sacrificio agradable al Padre más que el sacrificio del Hijo en la cruz, que ha crucificado el pecado para ser puerta de su misericordia.

Vengan en pos de mí, con el corazón contrito y humillado. Ese es su sacrificio, esa es la cruz que, al seguirme, unen a la mía, para ser una sola cosa.

Porque yo no he venido al mundo a juzgar a los hombres, sino a salvar a los hombres del pecado del mundo, crucificando el pecado para destruir la muerte, para darles vida, haciendo nuevas todas las cosas.

Este es el camino del perdón, de la reconciliación, de la renovación: camino de cruz y de misericordia.

Quien une su cruz a la mía renuncia a sí mismo, muriendo al mundo, para resucitar conmigo, en un mismo corazón; un solo cuerpo en un mismo espíritu.

El que quiera venir en pos de mí, que humille su corazón, porque mi cruz es de humillación; cuerpo desnudo y crucificado, sin más pertenencias que el pecado, para ser confesado, mostrado, destruido y lavado con mi sangre; para que, al pasar por esta puerta, sean purificados, porque solo verán el rostro de Dios los que estén sin mancha de pecado.

Amigos míos: cada uno de ustedes es un ser creado, individual, especial y distinto, amado de forma particular, para ser parte del que lo es todo.

Cada uno, con sus debilidades, sus defectos y sus miserias, tiene una misión para ser parte conmigo de la salvación del mundo.

A cada uno le han sido dados dones y gracias según sus necesidades.

A cada uno le ha sido dada una cruz distinta y particular, para ser parte de la mía.

La cruz de ustedes es pesada, es la mía, para que ustedes, como el Cirineo, me ayuden a cargarla.

Mi Madre, por caridad, los sostiene en la fe y en la esperanza, para mostrar al mundo el rostro de la misericordia, y los ayuda a subir a mi cruz, y a perseverar en la virtud y en la santidad, administrando mi misericordia.

Quiero que, así como ustedes perdonan los pecados en el confesionario, también ustedes reciban el perdón.

Que no sean juzgados, ni rechazados, porque están hechos de la misma naturaleza humana, débil, frágil, pecadora, como vasijas de barro.

Que, así como yo no he venido a juzgar, sino a traer misericordia, sean ustedes compasivos y misericordiosos entre ustedes mismos, laicos y sacerdotes.

Que se perdonen, y que olviden, como yo, reconociendo los corazones arrepentidos, contritos y humillados.

Que acepten la vergüenza de su derrota y pidan perdón.

Que se acerquen con valor a confesar sus pecados, reconociendo sus errores, con el propósito de reparar y de no volver a pecar, reconociendo el daño, y que pidan y reciban misericordia en el sacramento de la reconciliación.

Que reciban misericordia los misericordiosos, y que el Padre perdone sus pecados, como ustedes perdonan a los que los ofenden.

Que pidan a mi Padre que no los deje caer en tentación.

Que pidan a mi Madre la gracia, fortalecidos por el Espíritu Santo, para que sean librados del mal y perseveren en virtud y en santidad.

Amigos míos: con la misma medida con que midan serán medidos. Permanezcan unidos a mí, para que lleven mi misericordia al mundo entero».

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Madre de misericordia, Refugio de los pecadores: imagino el gran dolor de tu corazón cuando estuviste al pie de la cruz de Jesús, siendo testigo de tantas ofensas, al mismo tiempo que escuchabas sus palabras de misericordia perdonando a todos.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: que tus lágrimas nos alcancen a nosotros el perdón y la paz. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: yo soy el ejemplo más grande del perdón, perdonándome primero a mí misma por mirar a los ojos a Dios, elevado y crucificado, pidiéndole su entrega y su misericordia para todos mis hijos. Y Él, que es la misericordia misma, ha querido complacer a su Madre derramando su sangre hasta la última gota, cuando una sola gota habría bastado para redimir al mundo entero. Y míralo, no ha guardado nada para sí mismo. Lo ha entregado todo, hasta su espíritu.

Y heme aquí perdonando a los que lo persiguieron desde su nacimiento, los que lo despreciaron, los que lo desterraron, los que lo juzgaron, los que lo criticaron, los que no lo entendieron y lo dieron por loco, los que no creyeron en que Él es la verdad anunciada por Juan el Bautista, los que le dijeron no, y no lo siguieron; porque, hijo mío, también hubo de esos.

Por los que quisieron tentarlo y evitar su cruz; por los que lo traicionaron, lo golpearon, se burlaron de Él, poniendo una corona de burla sobre su cabeza; por los que abrieron su piel sin piedad. Por ellos, hijo mío, también derramé mis lágrimas, porque sabía que esos eran a los que mi Hijo quería, porque había venido a buscar no a justos, sino a pecadores.

Y por los que lo hicieron caminar con la cruz a cuestas, y lo hicieron levantarse cuando ya no podía más. Y, aun así, mostrando la fuerza divina, porque una fuerza humana no podría continuar, ni por el dolor del cuerpo, ni por el dolor del alma; y, sin embargo, llegó por sus propios pies hasta el Calvario.

Y así también perdoné y pedí perdón, por los que lo desnudaron sin piedad, lo aventaron y luego lo estiraron para unir cada extremidad de su cuerpo a un madero, precisamente con las herramientas que Él usó para conseguir su sustento diario a través de su trabajo, como cualquier hombre ordinario, sin hacerle daño a nadie, siempre dando, entregándose.

Y pedí perdón por los que lo negaron sin piedad y se burlaron de la majestad escondida en ese cuerpo vestido de sangre.

Y perdoné, y pedí perdón, por los que hirieron más mi corazón que cualquiera de ellos: sus hermanos, los que lo abandonaron, sabiendo que era el Hijo de Dios, y prefirieron salvar su vida, sin darse cuenta de que la perdían.

Y pedí perdón y perdoné, aun después de la resurrección de mi Hijo Jesucristo, mi Señor y mi Dios, a los que, por no ver no creían; pero también, y más, a los que viendo no veían.

Y mírame, hijo, aquí estoy, perdonando y pidiendo perdón exactamente por lo mismo hoy.

Hijos míos: que se humille el mundo entero a los pies de la cruz de Cristo, para que pasen por esa puerta, que es de cruz y de misericordia, que es de luz y es de amor.

No hay pecado tan grande que el hombre no cometa y que la misericordia de Dios no perdone.

Pero a los necios y a los hipócritas, como a los tibios, los vomita de su boca.

Que los sacerdotes perdonen a los sacerdotes.

Que los sacerdotes perdonen a los laicos.

Que los laicos perdonen a los sacerdotes.

Que los laicos perdonen a los laicos.

Y que sean un solo rebaño de un mismo pastor, un solo pueblo santo de Dios.

Yo soy madre de perdón, de auxilio, de compasión, de piedad, de reconciliación y de la gracia. Permanezcan junto a mí. Yo soy la Madre de la misericordia».

¡Muéstrate Madre, María!