20/09/2024

Mt 2, 1-12

44. ADORADORES DEL AMOR ENCARNADO – ADORAR A JESÚS

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Hemos venido de Oriente para adorar al rey de los judíos.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 2, 1-12

Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Unos magos de Oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo”.

Al enterarse de esto, el rey Herodes se sobresaltó y toda Jerusalén con él. Convocó entonces a los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: “En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será el pastor de mi pueblo, Israel”.

Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran el tiempo en que se les había aparecido la estrella y los mandó a Belén, diciéndoles: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo”. Después de oír al rey, los magos se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto surgir, comenzó a guiarlos, hasta que se detuvo encima de donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Advertidos durante el sueño de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: llama la atención el relato del santo Evangelio sobre la adoración que te hicieron los magos de oriente, sobre todo si pensamos en qué fue lo que los motivó a realizar ese viaje tan lleno de dificultades.

Ellos no sabían exactamente el lugar a donde deberían ir, ni tampoco tenían más señales para identificar a la persona que buscaban: al rey de los judíos. Solo tenían una estrella.

Y una estrella misteriosa, que se movía. “Y se detuvo encima de donde estaba el niño”. ¿Cómo se detiene una estrella encima de un niño?

Todo es misterioso, pero todo es real. Y esos magos estaban convencidos, no solo de que debían encontrar a ese niño, sino que debían adorarlo. Ellos, que no formaban parte del pueblo elegido.

Señor, yo no solo me siento elegido por ti, por ser sacerdote, sino que mi ministerio consiste en adorarte, de las múltiples maneras en que se te puede adorar.

Para eso me diste esta vocación, para vivir adorándote, sobre todo en tu presencia eucarística, y para manifestarte a los demás.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Amigo mío: adórame.

Contémplame en esa pequeña creatura que acaba de nacer, y date cuenta de la grandeza del misterio y de lo difícil que es creer para los que no tienen fe.

Difícil fue aun para muchos de los que vieron mis obras y milagros creer.

Difícil fue aun para los que me conocieron creer, aunque me vieron, aunque me escucharon, aunque me tocaron, porque en mí veían tan solo un hombre, pues mi divinidad ante ellos escondía.

Fe, bendito don de Dios, necesario para que todos y cada uno de los hombres reconozcan a su Señor, que a todos los pueblos se ha manifestado a través de esta maravillosa revelación. El Hijo de Dios hecho hombre, epifanía de amor.

Fe, bendito don, por muchos despreciado, ignorado, desperdiciado, pero por muchos otros bien recibido y apreciado, fortalecido por el amor infundido por el Espíritu Santo en cada corazón dispuesto a recibir la gracia y misericordia de Dios, con lo cual reparan mi Sagrado Corazón, y con sus obras de fe me llenan de alegría al contemplar en los labios de mi Madre su sonrisa. ¡Bendita sea la Siempre Virgen Santa María!

Bendito sea mi padre José por su fe, por su esperanza, por su amor, por su obediencia, por su paciencia, por su silencio, por su castidad, por su valor, por su virtud, por estar dispuesto en todo momento a acompañar a mi Madre para hacer la voluntad de Dios.

Bendito sea cada sacerdote que me demuestra con su fidelidad a mi amistad su amor.

Bendito sea cada hombre que respeta la dignidad del sacerdote.

Amigo mío: yo quiero manifestar a todos mis sacerdotes, por la compañía de mi Madre, la revelación del amor de su Señor. Pido para ustedes la fe, la esperanza y la caridad.

Es mi deseo que, en este tiempo, a través de la compañía de santa María y de san José, sea para el mundo una nueva epifanía de amor, que llegue a ellos a través de la misericordia para mis sacerdotes, mis amigos, mis elegidos, los hijos predilectos de Dios.

Yo quiero revivir la fe de mis pastores. Que se reconozca cada uno adorador.

Que se postren a adorar a su Señor. Que, si bien fue difícil para muchos creer que esa pequeña creatura que acababa de nacer en el Portal de Belén, era el Hijo de Dios, no es más difícil creer que esa pequeña creatura se hace presente y se queda en la Eucaristía, porque Dios es omnipotente, omnipresente y omnisciente. Grande es el misterio para comprenderlo con la razón, pero para eso se les ha dado corazón.

La imagen del sacerdote está manchada de pecado. Recibe tú los regalos de aquellos que sí reconocen y adoran a su Señor con su fe, con su esperanza y con su amor, pero une tu ofrenda a mi único y eterno sacrificio.

Acompaña a mi Madre. Encomiéndate a san José. Reconócete en ese Niño, configurado conmigo, y póstrate también ante el misterio de ser tan solo un hombre pecador, pero transformado en Cristo, para ser santificado y santificar a través de tu ministerio sacerdotal a todos los pueblos, reuniéndolos en un solo pueblo santo de Dios a través de la Santa Iglesia.

Reúne a tu rebaño con mi Madre, y manifiesta para ellos y, a través de ellos, tu fe, tu esperanza y tu amor, adorando en cada acto de amor a este Dios que se te presenta como hombre, como amigo, como hermano, pero que es tu Señor, tu Dios, tu Rey, tu Amado.

Sacerdotes míos: contemplen en mí la manifestación del amor de Dios a los hombres, la misericordia de Dios para los hombres, la luz de Dios para el mundo, que, como estrella, brilla en la oscuridad, y los guía hasta María, mi Madre, que con su maternidad me abraza, y en sus brazos descanso. Y acérquense a mí, mis pastores, mis amigos, mis adoradores».

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Madre mía: seguramente tú ya no te sorprendías de nada. Solo meditabas en tu corazón todo lo que sucedía en torno a tu Hijo. Viste llegar a esos magos de Oriente, y entendiste que Jesús quería manifestarse también a todos los pueblos.

Yo quiero también, como ellos, postrarme ante el Rey de los judíos. Déjame acompañarte, y enséñame a adorar al Tesoro que guardas en tu corazón.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: los magos de Oriente fueron los primeros adoradores de la Eucaristía. Este es el tesoro de mi corazón: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que permanece para siempre en Eucaristía, en amor entregado hasta el extremo, para quedarse, para donarse para siempre en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad.

Yo guardo en mi corazón las palabras de amor, las alabanzas y los signos de adoración que reconocían en este Niño al Mesías, al Salvador.

Y mientras adoraban al Niño daban gracias a Dios, porque los pueblos cautivos serían liberados, porque la alegría había llegado al mundo y la salvación a todos los hombres.

Hablaban de la luz que brillaría para el mundo y de las bienaventuranzas.

Hablaban de llevar al mundo la buena nueva, anunciando haber visto al tesoro más grande: el Salvador.

Entonces entendí que debía entregar a mi Hijo en manos de los hombres, para que lo conocieran, para que lo amaran, para que lo adoraran.

Y eran pastores humildes, y eran reyes sabios y poderosos.

Les entregué al pequeño en sus brazos, y les dije que llevaba por nombre Jesús, como el ángel del Señor había anunciado.

Y lo abrazaron, y lo arrullaron, y lo alabaron.

Luego lo recostaron en el pesebre, y lo adoraron dando gracias a Dios.

Entonces le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.

Los pastores le ofrecieron corazones contritos y humillados.

Y todos daban gloria a Dios.

Y entendí que serían adoradores para siempre los que buscaban y encontraban la luz y reconocían a la Madre de Dios: se reunirían siempre conmigo, para adorar al Niño, que es el Hijo de Dios.

Adoradores del Verbo hecho carne.

Adoradores del que es el principio y el fin.

Adoradores al pie del pesebre y al pie de la cruz.

Adoradores en el altar de Cristo vivo y resucitado, presencia, gratuidad y vida, alimento, don, comunión y ofrenda.

Adoradores del amor encarnado, que es misericordia que se derrama para acoger a todos los hombres en el Hijo, para hacerlos hijos de Dios.

Eran solo hombres, y ahora son herederos del Reino de los Cielos.

Adoren el Cuerpo y adoren la Sangre de Cristo en la Eucaristía, y entréguenle sus tesoros. Es así como entregan su vida.

Adoren al tesoro más grande, en esta forma que era pan y era vino, y que ha sido transformado por las manos de ustedes: los adoradores, los amigos, los pastores, en el Cuerpo y en la Sangre de mi Hijo, Cristo resucitado y vivo.

Hoy es la Epifanía del amor. Mi Hijo, presente en el altar, en cuerpo y espíritu, es el mismo presente en el pesebre. Vengan a adorarlo, como los magos de Oriente, a traer regalos, ofrendas y súplicas. Así como ellos, también ustedes están ante la presencia del Hijo de Dios, que nace en cada uno.

Ofrézcanle tres regalos a este Niño envuelto en pañales, como hicieron los magos de oriente: oro, incienso y mirra. Y adórenlo, porque Él es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador, el único Rey que merece todos los tesoros, ser bendecido, alabado, adorado y glorificado.

Yo les diré cuál es el oro, el incienso y la mirra que ustedes tienen para ofrecerle, porque Él mismo se los ha dado. Esos tres regalos son: oración, consagración y penitencia. Son los tesoros de la Iglesia más preciados para Dios, porque en estos se manifiesta el Salvador.

La oración es como el oro. Es preciosa a los ojos de Dios. Es valiosa, porque lleva a los hombres al encuentro con Dios, y los adorna con el brillo de su luz, con la que ilumina su camino. Es a través de la oración la manifestación del amor de Dios a los hombres, y a quienes lo reciben, los fortalece, los enriquece, y les consigue todo lo que necesitan.

La consagración es como incienso, que es la manifestación del amor de los hombres a Dios, retornando el mismo amor de Dios manifestado, y que los hombres han recibido, y que es transformado y elevado como aroma de perfumes hacia Él, de quienes corresponden con sus obras a este amor, para glorificarlo.

La penitencia es como la mirra, que embalsama y reconoce la corruptibilidad por las concupiscencias de la carne y el pecado, reconociéndose pequeños y necesitados del Mesías y de su redención.

Ofrézcanle en estos tres regalos sus obras, sus trabajos, sus sacrificios, sus ofrendas, su agradecimiento, su voluntad, su vida. Háganlo cada día. Yo los recibo y los bendigo.

Contemplen ahora el lugar más sagrado que existe en esta tierra: el portal de Belén, en donde nació la Luz, el Mesías, el Salvador, la esperanza. Él es la luz, el camino y la vida eterna. Él es el Hijo de Dios. Él es el amor. Tómenlo entre sus brazos, cárguenlo, arrúllenlo.

Contemplen sus brazos que abrazarán al mundo.

Contemplen sus ojos, son las estrellas que dan luz al mundo.

Contemplen sus mejillas sonrosadas de ternura.

Contemplen sus pies, que caminarán en búsqueda de aquellos que quiere encontrar.

Contemplen sus manos, que abrirán corazones.

Contemplen su pequeñez y su grandeza, que, siendo todo, se hizo nada, para llevar la nada al todo.

Agradezcan su entrega y su confianza en ustedes, cuídenlo, adórenlo y ámenlo conmigo, protéjanlo de los que lo persiguen, consuélenlo en su dolor, bésenlo y abrácenlo en su alegría.

Y entréguense y confíen ustedes, como Él lo hace.

Ya vienen los pastores a adorarlo. Son ustedes, los que Él ha llamado para venir primero a reconocerlo, a adorarlo y a anunciarlo, a darlo a conocer al mundo, a dar la buena nueva: ¡ha nacido el Señor!, ¡ha traído la paz!, ¡ha venido el Señor! ¡Crean, honren, amen, adoren al Hijo de Dios!

Y vienen los que están llenos de espíritu, buscándolo desde lejos, buscándolo hasta encontrarle, guiados por una estrella que ilumina su camino y los conduce hasta Él. Y lo encuentran, y le traen ofrendas, y se postran ante Él, y lo reconocen y lo adoran.

Así ahora, ante el mismo Hijo de Dios aquí presente, ¡que vengan a adorarlo desde lejos!, ¡que lo alaben cielos y tierra! ¡Ha nacido el Salvador! ¡Alégrense, ha venido a buscarlos!».

¡Muéstrate Madre, María!