Mt 12, 14-21
Mt 12, 14-21
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27. ENCONTRARSE CON JESÚS – ORACIÓN, EXPIACIÓN Y ACCIÓN

EVANGELIO DEL SÁBADO DE LA SEMANA XV DEL TIEMPO ORDINARIO

Les mandó que no lo publicaran, para que se cumplieran las palabras del profeta.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 12, 14-21 

En aquel tiempo, los fariseos se confabularon contra Jesús para acabar con él. Al saberlo, Jesús se retiró de ahí. Muchos lo siguieron y él curó a todos los enfermos y les mandó enérgicamente que no lo publicaran, para que se cumplieran las palabras del profeta Isaías:

Miren a mi siervo, a quien sostengo; a mi elegido, en quien tengo mis complacencias. En él he puesto mi Espíritu, para que haga brillar la justicia sobre las naciones. No gritará ni clamará, no hará oír su voz en las plazas, no romperá la caña resquebrajada, ni apagará la mecha que aún humea, hasta que haga triunfar la justicia sobre la tierra; y en él pondrán todas las naciones su esperanza. 

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: los fariseos se confabularon para acabar contigo, y tú respondes curando enfermos. Esa escena se repite varias veces en el santo Evangelio.

Sabes que un día iban a lograr su cometido, cuando llegara tu hora, cuando te condenarían a muerte en la cruz. Y también respondes curando enfermos: a los del alma, a todos los pecadores, a todos los que, de alguna manera, nos hemos confabulado contra ti, ofendiéndote.

Y en esa hora estaba tu Madre a tu lado, encontrándose en una mirada de dolor y complicidad, de aceptación y determinación, de valentía y de consentimiento.

Tú cargabas la cruz, y tu rostro, totalmente desfigurado, era irreconocible. Sobre tu hombro había un peso que te obligaba a caminar despacio. Pero tu paso era seguro, decidido y firme.

Señor, yo quiero acompañar a tu Madre, para reparar y para encontrar consuelo.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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 «Sacerdotes míos: acompañen a mi Madre en ese encuentro conmigo.

Yo quiero que, en medio de la humillación y el dolor, en medio de los insultos, de los golpes, de la soledad, de la tristeza, de la incomprensión, del cansancio, del desprecio, de la tentación y del pecado, vean sus ojos y encuentren fortaleza, valor, compasión, determinación para seguir, seguridad para caminar, alivio, compañía, esperanza, amor, arrepentimiento, misericordia y perdón.

Que encuentren mi reflejo en su mirada, y contemplen mi rostro lastimado, desfigurado, golpeado, herido y sangrante, causado por el puño de su indiferencia y el látigo de sus pecados.

Que encuentren en mis ojos sus reflejos, y vean en mi dolor las miserias de sus almas.

Que sea su arrepentimiento el consuelo de mi Madre, y mi sacrificio el perdón y la salvación.

Discípulos y amigos míos, que caminan bajo el peso de su cruz, pero cargando el peso de la culpa y del pecado: mi Madre viene a su encuentro, para darles aliento, para consolarlos, para animarlos y mantenerlos en la perseverancia, para compartir el dolor y el sufrimiento, para mostrarles el camino y llevarles esperanza.

Quien a Ella la encuentra me encuentra a mí.

Quien a Ella conoce, por Ella me conoce a mí.

Quien la busca y la ama, es a mí a quien encuentra y a quien ama, con su amor de madre.

Entréguenme esa cruz, que yo llevaré su carga para destruir el pecado.

Tomen ustedes la cruz que yo les he dado, para que se suban y mueran al mundo, para que vivan conmigo, para que consigan, por mi misericordia, la reconciliación entre Dios y sus sacerdotes, entre Dios y todas las almas que les han sido encomendadas para guiar, para convertir, para perdonar, para salvar.

Mi Padre, que está en el Cielo, me ha enviado despojándome de todo lo que tenía con Él, hasta la gloria, pero conservando la esencia de la divinidad. Me ha hecho tan pequeño, uniendo a mi divinidad la esencia de la humanidad creada para glorificarlo. Y yo, siendo de naturaleza divina, segunda persona de la Santísima Trinidad, he sido transformado y destinado para permanecer en una sola esencia humana y divina para toda la eternidad, para asumir en mi cuerpo toda culpa y todo desprecio y ofensa a Dios de todos los tiempos, para sanar la herida causada por el pecado original de toda la humanidad, y renovarlos, muriendo al hombre viejo, para cumplir la divina voluntad de mi Padre en el hombre nuevo, en el que se une y se perfecciona la humanidad, transformándola de ser polvo, de ser nada, en la divinidad.

El Hijo de Dios se ha abajado para que todo hombre con Él, por Él y en Él, sea elevado. Ha venido al mundo como signo de contradicción, haciéndose tan pequeño, tan hombre, tan nada, siendo todo, para hacerse alcanzable para todos.

Dios Padre ha enviado a su único Hijo, haciéndolo tan pequeño, que ha cabido en el vientre inmaculado y puro de una mujer, que, siendo niña, la hizo grande, la hizo Madre, la hizo Reina, para compartir la pasión y la gloria del Rey.

Dios, en su Santísima Trinidad, invisible a los ojos de los hombres, se ha hecho visible en cuerpo y en sangre del Verbo, en signo, que hasta la gracia se ha hecho visible en los sacramentos.

Yo soy el Hijo de Dios, en quien se cumple toda palabra que cada profeta en nombre de Dios habla. No hay nadie que, siendo tan grande, se haya hecho más pequeño, y que haciéndose pequeño se haya mostrado más grande.

Pues yo les digo, amigos míos, que ustedes, mis elegidos, están hechos a imagen y semejanza del Padre, para ser como el Hijo. Por tanto, el que quiera mostrar la grandeza del Hijo de Dios, que muestre su pequeñez, y se humille, sirviendo a sus hermanos para servir a Dios; que viva deseando compartir la pasión y la cruz de su Señor, para que participe también de su resurrección.

Que los brazos de mi Madre les recuerden que ustedes han nacido y han sido llamados y elegidos para ser como yo: formados, arrullados, protegidos en los brazos de mi Madre. Ustedes ya han crecido en estatura, en gracia y en sabiduría, pero deben mantenerse pequeños para llegar al cielo.

¡Alégrense conmigo! Mientras más pequeños los vea el mundo, más los verán a mí parecidos. Mírenme, y digan qué cosa más pequeña hay que un pedacito de pan y unas cuantas gotas de vino.

Yo les aseguro, amigos míos, que en cada gota y en cada partícula yo soy, totalmente hombre, totalmente Dios.

Totalmente inaceptable al entendimiento de los grandes, pero perceptible a los sentidos de los pequeños.

La sabiduría se expresa en la humildad, poniendo todo el corazón en las cosas pequeñas, haciendo todo por amor de Dios.

Que sea el encuentro con mi Madre el encuentro con el amor, el encuentro definitivo conmigo».

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Madre mía: tú te dabas cuenta fácilmente cuando los fariseos se confabulaban contra Jesús, y sentías en tu corazón la espada de dolor, no solo por el sufrimiento que se avecinaba para tu Hijo, sino porque te dolía la ofensa de los hombres a Dios.

Me duele a mí imaginar tu rostro endurecido de dolor, aunque suavizado por las lágrimas, y me doy cuenta de que, aun así, eres tú quien me da aliento para mi lucha diaria, y me brinda consuelo y esperanza.

Son hermosas las palabras de Isaías, anunciando que en Jesús brillará la justicia sobre las naciones, y en Él pondrán todas las naciones su esperanza.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: enséñame a descubrir esa justicia en mi trato diario con Jesús. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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 «Hijo mío, sacerdote: en la Eucaristía está el significado de la justicia. En ella han puesto las naciones su esperanza.

La Eucaristía es Cristo vivo, en quien el Padre pone sus complacencias. Para la mayoría de la gente Jesús está escondido, guardando silencio, y no se dan cuenta de que en la Eucaristía está Él con su Corazón totalmente expuesto, hablándole a los hombres todo el tiempo, directamente, de Corazón a corazón abiertos.

Mi Hijo Jesucristo ha traído con su muerte y su resurrección la justicia para el pueblo de Dios, y eso es lo que la Eucaristía representa: su Cuerpo y su Sangre en una sola ofrenda agradable al Padre, entregado en manos de los hombres, lavando en la cruz sus pecados, redimiendo a la humanidad con su muerte, renovándolos con la vida de su resurrección.

Si pudieran verlo como lo veo yo, y escucharlo como lo escucho yo, ¿tú crees, hijo mío, que algo cambiaría en los hombres, y lo adorarían en la Eucaristía?

Nada cambiaría, hijo mío, porque los hombres que tienen fe ya lo escuchan y ya lo ven en su interior, con su fe. Y los que no tienen fe no creerían, ni aunque resucitara un muerto.

Recuerda que cuando mi Hijo estaba en el mundo muchos lo vieron y lo escucharon, y no creyeron. Y Él permaneció en silencio, como un cordero llevado al matadero. Y, sin embargo, muchos, aunque no lo vieron y no lo escucharon, creyeron.

Por tanto, hijo mío, lo que se necesita no es ver con los ojos del cuerpo, ni meter la mano en el costado, sino tener fe. Dichosos los que creen sin haber visto, porque esos tienen fe.

Hijo mío, yo quiero que el mundo tenga fe cuando vuelva Cristo. Yo pido la fe para ustedes, mis hijos sacerdotes, los amigos de mi Hijo, porque, si ustedes no creen, sus rebaños ¿cómo van a creer? Y esa fe ¿cómo va a crecer si no hacen ustedes oración? La oración mantiene abierto el corazón para ver con los ojos del alma y escuchar la voz de Dios en el interior.

Yo les pido, hijos míos, que reciban la Palabra de mi Hijo, que es misericordia, para que les abra el corazón como espada de dos filos, y escuchen la voz de Dios en su interior. Adoren al Señor en la Eucaristía, y en silencio reciban la gracia que de su Corazón abierto se derrama. Pongan en Cristo su esperanza, y complazcan al Padre con su ministerio y su vida. Y miren la Eucaristía como si fuera un espejo, para que mi Hijo se admire de su fe.

Hijos míos, sacerdotes: yo quiero encontrarme con ustedes, los amigos de mi Hijo.

Los de rostros desfigurados y los de almas marchitas.

Los de rostros endurecidos y los de almas puras.

Los que cargan su cruz y los que han puesto el peso en la espalda de Jesús.

Acompáñenme, para que reciban aliento en su caminar, para poder darles consuelo y esperanza.

Para que mi oración los fortalezca y mi compañía les dé seguridad a sus pasos.

Para que la luz de mi Hijo ilumine su camino, y perseveren en la confianza y en el amor.

Quédense conmigo a los pies de Jesús, y suban a la cruz, para morir al pecado, y vivir en el encuentro eterno del rostro glorificado de mi Hijo amado.

Quiero ser su compañía, para que conozcan y amen, para que crean y adoren, para que se dejen amar por Él, y permanezcan en su amor, como Él permanece en ustedes.

Compartan el sufrimiento de mi alma y el dolor de mi corazón, que al servicio de mi Hijo todo lo convierte en gozo.

Reciban esto como muestra del amor y la misericordia que Dios entrega a sus elegidos, a sus escogidos, a sus más amados».

¡Muéstrate Madre, María!