Domingo 28 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías 2016 y 2013 - En Santa Marta (11.VI.13 y 6.XII.13)
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA GRATITUD Y LA GRATUIDAD

2 R 5,14-17; 2 Tm 2,8-13; Lc 17,11-19

El relato de Naamán y la narración sobre los diez leprosos, además de ocuparse del tema de la curación de la lepra, tiene otras semejanzas: el protagonista de cada uno es un extranjero, en un caso un samaritano, en otro, un general sirio; ambos son sanados de la lepra por la intervención de un profeta de Israel (Eliseo y Jesús); ambos reciben la curación de manera simple (un baño en el Jordán y una palabra ordinaria del Señor Jesús), ambos experimentan la benevolente gratuidad del Dios de Israel y por lo mismo, ambos responden con gratitud y entusiasmo, bendiciendo al Señor. En el trasfondo del relato está la convicción de que Dios no es propiedad de Israel, sino que se hace manifiesto ante personas de buena voluntad de todo pueblo y nación. De maneras diversas Dios sigue saliendo al encuentro de quienes lo buscan con sincero corazón.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 129, 3-4

Si conservaras el recuerdo de nuestras faltas, Señor, ¿quién podría resistir? Pero tú, Dios de Israel, eres Dios de perdón.

ORACIÓN COLECTA

Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos disponga y nos acompañe, de manera que estemos siempre dispuestos a obrar el bien. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Volvió Naamán a donde estaba el hombre de Dios y alabó al Señor.

Del segundo libro de los Reyes: 5, 14-17

En aquellos días, Naamán, el general del ejército de Siria, que estaba leproso, se bañó siete veces en el Jordán, como le había dicho Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño.

Volvió con su comitiva a donde estaba el hombre de Dios y se le presentó diciendo: “Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel. Te pido que aceptes estos regalos de parte de tu siervo”. Pero Eliseo contestó: “Juro por el Señor, en cuya presencia estoy, que no aceptaré nada”. Y por más que Naamán insistía, Eliseo no aceptó nada.

Entonces Naamán le dijo: “Ya que te niegas, concédeme al menos que me den unos sacos con tierra de este lugar, los que puedan llevar un par de mulas. La usaré para construir un altar al Señor, tu Dios, pues a ningún otro dios volveré a ofrecer más sacrificios”. Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 97, 1.2-3ab. 3cd-4.

R/. El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad.

Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas. Su diestra y su santo brazo le han dado la victoria. R/.

El Señor ha dado a conocer su victoria y ha revelado a las naciones su justicia. Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad hacia Israel. R/.

La tierra entera ha contemplado la victoria de nuestro Dios. Que todos los pueblos y naciones aclamen con júbilo al Señor. R/.

SEGUNDA LECTURA

Si nos mantenemos firmes, reinaremos con Cristo.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo: 2, 8-13

Querido hermano: Recuerda siempre que Jesucristo, descendiente de David, resucitó de entre los muertos, conforme al Evangelio que yo predico. Por este Evangelio sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo sobrellevo todo por amor a los elegidos, para que ellos también alcancen en Cristo Jesús la salvación, y con ella, la gloria eterna.

Es verdad lo que decimos: “Si morimos con él, viviremos con él; si nos mantenemos firmes, reinaremos con él; si lo negamos, él también nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo”. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO 1 Ts 5, 18

R/. Aleluya, aleluya.

Den gracias siempre, unidos a Cristo Jesús, pues esto es lo que Dios quiere que ustedes hagan. R/.

EVANGELIO

¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?

Del santo Evangelio según san Lucas: 17, 11-19

En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!”

Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ése era un samaritano. Entonces dijo Jesús: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?” Después le dijo al samaritano: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, las súplicas de tus fieles junto con estas ofrendas que te presentamos, para que, lo que celebramos con devoción, nos lleve a alcanzar la gloria del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN 1 Juan 3, 2

Cuando el Señor se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Señor, suplicamos a tu majestad que, así como nos nutres con el sagrado alimento del Cuerpo y de la Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de la naturaleza divina. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La curación de Naamán el sirio (2 R 5,14-17)

1ª lectura

La curación se debe a Dios, como lo reconocerá Naamán, y no a una cualidad especial de aquellas aguas. Pero se requiere la obediencia probada, que en la historia de Naamán queda reflejada en la realización de siete inmersiones. Una orden similar a la de Eliseo y una obediencia semejante a la de Naamán aparecen en la curación que realiza Jesús de un ciego de nacimiento (cfr Jn 9,6-7). Con razón se ha visto en aquellos episodios una prefiguración del bautismo, sacramento en el que a través del agua y de la obediencia a la palabra de Cristo, el hombre queda limpio de la lepra del pecado y se le otorga el don de la fe: «El paso del mar Rojo por los hebreos era ya una figura del santo bautismo, ya que en él murieron los egipcios y escaparon los hebreos. Esto mismo nos enseña cada día este sacramento, a saber, que en él queda sumergido el pecado y destruido el error, y en cambio la piedad y la inocencia lo atraviesan indemnes. (…) Finalmente, aprende lo que te enseña una lectura del libro de los Reyes. Naamán era sirio y estaba leproso, sin que nadie pudiera curarlo (…), se bañó, y, al verse curado, entendió al momento que lo que purifica no es el agua sino el don de Dios. Él dudó antes de ser curado; pero tú, que ya estás curado, no debes dudar» (S. Ambrosio, De mysteriis 12,19).

La confesión de fe de Naamán (v. 15) es el punto culminante de este relato, el verdadero milagro. En el contexto de la historia de los reyes de Israel se contrapone a la idolatría de estos reyes, constantemente denunciada en el texto sagrado. Se convierte así en ejemplo para todos los israelitas. El hecho de llevarse tierra de Israel responde a la mentalidad de que una divinidad sólo puede ser adorada en la tierra en que se ha manifestado, y a la convicción de que la tierra donde se practica un culto idolátrico queda profanada (cfr Am 7,17).

La acción de gracias de Naamán (vv. 15-17) evoca aquel pasaje del evangelio (cfr Lc 17,11-19) en el que Jesús cura a diez leprosos, pero sólo uno, un extranjero, vuelve a dar gracias. Con razón se queja Jesús (cfr Lc 4,20-27) de la falta de la delicadeza de los hombres que nos atrevemos a considerar los dones de Dios como algo merecido.

Si perseveramos, reinaremos con Él (2 Tm 2,8-13)

2ª lectura

Los padecimientos de Pablo, encarcelado por predicar el Evangelio, son un título de gloria, pues en el martirio el discípulo se asemeja al Maestro. Por los méritos de Cristo se alcanza la salvación. Además, ninguna dificultad externa es obstáculo infranqueable para la difusión del Evangelio: «¡La palabra de Dios no está encadenada!» (v. 9). «Así como no es posible atar un rayo de luz ni encerrarlo en el hogar, del mismo modo tampoco se puede hacer eso con la predicación de la palabra del Evangelio. Y lo que es mucho más: el maestro estaba en cadenas y la palabra andaba volando libre; aquél habitaba en la cárcel mientras que su doctrina, como con alas, discurría por todas las partes del orbe de la tierra» (S. Juan Crisóstomo, Ad populum Antiochenum 16,12).

El himno de los vv. 11-13 constituye un acicate para mantenerse fieles en circunstancias adversas, que pueden culminar en el martirio. Refleja la íntima unión del bautizado con Cristo muerto y resucitado, y es un canto a la perseverancia cristiana fundamentada en la fidelidad eterna del Señor, que siempre es fiel «pues no puede negarse a sí mismo» (v. 13). San Agustín explica que esa imposibilidad no es una limitación a la omnipotencia divina: «Lo único que no puede el omnipotente es lo que no quiere. (...) Es imposible que la justicia quiera hacer lo que es injusto, o que la sabiduría quiera lo que es necio, o la verdad lo que es falso» (Sermones 214,4).

Los diez leprosos (Lc 17,11-19)

Evangelio

Según la Ley de Moisés (Lv 13,45-46), para evitar el contagio, los leprosos debían vivir lejos de la gente y dar muestras visibles de su enfermedad; de ahí que estos diez se mantengan a distancia de Jesús y le hagan su petición a gritos (vv. 12-13). El lugar donde se desarrolla el episodio explica que anduviera un samaritano junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos (cfr Jn 4,9), pero el dolor unía a los leprosos por encima de los resentimientos de raza.

Aquellos hombres reaccionaron con fe ante la indicación de Jesús (v. 14), pero sólo uno de ellos une el agradecimiento a la fe: un samaritano. Jesús califica esta acción como «dar gloria a Dios» (v. 18), y de ahí que, si los diez han sido curados, sólo de este extranjero se dice que también ha sido «salvado» (v. 19). La escena queda así como un ejemplo de lo que Jesús había anunciado en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazareth (cfr 4,27). Es asimismo una invitación a ser agradecidos con Dios: «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras: “Gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad» (S. Agustín, Epistolae 41,1).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Los falsos colores del cuerpo y del alma

“En los leprosos que el Señor curó diciéndoles: id y mostraos a los Sacerdotes, muy amados hermanos míos, muchas cosas se ofrecen, que justamente los que me oyen podrán preguntar: no solo podrán preguntar, porque el número de los enfermos fueron diez, mas también querrán saber, por qué razón sólo uno se halló que volviese a dar gracias al Señor por la merced que había recibido.

Estas dos dudas son de poca importancia, y siendo bien resueltas, o no tanto, podrá el que pregunta, contentarse sin que se detenga mucho su intención en la inteligencia del Santo Evangelio.

Otra duda hay, a mi ver, que más mueve el deseo del saber, y es, ¿por qué el Señor los envió a los Sacerdotes, para que yendo por el camino fuesen curados y limpiados? No hallamos que el Señor haya enviado a los Sacerdotes hombre alguno de estos, a quienes curaba de enfermedades corporales, sino solamente a los leprosos; y así leemos en otro lugar del Santo Evangelio, que el Señor envió otro leproso que había curado, diciéndoles: ve y muéstrate a los Sacerdotes, y ofrece por ti sacrificio, el cual Moisés mandó en testimonio para ellos. Podemos también preguntar, ¿qué tal fue la limpieza espiritual de aquellos que el Santo Evangelio condena por desagradecidos? Fácil cosa es, ver que un hombre está curado en cuanto al cuerpo, y que ya no tiene lepra como solía: mas no tener limpieza en el alma, no se puede así conocer.

Y según lo que en este milagro se cuenta, se podrá decir que el ingrato no está curado en el alma. Digo pues que es menester examinar, qué es lo que esta lepra significa: notad pues, que los que el Santo Evangelio cuenta haber sido curados, no dice, fueron sanados, sino fueron limpiados.

El daño de la lepra es defecto, o vicio que se muestra fuera en el color de la piel, más que en lo interior de la salud, o virtud de los miembros; y así, a mi ver, podríamos entender por los leprosos, los que, no teniendo verdadera ciencia, o noticia de la fe católica como conviene, van publicando diversas doctrinas llenas de error. No sabe esconder su ignorancia y defectos, antes la publican y sacan a luz con título de muy sana y santa doctrina, usando de vanas palabras, a fin de coger vanagloria con ellas. Y tened por cierto que no hay doctrina tan falsa, que no mezcle consigo algunas verdades: mezcladas pues las verdades con los errores, y mentiras, muestran una confusión de colores inciertos, como en el cuero del hombre leproso se muestran también inciertos y falsos colores.

Sabed pues, que, a los tales maestros de errores, es menester que los aparten de la Iglesia; y si es posible que estén muy lejos de ella, y que desde lejos den voces y pidan misericordia a la Iglesia, como vemos que estos leprosos la pedían al Señor: pues dice el Santo Evangelio que de lejos alzaron la voz diciendo: Jesús Maestro ten misericordia de nosotros. v.13

Y advertid que para pedirle medicina corporal le llaman Maestro, cosa que no hallo que alguno pidiendo remedio corporal jamás la haya dicho, y por esto me cuadra muy bien que esta lepra denota la falsa doctrina, la cual tiene necesidad de buen Maestro que la cure. No creo yo que ningún Católico dude, que el sacerdocio de los judíos fue figura del sacerdocio real que hoy está en la santa iglesia, en el cual son consagrados todos los que pertenecen al cuerpo místico de Jesucristo que es el verdadero y Supremo Príncipe de los Sacerdotes; y así ahora los Sacerdotes son ungidos, cosa que entonces solamente se daba a los Reyes y a los Sacerdotes; y cuando el glorioso Apóstol San Pedro, escribiendo al pueblo cristiano en su Epístola Canónica lo llama sacerdocio real, declaró manifiestamente que entrambos nombres convenían al sacerdocio cristiano.

Los otros defectos y vicios secretos del alma, que son enfermedades o indisposiciones de ella, como la lepra lo es del cuerpo, el Señor las corrige y sana secreta y espiritualmente: lo que toca a la doctrina falsa de los errados maestros, es menester que se cure con la santa doctrina de la Iglesia, ensenándolos y exhortándolos para que dejen el error y tomen la verdad, y así les quite el color malo de leprosos que por fuera tenían; porque esta cura del mal que es notorio, pertenece a la Santa Iglesia y a los buenos ministros de ella; y así el glorioso San Pablo, luego que oyó la voz del Señor que le dijo: ¿por qué me persigues? yo soy Jesús al que tú persigues, fue enviado a Ananías para que fuese bautizado, y con el alto Sacramento de nuestra fe, que el Sacerdote Ananías le comunicó, fuese lavado, y con su doctrina enseñado, y así tomase buen color.

No lo envió el Señor al Sacerdote Ananías, porque él por sí mismo no le pudiera muy bien limpiar, porque en fin lo que el Sacerdote y el Sacramento y la Iglesia hacen, el mismo Señor lo hace; mas quiso que así se hiciese, para que el Colegio Católico de los Cristianos, viendo que así se administra en la Santa Iglesia, tome tal ejemplo y confirmación que todos tengan buen color.

Con esto concuerda lo que el glorioso Apóstol San Pablo escribe diciendo: después de esto yo subí a Jerusalén con Bernabé, y llevé también conmigo a Tito, y subí, porque así me fue revelado que lo hiciese, y así declaré el Evangelio que ahora predico a los Gentiles; y esto, porque no corrí, ni corro ahora en vano; y poco después dice: habiendo conocido claramente Pedro, y Diego, y Juan, la gracia que por el Señor me había sido dada, mostrándose ellos como columnas, me dieron sus manos derechas a mí y a Bernabé, para que les fuésemos compañeros en la santa predicación.

Esta manera de concordia mostraba ser nuestra doctrina toda una, sin haber alguna diferencia o diversidad en ella. Así lo confirma el mismo Apóstol, cuando escribiendo a los de Corinto, les dice: yo os ruego hermanos por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos os conforméis en decir y querer una misma cosa.

Hallamos en los actos de los Apóstoles, que cuando el Ángel habló a Cornelio notificándole como sus limosnas y oraciones habían sido aceptas a Dios; más que con todo eso era menester, para que conociese la unidad y conformidad de la doctrina cristiana, que fuese a dar la obediencia, y se presentase con sus compañeros al Apóstol San Pedro; fue a decirle a él y a los otros: id y mostraos a los Sacerdotes; y así yendo a él, fueron limpiados, porque ya había venido a ellos el Apóstol San Pedro; mas por cuanto aún no habían recibido el Sacramento del Bautismo, decimos que no habían ido espiritualmente a mostrarse a los Sacerdotes: bien es verdad, que se conocía que estaban limpios, porque el Espíritu Santo había venido sobre ellos, y les había sido comunicado el don de lenguas.

Siendo todo esto verdad, como la Santa Escritura nos lo enseña, muy fácilmente podemos ver, que en la Santa Iglesia se alcanza esta sanidad, tomando la doctrina limpia que ella nos enseña, para limpiar la lepra de los errores que en nosotros puede haber; y para que conformándonos con la verdad católica sepamos diferenciar el Criador de la criatura; y así se conozca en nosotros que somos limpiados de la diversidad de las mentiras y errores como de una grave lepra.

Es menester con todo esto que volvamos a dar gracias al Señor nuestro libertador que así nos ha curado, so pena de ser ingratos y soberbios, y tales que se puedan decir contra nosotros las palabras que el Apóstol dijo condenando a otros: estos malos y desagradecidos, habiendo conocido a Dios no le honraron ni glorificaron como a Dios, ni le dieron las gracias que le eran debidas.

En decir el Apóstol que aquellos habían conocido a Dios, notifica que habían sido limpiados de la lepra; pero luego los acusa de desagradecidos y los tales quedarán como imperfectos dentro del número de nueve que no alcanzan a diez, que es número perfecto.

Notad que, si añadís uno a nueve, cumpliréis el número de diez, y así hacéis una manera de unidad, o unión tan conforme y tan unida, que no podéis pasar adelante, si no volvéis sobre uno; y esta regla hallaréis cuanto más quisieres multiplicar.

Y así decimos, que nueve han menester que se junte uno con ellos, para que los junte, y traiga la unión que tienen siendo diez; y el uno solo, para tener unión, no tiene necesidad de los nueve, que ya por sí se la tiene.

Por tanto, mirad que los nueve por su ingratitud fueron reprobados después de limpios, y fueron apartados de la unión en que está la perfección; y el uno que volvió a dar gracias, fue constituido en unidad con la santa Iglesia, y confirmado en la limpieza que había cobrado, y loado por tal; y estos nueve que eran Judíos, perdieron por su soberbia el reino del cielo, que es de los humildes, y donde más reina y resplandece la unión.

Y este Samaritano, que quiere decir guardador, volvió a dar gracias y reconocer al Señor la merced que había recibido, cantando las palabras que el Real Profeta dice: Señor, yo guardaré mi fortaleza para tu servicio.

Humillándose a su Rey y dándole gracias, guardó con devoción humilde la unidad, de la cual goza por la merced de Jesucristo, que vive y reina para siempre jamás. Amén.

FUENTE: “Homiliario o colección de homilías o sermones de los más excelentes santos padres y doctores de la Iglesia, sobre los evangelios que se cantan en las principales festividades y tiempos del año. Recopiladas por el doctor Alcuino, maestro del emperador Carlo Magno. Traducidas al castellano por el bachiller Juan de Molina. Tomo tercero. Oficina de Don Benito Cano. 1795. Págs. 358-362.

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FRANCISCO – Homilías 2016 y 2013 - En Santa Marta (11.VI.13 y 6.XII.13)

Homilía 2016

María es un modelo de alma agradecida

El Evangelio de este domingo nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación. De este modo, no se limita a hacerles una promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.

Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de su propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus discípulos.

Qué importante es saber agradecer al Señor, saber alabarlo por todo lo que hace por nosotros. Y así, nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» (Lc 17,17-18).

En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, os lo aseguro, nuestra alegría será plena. Sólo quien sabe agradecer experimenta una plena alegría.

Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14-17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados del profeta Eliseo, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Pero puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó.

El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras extraordinarias. Preguntémonos ―nos hará bien― si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos.

Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.

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Homilía 2013

Saber agradecer, saber alabar al Señor por lo que hace por nosotros.

En el Salmo hemos recitado: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1).

Hoy nos encontramos ante una de esas maravillas del Señor: ¡María! Una criatura humilde y débil como nosotros, elegida para ser Madre de Dios, Madre de su Creador.

Precisamente mirando a María a la luz de las lecturas que hemos escuchado, me gustaría reflexionar con ustedes sobre tres puntos: Primero, Dios nos sorprende; segundo, Dios nos pide fidelidad; tercero, Dios es nuestra fuerza.

1. El primero: Dios nos sorprende. La historia de Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, es llamativa: para curarse de la lepra se presenta ante el profeta de Dios, Eliseo, que no practica ritos mágicos, ni le pide cosas extraordinarias, sino únicamente fiarse de Dios y lavarse en el agua del río; y no en uno de los grandes ríos de Damasco, sino en el pequeño Jordán. Es un requerimiento que deja a Naamán perplejo y también sorprendido: ¿qué Dios es este que pide una cosa tan simple? Decide marcharse, pero después da el paso, se baña en el Jordán e inmediatamente queda curado (cf. 2 R 5,1-14). Dios nos sorprende; precisamente en la pobreza, en la debilidad, en la humildad es donde se manifiesta y nos da su amor que nos salva, nos cura, nos da fuerza. Sólo pide que sigamos su palabra y nos fiemos de él.

Ésta es también la experiencia de la Virgen María: ante el anuncio del Ángel, no oculta su asombro. Es el asombro de ver que Dios, para hacerse hombre, la ha elegido precisamente a Ella, una sencilla muchacha de Nazaret, que no vive en los palacios del poder y de la riqueza, que no ha hecho cosas extraordinarias, pero que está abierta a Dios, se fía de él, aunque no lo comprenda del todo: “He aquí la esclava el Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es su respuesta. Dios nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos, y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender, sal de ti mismo y sígueme.

Preguntémonos hoy todos nosotros si tenemos miedo de lo que el Señor pudiera pedirnos o de lo que nos está pidiendo. ¿Me dejo sorprender por Dios, como hizo María, o me cierro en mis seguridades, seguridades materiales, seguridades intelectuales, seguridades ideológicas, seguridades de mis proyectos? ¿Dejo entrar a Dios verdaderamente en mi vida? ¿Cómo le respondo?

2. En la lectura de San Pablo que hemos escuchado, el Apóstol se dirige a su discípulo Timoteo diciéndole: Acuérdate de Jesucristo; si perseveramos con él, reinaremos con él (cf. 2 Tm 2,8-13). Éste es el segundo punto: acordarse siempre de Cristo, la memoria de Jesucristo, y esto es perseverar en la fe: Dios nos sorprende con su amor, pero nos pide que le sigamos fielmente. Nosotros podemos convertirnos en «no fieles», pero él no puede, él es «el fiel», y nos pide a nosotros la misma fidelidad. Pensemos cuántas veces nos hemos entusiasmado con una cosa, con un proyecto, con una tarea, pero después, ante las primeras dificultades, hemos tirado la toalla. Y esto, desgraciadamente, sucede también con nuestras opciones fundamentales, como el matrimonio. La dificultad de ser constantes, de ser fieles a las decisiones tomadas, a los compromisos asumidos. A menudo es fácil decir “sí”, pero después no se consigue repetir este “sí” cada día. No se consigue ser fieles.

María ha dicho su “sí” a Dios, un “sí” que ha cambiado su humilde existencia de Nazaret, pero no ha sido el único, más bien ha sido el primero de otros muchos “sí” pronunciados en su corazón tanto en sus momentos gozosos como en los dolorosos; todos estos “sí” culminaron en el pronunciado bajo la Cruz. Hoy, aquí hay muchas madres; piensen hasta qué punto ha llegado la fidelidad de María a Dios: hasta ver a su Hijo único en la Cruz. La mujer fiel, de pie, destrozada por dentro, pero fiel y fuerte.

Y yo me pregunto: ¿Soy un cristiano a ratos o soy siempre cristiano? La cultura de lo provisional, de lo relativo entra también en la vida de fe. Dios nos pide que le seamos fieles cada día, en las cosas ordinarias, y añade que, a pesar de que a veces no somos fieles, él siempre es fiel y con su misericordia no se cansa de tendernos la mano para levantarnos, para animarnos a retomar el camino, a volver a él y confesarle nuestra debilidad para que él nos dé su fuerza. Y este es el camino definitivo: siempre con el Señor, también en nuestras debilidades, también en nuestros pecados. no ir jamás por el camino de lo provisional. Esto nos mata. La fe es fidelidad definitiva, como la de María.

3. El último punto: Dios es nuestra fuerza. Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17,13). Están enfermos, necesitados de amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde liberándolos a todos de su enfermedad. Llama la atención, sin embargo, que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer que en él está nuestra fuerza. Saber agradecer, saber alabar al Señor por lo que hace por nosotros.

Miremos a María: después de la Anunciación, lo primero que hace es un gesto de caridad hacia su anciana pariente Isabel; y las primeras palabras que pronuncia son: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, es decir, un cántico de alabanza y de acción de gracias a Dios no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino por lo que ha hecho en toda la historia de salvación. Todo es don suyo; Si podemos entender que todo es don de Dios, ¡cuánta felicidad habrá en nuestro corazón! él es nuestra fuerza. Decir gracias es tan fácil, y sin embargo tan difícil. ¿Cuántas veces nos decimos gracias en la familia? Es una de las palabras clave de la convivencia. «Por favor», «perdona», «gracias»: si en una familia se dicen estas tres palabras, la familia va adelante. «Por favor», «perdona», «gracias». ¿Cuántas veces decimos «gracias» en la familia? ¿Cuántas veces damos las gracias a quien nos ayuda, se acerca a nosotros, nos acompaña en la vida? Muchas veces damos todo por descontado. Y así hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor a pedirle algo, pero ir a darle gracias... ¡Ah!, no se me ocurre.

Continuemos la Eucaristía invocando la intercesión de María para que nos ayude a dejarnos sorprender por Dios sin oponer resistencia, a ser hijos fieles cada día, a alabarlo y darle gracias porque él es nuestra fuerza. Amén.

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Los signos de la gratuidad

11 de junio de 2013

Pobreza y alabanza de Dios: son las dos coordenadas principales de la misión de la Iglesia, los “signos” que revelan al pueblo de Dios si “un apóstol vive la gratuidad”. Lo indicó el Papa Francisco el 11 de junio partiendo de las lecturas del día –de los Hechos de los apóstoles (Hch 11, 21-26; Hch 13, 1-3) y del Evangelio de Mateo (Mt 10, 7-13)–. “La predicación evangélica nace de la gratuidad, del estupor de la salvación que llega; y eso que he recibido gratuitamente, debo darlo gratuitamente”, expresó; esto se ve cuando Jesús envía a sus apóstoles y les da las instrucciones para la misión que les espera. “Son indicaciones muy sencillas: no os procuréis oro, ni plata, ni dinero”. Esta misión de salvación, como añade Jesús, consiste en curar a los enfermos, resucitar a los muertos, purificar a los leprosos y expulsar los demonios. Se trata de una misión para acercar a los hombres al Reino de Dios. Y el Señor quiere para los apóstoles “sencillez” de corazón y disponibilidad para dejar espacio “al poder de la Palabra de Dios”.

La frase clave de las consignas de Cristo a sus discípulos es precisamente “gratuitamente habéis recibido, gratuitamente dad”: palabras en las que se comprende toda “la gratuidad de la salvación”. Porque “no podemos predicar, anunciar el Reino de Dios, sin esta certeza interior de que todo es gratuito, todo es gracia”. Es lo que afirmaba san Agustín: Quaere causam et non invenies nisi gratiam. Cuando actuamos sin dejar espacio a la gracia entonces “el Evangelio no tiene eficacia”.

Entre los muchos signos de la gratuidad, el Papa Francisco indicó especialmente la pobreza y la alabanza a Dios. De hecho, el anuncio del Evangelio debe pasar por el camino de la pobreza y su testimonio: “No tengo riquezas, mi riqueza es sólo el don que he recibido de Dios. Esta gratuidad es nuestra riqueza”. Es una pobreza que “nos salva de convertirnos en organizadores, empresarios”. El Papa admitió que “se deben llevar adelante obras de la Iglesia” y que “algunas son un poco complejas”, pero es necesario hacerlo “con corazón de pobreza, no con corazón de inversión o como un empresario, porque la Iglesia no es una ONG. Es algo más importante. Nace de esta gratuidad recibida y anunciada”.

En cuanto a la capacidad de alabar, el Santo Padre aclaró que cuando un apóstol no vive la gratuidad, pierde también la capacidad de alabar al Señor, “porque alabar al Señor es esencialmente gratuito. Es una oración gratuita. No sólo pedimos, alabamos”. En cambio “cuando encontramos apóstoles que quieren hacer una Iglesia rica, una Iglesia sin la gratuidad de la alabanza”, la Iglesia “envejece, se convierte en una ONG, no tiene vida”.

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El grito que molesta

6 de diciembre de 2013

La oración es “un grito” que no teme “molestar a Dios”, “hacer ruido”, como cuando se “llama a una puerta” con insistencia. He aquí, según el Papa Francisco, el significado de la oración dirigida al Señor con espíritu de verdad y con la seguridad de que Él puede escucharla de verdad.

El Pontífice habló de ello en la homilía de la misa celebrada el viernes 6 de diciembre. Refiriéndose al pasaje del capítulo 9 de Mateo (Mt 9, 27-31), el Papa centró la atención ante todo en una palabra contenida en el pasaje del Evangelio “que nos hace pensar: el grito”. Los ciegos, que seguían al Señor, gritaban para ser curados. “También el ciego a la entrada de Jericó gritaba y los amigos del Señor querían hacerle callar”, recordó el Santo Padre. Pero ese hombre “pidió una gracia al Señor y la pidió gritando”, como diciendo a Jesús: “¡Hazlo! ¡Yo tengo derecho a que tú hagas esto!”.

“El grito es aquí un signo de la oración. Jesús mismo, cuando enseñaba a rezar, decía que se hiciera como un amigo inoportuno que, a medianoche, iba a pedir un trozo de pan y un poco de pasta para los huéspedes”. O bien “hacerlo como la viuda con el juez corrupto”. En esencia, prosiguió el Papa, “hacerlo -diría yo- molestando. No lo sé, tal vez esto suena mal, pero rezar es un poco como molestar a Dios para que nos escuche”. Y precisó que es el Señor mismo quien lo dice, sugiriendo rezar “como el amigo a medianoche, como la viuda al juez”. Por lo tanto, rezar “es atraer los ojos, atraer el corazón de Dios hacia nosotros”. Y eso es precisamente lo que hicieron también los leprosos del Evangelio, que se acercaron a Jesús para decirle: “Si tú quieres, puedes curarnos”. Y “lo hicieron con una cierta seguridad”.

“Así, Jesús nos enseña a rezar”. Nosotros, habitualmente presentamos al Señor nuestra petición “una, dos o tres veces, pero no con mucha fuerza: y luego me canso de pedirlo y me olvido de pedirlo”. En cambio, los ciegos de los que habla Mateo en el pasaje evangélico “gritaban y no se cansaban de gritar”. En efecto, dijo además el Papa, “Jesús nos dice: ¡pedid! Pero también nos dice: ¡llamad a la puerta! Y quien llama a la puerta hace ruido, incomoda, molesta”.

Precisamente “éstas son las palabras que Jesús usa para decirnos cómo debemos rezar”. Pero éste es también “el modo de oración de los necesitados que vemos en el Evangelio”. Así, los ciegos “se sienten seguros de pedir al Señor la salud”, de tal manera que el Señor pregunta: “¿Creéis que yo puedo hacer esto?”. Y le responden: “Sí, Señor. ¡Creemos! ¡Estamos seguros!”.

He aquí, prosiguió el Santo Padre, las “dos actitudes” de la oración: “es expresión de una necesidad y es segura”. La oración “es necesaria siempre. La oración, cuando pedimos algo, es expresión de una necesidad: necesito esto, escúchame, Señor”. Además, “cuando es auténtica, es segura: escúchame, creo que tú puedes hacerlo, porque tú lo has prometido”. En efecto, explicó el Pontífice, “la auténtica oración cristiana está cimentada en la promesa de Dios. Él lo ha prometido”.

El Pontífice hizo luego referencia a la primera lectura (Is 29, 17-21) de la liturgia del día, que contiene la promesa de salvación de Dios a su pueblo: “Oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Este pasaje, afirmó el Papa, “es una promesa. Todo esto es una promesa, la promesa de la salvación: yo estaré contigo, yo te daré la salvación”. Y es “con esta seguridad” que “nosotros decimos al Señor nuestras necesidades. Pero seguros de que Él puede hacerlo”.

Por lo demás, cuando rezamos, es el Señor mismo quien nos pregunta: “¿Tú crees que yo pueda hacer esto?”. Un interrogante del que brota la pregunta que cada uno debe hacerse a sí mismo: “¿Estoy seguro de que Él puede hacerlo? ¿O rezo un poco pero no sé si Él lo puede hacer?”. La respuesta es que “Él puede hacerlo”, incluso “el cuándo y el cómo lo hará no lo sabemos”. Precisamente “ésta es la seguridad de la oración”.

Por lo que se refiere luego a la “necesidad” específica que motiva nuestra oración, es necesario presentarla “con verdad al Señor: soy ciego, Señor, tengo esta necesidad, esta enfermedad, este pecado, este dolor”. Así Él “escucha la necesidad, pero escucha que nosotros pedimos su intervención con seguridad”.

El Papa Francisco reafirmó, como conclusión, la importancia de pensar siempre “si nuestra oración es expresión de una necesidad y es segura”: es “expresión de una necesidad porque nos decimos la verdad a nosotros mismos”, y es “segura porque creemos que el Señor puede hacer lo que pedimos”.

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AUDIENCIA GENERAL (13 de mayo de 2015)

Un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios

(...) La segunda palabra es «gracias». Algunas veces nos viene a la mente pensar que nos estamos convirtiendo en una civilización de malas maneras y malas palabras, como si fuese un signo de emancipación. Lo escuchamos decir muchas veces incluso públicamente. La amabilidad y la capacidad de dar gracias son vistas como un signo de debilidad, y a veces suscitan incluso desconfianza. Esta tendencia se debe contrarrestar en el seno mismo de la familia. Debemos convertirnos en intransigentes en lo referido a la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan ambas por esto. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá. La gratitud, además, para un creyente, está en el corazón mismo de la fe: un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios. Escuchad bien: un cristiano que no sabe dar gracias es alguien que ha olvidado el lenguaje de Dios. Recordemos la pregunta de Jesús, cuando curó a diez leprosos y sólo uno de ellos volvió a dar las gracias (cf. Lc 17, 18). Una vez escuché decir a una persona anciana, muy sabia, muy buena, sencilla, pero con la sabiduría de la piedad, de la vida: «La gratitud es una planta que crece sólo en la tierra de almas nobles». Esa nobleza del alma, esa gracia de Dios en el alma nos impulsa a decir gracias a la gratitud. Es la flor de un alma noble. Esto es algo hermoso.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007

Reconocer que todo es don, todo es gracia

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.

Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.

Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios.

Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!

Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una “impureza contagiosa” que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.

Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, el médico

1503. La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús

no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.

1504. A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) “pues salía de él una fuerza que los curaba a todos” (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.

1505. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: “El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el “pecado del mundo” (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora.

Jesús escucha la oración

2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: “Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis” (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85, 1; cf IGLH 7).

Los signos del Reino de Dios

El anuncio del Reino de Dios

543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

546. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que están “fuera” (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

Los signos del Reino de Dios

547. Jesús acompaña sus palabras con numerosos “milagros, prodigios y signos” (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).

548. Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

549. Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

550. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Regnavit a ligno Deus” (“Dios reinó desde el madero de la Cruz”, himno “Vexilla Regis”).

1151. Signos asumidos por Cristo. En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la Creación para dar a conocer los misterios el Reino de Dios (cf. Lc 8,10). Realiza sus curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos (cf Jn 9,6; Mc 7,33-35; 8,22-25). Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza, sobre todo al Exodo y a la Pascua (cf Lc 9,31; 22,7-20), porque él mismo es el sentido de todos esos signos.

La acción de gracias

224. Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co 4,7). “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 116,12).

IV. LA ORACION DE ACCION DE GRACIAS

2637. La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.

2638. Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de San Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts 5, 18). “Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Col 4, 2).

El sentido cristiano de la muerte

1010. Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor:

Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima ... Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¿Para qué sirven los milagros?

Un día, mientras Jesús estaba de viaje hacia Jerusalén, al ingreso de una aldea, le vinieron diez leprosos al encuentro. Parados a distancia, como prescribía la ley, gritaron: «Jesús Maestro, ten compasión de nosotros». Jesús tuvo compasión y les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Presentarse a los sacerdotes para recibir de ellos el atestado o testimonio de obtención de la curación y el permiso para reinsertarse en la comunidad era un acto previsto por la ley mosaica. Nosotros sabemos ya el resto. Mientras iban de camino, los diez leprosos se apercibieron todos como milagrosamente curados. Uno sólo de ellos, un samaritano, sin embargo, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias. Y Jesús comentó:

«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»

También, la primera lectura nos refiere una curación milagrosa de la lepra: la de Naamán, el sirio, por obra del profeta Eliseo. Por lo tanto, es clara la intención de la liturgia de invitamos a una reflexión sobre el sentido del milagro y, en particular, del milagro que consiste en la curación de una enfermedad. Recojamos esta invitación habiendo visto que lo del milagro y lo de la curación milagrosa es una cuestión siempre abierta y muy debatida.

Digamos, ante todo, que la prerrogativa de hacer milagros es de entre las más refrendadas en la vida de Jesús. Quizás la idea principal que la gente se había hecho de Jesús durante su vida, antes aún que la de profeta, era la de ser un realizador de milagros. Los Hechos de los Apóstoles describen a Jesús como un «hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos» (2, 22). Jesús mismo presenta este mismo hecho como una prueba de la autenticidad mesiánica de su misión: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan» (Mateo 11,5). En la vida de Jesús no se puede eliminar el milagro sin desmadejar toda la trama del Evangelio.

Pero, preguntémonos: ¿por qué el milagro? ¿Qué pensar de este fenómeno, que ha acompañado toda la historia de la salvación y continúa acompañando hoy la vida de la Iglesia? Como todo carisma es una «manifestación del Espíritu»; por lo tanto, no es una cosa dejada a nuestro gusto o en poder de la crítica para aceptarla o no. Forma parte del planteamiento de fe; no se entiende como creer en todo lo que viene dicho como milagro; pero, al menos, hay que admitir la posibilidad y también la existencia de auténticos milagros. No olvidemos que el «don de curar» y el «poder de realizar milagros» están enumerados por Pablo entre los carismas proporcionados a la Iglesia (1 Corintios 12,9-10).

Junto con los relatos de los milagros, la Escritura nos ofrece asimismo los criterios para juzgar sobre su autenticidad y su finalidad. Según un texto de Isaías, Dios realiza «maravillas y prodigios» para romper la rutina y para impedir que nos acomodemos a una religiosidad ritualista y repetitiva, que lo reduce todo como a un «aprendiz de usos humanos» (cfr. Isaías 29, 13-14). El milagro produce sobresaltos de conciencia, manteniendo vivo el estupor o asombro, tan necesario en las relaciones con Dios. Además, el milagro actual nos ayuda a aceptar el milagro habitual de la vida y del ser, en el que estamos inmersos; pero, lo malo es que siempre arriesgamos perderlo de vista o vulgarizarlo.

Al mismo tiempo, según aquel texto de Isaías, el milagro sirve también para confundir «la sabiduría de los sabios», esto es, para poner en saludable crisis la pretensión de la razón para explicarlo todo y para rechazar lo que no se sabe explicar. Rompe bien sea el extinto ritualismo que el árido racionalismo. Por lo tanto, entendido correctamente, el milagro no baja el nivel cualitativo de una religión, sino que lo eleva.

Por lo demás, el milagro en la Biblia no es nunca un fin en sí mismo; tanto menos debe servir para engrandecer a quien lo realiza ya publicar sus poderes extraordinarios, como casi siempre acontece en el caso de curaciones y taumaturgos que hacen publicidad de sí mismos. Es un incentivo y un premio a la fe. Es un signo (así, en efecto, Juan llama preferentemente al milagro) y debe servir para enaltecerlo a un significado. Por esto, Jesús se muestra tan entristecido cuando, después de haber multiplicado los panes, se da cuenta que no han entendido de qué era «signo» (cfr. Marcos 6, 51).

En el mismo Evangelio, el milagro aparece como ambiguo. Unas veces es visto positivamente y otras negativamente. Positivamente, cuando es admitido con gratitud y alegría, suscita la fe en Cristo y abre sin más a la esperanza de un mundo futuro, ni enfermedad ni muerte; negativamente, cuando es pedido o hasta pretendido para creer. «¿Qué signo haces para que viéndolo creamos en ti? ¿Qué obra realizas?» (Juan 6, 30). «Si no veis signos y prodigios, no creéis» (Juan 4,48), decía con tristeza Jesús a sus oyentes.

La ambigüedad continúa, bajo otra forma, en el mundo de hoy. Por una parte, hay quien busca el milagro a toda costa; está siempre a la caza de hechos extraordinarios, se agarra a ellos y a su utilidad inmediata. En la parte opuesta, están los que no dan lugar alguno al milagro; lo miran, por el contrario, con un cierto hastío, como si se tratase de una manifestación deteriorada de religiosidad, sin darse cuenta que, de este modo, se pretende como enseñarle al mismo Dios qué es la verdadera religiosidad y qué no es.

Lessing, célebre iluminista del Setecientos, ha formulado una argumentación que, aunque inaceptable en algunas de sus premisas, nos ayuda, sin embargo, a entender el deber permanente del milagro en el cristianismo. Del cristianismo, dice, no se podrá dar nunca una demostración racional definitiva de su verdad; porque verdades históricas ocasionales no podrán nunca llegar a ser la prueba de necesarias verdades de razón.

En otras palabras, no se puede fundar lo universal sobre un hecho histórico particular, como es el acontecimiento y la persona de Jesucristo. Un individuo particular y concreto no puede representar lo universal y lo absoluto al mismo tiempo. Una prueba convincente de la verdad de la fe sería la manifestación de la potencia divina mediante milagros y signos prodigiosos. Si no es que estas cosas obligan sólo a los testigos oculares directos del hecho, mientras que pierden su fuerza apenas son referidas por otros. En este punto, de hecho, llegan a ser objeto de fe más que de experiencia, y más que para probar una cosa tienen necesidad de ser probadas ellas mismas. He ahí por qué, concluye, el cristianismo tendría necesidad en cada época de mostrar nuevos signos y prodigios, esto es, la «demostración del Espíritu y de su potencia».

Lo que a Lessing se le escapaba era que, de hecho, el Espíritu no ha cesado nunca de dar a la Iglesia esta prueba, ya que los milagros tenían lugar también en su tiempo como suceden hoy; pero, es necesario saberlos reconocer y para esto es necesario, si no credulidad, al menos una cierta disponibilidad a creer. Yo he asistido a hechos prodigiosos; pero, casi siempre evito hablar de ellos en mi predicación, precisamente por la razón ilustrada por Lessing: los milagros convencen si son vistos en persona; no, si se oye contarlos.

De uno de estos hechos me ha permanecido un recuerdo particularmente vivo. Me encontraba en el extranjero para predicar. Una mujer, apenas me vio, se vino hacia mi encuentro haciendo un gran espectáculo. «Me debe excusar, decía, pero es la primera vez que le veo cara a cara. ¿Se acuerda de mí?» En aquel momento, la reconocí como la mujer que años atrás, en una precedente estancia en aquella nación, la había visto pasear tanteando el terreno con un bastón blanco de los ciegos.

Ella misma me contó lo que le había sucedido. Había habido en la ciudad una oración de curación para los enfermos. En un cierto momento, el sacerdote oraba por los que tenían problemas con la vista. Ella no estaba pensando en sí misma sino que oraba, más bien, por la curación de otro ciego, que no se resignaba a su desgracia. Hubo en la sala como una especie de soplo de viento y ella gritó: «¡Atentos al panel del palco, está cayendo!» Fue así como se dio cuenta de que veía. La primera imagen que, entrando en sus ojos, le había devuelto la vista había sido la de Cristo, pintado sobre el panel.

Algunos recientes debates suscitados por el «fenómeno Padre Pío» de Pietrelcina, hoy ya canonizado, han puesto a la luz cuánta confusión hay aun girando en torno al milagro. No es verdad, por ejemplo, que la Iglesia considere milagro todo hecho inexplicable (¡de estos, como se sabe, está el mundo lleno y también la medicina!). Considera milagro sólo aquel hecho inexplicable que, por las circunstancias en que acontece (y rigurosamente acertadas), reviste el carácter de signo divino; esto es, de confirmación dada a una persona o de respuesta a una oración. Si una mujer, privada de pupilas desde el nacimiento, en un cierto momento comienza a ver, aun faltándole las pupilas, esto puede ser catalogado como un hecho inexplicable. Pero, si esto sucede precisamente mientras se estaba confesando con el Padre Pío, como de hecho ha ocurrido, entonces ya no basta más hablar simplemente de un «hecho inexplicable».

Nuestros amigos los «laicos», sin quererlo, nos ofrecen una contribución preciosa a la misma fe con su planteamiento crítico respecto a los milagros, ya que permanecen atentos a las posibles falsificaciones en este campo. Deben, sin embargo, también ellos, guardarse de un planteamiento no crítico. Es igualmente errado bien sea el creer a priori todo lo que nos viene despachado como milagroso, bien sea contradecirlo todo a priori sin ni siquiera darse la pena de examinar las pruebas. Se puede ser de los que tienen buenas tragaderas; pero también, de los... que no creen en nada, que, además, no es muy distinto.

En el episodio del Evangelio de hoy vemos reflejados los dos planteamientos posibles frente al milagro: el de los nueve leprosos, que no vuelven atrás, planteamiento utilitarista de quien busca el milagro por el milagro; y, después, el de quien se ha visto curado, el décimo leproso, que ha vuelto a dar las gracias con el planteamiento justo de quien no busca sólo los milagros de Dios, sino que antes aún busca al Dios de los milagros. Este no ha alcanzado sólo la salud sino también la salvación. Jesús lo despide efectivamente con las palabras: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Acción de gracias es Eucaristía

«Acción de gracias es lo que significa la Sagrada Eucaristía. “Vuelvan y den gracias a Dios”, es lo que quiso decir Jesús cuando dijo “hagan esto en memoria mía”.

El que es agradecido participa de la Santa Misa con devoción, acude al templo para alabarlo, para adorarlo, para glorificarlo.

El hombre prudente y sabio es agradecido, adora la Eucaristía, que es gratuidad infinita, don de Dios; valora la vida, y con su vida agradece haber sido de la enfermedad del pecado sanado, y de la muerte rescatado.

El verdadero cristiano transforma su vida en una continua acción de gracias, cumpliendo los mandamientos de Dios y lo que le manda la Santa Iglesia, fundada por Cristo, para que todo aquel que sea consciente de los bienes que, por la gracia de Dios, ha recibido, vuelva a Él con el corazón inflamado de amor, contrito, humillado, y fervoroso, para darle gracias, reconociendo a Cristo como su único Rey y Señor.

Agradece tú, con tu vida ordinaria –tus trabajos, oraciones, pensamientos, palabras, buenas intenciones…–, orientando todo hacia Dios, que eres templo vivo del Espíritu Santo, que siempre está contigo, que anima tu alma y te da lo que por ti mismo no has merecido: la alegría de vivir en este mundo, y la esperanza de vivir eternamente en el Paraíso.

Y si un día tu alma navegara sin rumbo en la oscuridad del inmenso mar, entre los problemas, contrariedades, enfermedades, tristezas, angustias…, conserva la fe y la esperanza, y acude agradecido al Señor por darte la oportunidad de purificar tu alma, uniéndote a su cruz, sabiendo que un nuevo día vendrá, y el sol para ti brillará, porque la luz de Cristo nunca te abandonará.

Permanece en los brazos de su Madre, que te consolará, te reconfortará, te aliviará, te auxiliará y te llevará a puerto seguro».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La vida como ocasión de amar

Lo que sucedió aquel día, hace casi dos mil años, nos resulta plenamente actual. La condición humana –herida por el pecado original– y nuestro mal uso de la libertad son ocasión de manifestaciones de egoísmo y desconsideración, como la que narra san Lucas y la Iglesia hoy nos recuerda.

Pidamos al Espíritu Santo su luz para nuestro corazón, de modo que contemplemos las diversas circunstancias de nuestra existencia y, en general, de la vida de los hombres con los ojos de Cristo. Supliquémosle comprender el valor de la belleza y bondad natural, del agradecimiento, de la generosidad... Es necesario captar la verdad profunda, para muchos escondida, de aquella enseñanza permanente de Jesús, según la cual es mejor dar que recibir, atesorando así verdadera riqueza en los cielos.

Lamentablemente, domina hoy –como en otros tiempos– una cultura de intereses materiales para la que la categoría individual se relaciona directamente con el confort, la capacidad de éxito social, la riqueza, la salud, etc. Ser agradecido, ayudar a los que nos rodean o terminar bien un trabajo, no tendría, en cambio, especial interés a menos que se apreciara con claridad un cierto beneficio por ello. Estamos habituados a contemplar esta actitud con demasiada frecuencia. Y, de tal modo vamos a veces a lo nuestro, que ni caemos en la cuenta de que tenemos posibilidades –con nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestros medios– de favorecer a otros que viven con necesidades de diverso tipo. En nuestros días están muy facilitadas las relaciones humanas. Los medios de comunicación, asimismo hoy muy accesibles, nos hacen conocer cada día tantas situaciones lamentables, no pocas veces, en efecto, al alcance de nuestra generosidad si estamos dispuestos a tomarnos la molestia.

Bastantes carecen, por ejemplo, de la necesaria formación espiritual-religiosa. Es un hecho muy fácil de comprobar. Lo notamos a diario en las conversaciones con amigos y conocidos. ¿Qué actitud tomo ante esa deficiencia en personas que conozco? Porque hay quien se prepara especialmente bien, pensando no sólo en su personal necesidad: el deber de conocer a Dios y la doctrina cristiana para agradarle con la propia vida, sino también considerando que se puede y se debe ayudar a otros a ser mejores. Pero para ello se requiere una específica formación doctrinal y apostólica. Son personas que no sólo piensan en sí y en lo suyo, sino también, y de modo permanente, en lo ajeno y actúan en consecuencia para mejorarlo.

Jesús merecía agradecimiento después de aquel gran milagro, lo exigía la justicia, aunque no pudiera, en rigor, calificarse de delito la actitud de los que no volvieron a dar las gracias. Y es que estamos demasiado habituados a realizar las cosas por las malas: porque si no... sufriremos las consecuencias. Parece que tiende a desaparecer la cultura de la generosidad, según la cual, “si puedo hacer el bien lo haré”. Ciertamente me costará, pues tendré que renunciar a una conducta más cómoda o a cierto beneficio mío en favor de otro, pero así actúo mejor. Con este criterio agradeció el milagro aquel samaritano curado de la lepra por Jesús, que aparentemente ya estaba curado y no tenía aparentemente más que ganar, por glorificar a Dios y postrarse ante Cristo.

Se reclama para la vida cristiana, tal como la pide Nuestro Señor a todos, una actitud siempre positiva, de amor, de derroche en el amor. Es típico del cristiano una vida magnánima, de la que Jesús nos da buen ejemplo: pero vayamos a otras ciudades –dice a sus discípulos tras algunos milagros o después de haber enseñado en cierto lugar– para que también allí enseñe la Buena Noticia. No se conforma con el bien realizado, ni únicamente sale al paso de las necesidades que unos y otros le manifiestan, ni está exigente cristiana en no incurrir en delitos. Cuando ha concluido en una ciudad, enseguida se dirige a otra donde presupone que vendrá bien su ayuda y su doctrina. Y su amor espléndido se adelanta –sin que se lo pidan– en otra ocasión, compadecido de la muchedumbre que pasaría hambre sin su intervención milagrosa: Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino. Así son los sentimientos de Cristo, que deben ser modelo de los nuestros.

¿Qué más puedo hacer?, ¿a dónde más puedo llegar?, ¿cómo puedo ayudar mejor a esa persona?, ¿qué más podría hacer por ella? Necesitamos esa actitud de amor propia de Dios, que no ganaba nada haciéndose hombre, que no perdía nada si no se hubiera encarnado. ¡Qué bien se expresa san Juan, diciendo: ¡Dios es amor! Es donación eterna de máximo bien. Démosle gracias porque a ningún otro ser, como al hombre, ha favorecido tanto: nos hizo hijos suyos en Jesucristo. Pidámosle perdón porque no sabemos valorar su cariño. Incluso a veces podemos ver solamente una carga en lo que nos pide, y no ante todo una oportunidad de desarrollo personal, una oportunidad, una ocasión de amarle, y de enriquecernos de verdad con ese amor.

Es claro que, siendo así por voluntad divina nuestra existencia: destinada a la intimidad y perfección con Él; no está, sin embargo, exenta de esfuerzo y de dolor. La dimensión de trabajo, que acompaña cada uno de nuestros días, es lo que garantiza la libertad humana, lo que asegura que no hacemos las cosas movidos por un instinto, ni por la mayor facilidad del asunto de que se trate. Si nos proponemos algo porque es bueno y lo hacemos, aunque nos cuesta, es porque reconocemos en ello la voluntad de Dios y, en nuestro querer, el amor que le tenemos: ¡Démosle gracias!

A nuestra Madre le rogamos que nos consiga de la Trinidad Beatísima una fe a la medida de su fe, para que nos sintamos, como Ella, dichosos por la elección divina e ilusionados contemplando en el horizonte de nuestra existencia, junto a cada mandamiento, una permanente ocasión de amar.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Para qué sirven los milagros

En la Biblia, el Señor nos habla, unas veces con palabras otras con hechos; hoy, nos habla con un hecho: ese hecho inconfundible de Dios que se llama el milagro. La primera lectura nos narró la curación de la lepra de Naamán el Siro, por obra del profeta Eliseo; el Evangelio nos narró la curación de diez leprosos obrada por Jesús. Los dos trozos bíblicos presentan una estructura idéntica; ambos ponen en relieve dos partes y dos protagonistas: la parte de Dios, que interviene milagrosamente en favor del hombre devolviéndole la salud y la alegría, y la parte del hombre que siente la necesidad de reconocer el beneficio de Dios, de darle las gracias y alabarlo. Aquí, nos detenemos solamente en la primera parte, la de Dios, para reflexionar sobre el sentido del milagro. (Para el tema del agradecimiento, véase la homilía siguiente).

Naamán, un general sirio del siglo IX a.C., tiene lepra; a través de su esclava hebrea ha oído hablar del profeta Elíseo y sus prodigios; va a verlo con gran pompa y comitiva. Pero cuando llega a Samaría, le dicen que vaya a lavarse al Jordán; él obedece, aunque de mala gana, considerándose burlado por el profeta; pero cuando lo hace, su carne vuelve a ser como la de un jovencito: ¡estaba curado! Lo mismo ocurre en el Evangelio: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Jesús los envía a ver a los sacerdotes y, cuando están yendo, se descubren curados.

Dos milagros, entonces. Pero, ¿por qué el milagro? ¿Qué se propone Dios cuando interviene de una manera tan notoria en los hechos y las causas del mundo? ¿Qué fin tiene el milagro? ¡Un fin grandísimo! Es un signo y, como tal, presenta una analogía con el sacramento, si bien −a diferencia de éste− es único e irrepetible en su “eventualidad” histórica. El milagro es una ruptura, un corte en la concatenación de las causas naturales, que tiene como fundamento la libertad absoluta y soberana de Dios que no puede ser atada ni siquiera por lo que él mismo creó, o sea, la naturaleza. El milagro es una brecha que Dios abre para revelarnos la existencia de otra realidad. Es como cuando un cielo plomizo es quebrado por un rayo de luz que revela el sol que brilla sobre las nubes. No es tanto la sorpresa y el estupor del hombre, lo que Dios busca con el milagro, sino más bien su atención; con él. Dios hace como un maestro de escuela que, durante la clase, de repente golpea las manos con fuerza para llamar la atención de sus alumnos cuando los ve dispersos y distraídos. El milagro nos obliga a estar atentos, a tomar conciencia de él que está presente y obra.

Sobre todo, el milagro nos anuncia algo que Dios hará en el futuro; es, de hecho, apertura, no sólo a lo que está “sobre” nosotros, sino más todavía a lo que está “delante” de nosotros: el milagro es siempre profético. Aquí reside quizás la esencia misma del milagro: es una anticipación, una irrupción en el tiempo, de la realidad escatológica que nos espera. El milagro típico del Evangelio es la curación de la enfermedad, la victoria sobre la enfermedad y la muerte (“Predicar el Reino y curar a los enfermos”, constituye, en el Evangelio, como un programa único de dos partes). El hombre curado y resucitado volverá a enfermarse y a morir; pero, mientras tanto, Dios anunció en él que un día la enfermedad cesará y también la muerte, “el último enemigo” será sometido (cf. 1 Cor 15,26). Como siempre, Dios anuncia por anticipado lo que hará en futuro; lo hace para sostener nuestra fe y también porque sabe que el hombre es “obstinado y que su nunca ¡es una barra de hierro! y que, frente a la novedad, siempre está listo para exclamar: ¡Ya lo sabía! o a atribuirla a algún ídolo suyo, por ejemplo, a su inteligencia (cf. Is. 48,4-7). ¿Cuáles son las cosas “nuevas y secretas que el hombre ni siquiera sospecha”, a las que Dios lo viene preparando con el milagro? En la Jerusalén celestial −dice Juan en el Apocalipsis− no habrá más muerte, ni llanto, ni pena; todo habrá terminado; llegados al umbral de su casa, Dios secará todas las lágrimas de los ojos de sus hijos (cf. Apoc. 21,4). El milagro tiene el fin de hacernos creer en una promesa tan inaudita; creemos que Dios realmente secará algún día todas las lágrimas de nuestros ojos y que nos dará la vida eterna porque, mientras estamos todavía en la carne y mientras caminamos en la fe, ya lo hemos visto secar una lágrima y hacer florecer de nuevo una vida apagada.

Dios nos preparó así para recibir el supremo anuncio de salvación que es el formulado por Pablo en la segunda lectura: Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Toda esa inmensa promesa de Dios que escuchamos se funda en su totalidad en un milagro que es el mayor de los milagros de Dios; ¡él resucitó a Jesús de la muerte! Creemos que Dios nos dará la vida porque él, en Jesús, se mostró como Señor absoluto de la vida.

Es verdad lo que está escrito: “Ya no se cree en milagros porque no se cree lo suficiente en el milagro por excelencia, o sea, en esa intervención de Dios inmotivada e inmotivable por la libre razón que es la resurrección de Cristo Jesús de entre los muertos” (H. Schlier). Se trata de un nexo intrínseco, no sólo extrínseco, teológico, no sólo apologético. La fe en la resurrección vuelve operante al Espíritu del cual proviene todo prodigio y signo y poder y es la única que permite reconocer los milagros.

Los milagros ocurren también hoy; sólo que pocos —los verdaderos creyentes que son conducidos por el Espíritu Santo— saben reconocerlos; los otros encuentran mil razones plausibles para no hacerla: posibilidades de ilusión y engaño, fuerzas ocultas y desconocidas, parapsicología, etcétera. Lo mismo ocurría en tiempos de Jesús y los apóstoles: quien no estaba dispuesto a creer encontraba siempre una excusa para no rendirse al milagro: ¡No era ciego! ¡Fingía ser rengo para apiadar a la gente y recibir limosna! ¡Realizó el milagro por obra de Belzebul príncipe de los demonios! Un hecho me convenció de esa afinidad entre nuestra situación a propósito de los milagros y la que existía alrededor de Jesús. Había habido una liturgia de curación para enfermos, presidida por un obispo, en presencia de diez mil personas; al final, los que se sentían realmente curados fueron invitados a ponerse de pie para dar testimonio al Señor: se levantaron no menos de cincuenta personas entre lágrimas, muchas de las cuales eran sacerdotes. Cuando salimos de allí e intentamos hablar a quienes no habían estado presentes, nos dimos cuenta de que los milagros no pueden contarse; están hechos para quien los vio; es como la fuerza de un sacramento que se transmite a aquel que lo recibe y no a quien oye hablar de él.

Volviendo a nuestra Misa, somos llamados ahora a un acto de fe en el milagro más grande y oculto que existe: la Eucaristía. Jesús se hace presente en el signo del pan y el vino: es el Jesús resucitado y vivo, el mismo que se apareció a los apóstoles, no un fantasma o una idea de él. “Tú no ves y no comprendes, pero la fe te confirma más allá de la naturaleza” (Secuencia del Corpus Domini). Si hacía falta fe para reconocer en Jesús al Dios oculto en la carne, más hace falta ahora que Dios se oculta en el pan. Pero sigue siendo verdad su palabra: ¡Felices los que creen sin haber visto! (Jn. 20,29).

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Dar gracias a Dios con alegría

Uno de los diez leprosos curados por Jesús, de los que habla el Evangelio de hoy, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Todos los demás tuvieron la salud; solamente aquel que volvió atrás para dar las gracias tuvo también la salvación, o sea −en el sentido evangélico− llegó a la fe y entró en el Reino: Levántate y vete −le dijo Jesús− tu fe te ha salvado. Probablemente, todo el episodio fue recordado por los evangelistas justamente por ese décimo leproso: todo el peso del trozo está en él.

Algo análogo se observa en la primera lectura: Naamán el Siro, al verse curado de la lepra, reconoció la grandeza y la majestad del Dios de Israel y prometió no ofrecer más sacrificios a otros dioses que el Señor.

Ambas lecturas bíblicas celebran, en suma, la belleza y la importancia del agradecimiento. Esta es la parte del hombre que debe seguir naturalmente al milagro obrado por Dios. El hombre, beneficiado por Dios, debe abrirse a su alabanza, al agradecimiento y al testimonio. No sólo, naturalmente, quien ha recibido un milagro en el sentido estricto del término; todos nosotros, en distintas formas, hemos sido visitados muchas veces por Dios y hemos experimentado tangiblemente su presencia y su poder. El niño, una vez crecido, nunca sabrá cuántas veces fue salvado en su infancia por la mano vigilante de la mamá y el papá. Lo mismo pasa con nosotros; no asistimos tal vez a prodigios sensacionales, pero somos igualmente beneficiarios de milagros; todos somos beneficiarios de milagros. Sólo en la luz de Dios, un día, veremos cuántas veces intervino también para nosotros, a partir de esa grandiosa curación que fue nuestro Bautismo, un acontecimiento no menos prodigioso que el del paso de los Hebreos a través del Mar Rojo. En la Aclamación al Evangelio, nos fue dirigida una consigna: Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real nación santa: proclamen las grandezas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Proclamar las grandezas de Dios y darle gracias forman parte, entonces, de la esencia de la Iglesia y del ser cristianos.

Sin embargo, la experiencia nos dice que también nosotros, como esos otros nueve leprosos, somos duros para el reconocimiento; tomamos el don y escapamos para estar solos con nosotros mismos y gozarlo, temiendo, casi, que nos lo quiten. Acaso la dificultad de ser agradecidos con Dios, nace del hecho de que no sabemos ni siquiera ser agradecidos con los hombres. Es sorprendente qué pocas personas sienten gusto por el reconocimiento y saben decir gracias sólo cuando es necesario, pero hacerla en serio, desde lo profundo de sí mismas. Algunos tienen, sí, el gracias siempre en la boca, pero se entiende que sólo en la boca, no en el corazón. A veces, me pregunto si no habrá abajo un motivo psicológico que debe buscarse en nuestra infancia. Muchas veces, los niños son obligados por los padres a dar las gracias forzados. Reciben un caramelo y enseguida: ¿Qué se dice? y el niño: ¡Gracias! Pero lo siente como una obligación y una violencia que le imponente y así, al crecer, nace en él el rechazo instantáneo al gracias, o el gracias hipócrita que es aún peor. Educar para el reconocimiento es la flor misma de la educación, pero es necesario educar para ser agradecidos y libres, agradecidos en la libertad. Entonces sí, el gracias es espontáneo, fruto de humildad y magnanimidad, porque nos hace reconocer la necesidad nuestra y la generosidad de los otros.

El agradecimiento, entonces. Ahondemos un poco más en este tema que puede dar un aliento nuevo a nuestra oración y ayudarnos a comprender mejor la misma Eucaristía.

¿Qué queremos decir cuando decimos a Dios: Gracias? Es como decir “sí” a Dios: sí a él como dador, como creador y como Dios; sí a nosotros mismos como creaturas de Dios. Significa aceptar que Dios es Dios y que nosotros somos hombres. Este es, en cierto sentido, el sentimiento religioso fundamental: aceptar nos por lo que somos, o sea, deudores de todo (“¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios?”), gente que sólo puede decir gracias. Pero aceptado libre y alegremente, como hacen los niños cuando reciben algo de su papá y de su mamá, sin sentirnos humillados y disminuidos. Entonces, dar gracias a Dios es como decirle: Está bien, Dios mío; soy feliz de que sea así, ¡de que tú seas Dios y yo tu creatura!

Entendido así, el agradecimiento es el anti-pecado por excelencia, el vuelco de la actitud innata del pecado. Pecado es negarse a decir gracias a Dios, a aceptarse como creatura. “Serás como Dios”, o sea, sin nadie a quien tener que dar gracias, plenamente autónomo, no deudor hacia alguien: en estos consejos que Lucifer dio al hombre está la clave para entender su mismo pecado que está en la raíz de todo pecado. Él era la más luminosa de todas las creaturas, pero sabía que debía dar gracias a Dios por lo que era: ¿qué hizo entonces? Prefirió ser la más infeliz de las creaturas, pero sería por cuenta propia, antes que la más feliz de las creaturas pero únicamente por don de Dios. Antes que gracias, vale decir, sí, le dijo a Dios su terrible no: Non serviam, no serviré (cf. Jer. 2,20). La misma actitud se observa en el primer pecado del hombre. En el fondo de cierto ateísmo moderno —el más consciente— está el mismo tipo de pecado: Si Dios existe —se piensa— es todo; también lo que yo tengo es suyo; por lo tanto, ya no soy totalmente autónomo, no me pertenezco hasta el fondo; entonces digo: ¡Dios no existe! Es el pecado más terrible; Pablo lo denuncia, en la carta a los Romanos, cuando dice que los paga nos son inexcusables porque habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde (Rom. 1.21).

Se entiende así por qué Jesús, que es aquel que quita el pecado del mundo, es también el gracias viviente y personificado. El agradecimiento al Padre inunda el alma humana de Jesús; él se reconoce deudor de todo al Padre: Yo —dice— no tengo ni hago nada por mí mismo; las obras que hago no son mías, sino del Padre (cf. Jn 8,28; 12,49sq.; 17,8); llega incluso a decir: Mi enseñanza no es mía, sino del Padre (cf. Jn. 7,16; 14,10) y como él es la Palabra, es como si dijera: ¡Yo no soy mío; no me pertenezco, sino que soy del Padre!

Dar gracias significa, pues, decir sí a Dios. Nos lo confirma una de las oraciones más bellas de Jesús. Un día Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo y dijo: Te alabo (¡así debe traducirse el verbo griego!), Padre, Señor del cielo y de la tierra...Sí, Padre, porque así lo has querido (Lc 10,21): dar gracias significa, entonces, confesar o alabar a Dios, mejor todavía, decir sí al Padre. El Apocalipsis llama a Jesús el Amén (Apoc. 3,14), como diciendo que Jesús es el agradecimiento viviente al Padre,

Este sentimiento íntimo de Jesús se difunde en todas las acciones y hace de telón de fondo de cada oración suya; antes de cada acción importante, Jesús “da gracias” al Padre (cf. Jn. 6,11; 11,41), Los sinópticos coinciden en poner el acento sobre un agradecimiento particular de la vida de Jesús: el que la concluyó: Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Esto es mi Cuerpo (Lc 22,19 y párr.). Pensar: ¡cuando estaba a punto de ser traicionado y asesinado, “dio gracias”!). El agradecimiento hecho por Jesús al Padre esa noche, al partir el pan, debió ser tan intenso, tan conmovedor y tal vez tan sufrido que quedó impreso de manera indeleble en la memoria de los presentes. La Iglesia, tomando esa herencia, llamó a ese rito y su memoria “eucaristía”, o sea, acción de gracias; de término común, “eucaristía” pasó a ser término técnico, como para dar a entender que cada agradecimiento a Dios está contenido en aquel agradecimiento y adquiere sentido en él.

Después del ejemplo de Jesús, el de la comunidad apostólica. Las cartas de Pablo y, en general, toda la Iglesia apostólica está inundada por ese sentido del gracias a Dios. Éste será nuestro ahora de otro motivo, el más grande de todos: la redención obrada por Cristo, el don del Espíritu Santo: ¡Gracias, oh Padre, por Jesucristo! Al recuerdo de lo que hizo Jesús, se une la exhortación a hacer como él: No cesamos de dar gracias a Dios... Den gracias a Dios en toda ocasión (1 Tes. 2,13; 5,18); y darán gracias con alegría al Padre... (Col. 1,12).

Este gracias que es de la Iglesia no es un sentimiento subjetivo y psicológico, un sentimiento bueno y basta; es siempre un gracias dado a Dios “en Cristo Jesús”; es, por lo tanto, algo objetivo, que se “baña” en el gracias mismo que Jesús dio al Padre antes de su muerte y que sigue dando hoy, cada vez que se conmemora su muerte. En la Eucaristía nos nutrimos del gracias de Jesús; por así decirlo, comemos su gracias, para que nos enseñe también a nosotros a decir sí al Padre y diciéndolo nos haga estremecer de alegría como se estremeció él.

Después de haber explicado la Eucaristía, ahora se nos ofrece la posibilidad de vivirla. También nosotros tomemos el pan y demos gracias a Dios; un gracias colectivo, coral como una sola gran familia reunida en torno a la mesa con los ojos puestos en el Padre: Gracias por el milagro de la vida que nos has dado y que conservas; gracias por habernos dado a Jesús como hermano y con él todo bien imaginable; gracias por la esperanza y la caridad que difundiste en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos entregaste; gracias, simplemente, por permitirnos llamarte Abba, ¡Padre!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Son muchos los beneficios que a lo largo de la vida nos ha hecho el Señor: desde darnos la vida temporal y la eterna, pasando por limpiarnos la lepra del pecado con la Redención muriendo en la Cruz.

Cuando damos gracias a Dios, estamos permitiendo que el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones desde el día del Bautismo, se exprese a través de nosotros del modo más adecuado. “El Espíritu Santo, enseña Juan Pablo II, está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias... Esta oración estaba en boca de los Apóstoles el día de Pentecostés, cuando anunciaban ‘las maravillas de Dios’ (Hch 2,11). Lo mismo acaeció en la casa del centurión Cornelio cuando, durante el discurso de Pedro, los presentes recibieron el ‘don del Espíritu Santo’ y ‘glorificaba a Dios’ (Hch 10,45-47)”.

Jesús manifestó su sorpresa cuando sólo uno de los diez curados volvió para darle las gracias: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?” “Ciertamente, dice S. Máximo De Turín, correspondemos a los beneficios divinos cuando confesamos haberlos recibido. De otro modo, si cuando los recibimos callamos y los echamos en olvido, por ingratos e indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad de recurrir en la tribulación ante Dios cuyos beneficios no reconocimos, y pues no fuimos capaces de dar gracias en la prosperidad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la adversidad. Y así, por perezosos para alabar en tiempos de bonanza, habremos de llorar los peligros en tiempos de tormenta”.

La Iglesia nos enseña a dar gracias a Dios también cuando llegan las contrariedades, la enfermedad, y no vemos entonces la mano de Dios −etiam ignotis, que ignoramos que también vienen de Él− que quiere otorgarnos un beneficio mayor como le sucedió a este leproso que, junto al beneficio de la curación, añadió el de la fe en Jesucristo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.

“Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor” (Prefacio), pero especialmente en la Comunión Eucarística. “Te adoro con devoción, Dios escondido, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón. En esos momentos, dice F. F. Carvajal, hemos de frenar las impaciencias y permanecer recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«En todo, dad gracias»

I. LA PALABRA DE DIOS

2 R 5, 14-17: Volvió Naamán a Eliseo, y alabó al Señor

Sal 97, 1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación

2 Tm 2, 8-13: Si perseveramos, reinaremos con Cristo

Lc 17, 11-19: ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Toda alegría y toda pena, todo acontecimiento y toda necesidad pueden ser motivo de oración de acción de gracias, la cual, participando de la de Cristo, debe llenar la vida entera: ``En todo dad gracias’’ (I Tes. 5,18)» (2648).

«La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. ``Eucaristía’’ significa, ante todo, acción de gracias» (1360).

«La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza» (2637).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«El presidente los toma (el pan y el vino) y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da las gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones» (S. Justino) (1345).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

En los tres evangelios sinópticos la vida pública de Jesús termina con su viaje a Jerusalén donde dio su último testimonio y vida. En ese camino el Señor cura a diez leprosos, solo uno y extranjero, es agradecido. El sirio Naamán, un extranjero, es modelo de persona agradecida por los bienes recibidos de Dios por medio del profeta Eliseo.

La segunda lectura presenta el evangelio anunciado por Pablo, y confiado a su sucesor Timoteo consiste en la proclamación del Misterio pascual.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

La acción de gracias y la alabanza al Padre por medio de Jesucristo: 1359-1361.

La respuesta:

La oración de acción de gracias: 2637-2638; 2648.

C. Otras sugerencias

La acción de gracias a Dios que es la forma más común de oración de la Iglesia, no lo es tan usual en la vida de los cristianos. ¿Acaso seremos como los nueve leprosos? Sólo el extranjero, quien se reconoce indigno de la bondad de Dios, es agradecido.

Dad gracias a Dios. La Eucaristía es la Acción de gracias por excelencia. Unidos a Jesucristo en su Muerte y Resurrección todo se agradece a Dios Padre, por Cristo, con El y en El.

Acción de gracias por los beneficios recibidos.

Acción de gracias por todo acontecimiento... ¡Sólo Dios sabe!

Acción de gracias en la necesidad y en la pena: En Dios confiamos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Ser agradecidos.

− Curación de los diez leprosos.

I. La Primera lectura de la Misa nos recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta Eliseo. El Señor se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho mayor que la salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se encontraba sano de su terrible enfermedad. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos relata un hecho similar: un samaritano −que, como Naamán, tampoco pertenecía al pueblo de Israel− encuentra la fe después de su curación, como premio a su agradecimiento.

Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos acercarse a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos, por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.

Estos leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes, en nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. La voz del Señor resuena con especial fuerza y claridad en los consejos que nos dan en la dirección espiritual.

− El Señor nos espera para darle gracias, pues son incontables los dones que recibimos cada día.

II. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Nos podemos imaginar fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la ventura, se olvidan. Sólo uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos. Probablemente regresó corriendo, como loco de contento, glorificando a Dios a gritos, señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los pies del Maestro, dándole gracias. Es ésta una acción profundamente humana y llena de belleza. “¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, “gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad”. Ser agradecido es una gran virtud.

El Señor debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y a la vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús esperaba a todos: ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?, preguntó. Y manifestó su sorpresa: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias! Hoy en nuestra oración queremos compensar muchas ausencias y faltas de gratitud, pues los años que contamos no son sino la sucesión de una serie de gracias divinas, de curaciones, de llamadas, de misteriosos encuentros. Los beneficios recibidos −bien lo sabemos nosotros− superan, con mucho, las arenas del mar, como afirma San Juan Crisóstomo.

Con frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias que para nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que nos falta y nos fijamos poco en lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos menos y nos quedamos cortos en la gratitud. O pensamos que nos es debido a nosotros mismos y nos olvidamos de lo que San Agustín señala al comentar este pasaje del Evangelio: “Nuestro no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7)”.

Toda nuestra vida debe ser una continua acción de gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el Señor nos da, y no perdamos la alegría cuando pensemos que nos falta algo, porque incluso eso mismo de lo que carecemos es, posiblemente, una preparación para recibir un bien más alto. Recordad las maravillas que Él ha obrado, nos exhorta el Salmista. El samaritano, a través del gran mal de su lepra, conoció a Jesucristo, y por ser agradecido se ganó su amistad y el incomparable don de la fe: Levántate y vete: tu fe te ha salvado. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado el Señor. Porque −como enseña San Bernardo− “a quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios, con razón se le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes”.

Agradezcamos todo al Señor. Vivamos con la alegría de estar llenos de regalos de Dios; no dejemos de apreciarlos. ¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? −Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: “¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno! ...”. ¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en la Sagrada Eucaristía?

− Ser agradecidos con todos los hombres.

III. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas, invita el Salmo responsorial. Cuando vivimos de fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. “Ninguno hay que, a poco que reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le obligan a ser agradecido con Dios (...). Al conocer lo que Él nos ha dado, encontraremos muchísimos dones por los que dar gracias continuamente”.

Muchos favores del Señor los recibimos a través de las personas que tratamos diariamente, y por eso el agradecimiento a Dios debe pasar por esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea menos dura, la tierra más grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a ellas, se las damos a Dios, que se hace presente en nuestros hermanos los hombres. No nos quedemos cortos a la hora de corresponder. “No creamos cumplir con los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material. Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco, porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el cumplimiento de su deber social: tiene derecho a que nuestro corazón lo reconozca”. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios.

El Señor se siente dichoso cuando también nos ve agradecidos con todos aquellos que cada día nos favorecen de mil maneras. Para eso es necesario pararnos, decir sencillamente “gracias” con un gesto amable que compensa la brevedad de la palabra... Es muy posible que aquellos nueve leprosos ya sanados bendijeran a Jesús en su corazón..., pero no volvieron atrás, como hizo el samaritano, para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá tuvieron la intención de hacerlo... y el Maestro se quedó aguardando. También es significativo que fuera un extranjero quien volviera a dar las gracias. Nos recuerda a nosotros que a veces estamos más atentos a agradecer un servicio ocasional de un extraño y quizá damos menos importancia a las continuas delicadezas y consideraciones que recibimos de los más allegados.

No existe un solo día en que Dios no nos conceda alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de conciencia de cada noche sin decirle al Señor: “Gracias, Señor, por todo”. No dejemos pasar un solo día sin pedir abundantes bendiciones del Señor para aquellos, conocidos o no, que nos han procurado algún bien. La oración es, también, un eficaz medio para agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado...

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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat, Barcelona, España) (www.evangeli.net)

¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!

Hoy podemos comprobar, ¡una vez más!, cómo nuestra actitud de fe puede remover el corazón de Jesucristo. El hecho es que unos leprosos, venciendo la reprobación social que sufrían los que tenían la lepra y con una buena dosis de audacia, se acercan a Jesús y —podríamos decir entre comillas— le obligan con su confiada petición: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (Lc 17,13).

La respuesta es inmediata y fulminante: «Id y presentaos a los sacerdotes» (Lc 17,14). Él, que es el Señor, muestra su poder, ya que «mientras iban, quedaron limpios» (Lc 17,14).

Esto nos muestra que la medida de los milagros de Cristo es, justamente, la medida de nuestra fe y confianza en Dios. ¿Qué hemos de hacer nosotros —pobres criaturas— ante Dios, sino confiar en Él? Pero con una fe operativa, que nos mueve a obedecer las indicaciones de Dios. Basta un mínimo de sentido común para entender que «nada es demasiado difícil de creer tocando a Aquel para quien nada es demasiado difícil de hacer» (Card. J. H. Newman). Si no vemos más milagros es porque “obligamos” poco al Señor con nuestra falta de confianza y de obediencia a su voluntad. Como dijo san Juan Crisóstomo, «un poco de fe puede mucho».

Y, como coronación de la confianza en Dios, llega el desbordamiento de la alegría y del agradecimiento: en efecto, «uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias» (Lc 17,15-16).

Pero..., ¡qué lástima! De diez beneficiarios de aquel gran milagro, sólo regresó uno. ¡Qué ingratos somos cuando olvidamos con tanta facilidad que todo nos viene de Dios y que a él todo lo debemos! Hagamos el propósito de obligarle mostrándonos confiados en Dios y agradecidos a Él.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Agradecer con obras de fe

«Levántate y vete, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19).

Eso dijo Jesús.

Se lo dijo a un leproso agradecido.

Y te lo dice a ti, sacerdote, cuando te acercas al confesionario y te pones de rodillas con el corazón contrito y humillado, y pides perdón por tus pecados, creyendo, por tu fe, que la absolución te devuelve la gracia necesaria para la salvación de tu alma, que tu Señor Jesucristo ha ganado para ti, a través del único y eterno sacrificio agradable al Padre, por su muerte en la crucifixión y la vida eterna de su resurrección.

Y tú, sacerdote, ¿agradeces el favor de tu Señor?

¿Eres consciente de que todo te lo ha dado, pero nada mereces?

¿Agradeces de corazón, o solamente como un gesto de buena educación?

¿Cómo agradeces?

Agradece, sacerdote, a tu Señor, que te ha dado su vida y su perdón. Te ha llamado, te ha elegido y te ha dado el don inmerecido de tu vocación, por la que te ha configurado con Él para que, por Él, con Él y en Él, glorifiques a Dios.

Agradece a tu Señor, sacerdote, porque te ha hecho su servidor. Te ha dado su misericordia y te ha nombrado su administrador, y en tus manos ha confiado el misterio de la salvación, que con su cuerpo y con su sangre ha ganado.

Agradece, sacerdote a tu Señor, porque tú estabas muerto y has vuelto a la vida, estabas perdido y has sido encontrado, estabas herido y has sido sanado.

Agradece a tu Señor, sacerdote, que siendo tú tan solo un siervo, Él te ha llamado amigo, porque te ha revelado la verdad.

Agradece, sacerdote, a tu Señor, que no solo te ha dado su amistad, sino que, por filiación divina, te ha dado su heredad.

Agradece a tu Señor, sacerdote, que te hace como Él, Cordero y Buen Pastor, para perdonar los pecados de los hombres, y conducir a las almas al cielo.

Agradece, sacerdote, a tu Señor, que ha subido al cielo, y todo lo que le pidas en su nombre Él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

Agradece, a tu Señor, sacerdote, que te ha dado la fe, para que creas en Él y hagas sus obras, y aun mayores, confirmando en la fe a tus hermanos, alimentando y fortaleciendo tu fe, en primer lugar con la oración, en segundo lugar con la expiación, y en tercer lugar con la acción, a través de obras de misericordia, porque no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el cielo.

Y tú, sacerdote, ¿eres un alma agradecida?

¿Valoras lo que tu Señor te ha dado?

¿Glorificas al Señor con tu vida?

Entonces, alégrate, sacerdote, levántate, y vete a servir a tu Señor, porque tu fe te ha salvado.

(Espada de Dos Filos V, n. 39)

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