21/09/2024

Mt 10, 1-7

15. LA MISIÓN APOSTÓLICA – CONSTRUIR CON AMOR

EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XIV DEL TIEMPO ORDINARIO

Vayan en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 10, 1-7

En aquel tiempo, llamando Jesús a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias.

Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero de todos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos del Zebedeo; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, que fue el traidor.

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayan a tierra de paganos, ni entren en ciudades de samaritanos. Vayan más bien en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos”. 

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: esa misión que diste a tus discípulos, de proclamar que ya se acerca el Reino de los Cielos, la iban a llevar a cabo gracias al poder que les conferiste, de expulsar demonios y curar enfermos, lo cual serían señales muy claras de la verdad de lo que estaban predicando.

A mí, sacerdote, también me conferiste poderes para llevar a cabo mi misión, y demostrar así que eres tú, y no yo, quien lleva a cabo tu obra.

Me alegra considerar que hayas querido hacerte hombre, para que, a través de otros hombres, permanezca tu presencia entre nosotros.

Pero los hombres no nos damos cuenta de ese derroche de amor de tu parte, y hasta podemos traicionarte, como Judas.

Señor, quiero compartir contigo el dolor de tu Corazón. Compadecer tu sufrimiento, causado por el desprecio y el dolor del abandono, del rechazo, de la calumnia, de ser injustamente juzgado, maltratado, desechado, repudiado, odiado, herido hasta lo más profundo, por tus más amados: tus amigos.

Jesús, te amo en esta eternidad, en la que extiendes los brazos, abres las manos y te entregas al martillo y a los clavos, a la humillación y al dolor, a la cruz, y a la muerte, acompañado por la presencia de tu Madre, con su silencio, con su mirada firme, y el corazón destrozado.

Yo quiero acompañarla, Señor. Yo no quiero abandonarte.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Amigos míos: los que tanto amo y me han abandonado.

Los que he reunido para entregarme primero, compartiendo el pan y bebiendo el vino.

Los que he enseñado a caminar conmigo, expulsando demonios y curando enfermos en el nombre de mi Padre.

En los que he confiado para continuar la misión a la que he sido enviado.

Los que más me conocen.

Los que he escogido como cimientos.

Los que he enseñado a perdonar.

Yo los perdono.

¿Por qué me han traicionado y me han vendido?

Me han negado, me han abandonado, me han dejado solo, y se han escondido.

No confían en mí, no se acuerdan quién dicen ustedes que soy yo, ya no me reconocen, ya no me siguen, ya no me aman.

Se han mezclado ustedes entre los que me han repudiado y maltratado, herido y lastimado; entre los que se han burlado, me han despreciado, me han odiado, y han deseado entregarme a la muerte.

También a ellos los perdono. Pero ellos no me conocen.

Ninguno de ustedes me entrega. Soy yo quien se entrega, para morir por ustedes, para redimir, para salvar, para poderlos abrazar. Porque, a pesar de ustedes, yo los amo, y quiero compartir con ustedes la gloria de mi Padre en la eternidad.

Por eso me entrego aquí para morir y volver a vivir una vida nueva, en unidad con la humanidad entera. Aun así, y a pesar de mí, es mi amor tan grande, que los dejaré elegir.

Solo el que quiera amarme, y me quiera seguir, que haga lo mismo que yo, para que tenga parte conmigo en la gloria de mi Padre.

Que cuando yo me haya ido no me iré, permaneceré con ustedes todos los días de su vida. Y les será enviado el Espíritu Santo para que dejen todo, tomen su cruz y me sigan.

Y yo los enviaré a proclamar mi Palabra, para que todos me conozcan, y que sepan que el Reino de los Cielos está cerca; para que me esperen, y cuando regrese me reciban y no me humillen, sino que me alaben; y no me desprecien, sino que me adoren; y no me lastimen, sino que me amen; y no se escondan, sino que vengan a mí.

Yo soy la Palabra, y en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Y todo se hizo por ella.

Yo soy la Palabra. La Palabra es la luz de los hombres. Yo soy la luz que ilumina las tinieblas.

Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre los hombres, pero el mundo no la conoció, y no la recibió.

Yo he venido al mundo para que crean en mí.

Y los he enviado a ustedes, mis amigos, mis apóstoles, a dar testimonio de mí.

Y les he dado mi poder para expulsar demonios y para curar enfermos; para dar vida, para perdonar los pecados, para alimentar a mi pueblo, para guiarlos, para salvarlos, para confirmarlos en la verdad, para que crean en mí, para destruir el mal, para convertir corazones, para construir el Reino de los Cielos y salvar almas, y así glorificar al Padre en el Hijo.

Yo soy el que hace todas estas cosas, porque yo vivo en ustedes, y ustedes viven por mí, conmigo, y en mí.

Yo soy el Dios que se ha hecho hombre para habitar entre los hombres; el que ha caminado en el mundo haciendo milagros, expulsando demonios, curando enfermos, resucitando muertos, compadeciéndome de sus miserias derramando mi misericordia.

Yo soy el que fue injustamente juzgado y condenado a muerte en manos de los hombres.

Yo soy quien cargó su cruz y fue crucificado en ella.

Yo soy el que descendió a los infiernos a anunciar su victoria sobre la muerte.

Yo soy quien murió, para resucitar de entre los muertos.

Yo soy el que los envía a ustedes a anunciar la Buena Nueva del Reino de los Cielos.

Yo soy el que subió al Padre como hombre y como Dios, y está sentado a su derecha.

Yo soy quien es bajado del cielo como pan vivo, y expuesto en las manos de ustedes, mis amigos, de los que me aman y creen en mí, y de los que no creen en mí y me abandonan.

El corazón de ustedes está dividido.

Yo les pregunto: ¿saben quién soy?

¿Y saben quiénes son ustedes?

Y le pregunto a cada uno:

¿Eres el que me ama, pero me niega, y luego llora arrepentido, pero se reconoce débil, y yo lo hago fuerte cimiento de mi Iglesia?

¿O eres el que me sigue y luego me abandona?

¿O eres el que me besa y luego me traiciona?

¿O eres el que me ama y acompaña a mi Madre al pie de mi cruz?

 Porque ese es el que me conoce, el que cree en mí y el que no me abandona.

Los corderos abandonaron al Buen Pastor.

Los pastores abandonaron al Cordero de Dios.

Yo soy el Buen Pastor.

Yo soy el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

Y si por un hombre vino el pecado al mundo, por un hombre vino la salvación para todos.

Por un hombre que se queda y no me abandona, porque sabe quién soy yo, yo les doy a mi Madre a todos, para que los reúna y les lleve mi misericordia, para que reciban al Espíritu Santo, que es el que les recuerda que yo los envío.

A los que saben quién soy yo, yo los envío.

Yo les he dado mi Cuerpo, mi Sangre y mi Palabra. Me he dado yo mismo, para que crean en mí y tengan vida eterna.

Yo les doy la fortaleza del toro, para que construyan.

La visión y el vuelo del águila, para que escriban.

Mi divina humanidad, para que caminen en medio del mundo.

El poder del león, para vencer al enemigo.

Con este poder los envío a ustedes, pastores de mi Iglesia, que no son de este mundo, para que, reunidos con mi Madre, con la gracia del Espíritu Santo, conviertan sus corazones y sean verdaderos sacerdotes; para que no me abandonen y los lleve conmigo a mi Paraíso.

No los envío solos: acompañen a mi Madre.

Este es mi Cuerpo, entregado por ustedes; esta es mi Sangre, derramada para el perdón de sus pecados.

Esto es todo lo que tengo, y todo lo que les doy.

Esta es mi pobreza, que yo les comparto para enriquecerlos a todos, para que tengan los mismos sentimientos que yo.

Esta es mi riqueza: los sentimientos de mi corazón; y se los doy para que tengan los mismos sentimientos que yo.

El Maestro soy yo. Les enseñaré a entregarme su vida, despojándose de todo; vaciándose de sí, para llenarse de mí; rechazando las riquezas del mundo, para enriquecerse de Dios; llevando al mundo los sentimientos de mi corazón, que yo les doy, porque son palabras, pero son experiencias de mi vida, de su vida, y de nuestro amor, para que expresen mis sentimientos, haciéndolos suyos.

Permanezcan unidos conmigo en un solo corazón, despojándose de todo, para que busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura; recibirán cien veces más y heredarán la vida eterna».

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Madre mía: cuando en la Sagrada Escritura aparece algún elegido de Dios, para una misión importante, es fácil pensar en la propia vocación, también como una gracia inmerecida por parte de Dios.

Pero cuando se trata de los Doce Apóstoles, esa consideración adquiere más importancia, porque de ellos viene nuestro sacerdocio, por la imposición de las manos.

Ayúdanos, Madre, a mantener firme nuestra disposición de servir, con recta intención, para continuar fielmente la obra redentora de tu Hijo Jesús.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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 «Hijo mío, sacerdote: mira cómo se entrega mi Hijo, por propia voluntad, por compasión, por amor.

Mira como traspasan los clavos de fierro su preciosa carne. Así, hijo mío, traspasa una espada mi alma, porque quienes crucifican a mi Hijo, lo desprecian, lo desconocen, lo abandonan, lo lastiman, lo asesinan. Ellos hijo, también son mis hijos.

Él se ha entregado como Cordero en sacrificio, de una vez y para siempre, para el perdón de los pecados. Pero este sacrificio divino permanece en la eternidad de Dios, y cada golpe, cada clavo, cada humillación, es una entrega por voluntad para redimir, para salvar.

Tú, hijo, acompáñame, y repara con tu entrega y tu oración el dolor más grande que le causan las heridas más profundas de su corazón.

Yo busco a mis hijos sacerdotes, a los que han abandonado la cruz –que son los corazones más pobres–, para reunirlos conmigo.

Yo los envío en la alegría del anuncio del Reino de los Cielos, para que entiendan que ya está aquí y ha venido a traer misericordia.

Yo les doy este tesoro invaluable de mi corazón: mi pureza de intención.

Yo los revisto con mi pureza, para que obren y actúen siempre con la pureza de mi corazón.

Yo pido la disposición de los corazones de mis hijos sacerdotes, para que, reunidos en torno a mí, el Espíritu Santo actúe en ustedes y convierta y santifique muchos corazones, para que se llenen los tronos de los sacerdotes en el cielo».

¡Muéstrate Madre, María!