79. SIGUIENDO A JESÚS – RESPONDER A LA LLAMADA
DOMINGO DE LA SEMANA X DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
No son los sanos los que necesitan de médico. Yo quiero misericordia y no sacrificios.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 9, 9-13
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?” Jesús los oyó y les dijo: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: Mateo no duda en responder inmediatamente a tu llamada. En primer lugar, porque tú le diste la gracia de la vocación, pero también seguramente porque ya estaba cansado de la situación en que vivía: no tenía necesidades materiales, pero sí tenía una gran necesidad espiritual. Su alma le pedía a gritos que dejara todo aquel ambiente mundano, y se dedicara a servir a los demás, por Dios.
Necesitaba la paz de su alma.
La vocación del sacerdote normalmente llega en circunstancias muy diferentes. Cada uno tiene su propia historia.
Pero lo que sí es común es que hay que dejarlo todo para seguirte, respondiendo a tu llamado. Y hay que seguir siguiéndote, todos los días, dejar todo, todos los días.
Perdón, Señor, si he dejado entrar la rutina en mi entrega y, sobre todo, perdón si he dejado entrar en mi vida la mundanización, que me aleja de ti y me puede llevar incluso a cometer los peores pecados.
Jesús, ¿qué debo hacer para seguir siguiéndote como tú deseas?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: ¡síganme!
Ustedes me han seguido porque yo los he llamado, y ustedes han escuchado.
Ustedes me han conocido porque mi Padre los ha atraído hacia mí, porque nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo atrae.
Ustedes me han amado, porque yo los amé primero.
Yo los he llamado para que me sigan, para que me amen y para que me hagan descansar.
Yo los he llamado de en medio del mundo, y ustedes, dejándolo todo, me siguieron, para entregarse fielmente a su vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para que hagan lo mismo. Y han llevado una vida digna de acuerdo al llamamiento que han recibido.
Yo los llamo de nuevo.
Yo les pido que renueven su sí, en un nuevo llamamiento, para que hagan lo mismo, para que, dejándolo todo, me sigan, renovando su alma sacerdotal, muriendo al hombre viejo, para que sean un hombre nuevo, perfeccionando su misma vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para llevar, a través de sus almas renovadas, a todas las almas a Dios.
Yo los amo, y por eso los llamo, y los he elegido para que, siguiéndome, hagan mis obras.
Apóstoles míos: dejen todo y sígueme, sirviendo a la Iglesia todos los días como la Iglesia necesita ser servida; no como ustedes quieran, sino como mi voluntad espera ser cumplida; no con sacrificios, sino con obras de misericordia.
Misericordia quiero y no sacrificios. Ayúdense entre ustedes, para que escuchen mi llamado y me sigan todos los días de su vida.
Cada uno ha recibido la gracia en la medida que yo se las he dado.
A ustedes les he concedido ser evangelizadores. Permanezcan unidos conmigo, en un solo corazón y una sola alma, a la escucha de un mismo llamamiento, para que me obedezcan y me sigan, para que cumplan la misión que yo les he encomendado a cada uno de acuerdo a su vocación, a través de la evangelización para la renovación de las almas, para el perfeccionamiento de los hombres, y en función de su ministerio sea la edificación de mi cuerpo, hasta que todos lleguen a la unidad en la fe y al conocimiento de la verdad, para que alcancen conmigo la plenitud.
Es necesario que me escuchen, para que obedezcan; que abran los ojos, para que vean, y reconozcan el camino, y me sigan.
Pero se requiere voluntad. Yo soy el camino, y yo les doy todo, hasta la voluntad; pero antes, respeto su libertad.
¡Síganme!
Este es un llamado para todos ustedes, mis amigos.
Que reciban y experimenten mi amor, y con ese mismo amor ustedes amen.
Que no enseñen doctrinas complicadas ni extrañas.
Que yo los llamo, a cada uno, para que me sigan, en la confianza de la filiación divina.
Que me escuchen y me sigan.
Que me obedezcan, porque la obediencia es una manifestación de la fe.
Que mantengan sus oídos atentos, para que todos los días, al despertar, me escuchen diciendo “sígueme”, y digan un fuerte “sí”, para que Dios los escuche y les dé la gracia y todo lo que necesitan, porque solos nada pueden.
Que se amen los unos a los otros como yo los he amado.
Que me demuestren su amor. Nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les digo.
Que los vestidos rojos de los Cardenales les recuerden la sangre de los santos Apóstoles y los mártires, que, unida a la mía, es una ofrenda agradable al Padre; que no se gloríen de sus cargos, y no se abrumen de sus responsabilidades; pero mucho menos se deslinden de ellas; que sepan que ellos no hacen nada: yo soy.
Amigos míos: lo que mi Iglesia necesita es amor».
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Madre mía: la conversión de Mateo fue radical, inmediata. En su caso se cumplió aquello de que “una sola palabra tuya bastará para sanar mi alma”. Tuvo esa fuerza la palabra de Jesús, aquel “sígueme”.
Nosotros, sacerdotes, también tenemos la fuerza de esa palabra, porque predicamos a Cristo. Pero debemos reconocer que también necesitamos conversión.
Cuesta mucho eso de dejarlo todo para seguir a Jesús, pero cuando se escucha tan clara la llamada, uno se da cuenta que vale la pena ese sacrificio.
¿Cómo puedo ser un verdadero apóstol, y que mi conversión sea ejemplo para que lo sigan otras almas?
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: a mí me llena de alegría cuando ustedes hacen lo que Él les dice. Cada uno de los llamados tiene voluntad y tiene libertad, y decide levantarse y caminar, o quedarse sentado, y continuar luchando por descubrir el verdadero llamado, porque les falta fe.
Cristo ha venido al mundo, el Mesías ha nacido entre los hombres, y al pueblo ha liberado y, sin embargo, hay algunos que aún lo están esperando. Es así como comparo a los que llamo y se tapan los oídos, pretendiendo no haber escuchado el llamado.
Estos tiempos son difíciles. Yo podría decir que desde hace dos mil años no ha habido tiempos tan difíciles para manifestar la piedad, para transmitir la fe, para proclamar la Palabra y convertir los corazones de piedra en corazones de carne.
Dios ha permitido que el hombre tenga mucho poder, pero el hombre tiene límites, y límites no tiene Él. Llegará un momento en que el hombre nada pueda hacer, y se dé cuenta y reconozca que de Dios es todo poder.
Por eso a este tiempo se le llama “los últimos tiempos”, porque el hombre está llegando a ese límite, en el que descubrirá que nadie como Dios hay. Pero a ese límite se llega de forma individual.
Hijos míos: ahora es tiempo de conversión. Es tiempo de suavizar los corazones endurecidos, hiriéndolos con la fuerza de la Palabra, que es como espada de dos filos.
Pero nada pueden hacer ustedes sino transmitir la misericordia de Cristo y su poder. Entonces todo lo hace Él. Pero nada hace si ustedes no colaboran con Él. El sacerdote es el instrumento de Dios para cumplir y hacer cumplir su voluntad, y así llevar a todos al conocimiento de la verdad.
Pero, hijos míos, si alguno no cree, y no se levanta de su silla, ¿mi Hijo lo va a obligar?
A una fiesta se invita, no se obliga. Los asistentes se llaman invitados, no obligados. Por tanto, seguir a Cristo no es una penitencia impuesta, es un regalo, una invitación al banquete, a la fiesta.
Si ustedes, mis hijos sacerdotes, supieran que se puede vivir en este mundo disfrutando de la fiesta eterna, acudirían contentos, con gusto. Invitarían a sus rebaños a vivir en la alegría de seguir a Cristo.
Pero ¿quién quiere ir a una fiesta en la que el anfitrión está deprimido, está amargado, está triste, está confundido, llora y no ríe, o los lleva por el camino de las tinieblas, a través de sus pecados, y su ejemplo no es de vida a Dios ofrecida, sino de malas obras, que agasajan al diablo y causan sufrimiento y daño, especialmente a los más débiles e inocentes?
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, necesitan conversión, están llevando sus almas a la perdición. Pero no todos, gracias a Dios. Muchos hay buscando a los pecadores, enseñando la doctrina, luchando contra las tentaciones y venciendo, ayudados por mi compañía y mi auxilio de Madre, noche y día. Pero también ellos necesitan protección. Y cada día una pequeña conversión, al examinar sus conciencias y pedir perdón.
La conversión es como un infarto al corazón, se llega al límite, y por sí sola la persona no tiene opción, una sola es la elección. Yo les aseguro que en un momento así todos eligen la vida, porque para la muerte nadie está preparado totalmente. Pero para la vida, para eso nos ha creado Dios, y cuando el hombre recibe una nueva oportunidad, valora la vida como nadie más.
Esa es la conversión. Cuando has conocido la Vida te llenas de alegría y de deseo de conservar tan solo lo que te mantiene unido al que es la Vida, y no piensas en hacer otra elección. El que conoce la verdad y ha tomado la mejor decisión, descubre el Camino, encuentra en ese Camino su destino, la Verdad y la Vida, que es Cristo, el único Hijo de Dios, el verdaderísimo Dios por quien se vive.
Por eso me siguen, porque es a Él a quien los llevo yo. Mi Hijo, Dios verdadero y hombre verdadero, nacido de mujer, formó un equipo, el mejor. Él eligió a los más pequeños. Eso mismo hago yo.
El mundo necesita conversión, se están perdiendo muchas almas. Escuchen a su alrededor. Cómo puedo convencer y convertir su vida desenfrenada, desordenada, a una vida digna de los hijos de Dios, si no lo han conocido porque no hay quien les presente al amor.
El equipo de mi Hijo, el mejor, se ha multiplicado. Él ha llamado siempre a los más pequeños, y su equipo sigue siendo el mejor, pero el demonio ronda como león rugiente buscando a quién devorar, y en el camino equivocado se ha desvirtuado la esencia y la dignidad del alma sacerdotal.
Yo les agradezco a ustedes, mis hijos predilectos, por haber escuchado el llamado, por haberse levantado y haber seguido a Jesús. Porque de ese llamado la voz es de Cristo. Es Él quien les dice ¡sígueme!
Para seguir a Jesús, y ser como Él, primero deben hacerse como niños, como Él, que primero se hizo niño, para crecer como hombre en medio del mundo, en la perfección de la virtud y en la obediencia.
Mi Hijo quiere renovar la fe en la Iglesia a través de su misericordia, con mi presencia materna –que siempre lo seguía a dondequiera que iba, y lo acompañaba con mi oración, con mis obras de misericordia y mi compañía–, para ayudar a ustedes en la renovación de su sí, para escuchar la voz del Maestro y dejarlo todo para seguirlo, para que todos sean uno y cada uno haga lo que le toca.
A ustedes les toca buscar no a los justos, sino a los pecadores; no a los sanos, sino a los enfermos; porque para eso vino Él, para buscar no a los justos, sino a los pecadores.
Hagan en todo la voluntad de Dios, y lleven su Palabra a todos mis hijos, hasta los corazones más pobres, para que los convertidos reafirmen su fe en una sola fe, y los alejados se conviertan y renueven su vida, en esa misma fe, con su trabajo y con su ejemplo».
¡Muéstrate Madre, María!
8. QUÉ ES LA MISERICORDIA – CONFIGURADOS CON LA MISERICORDIA
EVANGELIO DEL VIERNES DE LA SEMANA XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
No son los sanos los que necesitan de médico. Yo quiero misericordia y no sacrificios.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 9, 9-13
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús los oyó y les dijo: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: lo primero que hizo Mateo después de levantarse y seguirte fue invitarte a su casa a comer, con el fin de compartir con sus amigos su alegría por la llamada recibida; pero, sobre todo, para compartir tu misericordia.
Tu nuevo apóstol reconocía su indignidad, quizá por haber abusado de su puesto de publicano, pero se convirtió, y quería que tu gracia también transformara los corazones de aquellos que tenían las mismas miserias. Sabía que la verdadera paz de su alma solo la iban a conseguir haciendo lo que él hizo: seguirte, para ser un instrumento de tu misericordia.
Señor, enséñanos a administrar bien tu misericordia.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: un corazón contrito y humillado yo no lo desprecio, sino que lo corrijo y lo convierto, lo perdono y lo hago mío. No por sus sacrificios, sino por mi misericordia.
Yo los justifico por sus obras de misericordia al prójimo, uniéndolos en mi único y eterno sacrificio, para salvarlos.
No son ustedes quienes hablan, soy yo quien pone las palabras en su boca, para hablar y decir todo lo que yo les mande, a dondequiera que yo los envíe, para que me escuchen. No tengan miedo, yo estoy siempre con ustedes para salvarlos.
Las puertas de mi casa están abiertas, para todo el que quiera venir a mí.
Pero vengan con el corazón humillado, reconociéndose débiles y pecadores, pidiendo misericordia. Y yo, que soy un Dios bueno y misericordioso, no los despreciaré.
Pero no vengan con doctrinas extrañas ni palabras propias de su boca, porque también soy un Dios justo, y mi justicia es para los humildes y poderosos, para los sabios y para los ignorantes, para los ricos y para los pobres, para los justos y para los pecadores, para los que se humillan y para los soberbios. Pero a los tibios yo los vomito de mi boca.
Yo doy la vida por las ovejas, pero hay muchas ovejas que no son de este redil; y también a esas las tengo que conducir a mí.
Les hablaré de amor y de misericordia, porque misericordia quiero y no sacrificios. Pero deben conocer qué es y qué no es la misericordia, para que no se dejen engañar.
Misericordia no es ser permisivo a doctrinas extrañas.
Misericordia no es lo que está fuera de la ley.
Misericordia no es adoptar otra palabra que no sea la mía; no es renunciar a la verdad y permitir la mentira; no es solo ayudar al necesitado y consolar al triste, sino corregir al que se equivoca.
Misericordia es enseñar la doctrina de la fe católica, apostólica y romana, para que me escuchen, y sea un solo rebaño con un solo Pastor.
Misericordia no es solo darle comida al hambriento, sino alimentar su corazón de fe y de esperanza; no es solo visitar al enfermo y vestir al desnudo; es vivir la caridad, llevándoles la salud en la Palabra y el vestido de pureza en el ejemplo.
Misericordia no es solo enterrar a los muertos, sino orar por los vivos y por los muertos, pidiendo misericordia para los que están muertos en vida.
Misericordia no es solo dar de beber al sediento, sino mostrarle el camino al agua viva de mi manantial, para darle vida.
Misericordia no es solo perdonar, sino hacer conciencia de lo que hicieron mal, y del daño causado, para que se arrepientan y hagan el propósito de no volver a pecar.
Misericordia no es solo acoger al peregrino; se trata de enseñar, de dar consejo, de educar en la fe.
Misericordia no es solo tener compasión y piedad; se trata de evangelizar, con la Palabra y con el ejemplo.
Misericordia se trata de ser misioneros, pero de llevar el Evangelio primero, porque nadie puede amar lo que no conoce, y nadie se arrepiente de lo que no sabe que hizo mal; y ¿cómo perdono al que no está arrepentido? ¿Y cómo lo traigo a mi redil, si no conoce el camino? ¿Y cómo salvo al que no quiere ser salvado?
Amigos míos: acepten mi misericordia con la verdad, crean en el Evangelio, confirmen su fe, no se dejen engañar por falsas doctrinas ni corrientes nuevas, no crean en ídolos falsos, crean en mí.
Regresen al amor primero, humillados y arrepentidos, para que por mi misericordia sean renovados y enviados a construir mi Reino en la verdad y en el amor.
Mi misericordia es infinita, pero hay un juicio final para cada uno, porque soy un Dios justo.
Ojalá ustedes fueran fríos o calientes, porque yo a los tibios los vomito de mi boca.
Yo a los que amo los reprendo y los corrijo.
Aumenten su fervor y arrepiéntanse, porque estoy a la puerta y llamo, para que me abran y me dejen entrar.
Sacerdotes míos: no me hagan esperar.
El amor no es estático sino dinámico. Y su corazón, si está lleno de mí, permanecerá inquieto, hasta que descanse en mí.
Esa es la misión a la que yo los envío a ustedes, mis amigos: llevar mi amor a todos los rincones del mundo. Es la misión más hermosa, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, pero el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
El amor está en que Dios los amó primero y me envió a mí, su único Hijo, por amor, para salvarlos.
Ustedes aman porque yo los amé primero. Esto es lo que deben tener presente, para que acepten y reciban mi amor, y con ese amor amen, poniendo su fe en obras. Porque el que está lleno de mí está lleno de amor, y lo manifiesta con inquietud, en actos y obras.
Amigos míos: yo los amo, y por mi amor yo los redimo, y les doy su libertad, y en esto está el misterio de la redención: en que yo, que los he creado sin ustedes, no los salvaré sin ustedes.
Yo he sido enviado al mundo a morir en la cruz, para el perdón de los pecados de los hombres.
Yo los he lavado con mi sangre, y sus pecados han sido perdonados.
Yo les he conseguido el premio, la corona de la gloria, pero cada uno, en su plena libertad debe aceptarlo, venir a mí a buscarlo con el corazón contrito y humillado, que yo no desprecio, y pedir perdón, arrepentidos, con propósito de enmienda, para recibir la gracia de la reconciliación conmigo.
Esa es la misión a la que yo los he enviado a ustedes, mis apóstoles: a proclamar claramente el mensaje de salvación, haciendo discípulos a todos los hombres, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar mis mandamientos.
Y no los envío solos, yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.
Yo me he quedado en presencia viva, en Eucaristía, para que, habiéndome humillado ante los hombres, siendo Dios, adquiriendo la naturaleza humana, y entregándome en sus manos para ser triturado e inmolado en la cruz, para salvar a los hombres y resucitar de entre los muertos, para darles vida en abundancia, sea renovado mi sacrificio continuamente, humillándome y entregándome en las manos de los hombres, a través de ustedes, sacerdotes, que, por transubstanciación, convierten el pan, que obtuvieron los hombres triturando el trigo, en mi Carne inmolada; y el vino, que obtuvieron triturando las uvas, en mi Sangre derramada, para hacerse ofrenda conmigo, en mi único y eterno sacrificio, que, junto con mi Alma y mi Divinidad, es Eucaristía, Cristo resucitado y vivo, sacerdote, víctima y altar.
Este es mi ejemplo, para que hagan lo mismo, porque el que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido.
Yo quiero que ustedes permanezcan unidos en oración, aceptando y recibiendo la gracia del Espíritu de amor, para que los llene y los desborde, para que sean ejemplo; y, fortalecidos, vayan a cumplir la misión que el Padre le ha encomendado a cada uno, para que traigan a todas las almas a mí. Porque nadie puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no lo atrae.
Y serán todos enseñados por Dios en el amor, para que por el Amor sean atraídos a mí, porque todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí, y yo lo resucitaré en el último día.
La misión de ustedes, mis sacerdotes, es muy grande, pero mi gracia les basta».
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Madre mía, Madre de misericordia: qué importante es la humildad. Está en la base de todas las virtudes.
El demonio no resiste a un alma que se humilla. Enséñame a mí a ser humilde, para vencerlo en todas las batallas, reconociendo siempre mis faltas, arrepintiéndome y pidiendo perdón a Dios, con el firme propósito de enmienda.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: la perfección solo se alcanza en Cristo, y Cristo es misericordia.
Sean perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto. Eso es lo que manda Jesús. Es el maestro, y Él vino a enseñarnos un nuevo mandamiento: que se amen los unos a los otros como Él nos amó.
Amar es llevar la misericordia de Dios a los demás, y si es así como se alcanza la perfección ¿de qué sirven entonces tantos sacrificios que no son agradables a Dios, porque están llenos de soberbia, cuando piensan que pueden hacer todo con sus propias fuerzas, y así agradar a Dios, haciendo obras aisladas, beneficiándose individualmente, llenándose de medallas, sobresaliendo entre la gente, creyendo que son mejores, que tienen en todo la razón, que tienen títulos de poder, y cumplen las reglas y las metas que se proponen, y les causa una personal satisfacción, pero no ponen en ello todo el corazón, transformando sus logros, sus acciones, en oración, y ponen la eficacia antes que la caridad? ¿Cómo van a Dios agradar?
Humildad. Ustedes, mis hijos, necesitan humildad. Ruego a Dios que les conceda esa gracia. A ustedes, mis hijos predilectos, yo se las he venido a dar a través del ejemplo de la misericordia de los humildes, y de la caridad de los que se reconocen pecadores y se acercan a pedir perdón al único Juez, que es el Hijo de Dios. Nadie más ha de juzgar ni juzgarse a sí mismo. Estarían en un error. El que se juzga perfecto por hacer muchos sacrificios está perdiendo su tiempo, si no expone su alma, abriendo su corazón, pidiendo y recibiendo la misericordia de Dios, para sanarla.
Yo he venido a buscar, no a justos, sino a pecadores. Esa es Palabra de Dios.
Y el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Esa es Palabra de Dios.
A Él holocaustos y sacrificios no le agradarían, si no están unidos en el único y eterno sacrificio del Hijo de Dios. Pero un corazón contrito y humillado, Él no lo desprecia. Lo toma, lo hace suyo, lo transforma, lo perfecciona, y lo hace digno del paraíso.
Hijo mío sacerdote: acércate al trono de la gracia, como si fueras el más grande pecador, y pide perdón. Porque haya pecados mortales muy graves que no cometas no quiere decir que estés libre de lastimar el Sagrado Corazón de tu Señor con pecados veniales, de palabra, de obra o de omisión. Mientras más se te revela la verdad, más consciente debes ser de lo que es un pecado venial.
El Hijo de Dios, el Cordero de Dios, fruto bendito de mi vientre, no merece ni siquiera el menor de los pecados. Ni una falta, ni un descuido. Lo que Él merece es ser amado y glorificado. Toda falta que cometas, por más pequeña que sea, con cualquiera de tus hermanos, o de las ovejas de tu rebaño, es una herida en su corazón. Sé consciente, hijo mío, de tu fragilidad, de tu debilidad, y de que puedes hacerle mucho daño.
El pecado más pequeño para un ignorante, para el que conoce la verdad puede ser el más grande.
Yo traigo para ustedes mi auxilio y la misericordia de Dios, porque está al acecho el que ha sido arrojado al mundo y se le ha concedido hacer la guerra a los santos y vencerlos, y se le ha dado el poder sobre los pueblos, para seducir y cegar los ojos de los hombres que no tienen fe, para que no vean la gloria de Dios.
De ustedes se requiere paciencia y fe. Pero no tengan miedo, porque donde están dos o más reunidos, ahí está mi Hijo, al que le ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra; el que los envía a enseñar y a guardar la ley y los mandamientos, para que crean en Él y en el Evangelio; el que es su fortaleza y el que está con ustedes todos los días hasta el fin del mundo: Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores.
Confíen en mí y acompáñeme, yo los llevo por camino seguro».
¡Muéstrate Madre, María!
VII, 25. SIGUIENDO A JESÚS – RESPONDER A LA LLAMADA
EVANGELIO DE LA FIESTA DE SAN MATEO, APÓSTOL Y EVANGELISTA
Sígueme. Él se levantó y lo siguió.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 9, 9-13
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: ¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús los oyó y les dijo: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: Mateo no duda en responder inmediatamente a tu llamada. En primer lugar, porque tú le diste la gracia de la vocación, pero también seguramente porque ya estaba cansado de la situación en que vivía: no tenía necesidades materiales, pero sí tenía una gran necesidad espiritual. Su alma le pedía a gritos que dejara todo aquel ambiente mundano, y se dedicara a servir a los demás, por Dios.
Necesitaba la paz de su alma.
La vocación del sacerdote normalmente llega en circunstancias muy diferentes. Cada uno tiene su propia historia.
Pero lo que sí es común es que hay que dejarlo todo para seguirte, respondiendo a tu llamado. Y hay que seguir siguiéndote, todos los días, dejar todo, todos los días.
Perdón, Señor, si he dejado entrar la rutina en mi entrega y, sobre todo, perdón si he dejado entrar en mi vida la mundanización, que me aleja de ti y me puede llevar incluso a cometer los peores pecados.
Jesús, ¿qué debo hacer para seguir siguiéndote como tú deseas?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
+++
«Sacerdotes míos: ¡síganme!
Ustedes me han seguido porque yo los he llamado, y ustedes han escuchado.
Ustedes me han conocido porque mi Padre los ha atraído hacia mí, porque nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo atrae.
Ustedes me han amado, porque yo los amé primero.
Yo los he llamado para que me sigan, para que me amen y para que me hagan descansar.
Yo los he llamado de en medio del mundo, y ustedes, dejándolo todo, me siguieron, para entregarse fielmente a su vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para que hagan lo mismo. Y han llevado una vida digna de acuerdo al llamamiento que han recibido.
Yo los llamo de nuevo.
Yo les pido que renueven su sí, en un nuevo llamamiento, para que hagan lo mismo, para que, dejándolo todo, me sigan, renovando su alma sacerdotal, muriendo al hombre viejo, para que sean un hombre nuevo, perfeccionando su misma vocación, llamando y guiando a las almas que viven en medio del mundo, para llevar, a través de sus almas renovadas, a todas las almas a Dios.
Yo los amo, y por eso los llamo, y los he elegido para que, siguiéndome, hagan mis obras.
Apóstoles míos: dejen todo y sígueme, sirviendo a la Iglesia todos los días como la Iglesia necesita ser servida; no como ustedes quieran, sino como mi voluntad espera ser cumplida; no con sacrificios, sino con obras de misericordia.
Misericordia quiero y no sacrificios. Ayúdense entre ustedes, para que escuchen mi llamado y me sigan todos los días de su vida.
Cada uno ha recibido la gracia en la medida que yo se las he dado.
A ustedes les he concedido ser evangelizadores. Permanezcan unidos conmigo, en un solo corazón y una sola alma, a la escucha de un mismo llamamiento, para que me obedezcan y me sigan, para que cumplan la misión que yo les he encomendado a cada uno de acuerdo a su vocación, a través de la evangelización para la renovación de las almas, para el perfeccionamiento de los hombres, y en función de su ministerio sea la edificación de mi cuerpo, hasta que todos lleguen a la unidad en la fe y al conocimiento de la verdad, para que alcancen conmigo la plenitud.
Es necesario que me escuchen, para que obedezcan; que abran los ojos, para que vean, y reconozcan el camino, y me sigan.
Pero se requiere voluntad. Yo soy el camino, y yo les doy todo, hasta la voluntad; pero antes, respeto su libertad.
¡Síganme!
Este es un llamado para todos ustedes, mis amigos.
Que reciban y experimenten mi amor, y con ese mismo amor ustedes amen.
Que no enseñen doctrinas complicadas ni extrañas.
Que yo los llamo, a cada uno, para que me sigan, en la confianza de la filiación divina.
Que me escuchen y me sigan.
Que me obedezcan, porque la obediencia es una manifestación de la fe.
Que mantengan sus oídos atentos, para que todos los días, al despertar, me escuchen diciendo “sígueme”, y digan un fuerte “sí”, para que Dios los escuche y les dé la gracia y todo lo que necesitan, porque solos nada pueden.
Que se amen los unos a los otros como yo los he amado.
Que me demuestren su amor. Nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les digo.
Que los vestidos rojos de los Cardenales les recuerden la sangre de los santos Apóstoles y los mártires, que, unida a la mía, es una ofrenda agradable al Padre; que no se gloríen de sus cargos, y no se abrumen de sus responsabilidades; pero mucho menos se deslinden de ellas; que sepan que ellos no hacen nada: yo soy.
Amigos míos: lo que mi Iglesia necesita es amor».
+++
Madre mía: la conversión de Mateo fue radical, inmediata. En su caso se cumplió aquello de que “una sola palabra tuya bastará para sanar mi alma”. Tuvo esa fuerza la palabra de Jesús, aquel “sígueme”.
Nosotros, sacerdotes, también tenemos la fuerza de esa palabra, porque predicamos a Cristo. Pero debemos reconocer que también necesitamos conversión.
Cuesta mucho eso de dejarlo todo para seguir a Jesús, pero cuando se escucha tan clara la llamada, uno se da cuenta que vale la pena ese sacrificio.
¿Cómo puedo ser un verdadero apóstol, y que mi conversión sea ejemplo para que lo sigan otras almas?
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijos míos, sacerdotes: a mí me llena de alegría cuando ustedes hacen lo que Él les dice. Cada uno de los llamados tiene voluntad y tiene libertad, y decide levantarse y caminar, o quedarse sentado, y continuar luchando por descubrir el verdadero llamado, porque les falta fe.
Cristo ha venido al mundo, el Mesías ha nacido entre los hombres, y al pueblo ha liberado y, sin embargo, hay algunos que aún lo están esperando. Es así como comparo a los que llamo y se tapan los oídos, pretendiendo no haber escuchado el llamado.
Estos tiempos son difíciles. Yo podría decir que desde hace dos mil años no ha habido tiempos tan difíciles para manifestar la piedad, para transmitir la fe, para proclamar la Palabra y convertir los corazones de piedra en corazones de carne.
Dios ha permitido que el hombre tenga mucho poder, pero el hombre tiene límites, y límites no tiene Él. Llegará un momento en que el hombre nada pueda hacer, y se dé cuenta y reconozca que de Dios es todo poder.
Por eso a este tiempo se le llama “los últimos tiempos”, porque el hombre está llegando a ese límite, en el que descubrirá que nadie como Dios hay. Pero a ese límite se llega de forma individual.
Hijos míos: ahora es tiempo de conversión. Es tiempo de suavizar los corazones endurecidos, hiriéndolos con la fuerza de la Palabra, que es como espada de dos filos.
Pero nada pueden hacer ustedes sino transmitir la misericordia de Cristo y su poder. Entonces todo lo hace Él. Pero nada hace si ustedes no colaboran con Él. El sacerdote es el instrumento de Dios para cumplir y hacer cumplir su voluntad, y así llevar a todos al conocimiento de la verdad.
Pero, hijos míos, si alguno no cree, y no se levanta de su silla, ¿mi Hijo lo va a obligar?
A una fiesta se invita, no se obliga. Los asistentes se llaman invitados, no obligados. Por tanto, seguir a Cristo no es una penitencia impuesta, es un regalo, una invitación al banquete, a la fiesta.
Si ustedes, mis hijos sacerdotes, supieran que se puede vivir en este mundo disfrutando de la fiesta eterna, acudirían contentos, con gusto. Invitarían a sus rebaños a vivir en la alegría de seguir a Cristo.
Pero ¿quién quiere ir a una fiesta en la que el anfitrión está deprimido, está amargado, está triste, está confundido, llora y no ríe, o los lleva por el camino de las tinieblas, a través de sus pecados, y su ejemplo no es de vida a Dios ofrecida, sino de malas obras, que agasajan al diablo y causan sufrimiento y daño, especialmente a los más débiles e inocentes?
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, necesitan conversión, están llevando sus almas a la perdición. Pero no todos, gracias a Dios. Muchos hay buscando a los pecadores, enseñando la doctrina, luchando contra las tentaciones y venciendo, ayudados por mi compañía y mi auxilio de Madre, noche y día. Pero también ellos necesitan protección. Y cada día una pequeña conversión, al examinar sus conciencias y pedir perdón.
La conversión es como un infarto al corazón, se llega al límite, y por sí sola la persona no tiene opción, una sola es la elección. Yo les aseguro que en un momento así todos eligen la vida, porque para la muerte nadie está preparado totalmente. Pero para la vida, para eso nos ha creado Dios, y cuando el hombre recibe una nueva oportunidad, valora la vida como nadie más.
Esa es la conversión. Cuando has conocido la Vida te llenas de alegría y de deseo de conservar tan solo lo que te mantiene unido al que es la Vida, y no piensas en hacer otra elección. El que conoce la verdad y ha tomado la mejor decisión, descubre el Camino, encuentra en ese Camino su destino, la Verdad y la Vida, que es Cristo, el único Hijo de Dios, el verdaderísimo Dios por quien se vive.
Por eso me siguen, porque es a Él a quien los llevo yo. Mi Hijo, Dios verdadero y hombre verdadero, nacido de mujer, formó un equipo, el mejor. Él eligió a los más pequeños. Eso mismo hago yo.
El mundo necesita conversión, se están perdiendo muchas almas. Escuchen a su alrededor. Cómo puedo convencer y convertir su vida desenfrenada, desordenada, a una vida digna de los hijos de Dios, si no lo han conocido porque no hay quien les presente al amor.
El equipo de mi Hijo, el mejor, se ha multiplicado. Él ha llamado siempre a los más pequeños, y su equipo sigue siendo el mejor, pero el demonio ronda como león rugiente buscando a quién devorar, y en el camino equivocado se ha desvirtuado la esencia y la dignidad del alma sacerdotal.
Yo les agradezco a ustedes, mis hijos predilectos, por haber escuchado el llamado, por haberse levantado y haber seguido a Jesús. Porque de ese llamado la voz es de Cristo. Es Él quien les dice ¡sígueme!
Para seguir a Jesús, y ser como Él, primero deben hacerse como niños, como Él, que primero se hizo niño, para crecer como hombre en medio del mundo, en la perfección de la virtud y en la obediencia.
Mi Hijo quiere renovar la fe en la Iglesia a través de su misericordia, con mi presencia materna –que siempre lo seguía a dondequiera que iba, y lo acompañaba con mi oración, con mis obras de misericordia y mi compañía–, para ayudar a ustedes en la renovación de su sí, para escuchar la voz del Maestro y dejarlo todo para seguirlo, para que todos sean uno y cada uno haga lo que le toca.
A ustedes les toca buscar no a los justos, sino a los pecadores; no a los sanos, sino a los enfermos; porque para eso vino Él, para buscar no a los justos, sino a los pecadores.
Hagan en todo la voluntad de Dios, y lleven su Palabra a todos mis hijos, hasta los corazones más pobres, para que los convertidos reafirmen su fe en una sola fe, y los alejados se conviertan y renueven su vida, en esa misma fe, con su trabajo y con su ejemplo».
¡Muéstrate Madre, María!