EVANGELIO
El publicano regresó a su casa justificado y el fariseo no.
+ Del santo Evangelio según San Lucas: 18, 9-14
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
PREGONES (Reflexión del Santo Evangelio según san Lucas 18, 9-14)
«Jesucristo, el Hijo de Dios, siendo Dios, se humilló ante Dios y ante los hombres en la cruz.
Él, que nunca cometió pecado, se hizo pecado asumiendo los pecados de todos los hombres, haciéndose ofrenda de expiación por los pecados de todos los hombres, para justificarnos a través de su pasión y muerte, en un solo y único sacrificio agradable al Padre, de una vez y para siempre.
Él vino a enseñarnos el camino del amor, para que hagamos lo mismo. Pero Él no nos pide que hagamos un sacrificio como el suyo, sino tan sólo que nos humillemos ante Dios, reconociendo nuestras culpas, pidiendo perdón por nuestros pecados, para que recibamos la eficacia de la cruz -sabiendo que ya hemos sido perdonados, pero aún no han sido por nosotros confesados-, y se requiere que nos reconozcamos necesitados del sacrificio del Hijo de Dios, porque son tan graves nuestras ofensas, que mil sacrificios nuestros no nos alcanzarían para pagar nuestras deudas.
El hombre que se jacta de ser perfecto y dice que no ha pecado, ya cometió pecado, se engaña a sí mismo, la verdad no está en él, lo domina el orgullo y la soberbia, y no puede ser justificado.
Humíllate tú ante Dios, arrepiéntete y cree en el Evangelio. Acude con el corazón contrito al sacramento de la confesión, y pide perdón diciendo: “Señor, ten misericordia de mí, que soy un pecador”. Recibe la absolución de manos del sacerdote, y volverás a tu casa justificado por Cristo, que, a través de su sacrificio, ya pagó por tus pecados. Vete en paz, agradece, y haz el firme propósito de no volver a pecar, pero reconoce tu debilidad.
Pide la gracia para resistir a la tentación, pero permanece alerta, porque tu Señor no merece que lo ofendas ni de obra, ni de palabra, ni de pensamiento, ni de omisión.
Haz un examen de conciencia cada día, reconócete pecador, perdona a los que te ofenden y pide perdón, sé misericordioso, como tu Padre del cielo es misericordioso, porque los misericordiosos recibirán misericordia»