15/12/2024

Lc 2, 22-40

EVANGELIO

Mis ojos han visto al Salvador.

Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 22-400

Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones. 

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: 

“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”. 

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”. 

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. 

Una vez que José y María cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

PREGONES  (Reflexión del Santo Evangelio según san Lucas 2, 22-40)

«El niño que nos ha nacido es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios hecho carne, la Palabra viva, la Luz que vino al mundo para iluminar a todas las naciones, luz que disipa las tinieblas, que ilumina las mentes y los corazones de los hombres, y expone las intenciones de sus corazones.

Él es el Mesías anunciado por los profetas. En Él se cumple toda profecía. Él es el Salvador del que hablan las Escrituras, fuente inagotable de gracia, que se derrama para llevar a las almas de las tinieblas a la luz.

El profeta Simeón, agradeciendo al Señor, recibió esta extraordinaria revelación, que anunció a María, la Madre del Mesías; y no era una maldición, era una profecía en presencia del Mesías: “este niño ha sido puesto como signo de contradicción para dejar al descubierto las intenciones de los corazones; y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”, con lo que revelaba la misión redentora del Hijo de Dios, quien tendría que padecer y sufrir mucho en manos de los hombres; y a la Madre su particular “Getsemaní” le anunciaba. Y ella dijo “sí, hágase Señor tu voluntad en mí”, mientras junto con el niño, a Dios su alma consagraba, aceptando con valor la cruz que se le revelaba, y a su Hijo muriendo crcificado, mientras ella lo acompañaba y en su misión redentora participaba.

Ten tú el valor de entregar tu vida consagrándote al Inmaculado Corazón de María, para que, siendo todo de ella, seas todo de Jesús, porque el Inmaculado Corazón de María está unido indisolublemente al Sagrado Corazón de Jesús.

Medita los siete dolores que traspasaron su alma, y guarda, como ella, todas las cosas en tu corazón, para que la gracia transformante, fruto de esa meditación, transfor-me todo dolor y sufrimiento de tu alma en la alegría de entregar tu vida para servir a Cristo.

Escucha su palabra, que es como una espada de dos filos que penetra tu corazón, y déjate iluminar por su luz, para que alcances la felicidad y la vida eterna por la fe en el Niño Jesús, Hombre verdadero y Dios verdadero».