15/12/2024

Lc 2, 16-21

EVANGELIO

Encontraron a María, a José y al niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron por nombre Jesús.

Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 16-21

En aquel tiempo, los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre. Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño y cuantos los oían, quedaban maravillados. María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.

Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.

Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el nombre de Jesús, aquel mismo que había dicho el ángel, antes de que el niño fuera concebido.

PREGONES (Reflexión del Santo Evangelio según san Lucas 2, 16-21)

«El cielo y la tierra se alegran celebrando la maternidad divina de Santa María. El Rey nos ha nacido, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha nacido de mujer. El Verbo se ha hecho carne.

La Luz ha iluminado al mundo, y todos alaban la maternidad divina de la Virgen María que, por la misericordia de Dios, le ha concedido ser Madre de todos los hombres, para que los que por Él han sido con su sangre comprados y renovados, sean protegidos por los mismos brazos y cuidados de la mujer que lo protegió y lo cuidó a Él, y que por la salvación de ellos participó con Él en su pasión redentora. 

Ella es Madre de la persona del Hijo, que incluye dos naturalezas: humana y divina, segunda persona de la Santísima Trinidad que, con el Padre y el Espíritu Santo, son un solo Dios. Por tanto, la persona es divina, y así es la maternidad: divina. Su nombre es Jesús. Está sobre todo nombre y tiene la fuerza para que, al pronunciarlo, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en todo lugar.

No hay honor más grande que ser la Madre de Dios. Nadie merece mayor respeto y mayor gloria. Nadie merece siquiera pronunciar su nombre, sino para honrarla, alabarla, venerarla, respetarla, bendecirla, glorificarla, recibirla y reconocerla, acogiéndola como verdadera Madre, porque lo es. Su nombre es María, Madre de Dios.

Acompáñala. No hay honor más grande. Y este es el cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu Madre. Honrarla a ella es honrar al Padre, glorificándolo en el Hijo. Contempla en el rostro de la Madre de Dios la perfecta maternidad, ejemplo de toda virtud. Maternidad divina extendida a toda la humanidad como el más grande regalo de Dios, porque a través de ella nos ha traído a su Hijo, y en Él la salvación.

Mira hacia adentro, en el silencio y la intimidad de tu corazón, y medita como ella todas las cosas, para que, en una experiencia permanente de fe, ofrezcas tu vida, haciendo todo por amor de Dios».