Domingo de Ramos (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN ISIDORO DE SEVILLA (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Homilías del Domingo de Ramos 2013, 2014, 2015 y 2018
- BENEDICTO XVI – TODAS SUS HOMILÍAS DE FIESTAS LITÚRGICAS
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Fidel CATALAN i Catalan (Terrassa, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
LA GENEROSIDAD
Is 50, 4-7; Sal 21, Flp2, 6-11; Mc 14, 1-15, 47
En nuestras lecturas, todo habla de la generosidad. Según el tercer cántico del Siervo de Yahvé, que forma la primera lectura, el Siervo encuentra oposición a su misión, ofensas personales, y adversarios que lo golpean, insultan, y escupen. No obstante, muestra la actitud de un verdadero discípulo de los profetas y de los sabios de Israel: escucha la palabra de Dios para luego transmitirla generosamente. En la Carta a los filipenses, Cristo Jesús es igualmente generoso, pues no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se entregó a sí mismo, generosamente a Dios. En el relato de la pasión del Señor, la generosidad de la mujer que traía un frasco de alabastro con perfume puro de nardo es sólo el primer gesto en una larga narración de generosidad que culmina en el acto supremo de la muerte de Jesús.
1. En este día la Iglesia recuerda la entrada de Cristo nuestro Señor a Jerusalén para consumar su Misterio Pascual. Por lo tanto, en todas las Misas se conmemora esta entrada del Señor mediante una procesión o una entrada solemne, antes de la Misa principal, y por medio de una entrada sencilla antes de las demás Misas. Pero puede repetirse la entrada solemne (no la procesión), antes de algunas otras Misas que se celebren con gran asistencia del Pueblo.
Conviene que donde no pueda hacerse ni procesión ni entrada solemne, se tenga una celebración de la Palabra de Dios, sobre la entrada mesiánica y la Pasión del Señor, ya sea el sábado por la tarde o ya sea el domingo a una hora oportuna.
Conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén
I. Primera forma: Procesión
2. A la hora señalada, los fieles se reúnen en una iglesia menor o en algún otro lugar adecuado, fuera del templo hacia el cual va a dirigirse la procesión. Los fieles llevan ramos en la mano.
3. El sacerdote y los ministros, revestidos con los ornamentos rojos requeridos para la misa, se acercan al lugar donde el pueblo está congregado. El sacerdote, en lugar de casulla, puede usar la capa pluvial, que dejará después de la procesión, y se pondrá la casulla.
4. Entretanto se canta la antífona siguiente u otro cántico adecuado:
ANTÍFONA (Mt 21, 9)
Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en el cielo.
5. Enseguida el sacerdote y los fieles se santiguan mientras el sacerdote dice: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Después el sacerdote saluda al pueblo de la manera acostumbrada y hace una breve exhortación para invitar a los fieles a participar activa y conscientemente en la celebración de este día. Puede hacerlo con estas o semejantes palabras:
Queridos hermanos: Después de habernos preparado desde el principio de la Cuaresma con nuestra penitencia y nuestras obras de caridad, hoy nos reunimos para iniciar, unidos con toda la Iglesia, la celebración anual de los misterios de la pasión y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, misterios que empezaron con la entrada de Jesús en Jerusalén. Acompañemos con fe y devoción a nuestro Salvador en su entrada triunfal a la ciudad santa, para que, participando ahora de su cruz, podamos participar un día de su gloriosa resurrección y de su vida.
6. Después de esta exhortación, el sacerdote, teniendo juntas las manos, dice una de las dos oraciones siguientes:
Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición + estos ramos, para que, quienes acompañamos jubilosos a Cristo Rey, podamos llegar, por él, a la Jerusalén del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
O bien:
Aumenta, Señor Dios, la fe de los que esperan en ti y escucha con bondad las súplicas de quienes te invocan, para que, al presentar hoy nuestros ramos a Cristo victorioso, demos para ti en él frutos de buenas obras. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
Y en silencio rocía los ramos con agua bendita.
7. En seguida el diácono, o en su ausencia el sacerdote, proclama del modo acostumbrado el Evangelio de la entrada del Señor en Jerusalén, según san Marcos o san Juan. Si es oportuno se usa el incienso.
EVANGELIO
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 11, 1-10
Cuando Jesús y los suyos iban de camino a Jerusalén, al llegar a Betfagé y Betania, cerca del monte de los Olivos, les dijo a dos de sus discípulos: “Vayan al pueblo que ven allí enfrente; al entrar, encontrarán amarrado un burro que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo hacen, contéstenle: ‘El Señor lo necesita y lo devolverá pronto’ “.
Fueron y encontraron al burro en la calle, atado junto a una puerta, y lo desamarraron. Algunos de los que allí estaban les preguntaron: “¿Por qué sueltan al burro?”. Ellos les contestaron lo que había dicho Jesús y ya nadie los molestó. Llevaron el burro, le echaron encima los mantos y Jesús montó en él. Muchos extendían su manto en el camino, y otros lo tapizaban con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante de Jesús y los que lo seguían, iban gritando vivas: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en el cielo!”.
Palabra del Señor.
O bien:
+ Del santo Evangelio según san Juan: 12, 12-16
En aquel tiempo, al enterarse la gran muchedumbre que había llegado para la fiesta de que Jesús se dirigía a Jerusalén, cortaron hojas de palmera y salieron a su encuentro, gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel!”.
Habiendo encontrado Jesús un burrito, lo montó, como está escrito: No tengas temor, hija de Sión, mira y que tu rey viene a ti montado en un burrito.
Sus discípulos no entendieron estas cosas al principio, pero cuando Jesús fue glorificado, se acordaron de que habían sido escritas acerca de Él y que ellos las habían cumplido.
Palabra del Señor.
8. Después del Evangelio, si se cree oportuno, puede tenerse una breve homilía. Al iniciar la procesión, el celebrante u otro ministro idóneo pueden hacer una exhortación con estas palabras u otras parecidas:
Queridos hermanos: Imitando a la multitud que aclamaba al Señor, avancemos en paz.
9. Y se inicia la procesión hacia el templo donde va a celebrarse la misa. Si se usa el incienso, el turiferario va adelante con el incensario, en el cual habrá puesto incienso previamente; en seguida, un ministro con la cruz adornada y, a su lado, dos acólitos con velas encendidas. Sigue luego el sacerdote con los ministros y, detrás de ellos, los fieles con ramos en las manos. Al avanzar la procesión, el coro y el pueblo entonan los cánticos siguientes u otros apropiados en honor a Cristo Rey:
ANTÍFONA I
Los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor aclamando: “Hosanna en el cielo”.
Si se cree conveniente, puede alternarse esta antífona con los versículos del salmo 23.
SALMO 23
Del Señor es la tierra y lo que ella tiene, el orbe todo y los que en él habitan, pues Él lo edificó sobre los mares, Él fue quien lo asentó sobre los ríos.
Se repite la antífona
¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo? El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso.
Se repite la antífona
Ése obtendrá la bendición de Dios, y Dios, su salvador, le hará justicia. Ésta es la clase de hombres que te buscan y vienen ante ti, Dios de Jacob.
Se repite la antífona
¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el Rey de la gloria!
Se repite la antífona
Y ¿quién es el Rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso, el Señor, poderoso en la batalla.
Se repite la antífona
¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el Rey de la gloria!
Se repite la antífona
Y ¿quién es el Rey de la gloria? El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
ANTÍFONA II
Los niños hebreos extendían sus mantos por el camino y clamaban: “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor”.
Si se cree conveniente, puede alternarse esta antífona con los versículos del salmo 46.
SALMO 46
Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo.
Se repite la antífona
Fue Él quien nos puso por encima de todas las naciones y los pueblos, al elegirnos como herencia suya, orgullo de Jacob, su predilecto.
Se repite la antífona
Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos.
Se repite la antífona
Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo.
Se repite la antífona
Los jefes de los pueblos se han reunido con el pueblo de Dios, Dios de Abraham, porque de Dios son los grandes de la tierra. Por encima de todo Dios está.
Se repite la antífona
HIMNO A CRISTO REY
¡Que viva mi Cristo,
que viva mi Rey,
que impere doquiera
triunfante su ley! (2)
¡Viva Cristo Rey,
viva Cristo Rey!
1. Mexicanos, un Padre tenemos
que nos dio de la patria la unión,
a ese Padre gozosos cantemos
empuñando con fe su pendón.
2. Demos gracias al Padre que ha hecho
que tengamos de herencia la luz
y podamos vivir en el reino
que su Hijo nos dio por la cruz.
3. Dios le dio el poder, la victoria;
pueblos todos, venid y alabad
a este Rey de los cielos y tierra
en quien sólo tenemos la paz.
4. Rey eterno, Rey universal,
en quien todo ya se restauró,
te rogamos que todos los pueblos
sean unidos en un solo amor.
10. Al entrar la procesión en la iglesia, se canta el responsorio siguiente u otro cántico alusivo a la entrada del Señor en Jerusalén:
RESPONSORIO
R/. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos, anunciando con anticipación la resurrección del Señor de la vida, con palmas en las manos, clamaban: Hosanna en el cielo.
V/. Al enterarse de que Jesús llegaba a Jerusalén, el pueblo salió a su encuentro.
R/. Con palmas en las manos, aclamaban: Hosanna en el cielo.
11. El sacerdote, al llegar al altar, hace la debida reverencia y, si lo juzga oportuno, lo inciensa. Luego se dirige a la sede (se quita la capa pluvial, si la usó, y se pone la casulla) y, omitida toda otra ceremonia, da fin a la procesión diciendo la oración colecta y prosigue la misa de la manera acostumbrada.
II. Segunda forma: Entrada solemne
12. Donde no se pueda hacer la procesión fuera de la iglesia, la entrada del Señor se celebra dentro del templo por medio de una entrada solemne, antes de la misa principal.
13. Los fieles se reúnen ante la puerta del templo, o bien, dentro del mismo templo, llevando los ramos en la mano. El sacerdote, los ministros y algunos de los fieles, van a algún sitio adecuado del templo, fuera del presbiterio, en donde pueda ser vista fácilmente la ceremonia, al menos por la mayor parte de la asamblea.
14. Mientras el sacerdote se dirige al sitio indicado, se canta la antífona “Hosanna al Hijo de David” o algún otro cántico adecuado. Después se bendicen los ramos y se lee el Evangelio de la entrada del Señor en Jerusalén, como se indicó anteriormente. Después del Evangelio, el sacerdote va solemnemente hacia el presbiterio a través del templo, acompañado por los ministros y por algunos fieles, mientras se canta el responsorio “Al entrar el Señor”, u otro cántico apropiado.
15. Al llegar al altar, el sacerdote hace la debida reverencia. En seguida va a la sede y, omitida toda otra ceremonia, dice la colecta de la misa, que prosigue luego de la manera acostumbrada.
III. Tercera forma: Entrada sencilla
16. En todas las demás misas de este domingo, en las que no se hace la entrada solemne, se recuerda la entrada del Señor en Jerusalén por medio de una entrada sencilla.
17. Mientras el sacerdote se dirige al altar, se canta la antífona de entrada con su salmo u otro cántico sobre el mismo tema. El sacerdote, al llegar al altar, hace la debida reverencia, va a la sede y saluda al pueblo. Luego sigue la misa de la manera acostumbrada.
En las misas sin pueblo y en las misas en que no es posible cantar la antífona de entrada, el sacerdote, después de llegar al altar y de haber hecho la debida reverencia, saluda al pueblo, lee la antífona de entrada y prosigue la misa de la manera acostumbrada.
18. ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 23, 9-10)
Seis días antes de la Pascua, cuando el Señor entró en la ciudad de Jerusalén, salieron los niños a su encuentro y llevando en sus manos ramos de palmera aclamaban con fuerte voz: Hosanna en el cielo. Bendito tú, que vienes lleno de bondad y de misericordia.
Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el Rey de la gloria. Y ¿quién es ese Rey de la gloria? El Señor de los ejércitos es el Rey de la gloria. Hosanna en el cielo. Bendito tú, que vienes lleno de bondad y de misericordia.
Cuando no se puede hacer ni la procesión, ni la entrada solemne, es conveniente hacer una celebración de la palabra de Dios, acerca de la entrada mesiánica y de la Pasión del Señor, ya sea el sábado en la tarde, o bien, el domingo, a la hora más oportuna.
LA MISA
19. Después de la procesión o de la entrada solemne, el sacerdote comienza la misa con la oración colecta.
20. ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que nuestro Salvador se hiciera hombre y padeciera en la cruz para dar al género humano ejemplo de humildad, concédenos, benigno, seguir las enseñanzas de su pasión y que merezcamos participar de su gloriosa resurrección. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
La Misa de hoy tiene tres lecturas, y es muy recomendable leerlas todas, a no ser que una razón pastoral aconseje lo contrario.
Dada la importancia de la Pasión del Señor, el sacerdote, en las Misas con pueblo, y de acuerdo con las características de los fieles de cada asamblea, puede omitir una de las dos primeras lecturas, o ambas, y leer sólo la Pasión del Señor, aun en su forma breve.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
No aparté mi rostro de los insultos, y sé que no quedaré avergonzado.
Del libro del profeta Isaías: 50, 4-7
En aquel entonces dijo Isaías: “El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento. Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no he opuesto resistencia ni me he echado para atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.
Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 21
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Todos los que me ven, de mí se burlan; me hacen gestos y dicen: “Confiaba en el Señor, pues que Él lo salve; si de veras lo ama, que lo libre”. R/.
Los malvados me cercan por doquiera como rabiosos perros. Mis manos y mis pies han taladrado y se pueden contar todos mis huesos. R/.
Reparten entre sí mis vestiduras y se juegan mi túnica a los dados. Señor, auxilio mío, ven y ayúdame, no te quedes de mí tan alejado. R/.
A mis hermanos contaré tu gloria y en la asamblea alabaré tu nombre. Que alaben al Señor los que lo temen. Que el pueblo de Israel siempre lo adore. R/.
SEGUNDA LECTURA
Cristo se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó.
De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses: 2, 6-11
Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN (Flp 2, 8-9)
R/. Honor y gloria a ti, Señor Jesús.
Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. R/.
21. Se lee la historia de la Pasión del Señor. No se llevan velas ni incienso, ni se hace al principio el saludo, ni se signa el libro. La lectura la hace un diácono o, en su defecto, el sacerdote. Puede también ser hecha por lectores, reservando al sacerdote, si es posible, la parte correspondiente a Cristo.
Solamente los diáconos piden la bendición del celebrante antes del canto de la Pasión, como se hace antes del Evangelio.
PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN MARCOS
14, 1-15, 47
Andaban buscando apresar a Jesús a traición y darle muerte
Faltaban dos días para la fiesta de Pascua y de los panes ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando una manera de apresar a Jesús a traición y darle muerte, pero decían: “No durante las fiestas, porque el pueblo podría amotinarse”.
Se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura
Estando Jesús sentado a la mesa, en casa de Simón el leproso, en Betania, llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro; quebró el frasco y derramó el perfume en la cabeza de Jesús. Algunos comentaron indignados: “¿A qué viene este derroche de perfume? Podía haberse vendido por más de trescientos denarios para dárselos a los pobres”. Y criticaban a la mujer; pero Jesús replicó: “Déjenla. ¿Por qué la molestan? Lo que ha hecho conmigo está bien, porque a los pobres los tienen siempre con ustedes y pueden socorrerlos cuando quieran; pero a mí no me tendrán siempre. Ella ha hecho lo que podía. Se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el Evangelio, se recordará también en su honor lo que ella ha hecho conmigo”.
Le prometieron dinero a Judas Iscariote
Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús. Al oírlo, se alegraron y le prometieron dinero; y él andaba buscando una buena ocasión para entregarlo.
¿Dónde está la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?
El primer día de la fiesta de los panes ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le preguntaron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”. Él les dijo a dos de ellos: “Vayan a la ciudad. Encontrarán a un hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo y díganle al dueño de la casa en donde entre: ‘El Maestro manda preguntar: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?’. Él les enseñará una sala en el segundo piso, arreglada con divanes. Prepárennos allí la cena”. Los discípulos se fueron, llegaron a la ciudad, encontraron lo que Jesús les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Uno de ustedes, que está comiendo conmigo, me va a entregar
Al atardecer, llegó Jesús con los Doce. Estando a la mesa, cenando, les dijo: “Yo les aseguro que uno de ustedes, uno que está comiendo conmigo, me va a entregar”. Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro: “¿Soy yo?”. Él respondió: “Uno de los Doce; alguien que moja su pan en el mismo plato que yo. El Hijo del hombre va a morir, como está escrito: pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre! ¡Más le valiera no haber nacido!”.
Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre, sangre de la nueva alianza
Mientras cenaban, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen: esto es mi cuerpo”. Y tomando en sus manos una copa de vino, pronunció la acción de gracias, se la dio, todos bebieron y les dijo: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos. Yo les aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”.
Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres
Después de cantar el himno, salieron hacia el monte de los Olivos y Jesús les dijo: “Todos ustedes se van a escandalizar por mi causa; como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas; pero cuando resucite iré por delante de ustedes a Galilea”. Pedro replicó: “Aunque todos se escandalicen, yo no”. Jesús le contestó: “Yo te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres”. Pero él insistía: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”. Y los demás decían lo mismo.
Empezó a sentir terror y angustia
Fueron luego a un huerto, llamado Getsemaní, y Jesús dijo a sus discípulos: “Siéntense aquí mientras hago oración”. Se llevo a Pedro, a Santiago y a Juan; empezó a sentir terror y angustia, y les dijo: “Tengo el alma llena de una tristeza mortal. Quédense aquí, velando”. Se adelantó un poco, se postró en tierra y pedía que, si era posible, se alejara de Él aquella hora. Decía: “Padre, tú lo puedes todo: aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”.
Volvió a donde estaban los discípulos, y al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro: “Simón, ¿estás dormido? ¿No has podido velar ni una hora? Velen y oren, para que no caigan en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. De nuevo se retiró y se puso a orar, repitiendo las mismas palabras. Volvió y otra vez los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados de sueño; por eso no sabían qué contestarle. Él les dijo: “Ya pueden dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora. Miren que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya está cerca el traidor”.
Deténganlo y llévenlo bien sujeto
Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, y con él, gente con espadas y palos, enviada por los sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado una contraseña, diciéndoles: “Al que yo bese, ése es. Deténganlo y llévenselo bien sujeto”. Llegó, se acercó y le dijo: “Maestro”, y lo besó. Ellos le echaron mano y lo apresaron. Pero uno de los presentes desenvainó la espada y de un golpe le cortó la oreja a un criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo: “¿Salieron ustedes a apresarme con espadas y palos, como si se tratara de un bandido? Todos los días he estado entre ustedes, enseñando en el templo y no me han apresado. Pero así tenía que ser para que se cumplieran las Escrituras”. Todos lo abandonaron y huyeron. Lo iba siguiendo un muchacho, envuelto nada más con una sábana y lo detuvieron; pero él soltó la sábana y se les escapó desnudo.
¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote y se reunieron todos los pontífices, los escribas y los ancianos. Pedro lo fue siguiendo de lejos, hasta el interior del patio del sumo sacerdote y se sentó con los criados, cerca de la lumbre, para calentarse.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban una acusación contra Jesús para condenarlo a muerte y no la encontraban. Pues, aunque muchos presentaban falsas acusaciones contra Él, los testimonios no concordaban. Hubo unos que se pusieron de pie y dijeron: “Nosotros lo hemos oído decir: ‘Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro, no edificado por hombres’ “. Pero ni aun en esto concordaba su testimonio. Entonces el sumo sacerdote se puso de pie y le preguntó a Jesús: “¿No tienes nada que responder a todas esas acusaciones?”. Pero Él no le respondió nada. El sumo sacerdote le volvió a preguntar: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?”. Jesús contestó: “Sí lo soy. Y un día verán cómo el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo”. El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras exclamando: “¿Qué falta hacen ya más testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece?”. Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara lo abofeteaban y le decían: “Adivina quién fue”, y los criados también le daban de bofetadas.
No conozco a ese hombre del que ustedes hablan
Mientras tanto, Pedro estaba abajo, en el patio. Llegó una criada del sumo sacerdote, y al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente y le dijo: “Tú también andabas con Jesús Nazareno”. El lo negó, diciendo: “Ni se ni entiendo lo que quieres decir”. Salió afuera hacia el zaguán, y un gallo cantó. La criada, al verlo, se puso de nuevo a decir a los presentes: “Ése es uno de ellos”. Pero él lo volvió a negar. Al poco rato, también los presentes dijeron a Pedro: “Claro que eres uno de ellos, pues eres Galileo”. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar: “No conozco a ese hombre del que hablan”. En seguida, cantó el gallo por segunda vez. Pedro se acordó entonces de las palabras que le había dicho Jesús: ‘Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres’, y rompió a llorar.
¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?
Luego que amaneció, se reunieron los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el sanedrín en pleno para deliberar. Ataron a Jesús, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Éste le preguntó: “¿Eres tú el rey de y los judíos?”. Él respondió: “Sí lo soy”. Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús ya no le contestó nada, de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Durante la fiesta de Pascua, Pilato solía soltarles al preso que ellos pidieran. Estaba entonces en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en un motín. Vino la gente y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les dijo: “¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?”. Porque sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato les volvió a preguntar: “¿Y qué voy a hacer con el que llaman rey de los judíos?”. Ellos gritaron: “¡Crucifícalo!”. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte:
“¡Crucifícalo!”. Pilato, queriendo dar gusto a la multitud les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran.
Le pusieron una corona de espinas
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio, al pretorio, y reunieron a todo el batallón. Lo vistieron con un manto de color púrpura, le pusieron una corona} de espinas que habían trenzado, y comenzaron a burlarse 1.2 de Él, dirigiéndole este saludo: “¡Viva el rey de los judíos!”. Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante Él. Terminadas las burlas, le quitaron aquel manto de color púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
Llevaron a Jesús al Gólgota
Entonces forzaron a cargar la cruz a un individuo que pasaba por ahí de regreso del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir “lugar de la Calavera”). Le ofrecieron vino con mirra, pero Él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echando suertes para ver qué le tocaba a cada uno.
Fue contado entre los malhechores
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: Fue contado entre los malhechores.
Ha salvado a otros y a sí mismo no se puede salvar
Los que pasaban por ahí, lo injuriaban meneando la cabeza y gritándole: “¡Anda! Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de ÉL y le decían: “Ha salvado a otros, pero a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. Hasta los que estaban crucificados con Él también lo insultaban.
Y dando un fuerte grito, Jesús expiró
Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: “Eloi, Eloí, ¿lema sabactani?” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Miren, está llamando a Elías”. Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: “De veras este hombre era Hijo de Dios”.
Había también ahí unas mujeres que estaban mirando todo desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María (la madre de Santiago el menor y de José) y Salomé, que cuando Jesús estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y además de ellas, otras muchas que habían venido con Él a Jerusalén.
José tapó con una piedra la entrada del sepulcro
Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro distinguido del sanedrín, que también esperaba el Reino de Dios. Se presentó con valor ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó de que ya hubiera muerto, y llamando al oficial, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto. Informado por el oficial, concedió el cadáver a José. Este compró una sábana, bajó el cadáver, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro excavado en una roca y tapó con una piedra la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de José, se fijaron en dónde lo ponían.
Palabra del Señor.
22. Después de la lectura de la Pasión, puede tenerse, si se cree oportuno, una breve homilía. También se puede guardar un momento de silencio.
23. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que la pasión de tu Unigénito, Señor, nos atraiga tu perdón, y aunque no lo merecemos por nuestras obras, por la mediación de este sacrificio único, lo recibamos de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
24. PREFACIO
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.
El cual, siendo inocente, se dignó padecer por los pecadores y fue injustamente condenado por salvar a los culpables; con su muerte borró nuestros delitos y, resucitando conquistó nuestra justificación.
Por eso, te alabamos con todos los ángeles y te aclamamos con voces de Júbilo diciendo:
Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de su gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.
25. ANTIFONIA DE LA COMUNIÓN (Mt 26, 42)
Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este cáliz, hágase tu voluntad.
26. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Tú que nos has alimentado con esta Eucaristía, y por medio de la muerte de tu hijo nos das la esperanza de alcanzar lo que la fe nos promete, concédenos, Señor, llegar, por medio de su resurrección, a la meta de nuestras esperanzas Por Jesucristo, nuestro Señor.
27. ORACIÓN SOBRE EL PUEBLO
Dios y Padre nuestro, mira con bondad a esta familia tuya por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse a sus verdugos y padecer el tormento de la cruz. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Entrada del Mesías en Jerusalén (Mc 11, 1-10)
Procesión
Los seis capítulos finales del Evangelio de Marcos relatan la actividad de Jesús durante los últimos días de su vida terrena en Jerusalén. La estructura de estos capítulos es la de la Semana Santa. Por eso, la liturgia de la Iglesia revive puntualmente estos acontecimientos, desde el Domingo de Ramos hasta el gran día de la Pascua de Resurrección: «La Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”, “Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana Santa es llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1169).
Con la entrada en Jerusalén, Jesús se manifiesta como el Mesías prometido (cfr Za 9,9). Pero, además, con sus gestos, deja intuir la grandeza de su ser. En efecto, las multitudes, como antes Bartimeo (10,47-48), le tienen como el Mesías descendiente de David. Jesús anticipa ahora una corrección a ese título que después hará explícita (12,35-37), llamándose a sí mismo «Señor» (v. 3) y mostrando su efectivo señorío sobre las criaturas. Sin embargo, es un señorío que no se impone por la fuerza, sino que respeta la libertad del hombre: «Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 450).
El valor del sufrimiento (Is 50,4-7)
1ª lectura
Después de que el segundo canto del siervo haya glosado la misión del siervo (cfr Is 49,6), ahora el tercero reclama la atención para la propia persona del siervo. El poema está bien construido en tres estrofas que comienzan del mismo modo: «El Señor Dios» (vv. 4.5.7), y con una conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo ha aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo permanecerá, mientras que sus adversarios se desvanecen.
Los evangelistas vieron cumplidas en Jesucristo las palabras de este canto, especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone en boca de Nicodemo el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: «Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2b). Pero, sobre todo, la descripción de los sufrimientos que ha afrontado el siervo resuena en el corazón de los primeros cristianos al meditar la Pasión de Jesús y recordar que «comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas» (Mt 26,67), y que más adelante los soldados romanos «le escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza» (Mt 27,30; cfr también Mc 15,19; Jn 19,3). San Pablo hace alusión al v. 9, al aplicar a Cristo Jesús la función de interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cfr Rm 8,33).
San Jerónimo, subrayando la docilidad del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: «Esa disciplina y estudio le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas» (Commentarii in Isaiam 50,4).
Obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 6-11)
2ª lectura
Éste es uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo. Quizá es un himno utilizado por los primeros cristianos que San Pablo retoma. En él se canta la humillación y la exaltación de Cristo. El Apóstol, teniendo presente la divinidad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad y obediencia. «¿Qué hay de más humilde —se pregunta San Gregorio de Nisa— en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra pobre naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo entero no encuentra lugar en la posada (...); el puro e incorrupto se reviste de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras necesidades, llega hasta la experiencia de la muerte» (De beatitudinibus 1).
Se evoca el contraste entre Jesucristo y Adán, que siendo hombre ambicionó ser como Dios (cfr Gn 3,5). Por el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo» (v. 7). «Al afirmar que se anonadó no indicamos otra cosa, sino que tomó la condición de siervo, no que perdiera la divina. Permaneció inmutable la naturaleza en la que, existiendo en condición divina, es igual al Padre, y asumió la nuestra mudable, en la cual nació de la Virgen» (S. Agustín, Contra Faustum 3,6).
La obediencia de Cristo hasta la cruz (v. 8) repara la desobediencia del primer hombre. «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y Sabiduría del Padre, que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la existencia del mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo obediente hasta la muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con ella podían alcanzar la salvación» (Orígenes, De principiis 3,5,6).
Dios Padre, al resucitar a Jesús y sentarlo a su derecha, concedió a su Humanidad el poder manifestar la gloria de la divinidad que le corresponde —«el nombre que está sobre todo nombre», es decir, el nombre de Dios—. Sin embargo, «esta expresión “le exaltó” no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo (...). Términos como “humillado” y “exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (S. Atanasio, Contra Arianos 1,41).
Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder, y los hombres deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana: «Jesucristo es el Señor». La palabra griega Kyrios empleada por San Pablo en esta fórmula es utilizada por la antigua versión griega llamada de los Setenta para traducir del hebreo el nombre de Dios. De ahí que esa fórmula sea una proclamación de que Jesucristo es Dios.
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos (14, 1 – 15, 47)
Estos episodios de la pasión han sido objeto frecuente de meditación por parte de los santos. Leerlos es vivirlos y extraer propósitos para nuestra vida diaria: «Imitemos su pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz. Si eres Simón Cireneo, coge tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con Él como un ladrón, como el buen ladrón confía en tu Dios. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que, fuera, quede muerto el murmurador con sus blasfemias. Si eres José de Arimatea, reclama el cuerpo del Señor a quien lo crucificó, y haz tuya la expiación del mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el cuerpo, y úngelo con ungüentos. Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra quitada, y verás también quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús» (S. Gregorio Nacianceno, In Sanctum Pascha 45,23-24).
14,1-11. Casi desde el inicio del ministerio público del Señor algunos escribas, príncipes de los sacerdotes, etc., buscaban «cómo perderle» (3,6). Esta decisión se ha hecho más persistente en los últimos días (11,18; 12,12). Ahora deciden prenderle «con engaño» (v. 1) y encuentran un aliado en Judas, que comienza a buscar el momento oportuno para hacerlo (v. 11). El episodio no puede dejar de ser un toque de atención para nosotros: «Hoy muchos miran con horror el crimen de Judas, como cruel y sacrílego, que vendió por dinero a su Maestro y a su Dios; y, sin embargo, no se dan cuenta de que, cuando menosprecian por intereses humanos los derechos de la caridad y de la verdad, traicionan a Dios, que es la caridad y la verdad misma» (S. Beda, Homiliae 2,43).
Entre estos dos momentos se encuadra la unción de Jesús por parte de una mujer en Betania (vv. 3-9). El evangelista subraya dos cosas: la generosidad de la mujer (v. 3) y las reacciones de los demás. El gesto de la mujer forma parte de la antigua hospitalidad oriental que honraba a los huéspedes ilustres con agua perfumada. Su delicadeza y su generosidad son interpretadas por algunos como un derroche (v. 4). También Jesús interpreta el gesto de manera distinta a la mujer (v. 8). Sin embargo, afirma enseguida que aquella no se ha equivocado y, en cambio, los hombres que la juzgan sí. En las relaciones con Dios, la generosidad no se equivoca nunca; el cálculo y la tacañería se equivocan siempre: «Como Él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le dan; mas no se da a Sí del todo hasta que ve que nos damos del todo a Él» (Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección 48,4).
«Dondequiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya» (v. 9). El Evangelio es la buena noticia de la actuación maravillosa de Dios a través de las acciones y las palabras de Jesucristo; pero esa actuación comporta también el anuncio de acciones menudas, como ésta, en relación con Jesucristo: «En todas las iglesias escuchamos el elogio de esta mujer (...). El hecho no era extraordinario, ni la persona importante, ni había muchos testigos, ni el lugar era atrayente, porque no ocurrió en un teatro, sino en una casa particular (...). A pesar de todo, esta mujer tiene hoy mayor celebridad que todas las reinas y todos los reyes, y el tiempo nunca borrará el recuerdo de lo que hizo» (S. Juan Crisóstomo, Adversus Iudaeos 5,2).
14,12-21. Las indicaciones de Jesús para preparar la Pascua (vv. 13-16) y, sobre todo, el anuncio de la traición de Judas como cumplimiento de las Escrituras (vv. 18.21), muestran hasta qué punto están implicados los planes de Dios y las acciones humanas. «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos en Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2,23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3,13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 599). Es el misterio del plan de Dios que, sin embargo, no violenta la libertad humana por la que somos responsables de nuestras acciones: «Dios creó buenos a todos los seres que hizo, pero cada uno se hace bueno o malo por su propia elección. Pues bien, si el Señor dijo: Más le valdría a ese hombre no haber nacido, no maldice su propia creación, sino la maldad que le sobrevino en virtud de la elección y negligencia propias de la criatura» (S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa 4,21).
14,22-25. Marcos es el más sobrio de los evangelios sinópticos a la hora de narrar la institución de la Eucaristía (cfr Mt 26,26-29; Lc 22,14-20 y notas). De todas formas, a la luz de la muerte y la resurrección, el sentido sacrificial de los gestos y palabras de Jesucristo debió ser claro para los Apóstoles: «La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del “cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 613). Este sacrificio es, propiamente, el sacrificio de la cruz, en el que Cristo es a la vez Sacerdote y Víctima. En la Última Cena, Jesús lo anticipa de modo incruento, y en la Santa Misa se renueva, ofreciéndose, también de modo incruento, la víctima, ya inmolada en la Cruz. El Concilio de Trento lo propone así: «Si alguno dijere que en el Sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que el dársenos a comer Cristo, sea anatema» (De SS. Missae sacrificio, can. 1).
Las palabras del Señor excluyen cualquier interpretación en sentido simbólico o metafórico. Así lo ha entendido desde siempre la Iglesia: «Esto es mi cuerpo. A saber, lo que os doy ahora y que ahora tomáis vosotros. Porque el pan no solamente es figura del Cuerpo de Cristo, sino que se convierte en este mismo Cuerpo, según ha dicho el Señor: El pan que yo daré es mi propia carne (Jn 6,51). Por eso el Señor conserva las especies de pan y vino, pero convierte a éstos en la realidad de su carne y de su sangre» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Marci, ad loc.).
14,26-31. En la Cena Pascual judía se cantan unas oraciones llamadas Hallel que incluyen los Salmos 113-118: la última parte se recita al final de la cena. Tras esto Jesús predice el abandono de sus discípulos, aunque les reconforta con el anuncio de la resurrección y el nuevo comienzo de la misión en Galilea. El evangelista recuerda la protesta de los Apóstoles (v. 31) y, en especial, la de Pedro (vv. 29-31). A lo largo del relato, San Marcos anotará el puntual cumplimiento del vaticinio: el abandono de los discípulos (14,50), la negación de Pedro (14,66-72) y la nueva misión desde Galilea (16,7).
Sólo Marcos trae el detalle de los dos cantos del gallo (v. 30), y la doble insistencia de Pedro (vv. 29.31) en que no le iba a traicionar. Es un indicio más de la relación del Evangelio de Marcos con la predicación de San Pedro y una muestra de la humildad del Apóstol: «Marcos cuenta con mayor precisión la flaqueza de Pedro y cómo estaba muerto de miedo; todo lo cual lo sabía él del mismo Pedro pues Marcos fue su discípulo. Hecho muy digno de admiración, que no sólo no ocultara la debilidad de su maestro, sino que por ser su discípulo lo contara más claramente que los otros evangelistas (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 85,1).
14,32-42. En la soledad del huerto de Getsemaní, la intensidad de los sentimientos por lo que va a ocurrir invade a Jesús. El evangelista nos dice que Jesús «comenzó a afligirse y a sentir angustia» (v. 33) y que los tres discípulos, desconcertados, no consiguen vencer el sueño (vv. 37.40-41). Pero Jesús se sobrepone y acude a la oración. Marcos recoge esta invocación filial (v. 36): «¡Abbá, Padre! Todo te es posible». Jesús se dirige a Dios con el mismo nombre con que los hijos se dirigían íntimamente a sus padres. Por eso, su plegaria es un acto de abandono y de confianza: «La confianza filial se prueba en la tribulación, particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2734). Jesús reza y pide a sus discípulos que recen: orar es un medio imprescindible para superar las tentaciones y mantenernos fieles a Dios: «Si el Señor nos dijera solamente velad, pensaríamos que podíamos hacerlo todo nosotros mismos; pero, cuando añade orad, nos muestra que, si Él no cuida de nuestras almas en el tiempo de la tentación, en vano velarán quienes cuiden de ella (cfr Sal 127,1)» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 11,1).
Como los santos, también podemos imaginar, a través del texto, los sentimientos del Señor: «Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre Él: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo, esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, (...) incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el inefable dolor de su Madre queridísima» (Sto. Tomás Moro, La agonía de Cristo, ad loc.).
Pero no sólo debemos mirar al Señor. Hay que mirar a nuestro alrededor. Hoy, como ayer, podemos dejarle solo mientras otros se apresuran a combatirlo: «Vuelve Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas el traidor, se mantenía bien despierto. (...) Son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (...), se mantienen bien despiertos» (ibidem).
14,43-52. El sobrio relato del prendimiento parece indicar que Jesús lo había esperado y no ofrece resistencia. Por eso, por encima de la traición de Judas y de la doblez de quienes van a prenderle de noche, Jesús ve en esos gestos el cumplimiento de las Escrituras (cfr Is 52,13-53,12; Sal 41,10). Sólo Marcos recoge el detalle del joven que escapó desnudo (vv. 51-52). Muchos autores han visto en él una alusión al propio evangelista. En todo caso, representa un intento fallido —al que seguirá enseguida el de Pedro— de seguir a Cristo. En la hora de la entrega, Jesús está solo. Y no podemos olvidar que el camino de Jesús es también el camino del cristiano: «Estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 301).
14,53-72. Éste es un momento central en el segundo evangelio. Los jefes del pueblo acusan a Jesús de profetizar la destrucción del Templo y su sustitución por otro (v. 58). Aunque el cargo sea falso (cfr v. 57), la condena a muerte de Jesús conduce al sacrificio de la cruz y, por tanto, al verdadero culto en el nuevo Templo: «Lejos de haber sido hostil al Templo, donde expuso lo esencial de su enseñanza, Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro, a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia. Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: “Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 586).
El episodio tiene su punto culminante en los vv. 61-62. Jesús ha callado ante las acusaciones absurdas, pero ante la pregunta inequívoca del sumo sacerdote confiesa que es el Mesías, y no sólo eso, sino que es el Mesías trascendente entrevisto por Daniel (Dn 7,13-14). Además, la expresión «Yo soy» con que contesta a Caifás puede tener una significación más profunda, pues «Yo soy» es traducción de Yhwh, el nombre propio de Dios (cfr Ex 3,14).
Después, el texto recoge con detalle las negaciones de Pedro (vv. 66-72). La tradición que ve los recuerdos del Apóstol en el origen del Evangelio de Marcos tiene en este pasaje un buen argumento. Los versículos iniciales (vv. 53-54) han presentado a los dos personajes: Jesús y Pedro. Después, el evangelista ofrece el contraste entre los dos: Jesús es acusado con falsedades, pero confiesa la verdad y por ello es condenado a muerte por el sumo sacerdote y escarnecido por los criados (vv. 55-65); a Pedro se le imputa un hecho verdadero, pero niega a Jesús con la mentira y sale indemne del juicio de la criada (vv. 66-72). Se hace evidente que la grandeza de Pedro no le viene de su fortaleza sino de su contrición (v. 72; cfr Jn 21,15-19). «Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él las amarguras del dolor» (S. Agustín, Sermones 295,3). Pero el vínculo de Pedro con Cristo recogido en el segundo evangelio es más profundo: con el relato de sus debilidades, San Marcos nos recuerda que Pedro, en cuanto pecador, es también el primero que ha experimentado la salvación obrada por Jesucristo: «Dios permitió que aquel a quien había dispuesto para presidir la Iglesia tuviera miedo ante el dicho de una criada y Le negara. Sabemos con certeza que esto fue trazado por una providencia llena de piedad; para que quien había de ser pastor de toda la Iglesia, aprendiera en su culpa cómo debería él compadecerse de los otros. Por eso, primero le hizo conocerse a sí mismo, y después le puso al frente de los demás, para que con su flaqueza aprendiera cuán misericordiosamente debía soportar las debilidades de los demás» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2,21,4).
15,1-15. Históricamente, el proceso y la muerte de Jesús debieron de ser desconcertantes para todos: para los discípulos, para la muchedumbre, etc. ¿Cómo es posible que sucediera aquello? Marcos ofrece de estos acontecimientos un relato sobrio, al hilo de las acciones de los personajes que participaron en el drama: las autoridades de Israel lo entregaron (v. 1) por envidia (v. 10), aun a costa de salvar a un homicida (vv. 6-7); la muchedumbre no es sino un altavoz de aquella irracionalidad que condena a una muerte violenta sin causa alguna (vv. 13-14); finalmente, Pilato, un indolente, que está admirado por Jesús (v. 5) y parece que quiere salvarle (v. 9), le condena por una razón que no es razón alguna: contentar a la muchedumbre (v. 15). El evangelista, al narrar estas acciones y la actitud de Jesús ante ellas, apunta a la verdadera explicación del suceso: la muerte de Jesús es consecuencia del pecado del hombre, y Jesús la acepta por amor, como expiación de ese pecado: «Jesús acude espontáneamente a la pasión que de Él estaba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos. (...) Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no quiso hacerlo, por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para prenderlo se esfumó. (...) También sufrió con paciencia que unos hombres doblemente serviles le pegaran en la cabeza. Fue abofeteado, escupido, injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión (...). Con todos estos sufrimientos nos procuraba la salvación. Porque todos los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus obras; pero Él, inmune de todo pecado, Él, que caminó hasta el fin por el camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando en la cruz el decreto de la antigua maldición» (Teodoreto de Ciro, De incarnatione Domini 26).
«Les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado» (v. 15). Expresión tan concisa como significativa. También aquí, con San Agustín, se puede percibir la paradoja que supone la condena de Jesús: «Al ladrón se le dio libertad, a Cristo se le condenó. Recibió perdón el criminal y es condenado el que perdonó los crímenes de todos los que hicieron confesión de ellos» (In Ioannis Evangelium 31,11). La palabra «entregar» viene en los cuatro evangelios (cfr Mt 27,26; Lc 23,24-25; Jn 19,16), recorre el de Marcos (9,31; 10,33; 14,21.41), todo el Nuevo Testamento, y después la enseñanza cristiana (cfr nota a 14,12-21). Parece, por tanto, que son los hombres —Pilato— los que entregan a Jesús a la muerte; pero en realidad es Dios quien lo entrega para nuestra salvación: «Tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que Él aceptó voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que Él mismo se ofreció, fue destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a Ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz» (S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa 50).
15,16-20. Tras el rechazo de los judíos —los príncipes (cfr 14,64) y la gente (cfr 15,11-15)—, el evangelista señala ahora el de los soldados gentiles (cfr nota a Mt 27,27-31). Dentro de la sobriedad del relato, el evangelista ha anotado las burlas en el palacio del sumo sacerdote (14,65), los azotes de Pilato (15,15), y ahora las groserías de los soldados. Éstos se burlan de la realeza de Jesús, pero «sus oprobios han borrado los nuestros, sus ligaduras nos han hecho libres, su corona de espinas nos ha conseguido la diadema del Reino, y sus heridas nos han curado» (S. Jerónimo, en Catena aurea, ad loc.).
Los soldados hacen escarnio de la realeza de Jesús, pero, sin saberlo, le confiesan como lo que es: Rey. «Cuando lo vistieron de púrpura para burlarse de Él cumplieron lo profetizado: era Rey. Y aunque lo hicieron para burlarse de Él, consiguieron que se adaptase a Él el símbolo de la dignidad regia. Y aunque le perforaron con una corona de espinas, sin embargo, fue una corona, y fue coronado por unos soldados como los reyes son proclamados por los soldados» (S. Cirilo de Jerusalén, Homilia in paralyticum 12).
15,21-41. La crucifixión era un suplicio singularmente atroz. Cicerón (Pro Rabirio 5,16) dice que es «la muerte más cruel y terrible». Sin embargo, los evangelistas no se detienen en calificativos: se interesan más en narrar el hecho y sus consecuencias para la salvación que en recordar el horror de los sucesos. La narración de Marcos recuerda puntualmente en qué momento ocurrió cada cosa: en la hora tercia, entre las nueve y las doce de la mañana, le crucificaron (v. 25), en la sexta, entre las doce y las tres, la tierra se cubrió de tinieblas (v. 33) y en la nona, de las tres a las seis de la tarde, murió (v. 34). También señala otros detalles como el de los hijos de Simón de Cirene, conocidos por los lectores del evangelio (Rm 16,13). Sin embargo, es la frase del Señor en la cruz (v. 34) la que ofrece la clave para entender lo ocurrido. «Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?» es el primer verso del salmo 22. Este salmo cuenta la historia de un justo perseguido que, sin embargo, triunfará: conseguirá que con sus sufrimientos el Señor sea alabado en toda la tierra (Sal 22,31) y se anuncie la justicia en el pueblo que está por nacer (Sal 22,28-32). Entre los oprobios que sufren el justo perseguido y Jesús están: el escarnio de la gente (Sal 22,8; v. 29), la burla por invocar a Dios (Sal 22,9; vv. 31-32.36), el reparto de las vestiduras (Sal 22,19; v. 24), etc. El triunfo de la misión de Cristo lo ve Marcos en los dos acontecimientos que siguen a la muerte del Señor: la ruptura del velo del Templo (v. 38), que simboliza la desaparición de las barreras entre el pueblo de Dios y los gentiles (cfr Sal 22,31), y la confesión de la divinidad de Jesús por parte de un gentil (v. 39), que señala cómo todas las gentes pueden confesar a Dios (cfr Sal 22,28-30). Se entiende de esta manera la paradoja que Jesús había intentado enseñar a sus discípulos: Él es el Mesías y el Hijo de Dios (cfr 1,1), pero su victoria está estrechamente ligada a la cruz. «¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella podemos admirar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. (...) Porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella, los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte» (S. León Magno, Sermo 8 de Passione Domini 7).
Como en casi todos los momentos del relato de la pasión, el evangelista pone en contraste la actitud de las diversas personas ante Jesús: los que pasan le injurian (v. 29), los príncipes de los sacerdotes y los escribas se burlan (v. 31), los malhechores crucificados con Él le insultan (v. 32); incluso un gesto que podía ser de compasión, en la pequeñez de aquellas personas, se transforma en una necia bufonada (v. 36). Frente a ellos, un soldado gentil confiesa que Jesús era Hijo de Dios (v. 39). Pero son sobre todo las mujeres las que quedan elogiadas en la escena: antes le habían seguido y le habían servido (v. 41), y ahora contemplan impotentes y anonadadas (cfr v. 40) la muerte del ser querido. No es extraño que al meditar y revivir este suceso, los autores cristianos se fijaran en ellas. San Agustín, por ejemplo, dirigiéndose figuradamente a ellas, les dice: «Mirad la belleza de vuestro amante, contempladle igual al Padre y sumiso a la voluntad de la Madre; imperando sobre los cielos y viniendo a servir a la tierra; creando todas las cosas y siendo creado entre ellas. Lo que los soberbios rieron como ilusorio, mirad qué bello es: con la luz interior de vuestra alma mirad las heridas del crucificado, la sangre del que muere, el precio de la fe y el importe de nuestro rescate. Pensad cuál será el valor de todas esas cosas; ponderadlo en la balanza de la caridad. Y todo el amor que tendríais para regalar a vuestro esposo prodigádselo a Él» (De sancta virginitate 54-55,55).
Algunos manuscritos añaden (v. 28): «Y se cumplió la escritura que dice: Fue contado entre los malhechores» (cfr Lc 22,37).
15,42-47. Tres notas subraya el evangelio a propósito de la sepultura de Jesús. En primer lugar, la actitud de José de Arimatea, miembro del Sanedrín. En los otros evangelios se nos dice que era rico (Mt 27,57), discípulo del Señor aunque oculto (Jn 19,38), bueno y justo, y que no había participado en la condena de Jesús (Lc 23,50-51). San Marcos prefiere subrayar su audacia (v. 43) al pedir a Pilato el cuerpo del Señor: «José de Arimatea y Nicodemus visitan a Jesús ocultamente a la hora normal y a la hora de triunfo. Pero son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo —audacter— con audacia, a la hora de la cobardía. —Aprende» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 841).
En segundo lugar, el evangelista señala la verdadera muerte de Jesús, verificada incluso por Pilato (vv. 44-45). Frente a cualquier tipo de docetismo —que negaba la verdadera Humanidad de Cristo—, los primeros cristianos afirmaban la verdadera muerte y la verdadera resurrección del Señor: «Tapaos, pues, los oídos cuando oigáis hablar de cualquier cosa que no tenga como fundamento a Cristo Jesús, descendiente del linaje de David, hijo de María, que nació verdaderamente, que comió y bebió como hombre, que fue perseguido verdaderamente bajo Poncio Pilato y verdaderamente también fue crucificado y murió, en presencia de los moradores del cielo, de la tierra y del abismo y que resucitó verdaderamente de entre los muertos por el poder del Padre. Este mismo Dios Padre nos resucitará también a nosotros, que amamos a Jesucristo, a semejanza del mismo Jesucristo, sin el cual no tenemos la vida verdadera» (S. Ignacio de Antioquía, Ad Traianos 8-9).
Finalmente, el texto menciona el sepulcro (vv. 46-47). Los judíos ricos solían construir los sepulcros excavados en roca en terrenos de su propiedad. Constaban de una especie de vestíbulo, que precedía al lugar de las tumbas, un pequeño habitáculo con unos bancos de piedra adosados a las paredes, sobre los cuales se depositaban los cadáveres. Además de la delicadeza de José (v. 46), el evangelista quiere subrayar que las mujeres (v. 47) observaban todo: es una manera de preparar el episodio siguiente y poner de manifiesto la identidad del crucificado con el resucitado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro. Y, resucitando de entre los muertos, exclamó con voz potente: “¿Quién tiene algo contra mí? ¡Que se me acerque! Yo soy quien he librado al condenado, Yo quien he vivificado al muerto, Yo quien hice salir de la tumba al que ya estaba sepultado. ¿Quién peleará contra Mí? Yo soy —dice Cristo— el que venció la muerte, encadenó al enemigo, pisoteó el infierno, maniató al fuerte, llevó al hombre hasta lo más alto de los cielos; Yo, en efecto, que soy Cristo. Venid, pues, vosotros todos, los hombres que os halláis enfangados en el mal, recibid el perdón de vuestros pecados”» (Melitón de Sardes, De Pascha 100-103).
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SAN ISIDORO DE SEVILLA (www.iveargentina.org)
Calló mientras padecía
En su pasión, se lee, que calló, lo que también atestiguan las voces de los profetas. Isaías dice de Él: “Conducido será a la muerte sin resistencia suya, como va la oveja al matadero y guardará silencio sin abrir siquiera su boca delante de sus verdugos como el corderito que está mudo delante del que le esquila.” (Isaías 53,7.)
Éste interrogado por Pilatos nada respondió. Sino que en su humildad se quitó toda respuesta: “Mansísimo y modesto no voceará ni será aceptador de personas, no se oirá en las calles su voz.” (Isaías 42,2.) Igualmente, el mismo Cristo por el mismo profeta: “E1 Señor me abrió los oídos, y yo no me resistí, no me volví atrás.” (Isaías 50,5.) El mismo Isaías en otra parte: “Estuve siempre callado y guardé silencio.” (Isaías 42,14.)
Primero calló al ser juzgado cuando como oveja se acercó al matadero sin quejarse, ni abrir la boca, apagando así todo su poderío. Pero de su último juicio esto se lee en los salmos: “Vendrá Dios manifiestamente: Vendrá nuestro Dios y no callará.” (Salmo 47,3.) Cuando vino oculto Calló para ser juzgado, de ninguna manera callará cuando venga manifiestamente para juzgar.
Llevó la Cruz
Él mismo llevó su cruz, Isaías así lo predijo: “Ahora que ha nacido un parvulito entre nosotros, y se nos ha dado un hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado o la divisa del Rey.” (Isaías 9,6.) ¿Quién lleva las insignias del poder en sus hombros, que no lleve en su cabeza una corona o algunos adornos propios de su investidura? Pero sólo, Cristo, el rey de los siglos, llevó sobre sus hombros, la gloria del poder, y de su sublimidad, de lo que fue figura Isaac, que al ser llevado como holocausto por su padre, él mismo llevó la leña del sacrificio, siendo así una representación eximía de la Pasión de Cristo, que llevó el leño de su pasión.
Fue clavado en una Cruz
Porque fue suspendido del leño de la cruz y en él crucificado, Jeremías profeta lo había predicho diciendo: “Díjome en seguida el Señor, en los varones de Judá y en los habitantes de Jerusalén se ha descubierto una conjuración.” (Jeremías...) Yo era como un manso cordero que es llevado al sacrificio y no había advertido que ellos habían maquinado contra Mí diciendo: “Ea, démosle el leño en lugar de pan, y exterminémoslo de la tierra de los vivientes.”(Jeremías 11,9 y 19) Todo esto que había de padecer el Señor lo relata el profeta como pasado. Pero, ¿qué es darle leño en lugar de pan sino el clavamiento de Cristo en la cruz? Por el pan entendemos su cuerpo. Leño en lugar de pan, nuestra fe ve cruz en lugar del cuerpo Porque la vida del cuerpo es pan. Pues se escribió: “Y estará tu vida como pendiente delante de ti: temerás de noche y de día y no confiarás de tu vida. (Deuteronomio, 28,66.) El salmo, porque había de extender sus manos en la cruz así dice: “Y la elevación de mis manos os ofrezca un sacrificio tan agradable, como el que se os ofrece todas las tardes en vuestro santo tabernáculo.” (Sal 140,2) Ya sea porque llegó cuando el mundo se está acabando o porque ya caía el sol en esa tarde, el Señor entrego su alma en la cruz elevando sus manos en e1 mismo leño de la cruz y ofreciéndose a Dios en sacrificio, para que por aquel sacrificio se borraran nuestros pecados.
En Isaías, también de su predicación en la cruz, esto se lee: “El cual lleva sobre sus hombros el principado”; esto es, la insignia de su cruz, que llevó sobre sus hombros, según el vaticinio del profeta David que dice: “El Señor reinará desde el madero.” Habacuc también profetizó su pasión en la cruz cuando dijo: “En sus manos tendrá un poder infinito.” Lo cual no es otra cosa sino el poder de la cruz. De la misma manera el mismo profeta de su levantamiento en la cruz, en la cual levantado todo lo atrajo hacia sí, dice: “El Señor Dios es mi fortaleza; y Él me dará pies como de ciervo y el vencedor me conducirá a las alturas de mi morada, cantando yo himnos en su alabanza.” (Habacuc 3, l9.)
Sus manos y sus pies fueron clavados
Porque fue crucificado y sus pies clavados, Él mismo por David habla, diciendo:
“Han taladrado mis manos y mis pies. Han contado, mis huesos tino por uno. Pus a mirarme despacio y a observarme.” (Salmo 21,18.) Con estas palabras ciertamente significa que su cuerpo ha de ser extendido en la cruz, sus manos y sus pies sujetos y atravesados con clavos. Lo cual ciertamente no padeció David, del cual se lee que sin ningún sufrimiento descansó en paz. Luego ha sido predicho de la pasión de Cristo, que fue enclavado en el leño por el pueblo de los judíos, pues las manos y los pies no son atravesados sino los de aquel que es suspendido de un madero, También en el Cantar de los Cantares:
“Destilando mirra mis manos, y estando llenos de mirra selectísima mis dedos.” (Cant, de los Cant. 5,5.) Lo cual particularmente dijo por la hendidura de los clavos.
Y por Malaquías, porque había de ser crucificado así lo anunció Él mismo, de sí mismo, diciendo: “¿Debe un hombre ultrajar a su Dios?, mas vosotros me habéis ultrajado, y decís: ¿cómo te hemos ultrajado?” (Malaquías 3,8.) Y añade Dios después de esto: “Vosotros la nación toda me ultrajáis”, lo cual se refiere al misterio de la pasión del Señor, en la cual los judíos crucificaron a Cristo, al echar sobre Él sus criminales manos. Lo cual por Zacarías, nuevamente el Señor lo recuerda diciendo: “Y pondrán sus ojos en mí, a quien traspasaron, y plañirán al que han herido, como suele plañirse un hijo único; y harán duelo por él, como se suele hacer en la muerte de un primogénito.” (Zacarías 12,10.) Esto hemos visto que hicieron los judíos con Jesús, a quien crucificaron y de quién se dolerán de haber crucificado en el día del juicio cuando lo vean reinando en toda su majestad junto al Padre.
Fue crucificado entre dos ladrones
Porque había de ser crucificado entre dos ladrones, mucho antes fue predicho por Isaías:
“Y ha sido confundido con los facinerosos.” (Isaías 53,12.) Y el profeta Habacuc “Le reconocerás en medio de dos animales”; esto es, en medio de dos ladrones (1).
Echaron a suerte sus vestidos
Después de, la sentencia de la Cruz viene el sorteo de sus vestidos, que por David el mismo Señor había ya antes predicho: “Repartieron entre sí mis vestidos, y sortearon mi túnica.” (Salmo 21,19.) Cómo fue cumplida esta profecía nos lo narra la historia evangélica. Pues, habiéndose dividido entre sí los soldados las demás vestiduras, cuando tocó el turno a la túnica dije ron: “No la dividamos sino echemos suerte para ver de quién será, pues la túnica era inconsútil; esto es, de un solo tejido de arriba abajo (Juan 19,24.)
Bebió hiel y vinagre
En cuanto a aquello, que le dieron a beber, pendiente de la cruz: hiel mezclada con vinagre, ya había sido predicho por el Señor en los salmos: “Presentáronme hiel para alimento mío, y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre.” (Salmo 68,22.) Lo cual en otra oportunidad por el profeta Jeremías lo dice de Jerusalén: “Yo en verdad te planté cual viña escogida, de sarmientos de buena calidad, pues ¿cómo has degenerado, convirtiéndote en viña bastarda?” (Jeremías 2,21.) Dios había plantado una viña buena; esto es, la raza de los judíos; ella, empero, depravada con sus vicios, dio a beber amargura a su Creador. Por lo cual también Moisés dijo: “La viña del Señor es ya como viña da Sodoma y de los extramuros de Gomorra: sus uvas, son uvas de hiel; y llenos están de amargura sus racimos.” (Deuteronomio 32,32.) Sus uvas son uvas de hiel, y llenas están de amargura sus racimos. Por eso, más arriba, reprendiéndoles, les dice: “¿Así correspondes al Señor, pueblo necio e insensato?” (Deut. 32,6.)
Con una caña de hisopo le aplicaron en los labios una esponje empapada en vinagre
Con una caña de hisopo se le había de aplicar en los labios una esponja empapada en vinagre, había sido ya esto mismo proclamado en los salmos: “Rociáronme con el hisopo y seré purificado.” (Salmo 50,9.) Por esto, en la ley, los que querían ser purificados, eran rociados con un manojito de hisopo empapado en la sangre del cordero (Éxodo 12,22), Con lo cual se significaba que con la pasión del Señor habían de ser borrados los pecados del mundo
Por qué el título de su cruz no había de ser cambiado
Del título de su cruz dijeron los judíos: “No escribas: Rey de los judíos, sino que, él ha dicho: “yo soy el Rey de los judíos.” Y respondió Pilatos: “Lo que he escrito, he escrito.” (Juan 19,21.) Ya en el salmo 56 había sido profetizado: “No adulterarás la inscripción de su título.” En los siguientes versos de este salmo no solamente la pasión, o la muerte, sino también la resurrección y la ascensión de Señor se predice.
Estando, pendiente de la cruz, rogó al Padre por sus enemigos
Porque pendiente de la cruz rogó al Padre por sus enemigos, Isaías dice: “Ha tomado sobre sí los pecados de todos y ha rogado por los transgresores. (Isaías 53,12) Y en los salmos: “En vez de amarme, me calumniaban, mas yo oraba.” (Salmo 108,4.)
Igualmente, Habacuc habiendo dicho de Él: “En medio de dos animales le reconocerás”, añade: “Cuando fuere atribulada mi alma, me acordaré de tu misericordia.” Prefiguró el profeta en su persona a los judíos que arrebatados por la ira crucificaron a Cristo. Cuando aquél: me acordaré de tu misericordia, dijo Él:’ “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.”
Fue crucificado por nuestros pecados
Y porque no por sus pecados sino por los nuestros fue crucificado, Isaías dice: “Para expiación de las maldades de mi pueblo le he yo herido, dice el Señor. Y en recompensa dé bajar al sepulcro le concederá Dios la conversión de los impíos.” (Isaías 53,8 y 9.) Y nuevamente: “Siendo así que por causa de nuestras iniquidades fue el llagado y despedazado por nuestras maldades el castigo del que debía nacer nuestra paz con Dios, descargó sobre Él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados.” (Isaías 53,5.) E inmediatamente: “como ovejas descarriadas hemos sido todos nosotros: cada cual se desvió de la senda del señor para seguir su propio camino, y a él solo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros.” (Isaías 53,6.)
Lo cual concuerda con lo que dice el Apóstol: “Aquél que no había conocido el pecado, le hizo pecado por nosotros.” (II Corintios 5,21); esto es, sacrificio por nuestros pecados, ésta es la causa por la cual padeció por nuestros pecados.
Por qué murió
Después de la flagelación y de la cruz, de haber probado la hiel y el vinagre, muere en la cruz. Lo que ni la misma ley calló diciendo: “Tú, Judá, eres un joven y robusto león; tras la presa corriste, hijo mío; después para descansar, te has echado cual león, y a manera de leona. ¿Quién osará despertarte?” (Génesis 49, 9.) Alude también a su muerte el salmo: “Nuestro Señor es el Dios que tiene la virtud de salvarnos y del Señor, y muy del Señor, es el librar de la muerte.” (Salmo 67, 21.)
¿Se podría haber dicho más claramente? Pues Nuestro Señor, significa Salvador, el mismo es nuestro Dios, que nos hizo salvos, por lo cual convino que naciera y saliese de esta vida por la muerte; por eso dijo Isaías: “Del Señor es la muerte, del Señor es la salida.” Lo mismo por Isaías: “Conducida será a la muerte sin resistencia suya, como va la oveja al matadero y guardará silencio sin abrir siquiera su boca d de sus verdugos, como el corderito que está mudo delante del que le esquila.” (Isaías 53, 7). Los judíos que esperan la venida de Cristo, no esperan ni creen que habrá de morir. Por consiguiente, hagan el favor de responderme: ¿quién es este a quien anuncia el profeta? Lo mismo es Jeremías: “Porque yo embriagaré en Sión a toda mi alma sedienta, y hartaré a todo hambriento. Por esto desperté yo como de un sueño, y abrí los ojos, me saboreé con mi sueño profético.” (Jeremías 31, 25-26.)
El ángel también así habla a Daniel de la muerte de Cristo: “Sábete, pues, y nota atentamente: desde que saldrá la orden o edicto para que sea reedificada Jerusalén, hasta el Cristo príncipe, pasarán siete semanas, y setenta y dos semanas y será nuevamente edificada la plaza o ciudad y los muros en tiempo de angustia”; esto es, después de cuatrocientos noventa años. “Y después de las setenta y dos semanas se quitará la vida al Cristo y no será más suyo el pueblo, el cual le negará.” In mediatamente anuncia la mortandad y desgracia de los judíos que se cumplió inmediatamente después de la llegada del Mesías. “Y un pueblo con su caudillo vendrá y destruirá la ciudad y el Santuario.” (Daniel 9, 25 y ss.); esto es, el ejército romano con Vespasiano.
Lo mismo se lee en el libro de la Sabiduría de su muerte: “Examinémosle a fuerza de afrentas y de tormentos para conocer su resignación y probar su paciencia. Condenémosle a la más infame muerte.” (Sabiduría 2, 19-20.)
Se cubrió la tierra de tinieblas en el día de su pasión
Porque en la tarde de su pasión sé cubrió la tierra de tinieblas, el mismo sol huyó, también de esto hablan los libros sagrados como lo atestigua el profeta Amos: “Sucederá en aquel día, dice el Señor Dios, que el sol se pondrá al mediodía, y haré que la tierra se cubra de tinieblas en la mayor luz del día.” (Amos 8, 9) Y Jeremías: “Debilitóse la madre que había dado a luz muchos hijos”; esto es, Jerusalén. “Desmayó su alma: escondiósele el sol cuando aún era de día: quedó confusa y llena de rubor; y a los hijos que quedaren de ella yo los entregaré a ser pasados a cuchillo a vista o por medio de sus enemigos, dice el Señor.” (Jeremías l5, 9.) Lo cual fue hecho por Vespasiano.
No le quebraron las piernas
Porque no le quebraron las piernas, sino solamente las de los ladrones, Se cumplió lo que había, sido predicho: “No le quebraréis ni un hueso”, pues se le había preceptuado celebrar la pascua en semejanza del verdadero cordero que había de ser llevado como oveja al matadero. Pues aquello significaba la pasión de Cristo verdadero cordero.
Fue herido con una lanza
Porque su costado, había de ser abierto con una lanza, así fue prenunciado por él mismo, valiéndose de Job: “Quebrantóme, y púsome como blanco de sus tiros. Dejóme hecho un erizo con sus dardos; cubrió de heridas mis costados sin piedad alguna, me ha despedazado con heridas sobre heridas”; esto es, con la herida de la lanza sobre la herida de los clavos. (Job 16,13.) Por eso también por David: “Aumentaron más y más el dolor de mis llagas.” Y por Jeremías: “Entesó su arco, y me puso por blanco sus saetas. Ha clavado en mis lomos las flechas de su a1jaba.” (Jeremías Lament. 3, 12-13.) Y Zacarías: “Dirigirán sus ojos hacia aquel que traspasaron.” Ciertamente a este hombre a quien crucificaron. Este testimonio es también una de las pruebas con las cuales se declara que el prometido es Cristo, porque fue crucificado en su carne.
De su costado salieron sangre y agua
Porque manó sangre y agua de su costado, Zacarías dice: “Y tú mismo, oh Salvador mediante la sangre de tu testamento has hecho salir a los tuyos, que se hallaban cautivos del lago en que no hay agua.” (Zacarías 9,11.)
Y Ezequiel: “Aquel varón dirigiéndose desde el Oriente ved como sobreabundan aguas de su costado derecho”; esto es, de Cristo, también de la misma agua que salió de su costado otro profeta así dice: “De su vientre correrán ríos de agua”; esto es, las aguas del bautismo que vivifican a los creyentes, son suministradas a los sedientos, cumpliéndose lo que fue escrito: “Lavaos, pues, purificaos.” (Isaías 1, 16.) Y: “Me lavarás y quedaré más blanco que la nieve.” (Salmo 50, 9.)
Fue sepultado
Porque su cuerpo fue entregado a la sepultura e inhumado, se dice en los salmos: “Me ha confinado en lugares tenebrosos como los que murieron hace ya un siglo.” (Salmo 142, 3.) Corno si dijera: “Como los hombres”, muy bien dicho porque él era Dios. Lo mismo Isaías: “Y el señor tendrá desde entonces un nombre y una señal eterna que jamás desaparecerá.” (Isaías 55, 13.) “Y será su sepulcro glorioso.” (Isaías 11, 10.) Y en otra parte: “Y en recompensa de bajar al sepulcro le concederá Dios la conversión de los impíos.” (Isaías 53, 9.)
Fue puesta una piedra en la puerta de su monumento
Porque después de ser sepultado, fue puesta una piedra a la entrada del monumento, él mismo dice, por su profeta Jeremías: “Cayó en el lago o fosa el alma mía: han puesto la losa sobre mi (Jeremías - Lament. 3, 53.) Y nuevamente: “Me circunvaló por todos los lados para que no escapase: púsome pesados grillos.” (Jeremías. - Lament. 3, 7.)
Descendió a los infiernos
Porque descendió, al infierno, así dice el Señor en el Eclesiástico: Penetraré todas las partes más hondas de la tierra, y echaré una mirada sobre todos los que duermen para juzgarlos: e iluminaré a todos los que esperan en el Señor.” (Eclesiástico 24, 45.) También en los salmos: “Porque mi alma está harta de males, y tengo ya un, pie en el sepulcro. Ya me cuentan entre los muertos, he venido a ser como un hombre desamparado de todos, manumitido entre los muertos.” (Ps. 87, 4-5.)
Descendió, pues, como hombre al Infierno; pero él solo únicamente entre los muertos fue libre, porque la muerte no lo pudo apresar.
(Obras Escogidas de San Isidoro de Sevilla , Ed. Poblet, Buenos Aires, 1947, Pág. 56-69)
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FRANCISCO – Homilías del Domingo de Ramos 2013, 2014, 2015 y 2018
2013
1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: “¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto” (Lc 19, 38).
Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.
Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.
2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19, 39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50, 6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.
3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra: jóvenes. Queridos jóvenes, os he visto en la procesión cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno mismo, y en que él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios. Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28, 19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz. Queridos amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
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2014
Esta semana comienza con una procesión festiva con ramos de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús.
Pero esta semana se encamina hacia el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos una sola pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo ante Jesús que entra con fiesta en Jerusalén? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O guardo las distancias? ¿Quién soy yo ante Jesús que sufre?
Hemos oído muchos nombres, tantos nombres. El grupo de dirigentes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley, que habían decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo. ¿Soy yo como uno de ellos?
También hemos oído otro nombre: Judas. Treinta monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se durmieron mientras el Señor sufría. Mi vida, ¿está adormecida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que significaba traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolverlo todo con la espada? ¿Soy yo como ellos? ¿Soy yo como Judas, que finge amar y besa al Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos dirigentes que organizan a toda prisa un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy como ellos? Y cuando hago esto, si lo hago, ¿creo que de este modo salvo al pueblo?
¿Soy yo como Pilato? Cuando veo que la situación se pone difícil, ¿me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad, dejando que condenen - o condenando yo mismo - a las personas?
¿Soy yo como aquel gentío que no sabía bien si se trataba de una reunión religiosa, de un juicio o de un circo, y que elige a Barrabás? Para ellos da igual: era más divertido, para humillar a Jesús.
¿Soy como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten humillando al Señor?
¿Soy como el Cireneo, que volvía del trabajo, cansado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz?
¿Soy como aquellos que pasaban ante la cruz y se burlaban de Jesús : “¡Él era tan valiente!... Que baje de la cruz y creeremos en él”? Mofarse de Jesús...
¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la Madre de Jesús, que estaban allí y sufrían en silencio?
¿Soy como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor para enterrarlo?
¿Soy como las dos Marías que permanecen ante el sepulcro llorando y rezando?
¿Soy como aquellos jefes que al día siguiente fueron a Pilato para decirle: “Mira que éste ha dicho que resucitaría. Que no haya otro engaño”, y bloquean la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que no salte fuera la vida?
¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco? Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.
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2015
En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: «Se humilló a sí mismo» (2,8). La humillación de Jesús.
Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, aquel que debe ser el del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.
En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será «santa» también para nosotros.
Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la «roca» de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.
Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la «condición de siervo» (Flp 2,7). En efecto, la humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, «despojándose», como dice la Escritura (v. 7). Este «despojarse» es la humillación más grande.
Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito... Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y, con él, solamente con su gracia y con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.
En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, una persona sin techo...
Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy —que son muchos—: no reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar, verdaderamente, de “una nube de testigos”: los mártires de hoy (cf. Hb 12,1).
Durante esta semana, emprendamos también nosotros con decisión este camino de la humildad, movidos por el amor a nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros (cf. Jn 12,26).
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2018
Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar ―y mucho―; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuenan a la vez con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Muchos de estos piensan: «¡Mira qué pueblo más maleducado!». Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros!
Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con la suya. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la compasión, que es la debilidad de Dios.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, los olvidados?
Y a ustedes, queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es para algunos motivo de enojo y también de irritación, ya que un joven alegre es difícil de manipular. ¡Un joven alegre es difícil de manipular!
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. «¡Estad callados!». Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos, también a los de hoy: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y responsables ―tantas veces corruptos― callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
n. 77. «El domingo de Ramos en la Pasión del Señor: para la procesión, se han escogido los textos que se refieren a la entrada solemne del Señor en Jerusalén, tomados de los tres Evangelios sinópticos; en la Misa, se lee el relato de la pasión del Señor» (OLM 97). Dos antiguas tradiciones conforman esta Celebración Litúrgica, única en su género: el uso de una procesión en Jerusalén y la lectura de la Pasión en Roma. La exuberancia que rodea la entrada real de Cristo, pronto da paso a uno de los cantos del Siervo doliente y a la solemne proclamación de la Pasión del Señor. Y esta liturgia tiene lugar en domingo, día desde los comienzos asociado a la Resurrección de Cristo. ¿Cómo puede el celebrante unir los múltiples elementos teológicos y emotivos de este día, sobre todo por el hecho de que las consideraciones pastorales aconsejan una homilía bastante breve? La clave se encuentra en la segunda lectura, el hermosísimo himno de la carta de san Pablo a los Filipenses, que resume de manera admirable todo el Misterio Pascual. El homileta podría destacar brevemente que, en el momento en el que la Iglesia entre en la Semana Santa, experimentaremos ese Misterio, de manera que podamos hablarle a nuestros corazones. Diversos usos y tradiciones locales conducen a los fieles a considerar los acontecimientos de los últimos días de Jesús, pero el gran deseo de la Iglesia en esta Semana no es, únicamente, el de remover nuestras emociones, sino el de hacer más profunda nuestra fe. En las celebraciones litúrgicas de la Semana que se inicia no nos limitamos a la mera conmemoración de lo que Jesús realizó; estamos inmersos en el mismo Misterio Pascual, para morir y resucitar con Cristo.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La entrada de Jesús en Jerusalén
557. “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33).
558. Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón:” ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42).
559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “¡Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.
560. La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.
La Pasión de Cristo
602. En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros” (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5, 21).
603. Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).
605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).
III. CRISTO SE OFRECIO A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS
Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
606. El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad... En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31).
607. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28).
“El cordero que quita el pecado del mundo”
608. Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609. Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) porque “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
610. Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en “la noche en que fue entregado” (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: “Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22, 19). “Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
611. La Eucaristía que instituyó en este momento será el “memorial” (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: “Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad” (Jn 17, 19; cf. Cc Trento: DS 1752, 1764).
La agonía de Getsemaní
612. El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz...” (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del “Príncipe de la Vida” (Hch 3, 15), de “el que vive” (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para “llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
613. La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del “cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con El por “la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28;cf. Lv 16, 15-16).
614. Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con él (cf. Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
615. “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616. El “amor hasta el extremo” (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). “El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron” (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617. “Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit” (“Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”) enseña el Concilio de Trento (DS 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como “causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: “O crux, ave, spes unica” (“Salve, oh cruz, única esperanza”, himno “Vexilla Regis”).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618. La Cruz es el único sacrificio de Cristo “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22, 2), él “ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a “tomar su cruz y a seguirle” (Mt 16, 24) porque él “sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Sta. Rosa de Lima, vida)
El señorío de Cristo proviene de su Muerte y Resurrección
2816. En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).
El Misterio Pascual y la Liturgia
654. Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
1067. “Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misterio, `con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida’. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia” (SC 5). Por eso, en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el Misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación.
1068. Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo:
En efecto, la liturgia, por medio de la cual “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia (SC 2).
1085. En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.
El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia
1362. La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Quo vadis, Domine? ¿A dónde vas, Señor?
Conocemos la leyenda del Quo vadis. En Roma se está perfilando la gran persecución de Nerón. Pedro, presionado por los hermanos, hace por alejarse de la ciudad. Mientras huye hacia el sur, a lo largo de la vía Appia, encuentra a Jesús, que va en dirección opuesta. Le pregunta: Quo vadis, Domine? «¿A dónde vas, Señor?» Y Jesús responde: «Vaya Roma a morir de nuevo». Pedro entiende; vuelve sobre sus pasos y se somete al martirio por Cristo, muriendo crucificado con la cabeza hacia abajo, según la tradición.
La historia del Quo vadis se repite todavía hoy. Jesús va a sufrir y morir de nuevo en cada ciudad y lugar en donde está activa la persecución, el peligro, la muerte. Gracias a Dios, hoy no faltan asimismo discípulos y discípulas valientes, que no huyen de estos lugares, sino que permanecen o vuelven allí, también ellos, a veces, para sufrir con Cristo el mismo martirio.
Pero, la historia del Quo vadis tiene igualmente un significado para nosotros, que no nos encontramos en estas situaciones dramáticas. Cuando Jesús inició su último viaje hacia Jerusalén, que concluiría con la muerte, uno de los apóstoles dijo a los demás, que vacilaban: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Juan 11,16). Es con este sentimiento en el corazón con el que todo verdadero creyente debiera iniciar la Semana Santa.
El Domingo de Ramos es la única ocasión durante todo el año en la que se escucha por entero el relato evangélico de la Pasión. El dato, que llama más la atención leyendo la Pasión según Marcos (el Evangelio de este año litúrgico), es la importancia dada a la traición de Pedro. Ésta ya había sido anunciada antes por Jesús en la última cena («Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces»: Mateo 26, 34), y, después, importancia dada a la traición de Pedro. Ésta ya había sido descrita en todo su humillante desarrollo: «No sé ni entiendo qué dices» (Marcos 14, 68); «No sé qué dices» (Mateo 26,70). «¡Yo no conozco a ese hombre de quien habláis!» (Marcos 14,71; Mateo 26,72).
Esta insistencia es significativa, porque Marcos era una especie de secretario de Pedro y escribió su Evangelio poniendo juntos los recuerdos y las informaciones, que precisamente le venían de él. Por lo tanto, Pedro mismo ha sido el que ha divulgado la historia de su traición. Ha hecho una especie de confesión pública. Con la alegría del perdón encontrado, a Pedro ya no le ha importado nada su buen nombre y su reputación como cabeza de los apóstoles. Ha querido que nadie de los que, a continuación, hubieren caído como él mismo desesperase del perdón.
Para entender hasta el fondo la historia de la negación de Pedro es necesario leerla en paralelo con la de la traición de Judas. También, ésta fue preanunciada antes por Cristo en el cenáculo y, después, consumada en el huerto de los olivos. De Pedro, se lee que Jesús pasando «lo miró» (Lucas 22, 61); con Judas hizo más aún: le besó (cfr. Lucas 22,47-48). Pero, el éxito fue bien distinto. Pedro, «saliendo fuera, lloró amargamente» (Mateo 26,75); Judas, saliendo fuera, «fue y se ahorcó» (Mateo 27,5).
No es necesario mucho esfuerzo para darse cuenta que estas dos historias no están cerradas o concluidas; continúan, nos afectan de cerca. ¡Cuántas veces nosotros debemos decir también que hemos actuado como Redro! Nos hemos encontrado en la situación de tener que dar testimonio de nuestras convicciones cristianas y hemos preferido mimetizarnos con los demás para no correr peligros, para no exponemos a nada. Hemos dicho con hechos y con nuestro silencio: «¡Yo no conozco a ese hombre!» (Mateo 26,72), esto es, a Jesús, del que habláis.
Del mismo modo, pensándolo bien, la historia de Judas no nos es todo lo contrario que extraña. Don Primo Mazzolari tuvo una predicación famosa un Viernes santo sobre «nuestro hermano Judas», haciendo ver cómo cada uno de nosotros hubiera podido estar ocupando su puesto. Judas vendió a Jesús por treinta denarios: ¿y quién puede decir no haberle traicionado, a veces, incluso por mucho menos? Traiciones, es cierto, menos trágicas que la suya; pero, ellas, siendo verdaderas, además, agravadas por el hecho de que nosotros sabemos quién era Jesús mejor que Judas.
Precisamente, porque las dos historias nos afectan a nosotros de cerca, debemos ver cuál es la diferencia entre una y otra; porque las dos historias, la de Pedro y la de Judas, terminan de una manera muy distinta. Pedro tuvo remordimiento, de lo que había hecho; mas, incluso Judas también tuvo remordimiento, tanto que exclamó: «Pequé entregando sangre inocente» (Mateo 27,4) y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, pues, la diferencia? En una sola cosa: ¡Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo y Judas no!
La Biblia nos presenta toda una colección de historias paralelas de pecado, que se concluyen de un modo diametralmente distinto. Lo hace para estimularnos a hacer la elección justa. Caín ha matado a Abel (cfr. Génesis 4); pero, también, David ha matado a Urías, el marido de la mujer, que él quería para sí (cfr. 2 Samuel 11). Y, justamente, Caín es maldecido y David honrado. El motivo es siempre el mismo. Caín se ha desesperado; ha pensado que su pecado era demasiado grande para ser perdonado (cfr. Génesis 4, 13). David ha tenido confianza en la misericordia de Dios; ha exclamado: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito limpia mi pecado» (Salmo 51,3).
De nuevo, sobre el Calvario el mismo tema. Allí hay dos ladrones. Ambos han pecado igualmente y se han manchado de crímenes. Uno, sin embargo, maldice, insulta y muere desesperado; el otro grita: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lucas 23,42) y, de inmediato, oye que él le responde:
«Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lucas 23, 43).
Posiblemente, no haya modo más seguro de penetrar en el fondo de la Pasión que éste: verla como la suprema manifestación de la misericordia de Dios. Hacer Pascua significa, pues, hacer una experiencia personal de la misericordia de Dios en Cristo. Recuerdo que, una vez, meditando sobre la Pasión, casi sin saberlo, se me formó en la mente un pensamiento con una gran claridad: «¡Los que crucificaron a Cristo se han salvado!» Me puse a recapacitar sobre qué pudiese significar un pensamiento tan extraño y llegué a la conclusión de que ello era verdad. Los que crucificaron a Cristo se han salvado, porque Jesús ha orado por ellos. Precisamente, él dijo mientras le clavaban en la cruz:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34).
¿Podemos pensar que el Padre, que en su vida había escuchado «siempre» las plegarias de Jesús, haya dejado caer en el vacío exactamente esta suprema plegaria, hecha con tanta valentía? Es cierto que en este caso permanece no obstante la libertad del hombre de acoger o no la misericordia. De nadie, sin embargo, podemos estar ciertos que haya ido a la perdición o a la condenación, ni siquiera de Judas. Sí; los que crucificaron a Cristo estarán en el paraíso; allí proclaman para siempre hasta dónde ha llegado la misericordia de Dios para con los hombres.
Si nosotros lo intentamos, hay un modo muy sencillo para descubrir la experiencia de la misericordia de Cristo. Una vez, un niño, a quien se le había contado la historia de Judas, dijo con el candor y la sabiduría de los niños: «Judas ha equivocado el árbol al que debía colgarse: ha escogido una higuera». «¿y qué debía haber escogido?», le preguntó extrañada la catequista. «¡Debía haberse colgado al cuello de Jesús!» Tenía razón: si se hubiese colgado al cuello de Jesús para pedirle perdón hoy sería honrado no menos que san Pedro. Nosotros podemos en esta Pascua «colgarnos al cuello de Jesús». Conocemos el antiguo «precepto» de la Iglesia: «Confesarse al menos una vez al año y comulgar por Pascua florida» (Catecismo de la Iglesia Católica 2042). No es tanto una obligación cuanto un regalo, un ofrecimiento. Muchas personas, que no se confesaban desde hacía años y algunos incluso durante toda la vida, después de la confesión, levantándose, han dicho que había sido la experiencia más bella de su vida. Había caído de su corazón como una gran losa.
Lo sé; no todos están dispuestos en esta Pascua a ir a la iglesia y mucho menos a confesarse. A éstos yo les pediría una cosa mucho más sencilla: la de procurarse un Evangelio y leer por cuenta suya con calma y por entero el relato de la pasión. Para ello, es suficiente menos de media hora. He conocido a una mujer, una intelectual, que se profesaba atea. Un día se le vino encima una de aquellas noticias, que siempre dejan medio muertos: su hija de dieciséis años tenía un tumor en los huesos. La operan. La muchacha vuelve de la sala de operaciones mortificada con tubos, sondas, débil por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de consuelo. La madre, sabiendo que la muchacha era piadosa y religiosa, pensando hacerle una complacencia, le dice: «¿Quieres que te lea alguna cosa del Evangelio?» «Sí, mamá». «¿Qué quieres?» «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un Evangelio, corre a comprar uno; se sienta junto al lecho y comienza a leer. Después de poco tiempo, la hija se duerme; pero, ella en la penumbra continúa leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía, dirá más tarde ella misma, y la madre se despertaba!» Se despertaba de su ateísmo. La lectura de la pasión de Cristo le había cambiado la vida para siempre.
Jesús, os decía yo al comienzo, va a morir místicamente de nuevo por nosotros en esta semana. Digamos, asimismo nosotros, como aquel día dijo el apóstol Tomás: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Juan 11, 16). A morir al pecado para resucitar a una vida nueva en la Pascua.
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PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Servir al Rey
«¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!
Todo aquel que reconozca a Jesucristo como el único Hijo del Dios verdadero, por quien se vive, debe cantar alabanzas en su nombre, y honrarlo y venerarlo como Rey; reconocerlo ante los hombres, y desear ser tratado como el burrito que lo cargó en su entrada triunfal a Jerusalén, que fue llamado para servirlo, y honrado al decirle “su Señor lo necesita”.
Que alegría más grande la del hombre que es honrado de la misma manera, porque está dispuesto a servir, a dejarlo todo para seguir a Jesús, que lo llama porque lo necesita, para que el pueblo lo vea, lo reconozca y lo aclame como Rey.
Contempla la cruz y alaba a tu Señor. Mira en Él la gloria de Dios expresada en misericordia para el mundo.
Contempla a tu Señor victorioso, que ha vencido las tentaciones de su humanidad, adquirida con su perfecta obediencia, y con su muerte y resurrección ha vencido al mundo y ha hecho nuevas todas las cosas.
Adora a tu Señor, bendice su nombre, sírvelo con alegría, participando con Él de su vida, pasión y muerte, llevando con orgullo su palabra a todas las gentes, proclamándolo Rey de reyes y Señor de señores, renunciando a ti mismo, rechazando el pecado, soportando tus sufrimientos por la causa de Cristo, y muriendo al mundo con Él en la cruz, para que seas partícipe también de la victoria de su resurrección, viviendo con la esperanza de verlo un día venir del cielo, acompañado de sus ángeles, y rodeado de la gloria de su Padre, mientras lo alabas exclamando: ¡Yo sirvo al Rey! ¡Viva Cristo Rey!».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Docilidad a la Gracia
Nos ofrece la Iglesia en el Domingo de Ramos, para que los recordemos y meditemos de una vez más, los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor que culminan su obra redentora en la tierra. Y convendrá que, no sólo hoy, sino también los próximos días de la Semana Santa, meditemos pausadamente en esas escenas de la Pasión que, de un modo tan claro, nos muestran el amor de Dios por el hombre y la maldad del pecado.
Pero hoy, siguiendo los pasos a de Jesús y acompañados de los apóstoles y de tantos que le vitorearon aquel día, recordamos contentos la aclamación que recibió Jesús. Nos interesa mucho evocar aquella circunstancia, relativamente frecuente en su vida, aunque no faltaran también a menudo los momentos en que sufrió la incomprensión, la crítica inconsiderada y hasta la violencia de la gente. Las más de las veces, en todo caso, el pueblo sencillo reunido reconoce la bondad de Jesús, se muestran agradecidos y, de un modo natural, expresan sus sentimientos aclamándole.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, dice con toda razón la gente. Viene en el nombre de Dios y está ahí. Está por ellos, para ellos, a favor de ellos, como está ahora junto a nosotros aunque no le vean nuestros ojos. Aquellas gentes son para nosotros un permanente ejemplo, un recordatorio de que, teniendo a nuestro Dios tan cerca, es de justicia que nos sintamos felices. La cercanía del Señor reclama de sus hijos que demos testimonio de alegría, de optimismo, de seguridad, de paz. Es necesario que los demás nos noten sin temores a pesar del dolor y las contrariedades, a pesar de las dificultades habituales, o incluso extraordinarias de nuestra vida.
El estado de ánimo de un cristiano, por ser hijo de Dios, contrastará necesariamente con el de los hombres que no tienen fe o no la practican. Por tanto, si alguna vez nos sentimos tristes, reaccionaremos con prontitud: un pensamiento sobrenatural, y ¡arriba ese corazón! Jamás tenemos derecho a estar tristes. Nunca llevamos razón: por muchos aspectos negativos que nos sintamos forzados a contemplar, por grande que sea el sufrimiento, siempre será más cierto y más objetivo, que Dios nuestro Señor nos contempla con cariño paternal, aunque no sepamos reconocerlo. Tal vez, cuando por alguna circunstancia especial nos pese más la tristeza, sea entonces el momento de reaccionar; y estimulados quizá por ese sinsabor, abriremos los ojos del alma, hasta reconocer que el Señor pasa triunfante ante nosotros y para nosotros como siempre.
De continuo es una buena ocasión para la alegría. Aunque en nuestra vida haya penas, no deben ser jamás tan profundas como para introducirnos en una absoluta tristeza. Seríamos injustos, por no darle importancia a que Dios está junto a nosotros de continuo: siempre junto a nosotros y a nuestro favor. El Domingo de Ramos, día de alegría también en la liturgia, puede y debe ser una jornada de siempre para cada uno. Pero antes de las alabanzas, nos cuenta San Marcos un suceso muy interesante, porque de algún modo hizo posible la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Jesús encomienda a dos de sus discípulos una pequeña tarea. Deben realizar un misterioso encargo, consistente en traerle un borrico joven –en el que nadie había montado todavía– para que, a la usanza de los grandes personajes de Israel, pudiera recibir adecuadamente la aclamación del pueblo.
No sabemos quiénes fueron los dos discípulos que trajeron el borrico. Sabemos, en cambio, que Jesús confió en ellos y que tuvieron fe en Jesús: no pensaron en dificultades, a pesar de lo audaz y atrevido que pudiera parecer el encargo, sino que hicieron exactamente como Jesús les había indicado. Tal vez, a esas alturas de la vida pública del maestro y después de tantos días en su compañía, ya se habían habituado a obedecerle y a experimentar la eficacia de esa obediencia: no se les ocurría pensar que los acontecimientos fueran a desarrollarse de modo distinto a como había predicho Jesús. Lo importante, en todo caso, era hacer su voluntad, porque era la voluntad de Jesús.
De continuo descubrimos lo que Dios espera de nosotros, en las más corrientes circunstancias de nuestra jornada. Si lo pensamos con cierto detenimiento, podremos reconocer que esos modos de actuar que agradan a Dios, vienen a ser encargos que Él nos hace: nos espera de mil modos diversos, como a aquellos dos discípulos que le trajeron el asno. Como esperó y encontró siempre correspondencia en Santa María.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Cómo leer la Pasión
La liturgia de este domingo tiene su cumbre en la lectura de la narración de la Pasión del Señor. Para muchísimos cristianos (en la práctica para todos aquéllos que no participan en los ritos del Viernes Santo) es la única ocasión que tienen para escuchar, en el curso de una asamblea eucarística, esta parte del evangelio.
Algo a primera vista extraño: la liturgia insertó esta lectura en el cuadro del domingo de Ramos que se caracteriza por un clima de fiesta y de triunfo. Nuestra celebración de hoy comienza con Hosanna y culmina con Crucifícalo. Sin embargo, esto no es un contrasentido, es más bien el corazón del misterio. El misterio que se quiere proclamar es el siguiente: Jesús se entregó voluntariamente a su pasión; no ha sido abatido por las fuerzas superiores a él: Nadie me quita (la vida); yo la doy de mí mismo (Jn 10,18). Es él quien escrutando la voluntad del Padre comprendió que llegó su hora y la acogió con obediencia libre de hijo y con infinito amor por los hombres: Sabiendo que ha llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn. 13,1).
Las narraciones de la Pasión están en el origen y no al final del evangelio. Las biografías de los hombres ilustres comienzan con la narración del nacimiento y terminan con la muerte. La biografía de Jesús (si se puede hablar de biografía) comenzó con la narración de la muerte y sólo más tarde llegó a la del nacimiento. Las narraciones de la pasión fueron las primeras que se formaron en la tradición y que fueron puestas por escrito, tanto que los evangelios han sido definidos: “Relatos de la Pasión precedidos de una amplia introducción” (Kaeler). El acuerdo entre los cuatro evangelistas es en esto mucho más grande que en el resto del evangelio. En cuanto a la trama esencial, el acuerdo es hasta total. Todas las tentativas hechas a lo largo de los siglos por la crítica no creyente en este sentido han fracasado. Su descarnada simplicidad, el tono desprovisto de toda polémica, el rol mezquino que juegan en la pasión los mismos autores de los evangelios y hasta las mismas incoherencias que los evangelistas no se han preocupado de eliminar: todo concurre para dar la impresión de un testimonio objetivo y de primera mano frente al cual las reconstrucciones “críticas” modernas terminan por aparecer siempre más o menos arbitrarias.
Cuando se lee la narración de la Pasión con ojos de estudioso o de historiador, el problema fundamental es: ¿quiénes fueron los responsables de la muerte de Jesús, los judíos o los romanos? ¿Jesús murió por motivos religiosos (porque se proclamaba Mesías) o por motivos políticos (como agitador social y rebelde contra Roma)? Después de la última guerra, la tragedia del pueblo hebreo y la participación de los cristianos en las luchas de liberación hicieron que este problema empezara a apasionar a los lectores del evangelio más que cualquier otro. La investigación más equilibrada ya dio respuesta a estos interrogantes: Jesús fue condenado al mismo tiempo por los judíos y por los romanos. En su muerte se realizó una extraña coincidencia de motivos religiosos y de motivos políticos, aun cuando la responsabilidad más directa parece recaer sin duda –de acuerdo con la versión evangélica– en los dirigentes hebreos de aquel tiempo (por tanto, no en todo el pueblo hebreo de entonces, y menos aún, en las generaciones hebreas posteriores).
Sin embargo, dicho esto, uno se da cuenta de que el problema no está concluido. Y, en el fondo, ni siquiera bien propuesto. Queda por explicar por qué motivo “era necesario” que el Hijo del hombre padeciese (Lc. 24,26). El creyente busca por tanto otro responsable de la muerte de Cristo. Siente que hay un acusador implacable a sus espaldas, el cual aun antes de su arresto ya preparó a Jesús el cáliz de la pasión.
La historia de la pasión presenta extraños injertos que rompen aparentemente el hilo de la narración: la historia de la traición de Judas, la negación de Pedro, el lavatorio de las manos de Pilatos, Barrabás, los dos ladrones. Pero no son cuerpos extraños. En ellos precisamente está la explicación de todo. Estas historias expresan y simbolizan la sola gran realidad que llevó a Jesús a la cruz: El llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz (1 Pe. 2,24).
Jesús llevó nuestros pecados a la cruz y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: Fue triturado por nuestras iniquidades (Is. 53,5; 1 Pe. 2,24). A David, que furioso buscaba al responsable del delito que le fue contado por Natán, el profeta respondió: ¡Tú eres aquel hombre! (2 Sam. 12,7). Lo mismo nos responde la palabra de Dios a nosotros que preguntamos por el responsable de la muerte de Jesús: ¡Tú eres aquel hombre! Judas que traiciona, Pedro que niega, Pilatos que se lava las manos, la gente que se calienta con el fuego o que charla, los soldados que reparten ávidamente la vestimenta del condenado, los ladrones que mataron no están solos allí: detrás de cada uno de ellos hay muchedumbres y estamos también nosotros.
Al terminar de leer la Pasión hemos cerrado hoy el libro, pero ahora sabemos que la historia no ha terminado, continúa sucediendo. “Los acusadores de entonces están muertos –escribió un hebreo como conclusión de un apasionado libro sobre el proceso de Jesús–. Los testigos se fueron a casa. El juez dejó el tribunal. Pero el proceso de Jesús sigue todavía” (P. Winter). Para él –hebreo– el proceso de Jesús continúa en los procesos contra los judíos de todos los tiempos. También para nosotros, los cristianos, el proceso de Jesús y su pasión continúan, pero en un sentido bien distinto. En dos sentidos: se renueva en cada discípulo (y en todo hombre) que sufre y es perseguido, como Jesús, por la justicia; es renovado por cualquiera que se abandona al pecado porque prolonga el grito: ¡No a este sino a Barrabás! ¡Crucifícalo!
Está en nosotros cómo queremos entrar en la historia de la Pasión. Si como Cireneo que se acerca a Jesús, hombro a hombro, está silenciosa al lado de la cruz; o si queremos entrar en la pasión como Judas, Pedro, Pilatos o aquéllos que “miraron de lejos” cómo iban a terminar las cosas.
La narración de la Pasión que hemos escuchado terminó con la imagen de la piedra rodada contra la entrada del sepulcro (Mc 15,46). Nosotros, empero, sabemos que esa piedra no sirvió: Jesús resucitó y se sentó a la derecha del Padre. Sin embargo, mientras dure este mundo de dolor y de pecado, él está todavía misteriosamente en la tumba. No ha resucitado todavía del todo. “Él –escribe un autor del siglo II– está en la cárcel, está en los sepulcros y en los cepos, está en las cárceles, está en medio de las ofensas y bajo proceso; porque con los que sufren, sufre también él. (Actas de Juan). La Semana Santa debe recordarnos sobre todo esto. “De estos tres misterios (la crucifixión, la sepultura y la resurrección) nosotros cumplimos en esta vida presente aquello de lo cual es símbolo la cruz, mientras mantenemos por la fe y la esperanza aquéllas cuyo símbolo son la sepultura y la resurrección de Cristo. Ahora se dice al hombre: Toma tu cruz y sígueme (san Agustín, Ep. 55,24).
Toda nuestra vida es, en cierto sentido, una Semana Santa, si la vivimos con coraje y fe, en espera del “octavo día” que es el gran domingo del reposo y de la gloria eterna.
En este tiempo, Jesús nos repite la invitación que dirigió en el Huerto de los Olivos: Permaneced aquí y vigilad conmigo (Mt. 26,38).
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Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en el Domingo de Ramos (8-IV-1979)
– Entrada de Jesús en Jerusalén
El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poder tomarlo prestado por un cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto así dice el Profeta Zacarías: “Alégrate sobre manera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna” (9,9).
Entonces, también la gente que se traslada a Jerusalén con motivo de las fiestas –la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras– manifestando la fe mesiánica que Él había despertado, gritaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11,9-10).
Así, pues, en el camino de la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: “Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos” (Mc 11,8).
El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yahvé, pero también más de una vez la había roto.
Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?
– La Pasión de Cristo
Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: “¡Hosanna!” “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna elección no sucederá mediante los “hosanna”, sino mediante la cruz.
Antes que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para la fiesta de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó “hosanna”, sino que señalándolo con el dedo, dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: “He aquí el que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. La Iglesia no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: “Varón de dolores” (Is. 53,3).
Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías: “He dado mis espaldas a los que me herían... sabiendo que no sería confundido” (Is 50,6-7).
– Obediencia hasta la muerte
Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en Él estas palabras, para realizar la figura de “Siervo de Yahvé”, mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El “Siervo de Yahvé”: el Mesías, el descendiente de David, en quien se cumple el “hosanna” del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba: “Búrlanse de mí cuantos me ven..., líbrele, sálvele, pues dice que le es grato” (Sal 21,8-9).
En cambio, no mediante la “liberación” del oprobio sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.
Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien “la palabra de la cruz” ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien “existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo..., se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2,6-8).
He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del Hijo de Dios, del Siervo de Yahvé. Jesús, con esta figura, entraba en Jerusalén cuando los peregrinos que lo acompañaban por el camino cantaban: “Hosanna”. Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.
Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo. Sabemos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Cualquier episodio de la vida de Jesús es de una profundidad insondable, infinita, y lo que observamos en una primera mirada es tan sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad. Con todo, la mente y el corazón se quedan perplejos al ver padecer de forma tan cruel y humillante a Aquel por quien fueron creados los ángeles, los hombres, los cielos y la tierra.
En estos días solemnes de la Semana Santa, la Iglesia nos invita a considerar los sufrimientos del Señor: el prendimiento en la noche, la traición de uno de los suyos, los golpes e insultos, los testigos falsos y el juicio clandestino, la tortura de la flagelación, la lenta marcha hacia el calvario, la muerte en las afueras de la ciudad como si fuera un criminal. Pero si el dolor físico fue grande, el de su alma roza el misterio cuando escuchamos esa pregunta dirigida al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Los evangelistas nos cuentan con escueta sobriedad la entrega sin resistencia de Jesús al tormento y al ridículo, pero eso no impide que intuyamos el abismo de su dolor. Jesús toma sobre sí, por amor al Padre y a nosotros, el castigo que habían merecido por sus pecados todos los hombres de todos los tiempos: “Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).
¡Qué angustia probaría Jesús cuando se viera cubierto por lo que de más odioso y horrible cometió y cometerá hasta el fin de los tiempos la criatura humana! La arrogancia, la incredulidad, la rebeldía, la fiebre de la concupiscencia, las pasiones descontroladas, la obstinación del orgullo que han originado y originarán todavía tantas guerras inhumanas. La rapiña, tan vieja como la humanidad, que vende y explota a tantos inocentes. Esa ceguera humana que elimina a incontables seres humanos antes de nacer, o que mueren sin saber por qué víctimas del hambre y la miseria. Todos estos pecados están ahora ante Él, sobre Él. S. Pablo dirá: “Al que no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2 Cor 5,21). Jesús se dirige a su Padre-Dios en la Cruz como el criminal y no la víctima. El sufrimiento humano ha alcanzado aquí su límite porque el Padre “cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6). Este horrible peso que Cristo percibe como nadie por su unión esencial con el Padre –entre el Tres veces Santo y el pecado hay un abismo infranqueable– le lleva a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
El dolor de Cristo en su Pasión es un misterio absoluto para nosotros. El misterio de un amor que no es de este mundo y que debe hacer brotar en nosotros el más sentido agradecimiento, un sincero dolor por nuestras ofensas y olvidos, y un amor afectivo y efectivo a quien nos ha amado tanto que no se detuvo ante una muerte tan atroz y misteriosa.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Lo aclamamos como Rey porque entrega su vida como Siervo”
Is 50,4-7: “No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaré defraudado”
Sal 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Flp 2,6-11: “Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo”
Mc 14,1-15,47: “Era media mañana cuando lo crucificaron”
El profeta destaca del Siervo la perfecta docilidad y entrega a la voluntad de Dios, y cómo todo eso se revela como proyecto de Dios. El Siervo resiste, pese a todo, porque sabe que el Señor está a su lado.
En la 2ª. lectura, el apóstol sigue pensando en el Siervo entregado y enaltecido, doliente y glorioso, olvidado y exaltado.
El silencio de Cristo y su soledad son los dos detalles más señalados en el evangelio de san Marcos. Es el relato que menos palabras recoge de Jesús. El abandono de Jesús es total: los discípulos huyen; Pedro le sigue de lejos; y se siente dejado por el Padre...
La eficacia es hoy uno de los objetivos prioritarios. Y en función de ella se acometen muchos proyectos. Desde esta mentalidad la Cruz aparece como un fracaso y un escándalo. En otro tiempo la cruz se contraponía a la especulación y racionalidad griegas o al empirismo hebreo. Para quienes apuestan por la eficacia y la gloria hoy sigue siendo escandalosa.
“La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa” (560; cf. 559. 570).
— El Siervo entregado por nosotros:
“Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo», el Justo” (Is 53,11) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente.” (601).
— El Sacrificio de Cristo, fundamento del perdón de los pecados:
“En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo, el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados” (1851; cf. 1992).
— “Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al cielo” (Santa Rosa de Lima, vida) (618).
— “Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «O crux, ave, spes unica»” («Salve, oh cruz, única esperanza»). (Himno «Vexilla Regis») (617).
Entre un “Hosanna” y un “Aleluya” transcurre la Semana Mayor. El primero por el Rey que llega para triunfar muriendo; el segundo, por el Rey que ha triunfado resucitando”.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Entrada triunfal en Jerusalén.
– Entrada solemne, y a la vez sencilla, en Jerusalén. Jesús da cumplimiento a las antiguas profecías.
I. “Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres”.
Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.
Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán.
El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!.
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.
Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 2324), tú me llevas por el ronzal.
Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte. Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.
El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.
– El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.
II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró.
Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como éste, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.
Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.
En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! “El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)”.
La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir las puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido”.
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?
– Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.
III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: “Hosanna en el cielo”.
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
“¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos”.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia.
María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.
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Rev. D. Fidel CATALAN i Catalan (Terrassa, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios»
Hoy, en la Liturgia de la palabra leemos la pasión del Señor según san Marcos y escuchamos un testimonio que nos deja sobrecogidos: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). El evangelista tiene mucho cuidado en poner estas palabras en labios de un centurión romano, que atónito, había asistido a una más de entre tantas ejecuciones que le debería tocar presenciar en función de su estancia en un país extranjero y sometido.
No debe ser fácil preguntarse qué debió ver en Aquel rostro –a duras penas humano– como para emitir semejante expresión. De una manera u otra debió descubrir un rostro inocente, alguien abandonado y quizá traicionado, a merced de intereses particulares; o quizá alguien que era objeto de una injusticia en medio de una sociedad no muy justa; alguien que calla, soporta e, incluso, misteriosamente acepta todo lo que se le está viniendo encima. Quizá, incluso, podría llegar a sentirse colaborando en una injusticia ante la cual él no mueve ni un dedo por impedirla, como tantos otros se lavan las manos ante los problemas de los demás.
La imagen de aquel centurión romano es la imagen de la Humanidad que contempla. Es, al mismo tiempo, la profesión de fe de un pagano. Jesús muere solo, inocente, golpeado, abandonado y confiado a la vez, con un sentido profundo de su misión, con los “restos de amor” que los golpes le han dejado en su cuerpo.
Pero antes –en su entrada en Jerusalén– le han aclamado como Aquel que viene en nombre del Señor (cf. Mc 11,9). Nuestra aclamación este año no es de expectación, ilusionada y sin conocimiento, como la de aquellos habitantes de Jerusalén. Nuestra aclamación se dirige a Aquel que ya ha pasado por el trago de la donación total y del que ha salido victorioso. En fin, «nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia» (San Andrés de Creta).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Burritos de Jesús
«El Señor lo necesita».
Eso dijo Jesús.
Y lo dijo refiriéndose al burrito, hijo de animal de yugo.
Y lo dijo refiriéndose a ti, sacerdote, hijo predilecto de Dios.
Tu Señor te ha llamado, sacerdote. Y te ha elegido de entre muchos, porque es a ti a quien Él necesita.
Y tú, sacerdote, ¿acudirás con prontitud a servirlo?
¿Le prestarás tus espaldas para llevar su carga?
Ten confianza, sacerdote, porque Él también ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.
Alégrate, sacerdote, porque tu Señor te necesita para cumplir su misión.
Alégrate, sacerdote, porque Dios te ha llamado para ser el siervo de su Hijo amado. Pero Él no te llama siervo, te llama amigo, porque quiere compartir absolutamente todo contigo.
También su gloria.
Alégrate, sacerdote, porque eres tú quien lo lleva para entregarlo al mundo.
Él ha querido darte a ti ese poder, esa alegría, esa satisfacción, ese gozo, esa confianza de abandonarse en la seguridad de tus manos, con la esperanza de ser elevado, para ser alabado por todos los hombres del mundo, para atraerlos a Él, para que sea glorificado el Hijo del hombre, y Dios sea glorificado en Él.
Alégrate, sacerdote, porque nuestro Señor te ha llamado desde un principio, para compartir contigo su pasión, su muerte y su resurrección, para que nunca te gloríes si no es en la cruz de tu Señor Jesucristo, por la cual el mundo es un crucificado para ti y tú eres un crucificado para el mundo.
Alégrate, sacerdote, porque en tu cuerpo llevas las señales de la cruz de tu Señor.
Persevera, sacerdote, entregando tu vida al pie de esa cruz, acompañado de la Madre de Jesús, para que nunca lo niegues. Ella te da la fuerza para resistir, y te sostiene en la lucha mientras vences la tentación que te aleja del cumplimiento de tu misión, para que el Espíritu Santo que siempre está con ella, esté contigo, y seas fortalecido y puedas decir: “he cumplido” cuando todo esté consumado.
Alégrate, sacerdote, y acude al llamado de tu Señor que te necesita, para morir al mundo con Él, pero que con Él también te resucita, para que lleves su luz a todos los rincones del mundo, a través de su Palabra.
Para que alimentes a su pueblo con el pan vivo bajado del cielo.
Para que lleves su perdón a cada corazón contrito y humillado que Él no desprecia.
Para que lleves el agua de la vida y la fe, a través del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, llevando a todos los hombres la salvación, aplicando a cada uno el beneficio de su único y eterno sacrificio.
Es así, sacerdote, como todo será consumado.
Es para eso que te necesita, es para eso que te llama, es para eso que te envía.
Pero de ti, necesita, sacerdote, las cualidades de un burrito de carga, para ser trono del Rey que lo lleve victorioso, en entrada triunfal, para ser bendecido, alabado y glorificado en el altar, para que el pueblo entero exclame: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”, y exulte tu alma: ¡VIVA CRISTO REY!
(Espada de Dos Filos II, n. 40)
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