53. RENUNCIAR Y CONFIAR – PERDER PARA GANAR
VIERNES DE LA SEMANA XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 16, 24-28
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces dará a cada uno lo que merecen sus obras. Yo les aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán, sin haber visto primero llegar al Hijo del hombre como rey”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: el pasaje del Evangelio de hoy se entiende mejor a la luz del pasaje anterior, cuando anunciaste a tus discípulos que ibas a padecer mucho y ser condenado a muerte. San Pedro intentó disuadirte de eso, y tú le hablaste fuerte, diciéndole que su modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres.
Y es que el hombre rechaza naturalmente el sufrimiento, la renuncia, la cruz. Lo que quiere es ganar el mundo entero y salvar su vida.
Pero el modo de pensar de Dios es diferente. Nos pides renunciar a todo, tomar la cruz, perder la vida para seguirte. Nosotros debemos confiar en que darás a cada uno lo que merecen sus obras, y no te dejas ganar en generosidad.
Señor ¿cómo debe ser mi lucha para verdaderamente renunciar a mí mismo y buscar la vida eterna?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote, hijo de hombres y, por mí, hijo de Dios: despójate de todo, hasta de ti mismo, para que te llenes de mí, para que sea yo quien viva en ti. Déjame poseerte, para que vivas en mí como yo vivo en ti.
Renuncia a Satanás, a sus obras y a sus pompas. Renuncia al pecado. Renuncia a tu ego. Renuncia a ti mismo. Carga tu cruz y sígueme.
No permitas que tu egoísmo te domine y te destruya.
Entrégate a mí, para que mueras al mundo y me puedas seguir.
Entrega tu pequeñez en mi grandeza, para que veas cuán grande eres conmigo, para que te sientas digno de merecer el Reino de mi Padre; no por ti, sino por mí; no para ti, sino contigo y conmigo para todas las almas.
Ven a mí, empieza de nuevo, porque yo hago nuevas todas las cosas. Confía en mí.
Encuentra mi presencia en la Eucaristía y llénate de mí, y déjame hacerte mío.
Configúrate conmigo, para que esta fusión sea unión con Dios Padre por el Espíritu Santo, en Trinidad, en el amor.
Déjame llenar tu cuerpo y tu alma, y tu mente y tu corazón, para hacerte digno, para hacerte grande, para hacerte mío. Y deja que mi grandeza reconcilie y salve. Y deja que tu pequeñez te humille ante mi majestad, para que tu debilidad se fortalezca en mí.
Yo me entrego a ti, ser pequeño y frágil, para engrandecerte y fortalecerte.
Yo me entrego a ti, pecador irremediable, para hacerte santo.
Yo me entrego a ti, criatura vacía, para llenarte de amor.
Yo me entrego a ti para amarte, para unirte en la gloria de Dios.
Déjame hacerme presente en medio de la duda, para llevar la verdad.
Déjame hablar en medio de la gente, para llevar mi Palabra.
Déjame actuar frente a los demás, para mediar y para conciliar.
Déjame derramar la misericordia sobre el mundo entero.
Sé dócil y manso de corazón, para que puedas escuchar. Es el Espíritu Santo el que infunde la gracia. Déjalo actuar.
Amigo mío: es la cruz muestra del desprecio, de rechazo, de vergüenza, de humillación.
Es la cruz ejemplo de maltrato, de castigo, de acusación, de juicio, de condena, de muerte despiadada para el malhechor, para el delincuente, pecador, escoria entre los hombres, desecho que contamina.
Y aquí estoy yo, señalado, traicionado, juzgado, condenado y crucificado sin justicia, sin razón. Pero era necesario que el Hijo del hombre fuera repudiado y maltratado de esa manera, para crucificar la inmundicia y el pecado, para destruir la muerte y traerles vida.
No tengas miedo de sentir vergüenza y humillación, de ser despreciado y juzgado como yo, déjate tocar por mí, deja que triture tu corazón, deja que tus lágrimas externen lo que hay en tu interior, para que se vea tu cruz, para que seas ejemplo de fe, porque los frutos de la fe, amigo mío, son las obras. Soy yo, quien vive en ti, soy yo quien te elegí.
Acude a mi Madre, para que por tus obras me vean. Es Ella quien me protegía cuando mi humanidad me hacía frágil y vulnerable, cuando Dios demostró amar tanto al mundo que envió a su único Hijo para nacer como hombre y sacrificarlo como cordero, para el perdón de los pecados.
Y viví en su vientre. Y el Padre confiaba en Ella.
Y crecí en sus brazos. Y el Padre me confió a sus cuidados, y confiaba en Ella.
Y fui crucificado junto a Ella, porque puso enemistad entre la mujer y la serpiente. Y el Padre confiaba en Ella.
Sacerdotes, pastores míos: no me abandonen.
Es en un solo hombre, que se mantuvo al pie de mi cruz acompañando a mi Madre, en quien encontré la esperanza.
Es por él que pude entregarles una Madre a los hombres, y los hombres a Dios como hijos, como hermanos, como la esperanza de un pueblo nuevo, de un pueblo santo.
Que sea ese hombre el ejemplo de lo que espero de ustedes, mis amigos, mis apóstoles: que se queden conmigo, que nunca me abandonen, que acompañen a mi Madre y acepten su compañía, como Madre de misericordia y Madre de la gracia.
Ábranse a la gracia, para que reciban al Espíritu Santo, y tendrán la fuerza y tendrán la fe. Entonces demuestren su fe con obras y anuncien el Reino de los Cielos. Pero no tengan miedo, porque yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Que sea mi cruz ejemplo de lo que deben hacer para renunciar al mundo, tomar su cruz y seguirme.
Renunciar al mundo, poniendo su corazón en el Cielo, que es donde están sus tesoros, renunciando a todo lo que la tentación les ofrece: la riqueza, el poder, la comodidad, la falsa felicidad.
Tomar su cruz de cada día, transformando su fe en obras, demostrando con obras de misericordia que creen en mí y en mi Palabra.
Seguirme, uniendo su cruz a la mía, confiando, perseverando, siendo ejemplo de virtud, de fidelidad y de amor. Que por su fe serán salvados, pero por sus obras serán juzgados.
Sacerdotes: el Padre ha confiado en ustedes y yo les he demostrado mi amistad amándolos hasta el extremo. No me abandonen. Mi esperanza está puesta en ustedes, en su fe, en sus obras, cumpliendo con perfección su ministerio en la virtud, en la fidelidad y en el amor.
Amigos míos, hagan lo que yo les digo».
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Madre nuestra: cuando Jesús decía que era necesario que fuera condenado a muerte, tú sabías, mejor que nadie, de qué género de muerte estaba hablando. Y sufría tu corazón de Madre, no solo por los padecimientos de tu Hijo, sino por la causa de esos padecimientos.
Cuando llegó el momento, estuviste firme al pie de la cruz, mirando el rostro de Jesús, encontrando su mirada, que reflejaba dolor, amor, esperanza. Veías su esfuerzo, su sacrificio, su silencio, su entrega, porque todo lo soportaba.
Tú estabas allí, entregándote con Él, con tu mirada fija en Él, sin importarte la humillación ni el desprecio, consintiendo el momento y aceptando el sufrimiento, ofreciendo a tu Hijo y ofreciéndote con Él.
Tus ojos solo lo veían a Él. Tus oídos solo lo escuchaban a Él. Y junto a ti estaba un hombre que sufría mucho, pero que se mantuvo de pie contigo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: yo también quiero mantenerme de pie contigo. Ayúdame a aceptar mi cruz de cada día, para seguir a Jesús. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: yo estoy al pie de la cruz de mi Hijo, pisando la cabeza de la serpiente, alejando la tentación, mientras lo acompaño junto a los ángeles, que lo protegen para que cumpla su misión, para que persevere en la paciencia de su entrega en la voluntad del Padre, para que sea sostenido por la oración de una Madre, para que sea acompañado por la legión que ha enviado el Padre, mientras el Hijo cumple en obediencia esta entrega de amor, por la cual quedará libre el mundo del pecado y de la muerte en un solo sacrificio y para siempre.
Es la cruz símbolo del amor de Dios al hombre, que por un solo hombre ha redimido a todos, que es el Hijo en unión con el Padre, por el Espíritu Santo, un solo Dios verdadero, y es por este sacrificio que ha hecho nuevas todas las cosas.
Pero miro ahora lo que hay en el corazón de ustedes, hijos míos, sacerdotes.
Algunos lo tienen lleno de egoísmo y ambición.
Es orgullo y es vanidad, es lujuria y es mentira, son malas pasiones y vicios.
Es la miseria de su humanidad derrotada, que debilita su voluntad. Porque están tan ocupados queriendo vivir en el mundo, queriendo conquistar el mundo, queriendo salvar el mundo con sus pocas fuerzas, con su poca inteligencia y con su prepotencia, que no se dan cuenta que el mundo los tiene dominados, cautivos, presos.
Ustedes son partícipes en la salvación del mundo, pero el único Salvador y Redentor es Cristo.
Hijos míos: algunos de ustedes no saben orar, no dedican tiempo para orar, no se dejan amar, no reciben lo que yo les quiero dar, no aceptan su debilidad.
Yo intercedo para que ustedes sepan renunciar a su humanidad:
- para aceptar la fortaleza y la grandeza de la divinidad de Cristo;
- para que sepan vaciarse del mundo y se dejen llenar de amor;
- para que reconozcan en su debilidad la fortaleza de Cristo;
- para que vivan en la alegría del encuentro constante con Cristo;
- para que sean humildes y se dejen encontrar;
- para que sean dóciles y se dejen guiar por el único que es el Camino y la Verdad, por el que la muerte ha sido destruida para darles Vida.
Yo quiero que aprendan la verdad: que al morir al mundo es cuando encuentran la vida; que al renunciar a sí mismos es como mueren al mundo; y al encontrar a Cristo es como tienen vida.
Que es en la oración el encuentro, y abrir los oídos del alma es escuchar con el corazón en el silencio del interior, en donde se vive y en donde se ama, porque es Cristo el tesoro que llevan dentro.
Yo ruego al Padre para que renuncien a ustedes mismos y entreguen su voluntad, y acepten con valor la voluntad de Dios, para que en esa voluntad abracen su cruz cada día, para que en esa cruz encuentren el camino que es vida, para que encuentren a Cristo y lo sigan.
Ruego para que ustedes, que viven en mi jardín, permanezcan y permitan ser cuidados, protegidos, podados y alimentados, para que florezcan y se reconozcan necesitados de la fortaleza de Dios, porque llevan sus tesoros entre sus pétalos, protegidos como en vasijas de barro.
Encontrar misericordia, hijos míos, es renunciar a ustedes mismos, tomar su cruz cada día, y seguir a Cristo, porque el que sigue a Cristo vive en Cristo, como Cristo vive en él. Él es el Buen Pastor, y al que lo sigue nada le falta.
Quiero que por mi amor encuentren la misericordia en la oración; en el Rosario la esperanza; y la fe en la Consagración a mi Inmaculado Corazón.
Al que venga a mí yo le daré la devoción, la disposición y la gracia para el encuentro con Cristo en cada oración, para que Él le muestre el camino y le dé la fuerza.
Yo los acompaño y los auxilio en la perseverancia».
¡Muéstrate Madre, María!