21/09/2024

Mt 5, 38-48

52. APRENDIENDO A PERDONAR - PERDONAR POR AMOR

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Amen a sus enemigos.

Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 38-48

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente; pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda; al que te quiera demandar en juicio para quitarte la túnica, cédele también el manto. Si alguno te obliga a caminar mil pasos en su servicio, camina con él dos mil. Al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda.

Han oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos.

Porque, si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos?

Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: pides una cosa muy difícil: amar a los enemigos. Lo que se puede plantear una persona, en el mejor de los casos, es perdonar a los enemigos. Pero ¿amarlos?

Ya sé la respuesta. Me la diste en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y también me responden las lágrimas de tu Madre, al pie de la cruz.

Durante tu vida pública predicaste muchas veces el amor al prójimo, y lo dejaste como mandamiento nuevo, en la Última Cena, como distintivo de los cristianos. Pero qué difícil resulta poner la otra mejilla, perdonar, olvidar, no guardar rencor… amar al que nos ofende.

Es verdad, también, que nos enseñaste a pedir al Padre que perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Es un trato con Él. Y hay que cumplirlo.

A los sacerdotes se nos presenta, en el ejercicio de nuestro ministerio, una ocasión propicia para perdonar en tu nombre: el sacramento de la Penitencia. Hay que perdonar siempre –porque tú así lo quieres–, al penitente que esté arrepentido y dispuesto a luchar. Sin temor a ser muy indulgente, como aquel buen sacerdote que te dijo, mirando un crucifijo: “tú tienes la culpa”.

Jesús, ayúdame a saber perdonar siempre, al que te ofende y al que me ofende, y enseñar eso mismo a tus ovejas, para ser perfectos, como el Padre celestial es perfecto.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: vengan y síganme. Yo los enseñaré a perdonar.

Contemplen mi cuerpo crucificado, desnudo y totalmente cubierto de heridas. Son tantas que no pueden contarse. Se pueden contar todos mis huesos, y ya he derramado casi toda mi sangre, pero estoy vivo. Mi rostro refleja dolor, sufrimiento y agonía. De mis ojos salen lágrimas mezcladas con sangre. Tengo una mejilla hinchada y desfigurada, que delata la fuerza del golpe recibido.

Contemplen mis manos inmóviles, hinchadas, amoratadas, clavadas; mis pies cansados, lastimados, unidos por un enorme clavo; y mi cabeza clavada de las espinas de una corona de burla. Estoy desnudo, pero estoy vestido de pecado.

Contemplen las heridas de mi cuerpo. Son heridas hechas por la rebeldía de mi pueblo. Cada una es causada por la culpa del pecado de los hombres. Yo soporto el castigo con paciencia, para traerles la salud y la paz.

Yo, que no cometí pecado, llevo los pecados de los hombres en mi cuerpo, a fin de que mueran al pecado y vivan a la justicia.

Cuenten las heridas de mi cuerpo, y sabrán cuántas veces hay que perdonar. La deuda perdonada por el sacrificio del Rey es setenta veces siete.

Me duelen mis heridas, pero tengan compasión de mi dolor más grande: ver el rostro del perdón en el rostro de mi Madre.

Contemplen el rostro doliente de mi Madre, junto a su hijo crucificado.

Contemplen sus lágrimas de dolor y sufrimiento, pero también sus sentimientos de compasión, piedad, fe, esperanza, amor, prudencia, templanza, fortaleza, justicia, súplica, serenidad, oración, perseverancia, compañía, consuelo, silencio, humillación, perdón.

Contemplen a los hombres que están junto a ella, los que me han azotado con furia, los que me han burlado, escupido, golpeado, humillado, juzgado injustamente, condenado a muerte y a una muerte de cruz, los que me han desnudado y echado a la suerte mis vestidos, los que me han clavado sin piedad en la cruz, levantado con brusquedad, y siguen aquí, esperando y deseando mi muerte.

Contemplen el rostro de mi Madre, y contemplen mi cuerpo. Compartan el dolor de su corazón, para que tengan sus mismos sentimientos, que son los míos, y pongan la otra mejilla, perdonando como ella perdonó de corazón, ante la vista de todos, a los que me han hecho esto, porque no saben lo que hacen.

Perdonen como perdona el Padre, por el sacrificio único y eterno del Hijo, suficiente para pagar las deudas de los hombres pasadas, presentes y futuras, porque yo soy el mismo ayer, hoy y siempre.

Ahora díganme, amigos míos, después de perdonar esto, ¿serán capaces de perdonar cualquier otra cosa? ¿Acaso hay una falta más grande o más difícil de perdonar? ¿Acaso hay algo más que no merezca su perdón?

Yo he perdonado todo, y he entregado mi vida para el perdón de los pecados de un pueblo rebelde, que, a pesar de todo, sigue siendo rebelde, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye.

Pero a ustedes, que sí me escuchan, yo les digo: amen a sus enemigos y hagan el bien a quien los odie, bendigan al que los maldiga, rueguen por los que los difaman, y al que los hiera en la mejilla, preséntenle también la otra. Mi cruz es la otra mejilla.

Contemplen mi cuerpo destrozado, en el que he cargado todas las culpas de todos los hombres, de todos los tiempos. Mírenme a los ojos. Yo les pregunto: ¿me perdonan?

Yo he vencido al mundo y he resucitado. Y he ganado para mi Padre un reino de sacerdotes y una nación santa. Porque no solo perdoné sus pecados, sino que les he dado mi heredad, haciéndolos hijos de mi Padre. Y me he quedado entre ustedes, porque cuando estaba en el mundo yo vi que mi pueblo era como ovejas descarriadas y caminaban como ovejas sin pastor, pero ahora han vuelto al Pastor que cuida sus almas y que les dice: no juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados, den y se les dará, porque con la medida que ustedes midan, se les medirá.

Olvídense de lo que está atrás y vayan hacia adelante, corriendo hacia la meta, para ganar el premio que yo mismo he ganado en mí para ustedes.

Yo los he llamado mis amigos y los he hecho pastores, para guiar a mis ovejas y conducirlas a la meta.

Pero muchos me han abandonado, han descuidado a sus rebaños, se han vuelto rebeldes y han traicionado mi amistad, me han golpeado en la mejilla, se han burlado de mí, me han azotado, han echado a suerte mis vestidos, y hasta me han crucificado.

Yo los llamo para que me vean y me escuchen, y regresen a mi amistad.

Yo les pido que perdonen de corazón, a la vista de todos, tantas veces como yo los he perdonado a ustedes, y que ofrezcan mi otra mejilla, sin juzgar, sin condenar, derramando mi misericordia.

Yo les pido que se amen unos a otros, y entreguen su vida para la santidad de mi pueblo, enseñándoles a perdonar de corazón, pero también a pedir perdón, y a recibir mi amor y mi misericordia, porque yo he cargado con sus culpas, y llevo en mi corazón por cada pecado una herida, pero todo ha sido ya perdonado, para la gloria de Dios, porque al que mucho se le perdona mucho ama».

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Madre mía: tú me recibiste como hijo al pie de la cruz, donde fuiste testigo del desprecio de los hombres al Hijo de Dios. Yo quiero sentirte muy cerca cada vez que renuevo el sacrificio del Calvario en la celebración eucarística, para que me ayudes a tener los mismos sentimientos que Jesús.

Enséñame a mí a reparar, y a amar a todos mis hermanos. Pon mi corazón en tu corazón, para amar a los demás como quiere tu Hijo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: lo que gana las batallas es el amor.

Ama a los que te persiguen, a los que te juzgan, a los que te calumnian, a los que te flagelan, a los que ponen la corona de burla sobre tu cabeza.

Ama a los que caminan con indiferencia ante el sufrimiento de tu corazón y del mío.

Ama a los que crucifican a mi Hijo; ámalos, porque son mis hijos, ámalos como yo.

La gracia derramada en cada Santa Misa es precisamente para curar a los que están enfermos: para los ciegos, para los sordos, los que tienen los corazones más duros, que son los que viendo no ven y oyendo no oyen.

Yo convertiré con mi intercesión sus corazones, con la gracia de Dios.

Tú persevera en tu misión, permanece firme y fiel a la voluntad de Dios. Él te dará la fuerza.

Por el sacrificio de mi Hijo Jesucristo se renuevan todas las cosas.

Mi Hijo ruega al Padre por ustedes, sus amigos, no para que los saque del mundo, sino para que los libre del maligno.

Sus llagas son memorial de su muerte y resurrección, que por un solo y único sacrificio justificó a los hombres y los libró de la muerte del pecado. Pero es un sacrificio constante, porque los ha amado hasta el extremo, justificando y redimiendo, no solo a la generación en la que Él nació y murió, sino a todas las generaciones de todos los tiempos, haciéndolos partícipes de este mismo y único sacrificio.

La justificación está en el amor.

Hagan ustedes obras justas, para que sean ofrenda agradable al Padre.

Yo les doy este tesoro de mi corazón, como un ladrillo muy fuerte para la construcción de sus obras: mi justicia ante Dios. Porque habiendo recibido el cielo entero en la anunciación, por amor a Dios fui justa, entregándole todo lo que era suyo el día de la crucifixión.

Entonces Él, en su bondad, me dio más. Y me entregó a la humanidad, haciéndome Madre de todos los hombres, para llevar a cada uno de vuelta a la casa del Padre, y devolverle todo lo que, por justicia, le corresponde: el amor derramado sobre el mundo a través de la conversión de cada hombre.

Yo les he pedido con insistencia: oración, sacrificio, consagración a mi Inmaculado Corazón, para que me reconozcan Madre, y yo los lleve a mi Hijo, que está sentado a la derecha del Padre.

Quiero que todos ustedes, mis hijos, sientan mi compañía, que me reconozcan como Madre, y que me amen como hijos.

La conversión del mundo empieza por ustedes, mis hijos sacerdotes. Vengan a mí, porque yo siempre los llevo a Jesús.

Yo les pido que reparen el corazón tan lastimado de mi Hijo a través de obras de misericordia, que son actos de amor que reparan el desamor. Misericordia que conseguirá la gracia de tocar el corazón de cada uno de ustedes, para que se convierta y confirme su fe, para que la paz vuelva a ustedes, y por ustedes al mundo entero.

La reparación al Sagrado Corazón de mi Hijo Jesús es causa de justicia, y los hará justos ante Dios, obrando con misericordia, realizando actos de amor, reparando el desamor, amando como Él los amó, hasta el extremo, amando también a sus enemigos, haciendo el bien a quien los odia, orando por los que los persiguen, para que, cuando mi Hijo vuelva con su justicia, los ponga a su derecha y no a su izquierda, en donde será el llanto y el rechinar de dientes.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos recibirán misericordia».

¡Muéstrate Madre, María!