Domingo 27 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilía (2.X.16) - Ángelus 2013 - Homilía en Santa Marta (11.XI.14)
  • BENEDICTO XVI – Homilía 2010 – Ángelus 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

QUIENES CONFIEN EN DIOS, CONOCERÁN LA PAZ

Hab 1, 2-3; 2, 2-4; 2 Tim 1, 6-8. 13-14; Lc 17, 5-10

Diez años antes de la caída del reino de Asiria el profeta Habacuc se dirige a sus oyentes, pidiéndoles que mantengan su confianza. El pueblo está desesperado de ver tantas injusticias y lanza un interrogante preciso: “¿Hasta cuándo, Señor gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves?”. Dios parece indiferente ante el sufrimiento de su pueblo. Habacuc ratifica un mensaje de esperanza. El fin de la desgracia está próximo, quienes confíen en Dios, conocerán la paz. De ese mismo tema de la fe y la confianza se ocupa el Evangelio de San Lucas. Los apóstoles sienten que su fe es demasiado frágil y piden al Señor que se las aumente. El primer paso es reconocer la propia fragilidad y pedir confiadamente la ayuda de Dios. Cuando Dios nos escucha también nos exige rendir frutos. Quien solicita el favor de Dios está obligado a cumplir gustosamente su voluntad.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Est 4, 17

En tu voluntad, Señor, está puesto el universo, y no hay quien pueda resistirse a ella. hiciste todo, el cielo y la tierra, y todo lo que está bajo el firmamento; eres Señor del universo.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que en la abundancia de tu amor sobrepasas los méritos y aun los deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El justo vivirá por su fe.

Del libro del profeta Habacuc: 1, 2-3; 2, 2-4

¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina, sin que vengas a salvarme? ¿Por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión? Ante no hay más que asaltos y violencias, y surgen rebeliones y desórdenes.

El Señor me respondió y me dijo: “Escribe la visión que te he manifestado, ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido. Es todavía una visión de algo lejano, pero que viene corriendo y no fallará; si se tarda, espéralo, pues llegará sin falta. El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 94, 1-2. 6-7. 8-9.

R/. Señor, que no seamos sordos a tu voz.

Vengan, lancemos vivas al Señor, aclamemos al Dios que nos salva. Acerquémonos a él, llenos de júbilo, y démosle gracias. R/.

Vengan, y puestos de rodillas, adoremos y bendigamos al Señor, que nos hizo, pues él es nuestro Dios y nosotros, su pueblo; él es nuestro pastor y nosotros, sus ovejas. R/.

Hagámosle caso al Señor, que nos dice: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras”. R/.

SEGUNDA LECTURA

No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo: 1, 6-8.13-14

Querido hermano: Te recomiendo que reavives el don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación.

No te avergüences, pues, de dar testimonio de nuestro Señor, ni te avergüences de mí, que estoy preso por su causa. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios. Conforma tu predicación a la sólida doctrina que recibiste de acerca de la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO 1 P 1, 25

R/. Aleluya, aleluya.

La palabra de Dios permanece para siempre. Y ésa es la palabra que se les ha anunciado. R/.

EVANGELIO

¡Si ustedes tuvieran fe...!

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les contestó: “Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decirle a ese árbol frondoso: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y los obedecería.

¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: ‘Entra en seguida y ponte a comer’? ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú’? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación? Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: ‘No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Acepta, Señor, el sacrificio que mismo nos mandaste ofrecer, y, por estos sagrados misterios, que celebramos en cumplimiento de nuestro servicio, dígnate llevar a cabo en nosotros la santificación que proviene de tu redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lm 3, 25

Bueno es el Señor con los que en él confían, con aquellos que lo buscan.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dios omnipotente, saciados con este alimento y bebida celestiales, concédenos ser transformados en aquel a quien hemos recibido en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El justo vive de la fe (Ha 1,2-3; 2,2-4)

1ª lectura

En esta primera parte de este libro se concentran el mensaje y las circunstancias históricas de la obra. Parece un diálogo entre el Señor y el profeta.

Primero, lamento del profeta ante Dios enumera los desastres que sufre el pueblo: iniquidades, violencia, robo, incumplimiento de la Ley, injusticias, etc. (1,3-4). Sin embargo, lo que le parece más grave al profeta es que el Señor permanezca impasible, y no actúe (1,2). La fuerza de las palabras de Habacuc está probablemente en que no son un simple lamento sino una oración, porque la oración no debe ser artificial, sino vital: «Le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende... Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría» (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, 25).

A continuación, Dios, como para darle la razón al profeta, contesta a sus preguntas. Lo primero que aclara el Señor es que cuanto dice se cumplirá: es posible que pase el tiempo, pero no su palabra (vv. 2-3). Y esto tiene sus consecuencias: esa espera será criba de fidelidad (v. 4).

Este último versículo —«Se derrumbará el que no tiene alma recta, pero el justo vivirá por su fidelidad»— es importante en la tradición bíblica, tanto judía como cristiana. Para algunos rabinos era el compendio de los 613 mandamientos de la Ley; para los comentaristas de Qumrán significaba que quien cumpliera la Ley se vería libre del juicio, y en el Nuevo Testamento se cita en varias ocasiones para significar la fuerza de la fe y la necesidad de la fortaleza.

Sin embargo, presenta dificultades en su vocabulario y una cierta ambigüedad que se refleja en las traducciones y en la actualización del texto en el Nuevo Testamento. La forma «se derrumbará» —que también se podría traducir «se vendrá abajo», «se volverá atrás»— es traducción del griego más que del texto hebreo, cuya forma significaría más bien «se engalla», «se hincha». La Carta a los Hebreos (10,38), cita este texto, desde la traducción griega, para exhortar a la perseverancia en la fe recibida: «Mi justo vivirá de fe, y, si se volviera atrás, mi alma no se complacerá en él». Aunque el autor de la Carta invierte el orden de Habacuc, el texto de Hebreos profundiza en el mismo sentido expuesto por el profeta, actualizándolo en la vida de aquellos cristianos.

Del mismo modo, «fidelidad» traduce una expresión hebrea muy común (‘emunah) que significa estabilidad, fidelidad, fe. Se dice de Dios (Dt 32,4) y es también característica de los que le honran (2 Cro 19,9) y son justos a sus ojos (Pr 12,22). En Rm 1,17 y Ga 3,11, San Pablo cita la segunda parte del versículo de Habacuc —«el justo vivirá de la fe»— en sentido individual, para fundamentar la doctrina de la justificación por la fe sin necesidad de las obras de la Ley. Esta cita de San Pablo es la que ha dado enorme relevancia al texto del profeta en el ámbito cristiano.

La interpretación de San Jerónimo, contempla los dos horizontes del texto: el de los primeros destinatarios, y el del cristiano: «Si tu fe duda y piensas que no va a venir lo que prometo, tendrás la gran culpa de desagradar a mi alma. Pero el justo que cree en mis palabras y no duda de las cosas que prometo, tendrá como premio la vida eterna (...). Manifiestamente, en estas palabras hay una profecía de la venida de Cristo. De donde la cuestión propuesta se resuelve: hasta que Él venga, la iniquidad dominará en el mundo y el juicio no llegará a su fin» (Commentarii in Abacuc 2,4). Pero el texto tiene forma de máxima, y por eso es de fácil actualización en la vida cristiana. Así, por ejemplo, como el Nuevo Testamento dice de San José que era justo (cfr Mt 1,19), se le puede aplicar el texto de Habacuc como señal de que la justicia comporta la fe: «No está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Ha 2,4). Vivir de la fe: Esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente» (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 41).

Custodiar el depósito

2ª. Lectura (2 Tim 1, 6-8. 13-14)

El don de Dios, recibido en el Sacramento del Orden por la imposición de las manos incluye la gracia santificante y la gracia sacramental, con las gracias actuales necesarias para desempeñar dignamente la función ministerial.

El ministerio ha de ejercerse con fortaleza, para exponer sin titubeos la verdad, aunque pueda contrastar con el ambiente: amorosamente, para acoger a las personas, a pesar de sus errores; con templanza y moderación, buscando siempre el bien de las almas y no la propia utilidad.

Para guardar el «depósito», Timoteo, lo mismo que todos los pastores de la Iglesia, cuenta con la ayuda sobrenatural del Espíritu Santo, quien está presente en la Iglesia desde el día de Pentecostés, y actúa continuamente en ella para santificar a todos los fieles. Una de sus acciones, ordenada a la obra de la santificación, es la de garantizar la transmisión fiel e íntegra del cuerpo de doctrina revelada por Dios, preservándola de toda alteración en su contenido. El Concilio Vaticano I enseña que el Espíritu Santo «no fue prometido a los sucesores de San Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe» (Pastor aeternus, cap. 4).

«Auméntanos la fe»

Evangelio (Lc 17, 5-10)

«Auméntanos la fe»: cada uno de nosotros debería repetir esta súplica de los Apóstoles como una jaculatoria. «Omnia possibilia sunt credenti — Todo es posible para el que cree. — Son palabras de Cristo.

»— ¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: adauge nobis fidem! —¡auméntame la fe!?» (San Josemaría, Camino, n. 588).

«No soy ‘milagrero’. —Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. —Pero me dan pena esos cristianos —incluso piadosos, ‘¡apostólicos!’— que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. —Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!» (San Josemaría, Camino, n. 583).

Jesús no aprueba ese trato abusivo y arbitrario del amo, sino que se sirve de una realidad muy cotidiana para las gentes que le escuchaban, e ilustra así cuál debe ser la disposición de la criatura ante su Creador: desde nuestra propia existencia hasta la bienaventuranza eterna que se nos promete todo procede de Dios, como un inmenso regalo. De ahí que el hombre siempre esté en deuda con el Señor, y por más que haga en su servicio no pasan sus acciones de ser una pobre correspondencia a los dones divinos. El orgullo ante Dios no tiene sentido en una criatura. Lo que aquí nos inculca Jesús lo vemos hecho realidad en la Virgen María, que respondió ante el anuncio divino: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Eficacia de la fe

Si tuviereis fe semejante a un grano de mostaza, diríais a este árbol: desarráigate y arrójate al mar, y él os obedecería. Del grano de mostaza ya hemos hablado más arriba. Hablemos ahora de ese árbol de morera. Yo leo “un árbol”, sin embargo, no creo que sea un árbol. Pues ¿qué razón y qué provecho puede tener para nosotros el que un árbol que da su fruto a los agricultores que lo cuidan sea arrancado y arrojado al mar? Aunque creamos posible, por la virtud de la fe, que la naturaleza ciega obedece a mandatos sensibles, ¿qué nos quiere significar esta clase de árbol? También es verdad que he leído: Yo soy pastor de cabras y hábil en preparar los higos del sicómoro (Am 7, 14), con lo cual, a mi parecer, el profeta nos quiere indicar que, siendo también él pecador en medio de un pueblo de pecadores, después se convirtió, pues no hay duda que convenía que el futuro profeta, buscando el fruto entre zarzas y sacando de ellas su alimento, condujera los rebaños sombríos y malolientes de los gentiles y a las demás naciones a los pastos de sus escritos, con el fin de que engordaran con ese alimento espiritual, al tiempo que él mismo, convertido de su vida pecadora, también obtenía la leche espiritual.

Pero como en otro libro del Evangelio (Mt 17, 19) se ha hablado de un monte —cuyo aspecto desnudo, desprovisto de viñas fecundas y de olivos, estéril para la agricultura, propicio para las guaridas de las bestias y turbado por las incursiones de las fieras, parece traducir la orgullosa elevación del mal espíritu (2 Co 10, 15), según lo que está escrito: Heme aquí contra ti, monte de destrucción, que destruyes la tierra (Jr 51, 25)—, parece lógico pensar que en este lugar se nos habla de lo mismo, ya que la fe excluye todo mal espíritu y, sobre todo, porque la naturaleza de ese árbol encuadra perfectamente en esta opinión, pues su fruto, primero es blanco en su flor, y después, según crece, se vuelve rojo, para ennegrecer cuando madura. También el demonio, privado de la blanca flor de su naturaleza y de su roja potestad a causa de su prevaricación, está ahora revestido de la negrura y del mal olor del pecado. Contempla a Aquel que ha dicho a ese sicómoro: Arráncate y arrójate al mar, cuando lo echó fuera de aquel hombre y lo permitió entrar en los puercos, los cuales, impulsados por su espíritu diabólico, se hundieron en el mar (Lc 8, 30ss).

En este pasaje se nos exhorta a la fe, queriéndonos enseñar, en un sentido tropológico, que hasta las cosas más sólidas pueden ser destruidas por la fe. Porque de la fe surge la caridad, la esperanza y de nuevo, haciendo una especie de circuito cerrado, unas son causa y fundamento de las otras.

Los siervos inútiles

A continuación, sigue la exhortación de que nadie se gloríe de su buen actuar, ya que, por una justa dependencia, debemos nuestro servicio al Señor. Pero del mismo modo que tú no dirás a un criado tuyo que haya estado arando o apacentando ovejas : Pasa dentro y siéntate a la mesa —de donde se desprende que nadie puede sentarse a la mesa si antes no ha pasado; como Moisés, que para contemplar la gran visión debió subir a lo alto del monte (Ex 3, 3)—, pues de ese mismo modo decimos que tú no dices a ese siervo tuyo: siéntate a la mesa, sino que le exiges sus servicios sin darle las gracias; de la misma manera, el Señor no puede admitir que te adueñes del mérito de una acción o trabajo, ya que, mientras vivimos, es nuestro deber trabajar siempre.

Por tanto, vive en consecuencia con la convicción de que eres un siervo al que se han encomendado muchos trabajos No te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios —debes reconocer, sí, la gracia, pero no puedes echar en olvido tu naturaleza— ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ése era tu deber. El sol realiza su labor, obedece la luna, los ángeles también sirven. Y el mismo instrumento escogido por el Señor para predicar a los gentiles, dijo: No soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios (1 Co 15, 9), y en otro pasaje, aunque no era consciente de culpabilidad alguna, añadió: Pero no por eso estoy justificado (1 Co 4, 4). Por tanto, tampoco nosotros pretendamos alabarnos a nosotros mismos, ni nos anticipemos al juicio de Dios, ni nos adelantemos a la sentencia del Juez, antes bien, esperemos a su día y a su juicio. Y una vez que hemos leído la reprensión dirigida a los desagradecidos (Lc 17, 11ss), vengamos a tratar el tema del juicio futuro.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.8, 21-33, BAC Madrid 1966, pág. 486-93)

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FRANCISCO – Homilía (2.X.16) - Ángelus 2013 - Homilía en Santa Marta (11.XI.14)

Homilía del 2 de octubre de 2016 en Bakú

La trama de la fe y la urdimbre del servicio

La palabra de Dios nos presenta hoy dos aspectos esenciales de la vida cristiana: la fe y el servicio. A propósito de la fe, le hacen al Señor dos peticiones concretas.

La primera es del profeta Habacuc, que suplica a Dios para que intervenga y restablezca la justicia y la paz, que los hombres han destruido con la violencia, las disputas y las contiendas: «¿Hasta cuándo, Señor —dice—, pediré auxilio sin que tú me escuches?» (Ha 1,2). Dios, en su respuesta, no interviene directamente, no resuelve la situación de modo brusco, no se hace presente con la fuerza. Al contrario, invita a esperar con paciencia, sin perder nunca la esperanza; sobre todo, subraya la importancia de la fe. Porque el hombre vivirá por su fe (cf. Ha 2,4). Así actúa Dios también con nosotros: no favorece nuestros deseos de cambiar el mundo y a los demás de manera inmediata y continuamente, sino que busca ante todo curar el corazón, mi corazón, tu corazón, el corazón de cada uno; Dios cambia el mundo cambiando nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que le abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Esta apertura a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo: nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4). Porque cuando Dios encuentra un corazón abierto y confiado, allí puede hacer sus maravillas.

Pero tener fe, una fe viva, no es fácil, y de ahí la segunda petición, esa que los Apóstoles dirigen al Señor en el Evangelio: «Auméntanos la fe» (Lc 17,6). Es una hermosa súplica, una oración que también nosotros podríamos dirigir a Dios cada día. Pero la respuesta divina es sorprendente, y también en este caso da la vuelta a la petición: «Si tuvierais fe...». Es él quien nos pide a nosotros que tengamos fe. Porque la fe, que es un don de Dios y hay que pedirla siempre, también requiere que nosotros la cultivemos. No es una fuerza mágica que baja del cielo, no es una «dote» que se recibe de una vez para siempre, ni tampoco un superpoder que sirve para resolver los problemas de la vida. Porque una fe concebida para satisfacer nuestras necesidades sería una fe egoísta, totalmente centrada en nosotros mismos. No hay que confundir la fe con el estar bien o sentirse bien, con el ser consolados para que tengamos un poco de paz en el corazón. La fe es un hilo de oro que nos une al Señor, la alegría pura de estar con él, de estar unidos a él; es un don que vale la vida entera, pero que fructifica si nosotros ponemos nuestra parte.

Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe. Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamente unidas, enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfombras son verdaderas obras de arte y provienen de una antiquísima tradición. También la vida cristiana de cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Iglesia y que proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así sucede en la vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio. Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino, entonces madura y se fortalece, a condición de que permanezca siempre unida al servicio.

Pero, ¿qué es el servicio? Es posible pensar que consista sólo en ser fieles a nuestros deberes o en hacer alguna obra buena. Pero para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos pide, incluso con palabras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total, una vida completamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué Jesús es tan exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto sucede aún hoy cada vez que celebramos la Eucaristía: el Señor se presenta entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto podamos imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos: «El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26).

Por tanto, no estamos llamados a servir sólo para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Y no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común.

También los creyentes sufren tentaciones que alejan del estilo de servicio y terminan por hacer la vida inservible. Donde no hay servicio, la vida es inservible. Aquí podemos destacar dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra en una vida perezosa y sofoca el fuego del amor. El que es tibio vive para satisfacer sus comodidades, que nunca son suficientes, y de ese modo nunca está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida mediocre. El tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su corazón, sin exagerar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejemplos de quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial simpatía por vosotros, os mira y os anima: sois un pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios.

Hay una segunda tentación en la que se puede caer, no por ser pasivos, sino por ser «demasiado activos»: es la de pensar como dueños, de trabajar sólo para ganar prestigio y llegar a ser alguien. Entonces, el servicio se convierte en un medio y no en un fin, porque el fin es ahora el prestigio, después vendrá el poder, el querer ser grandes. «Entre vosotros —nos recuerda Jesús a todos— no será así: el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 20,26). Así se edifica y se embellece la Iglesia. Retomo la imagen de la alfombra, aplicándola a vuestra hermosa comunidad: cada uno de vosotros es como un espléndido hilo de seda, pero sólo si los distintos hilos están bien entrelazados crean una bella composición; solos, no sirven. Permaneced siempre unidos, viviendo humildemente en caridad y alegría; el Señor, que crea la armonía en la diferencia, os custodiará.

Que nos ayude la intercesión de la Virgen Inmaculada y de los santos, en particular santa Teresa de Calcuta, los frutos de cuya fe y servicio están entre vosotros. Acojamos algunas de sus espléndidas palabras, que resumen el mensaje de hoy: «El fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz» (Camino de sencillez, Introducción).

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Ángelus 2013

La oración es el respiro de la fe

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, el pasaje del Evangelio comienza así: “Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”” (Lc 17, 5). Me parece que todos nosotros podemos hacer nuestra esta invocación. También nosotros, como los Apóstoles, digamos al Señor Jesús: “Auméntanos la fe”. Sí, Señor, nuestra fe es pequeña, nuestra fe es débil, frágil, pero te la ofrecemos, así como es, para que Tú la hagas crecer. ¿Os parece bien repetir todos juntos esto: “¡Señor, auméntanos la fe!”? ¿Lo hacemos? Todos: Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. ¡Que la haga crecer!

Y, ¿qué nos responde el Señor? Responde: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería” (v. 6). La semilla de la mostaza es pequeñísima, pero Jesús dice que basta tener una fe así, pequeña, pero auténtica, sincera, para hacer cosas humanamente imposibles, impensables. ¡Y es verdad! Todos conocemos a personas sencillas, humildes, pero con una fe muy firme, que de verdad mueven montañas. Pensemos, por ejemplo, en algunas mamás y papás que afrontan situaciones muy difíciles; o en algunos enfermos, incluso gravísimos, que transmiten serenidad a quien va a visitarles. Estas personas, precisamente por su fe, no presumen de lo que hacen, es más, como pide Jesús en el Evangelio, dicen: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 10). Cuánta gente entre nosotros tiene esta fe fuerte, humilde, que hace tanto bien.

En este mes de octubre, dedicado en especial a las misiones, pensemos en los numerosos misioneros, hombres y mujeres, que para llevar el Evangelio han superado todo tipo de obstáculos, han entregado verdaderamente la vida; como dice san Pablo a Timoteo: “No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios” (2Tm 1, 8). Esto, sin embargo, nos atañe a todos: cada uno de nosotros, en la propia vida de cada día, puede dar testimonio de Cristo, con la fuerza de Dios, la fuerza de la fe. Con la pequeñísima fe que tenemos, pero que es fuerte. Con esta fuerza dar testimonio de Jesucristo, ser cristianos con la vida, con nuestro testimonio.

¿Cómo conseguimos esta fuerza? La tomamos de Dios en la oración. La oración es el respiro de la fe: en una relación de confianza, en una relación de amor, no puede faltar el diálogo, y la oración es el diálogo del alma con Dios. Octubre es también el mes del Rosario, y en este primer domingo es tradición recitar la Súplica a la Virgen de Pompeya, la Bienaventurada Virgen María del Santo Rosario. Nos unimos espiritualmente a este acto de confianza en nuestra Madre, y recibamos de sus manos el Rosario: el Rosario es una escuela de oración, el Rosario es una escuela de fe.

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Homilía 11 de noviembre de 2014

Nada de pereza

¿Cómo debe ser nuestra fe? Es la pregunta de los apóstoles y es también la nuestra. La respuesta es: “una fe enmarcada en el servicio” a Dios y al prójimo. Un servicio humilde, gratuito, generoso, nunca “por la mitad”.

Al comentar el Evangelio de san Lucas propuesto por la liturgia (Lc 17, 7-10), el Papa hizo referencia al pasaje en el que a los discípulos que piden: “Señor, aumenta nuestra fe”, Jesús responde: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería”. El Señor habla de “una fe poderosa”, tan fuerte que es capaz “de hacer grandes maravillas”, pero con una condición: que se introduzca “en el marco del servicio”. Un servicio total, como el del “servidor que trabajó toda la jornada” y al volver a casa “debe servir al Señor, darle de comer y luego descansar”.

Parece “un poco exigente”: alguien podría aconsejar “a este servidor que vaya al sindicato a buscar consejo” acerca de cómo comportarse “con un patrón así”. Pero el servicio que se le pide es “total” porque es el mismo que vivió Jesús: “Él vivió con esa actitud de servicio; Él es el servidor; Él se presenta como el servidor, que vino a servir y no a ser servido”.

Encaminada por la “senda del servicio”, la fe “hará milagros”. Al contrario, “un cristiano que recibe el don de la fe en el bautismo, pero luego no lo lleva por el camino del servicio, se convierte en un cristiano sin fuerza, sin fecundidad, un cristiano para sí mismo, para servirse a sí mismo, para procurar ventajas para sí mismo”. Este “irá al cielo, seguramente, pero qué vida triste”. Y, así, “muchas cosas grandes del Señor” se “desperdician” porque, como “el Señor claramente dijo: el servicio es único”, y no se puede servir a dos señores. En este punto el Pontífice entró más detalladamente en la vida cotidiana y en las dificultades que tiene el cristiano al tratar de vivir la palabra evangélica. “Nosotros podemos alejarnos de esta actitud del servicio”, ante todo “por un poco de pereza”: es decir, llegamos a estar “cómodos, como hicieron las cinco jóvenes perezosas que esperaban al esposo, pero sin preocuparse por el aceite de las lámparas”. Y la pereza hace “tibio el corazón”. Entonces, por comodidad estamos inclinados a encontrar justificaciones: “Pero, si viene este o si viene aquella a golpear la puerta, dile que no estoy en casa, porque vendrá a pedir un favor y no, yo no quiero...”. Es decir, la pereza “nos aleja del servicio y nos conduce a la comodidad, al egoísmo”. Y “muchos cristianos” son así: “son buenos, van a misa”, pero en lo que se refiere al servicio se arriesgan “hasta un cierto punto”. Sin embargo, destacó, “cuando digo servicio, digo todo: servicio a Dios en la adoración, oración y alabanzas”, servicio “al prójimo” y “servicio hasta las últimas consecuencias”. En esto, Jesús “es fuerte” y recomienda: “Así también vosotros, cuando habréis hecho todo lo que se os haya ordenado, diréis: somos siervos inútiles”. Hay que prestar un “servicio gratuito, sin pedir nada”.

Existe también otra “ocasión que aleja de la actitud de servicio”, y es la de “adueñarse de las situaciones”. Es lo que les sucedió a los apóstoles, que alejaban a las personas “para que no molestasen a Jesús”, pero en realidad también “por ser cómodo para ellos”: es decir, “se adueñaban del tiempo del Señor, se adueñaban del poder del Señor: lo querían para su grupito”. En realidad, “se adueñaban de esa actitud de servicio, transformándolo en una estructura de poder”. Así “se explica cuando entre ellos discutían acerca de quién era el más grande”; y “se comprende cuando la madre de Santiago y Juan va a pedir al Señor que uno de sus hijos sea el primer ministro y el otro el ministro de economía”. Lo mismo sucede a los cristianos que, “en lugar de servidores”, se convierten en “dueños: dueños de la fe, dueños del reino, dueños de la salvación. Esto sucede, es una tentación para todos los cristianos”.

El Señor, en cambio, nos habla de “servicio en humildad”. Como lo hizo “Él, que siendo Dios se humilló a sí mismo, se abajó, se anonadó: para servir. Es servicio en la esperanza, y esta es la alegría del servicio cristiano”, que vive, como escribe san Pablo a Tito, “aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo”. El Señor “llamará a la puerta” y “vendrá a nuestro encuentro” en ese momento, dijo el Papa; y expresó un deseo: “Por favor, que nos encuentre con esta actitud de servicio”.

Cierto, en la vida “debemos luchar mucho contra las tentaciones que tratan de alejarnos” de esta disposición: la pereza que “lleva a la comodidad” y hace prestar un “servicio por la mitad”; y la tentación de “adueñarnos de la situación”, que “lleva a la soberbia, al orgullo, a tratar mal a la gente, a sentirse importantes “porque soy cristiano, tengo la salvación””. Que el Señor, concluyó el Pontífice, “nos dé estas dos grandes gracias: la humildad en el servicio, con el fin de poder decir: somos siervos inútiles”, y “la esperanza al aguardar la manifestación” del Señor que “vendrá a nuestro encuentro”.

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BENEDICTO XVI – Homilía 2010 – Ángelus 2007 y 2010

Homilía 2010

La fe hace posibles las cosas humanamente imposibles

¡Queridos hermanos y hermanas!

Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Reunidos para la Sagrada Eucaristía, los discípulos del Señor son sumergidos en el sacrificio redentor de Cristo, proclaman que Él ha resucitado, está vivo y es dador de la vida, y dan testimonio que su presencia es gracia, fuerza y alegría. ¡Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia! Todos los textos de la liturgia de este domingo nos hablan de la fe, que es el fundamento de toda la vida cristiana. Jesús ha educado a sus discípulos para crecer en la fe, a creer y a confiar siempre en Él, para construir sobre la roca la propia vida. Por esto ello le piden: “Auméntanos la fe” (Lc 17,6). Es una bella petición que dirigen al Señor, es la demanda fundamental: los discípulos no piden dones materiales, no piden privilegios, sino que piden la gracia de la fe, que oriente e ilumine toda la vida; piden la gracia de reconocer a Dios y poder estar en relación íntima con Él, recibiendo de Él todos sus dones, inclusive los del coraje, el amor y la esperanza.

Sin responder directamente a su petición, Jesús recurre a una imagen paradójica para expresar la increíble vitalidad de la fe. Como una palanca mueve mucho más que su propio peso, así la fe, inclusive una pizca de fe, es capaz de realizar cosas impensables, extraordinarias, como sacar de raíz un árbol grande y trasplantarlo en el mar (Ibid.). La fe −fiarse de Cristo, acogerlo, dejar que nos transforme, seguirlo sin reservas− hace posibles las cosas humanamente imposibles, en cualquier realidad. Nos da testimonio el profeta Habacuc en la primera lectura. Él implora al Señor a partir de una situación tremenda de violencia, de iniquidad, de opresión; y precisamente en esta situación difícil y de inseguridad, el profeta introduce una visión que ofrece una visión del proyecto que Dios está trazando y realizando en la historia: “El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe” (Hab 2,4). El impío, aquél que no actúa según la voluntad de Dios, confía en el propio poder, pero se apoya en una realidad frágil e inconsistente, por ello se doblará, está destinado a caer; el justo, en cambio, confía en una realidad oculta pero sólida, confía en Dios y por ello tendrá la vida.

La segunda parte del Evangelio de hoy presenta otra enseñanza, una enseñanza de humildad, que está estrechamente ligada a la fe. Jesús nos invita a ser humildes y pone el ejemplo de un siervo que ha trabajado en los campos. Cuando regresa a casa, el patrón le pide todavía de trabajar. Según la mentalidad el tiempo de Jesús, el patrón tenía todo el derecho de hacerlo. El siervo debía al patrón una disponibilidad completa, y el patrón no se sentía obligado hacía él porque había cumplido las órdenes recibidas. Jesús nos hace tomar conciencia que, frente a Dios, nos encontramos en una situación semejante: somos siervos de Dios; no somos acreedores frente a él, sino que somos siempre deudores, porque debemos todo a Él, porque todo es un don suyo. Aceptar y hacer su voluntad es la actitud que debemos tener cada día, en cada momento de nuestra vida. Ante Dios no debemos presentarnos nunca como quien cree haber hecho un servicio y por ello merece una gran recompensa. Esta es una ilusión que puede nacer en todos, también en las personas que trabajan mucho en el servicio del Señor, en la Iglesia. Debemos, en cambio, ser conscientes que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios. Debemos decir, como sugiere Jesús: “Somos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10). Esta es una actitud de humildad que nos pone verdaderamente en nuestro puesto y permite al Señor ser muy generoso con nosotros. En efecto, en otra parte del Evangelio él nos promete que “se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá” (cfr. Lc 12, 37). Queridos amigos, si hacemos cada día la voluntad de Dios, con humildad, sin pretender nada de Él, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude, quien nos anime, quien nos done fuerza y serenidad.

También el apóstol Pablo, en la segunda lectura de hoy, habla de la fe. Timoteo es invitado a tener fe y, por medio de ella, a ejercitar la caridad. El discípulo es exhortado a reavivar en la fe el don de Dios que hay en él por la imposición de las manos de Pablo, es decir, el don de la Ordenación, recibido para desarrollar el ministerio apostólico como colaborador de Pablo (cfr. 2Tim 1,6). Él no debe dejar apagar este don, sino que debe hacerlo siempre más vivo por medio de la fe. Y el Apóstol añade: “Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio” (v. 7).

A vosotros, fieles laicos, os repito: ¡no tengáis temor de vivir y testimoniar la fe en los diversos ambientes de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana, sobre todo en las más difíciles! La fe os da la fuerza de Dios para tener siempre confianza y aliento, para seguir adelante con nuevas decisiones, para emprender las iniciativas necesarias para dar un rostro siempre más bello a vuestra tierra. Y cuando encontréis la oposición del mundo, escuchad las palabras del Apóstol: “No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor” (v. 8). ¡Hay que avergonzarse del mal, de lo que ofende a Dios, de lo que ofende al hombre; hay que avergonzarse del mal que se produce a la comunidad civil y religiosa con acciones que buscan quedar ocultas! La tentación del desánimo, de la resignación, afecta a quien es débil en la fe, a quien confunde el mal con el bien, a quien piensa que ante el mal, con frecuencia profundo, no haya nada que hacer. En cambio, quien está sólidamente fundado en la fe, quien tiene plena confianza en Dios y vive en la Iglesia, es capaz de llevar la fuerza sorprendente del Evangelio. Así se comportaron los santos y las santas, florecidos en el curso de los siglos, en Palermo y en toda Sicilia, así como laicos y sacerdotes de hoy, bien conocidos a vosotros, como por ejemplo el padre Pino Puglisi. Que sean ellos quienes os custodien siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Pueblo de Sicilia, ¡mira con esperanza tu futuro! ¡Haz emerger en toda su luz el bien que quieres, que buscas y que tienes! ¡Vive con valentía los valores del Evangelio para hacer resplandecer la luz del bien! ¡Con la fuerza de Dios todo es posible! Que la Madre de Cristo, la Virgen Odigitria, tan venerada por vosotros, os asista y os conduzca al conocimiento profundo de su Hijo.

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Ángelus 2007

La Virgen María del Rosario y el compromiso misionero

Este primer domingo de octubre nos ofrece dos motivos de oración y de reflexión: la memoria de la Bienaventurada Virgen María del Rosario, que se celebra precisamente hoy, y el compromiso misionero, al que está dedicado este mes de modo especial. La imagen tradicional de la Virgen del Rosario representa a María que con un brazo sostiene al Niño Jesús y con el otro presenta el rosario a santo Domingo. Esta significativa iconografía muestra que el rosario es un medio que nos ofrece la Virgen para contemplar a Jesús y, meditando su vida, amarlo y seguirlo cada vez con más fidelidad. Es la consigna que la Virgen dejó también en diversas apariciones. Pienso, de modo particular, en la de Fátima, acontecida hace 90 años. A los tres pastorcillos Lucía, Jacinta y Francisco, presentándose como “la Virgen del Rosario”, les recomendó con insistencia rezar el rosario todos los días, para obtener el fin de la guerra. También nosotros queremos acoger la petición materna de la Virgen, comprometiéndonos a rezar con fe el rosario por la paz en las familias, en las naciones y en el mundo entero.

Sin embargo, sabemos que la verdadera paz se difunde donde los hombres y las instituciones se abren al Evangelio. El mes de octubre nos ayuda a recordar esta verdad fundamental mediante una especial animación que tiende a mantener vivo el espíritu misionero en todas las comunidades y a sostener el trabajo de todos aquellos —sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos— que trabajan en las fronteras de la misión de la Iglesia.

Con especial esmero nos preparamos para celebrar, el próximo 21 de octubre, la Jornada mundial de las misiones, que tendrá como tema: “Todas las Iglesias para todo el mundo”. El anuncio del Evangelio sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe a la humanidad, para ofrecer la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo, humillado y oprimido de tantas maneras, y para orientar en sentido cristiano las transformaciones culturales, sociales y éticas que se están produciendo en el mundo.

Este año, un motivo ulterior nos impulsa a un renovado compromiso misionero: el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum, del siervo de Dios Pío XII, que promovió y animó la cooperación entre las Iglesias para la misión ad gentes. Me complace recordar también que hace 150 años partieron hacia África, precisamente hacia el actual Sudán, cinco sacerdotes y un laico del instituto de don Mazza, de Verona. Entre ellos estaba san Daniel Comboni, futuro obispo de África central y patrono de aquellas poblaciones, cuya memoria litúrgica se celebra el próximo 10 de octubre.

A la intercesión de este pionero del Evangelio y de los demás numerosos santos y beatos misioneros, particularmente a la protección materna de la Reina del Santo Rosario, encomendamos a todos los misioneros y misioneras. Que María nos ayude a recordar que todo cristiano está llamado a anunciar el Evangelio con su palabra y con su vida.

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Ángelus 2010

Octubre mes del Rosario

Queridos hermanos y hermanas:

El mes de octubre es el mes del rosario. Se trata, por decirlo así, de una «entonación espiritual» debida a la memoria litúrgica de Nuestra Señora la Virgen del Rosario, que se celebra el día 7 de octubre. Por tanto, se nos invita a dejarnos guiar por María en esta oración antigua y siempre nueva, especialmente querida para ella porque nos lleva directamente a Jesús, contemplado en sus misterios de salvación: gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos. Siguiendo los pasos del venerable Juan Pablo II (cf. Rosarium Virginis Mariae), quiero recordar que el rosario es oración bíblica, entretejida de Sagrada Escritura. Es oración del corazón, en la que la repetición del Avemaría orienta el pensamiento y el afecto hacia Cristo y, por tanto, se convierte en súplica confiada a su Madre, que es también nuestra Madre. Es oración que ayuda a meditar la Palabra de Dios y a asimilar la Comunión eucarística, según el modelo de María que guardaba en su corazón todo lo que Jesús hacía y decía, y su misma presencia.

Queridos amigos, sabemos cuán amada y venerada es la Virgen María entre nuestros hermanos y hermanas de Oriente Medio. Todos la miran como a una Madre solícita, cercana a todo sufrimiento, y como Estrella de esperanza. A su intercesión encomendamos la Asamblea sinodal que se inicia hoy, a fin de que los cristianos de esa región se fortalezcan en la comunión y den a todos testimonio del Evangelio del amor y de la paz.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

III. LAS CARACTERISTICAS DE LA FE

La fe es una gracia

153. Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido “de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede ‘a todos gusto en aceptar y creer la verdad’” (DV 5).

La fe es un acto humano

154. Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad “presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela” (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.

155. En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia” (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

156. El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”. “Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación” (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad “son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos”, “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).

157. La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero “la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural” (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 171,5, obj.3). “Diez mil dificultades no hacen una sola duda” (J.H. Newman, apol.).

158. “La fe trata de comprender” (S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre “los ojos del corazón” (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, “para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones” (DV 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43,7,9), “creo para comprender y comprendo para creer mejor”.

159. Fe y ciencia. “A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero” (Cc. Vaticano I: DS 3017). “Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son” (GS 36,2).

La libertad de la fe

160. “El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (DH 10; cf. CIC, can.748,2). “Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados...Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús” (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. “Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino...crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él” (DH 11).

La necesidad de la fe

161. Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). “Puesto que `sin la fe... es imposible agradar a Dios’ (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin’ (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna” (Cc. Vaticano I: DS 3012; cf. Cc. de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

162. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe” (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe “actuar por la caridad” (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rom 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

163. La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12), “tal cual es” (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:

Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).

164. Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe y no [...] en la visión” (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios “como en un espejo, de una manera confusa [...] imperfecta” (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

165. Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, “esperando contra toda esperanza” (Rom 4,18); la Virgen María que, en “la peregrinación de la fe” (LG 58), llegó hasta la “noche de la fe” (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: “También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hb 12,1-2).

La fe

2087. Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. S. Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm 1,5; 16,26) como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1,18-32). Nuestro deber para con Dios es creer en él y dar testimonio de él.

2088. El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe:

La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y que la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones ligadas a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si es cultivada deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.

2089. La incredulidad es la menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. “Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos” (CIC, can. 751).

III. LA INTERPRETACION DEL DEPÓSITO DE LA FE

El depósito de la fe confiado a la totalidad de la Iglesia

84. “El depósito sagrado” (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. “Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida” (DV 10).

El sentido sobrenatural de la fe

91. Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye (cf. 1 Jn 2,20.27) y los conduce a la verdad completa (cf. Jn 16,13).

92. “La totalidad de los fieles ... no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando ‘desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos’ muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral” (LG 12).

93. “El Espíritu de la verdad suscita y sostiene este sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio...se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre, la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente en la vida” (LG 12).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Aumenta nuestra fe

El Evangelio de hoy se abre con las palabras de los apóstoles que piden a Jesús: «¡Auméntanos la fe!» Más que satisfacer su deseo, Jesús parece quererla intensificar. Dice:

«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y os obedecería».

La fe, sin duda, es el tema dominante de este Domingo. En la primera lectura se escucha la célebre afirmación de Habacuc, vuelta a tomar por san Pablo en la carta a los Romanos (1, 17):

«El justo vivirá por su fe».

También, la aclamación al Evangelio está captada con este tema:

«Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Juan 5, 4).

La fe tiene distintos matices de significado. Con esta palabra se puede entender bien sea subjetivamente nuestro creer bien sea objetivamente las cosas creídas. Nuestro mismo acto de fe se configura distintamente, según se le considere desde el punto de vista de la inteligencia o de la voluntad. En el primer caso, se tratará de la fe-asentimiento de la mente a las verdades reveladas; en el segundo, de la fe-confianza o abandono fiel de todo el ser a Dios.

En fechas pasadas hemos tenido que señalar estos diversos aspectos de la fe. Hoy yo quisiera reflexionar sobre la fe en su acepción más común y más elemental: si creer o no creer en Dios. No la fe, según la cual se decide si uno es católico o es protestante, cristiano o musulmán, sino la fe, según la cual se decide si uno es creyente o no es creyente, creyente o ateo. Un texto de la Escritura dice:

«El que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Hebreos 11,6).

Éste es el primer grado de fe sin el cual no se dan los demás. Para hablar de la fe a un nivel tan universal, que concierna a todos los hombres, pertenezcan a cualquier religión o cultura, no podemos basarnos solamente en la Biblia, porque ésta tendría valor sólo para nosotros los cristianos y, en parte, para los hebreos, no para los demás. Para suerte nuestra, Dios ha escrito dos «libros»: uno es la Biblia y el otro es todo lo creado. Uno está compuesto de letras y palabras, el otro de cosas. No todos conocen o pueden leer el libro de la Escritura; pero, todos desde cualquier latitud y en cualquier cultura pueden leer el libro de lo que él ha creado. De noche, todavía mejor, posiblemente, que de día. «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos... a toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los límites del orbe su lenguaje» (Salmo 19, 2. 5). Pablo expresa una convicción común a casi todas las religiones, cuando afirma:

«Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Romanos 1,20).

Lo creado es un libro abierto de par en par, a los ojos de todos, y es sobre ello en donde queremos apoyarnos. Es urgente disipar un equívoco muy difundido: esto es, que la ciencia haya explicado ya exhaustivamente el mundo sin necesidad de recurrir a la idea de un ser fuera de él, llamado Dios. Hablemos, por lo tanto, de la relación ciencia y fe.

En un cierto sentido, la ciencia nos lleva más cerca de la fe en un creador hoy que en el pasado. Tomemos la famosa teoría que explica el origen del universo desde el Big Bang o la gran explosión inicial. En una millonésima de miles de millones de segundo se pasa de una situación, en la que no hay todavía nada, ni espacio ni tiempo, a una situación en la que ha comenzado el tiempo, existe el espacio y, en una partícula infinitesimal de materia, existe ya en potencia todo el ordenado universo de miles de millones de galaxias, como lo conocemos nosotros hoy.

Alguno dice: «No tiene sentido plantearse la pregunta sobre qué había antes de aquel instante, porque el «antes» no existe cuando aún no existe el tiempo». Pero, yo digo: ¿cómo se puede ni siquiera no plantearse aquella pregunta? Volver hacia atrás en la historia del cosmos, se dice, es como deshojar las páginas de un libro inmenso partiendo desde el final; llegados al comienzo, es como si nos diéramos cuenta entonces que le faltase la primera página. Yo creo que precisamente es sobre esta primera página que falta o no está en donde la revelación bíblica tiene algo que decir. «En un principio Dios creó el cielo y la tierra» (Génesis 1,1): así comienza la Biblia y, según ella, el mundo.

No se le puede pedir a la ciencia que se pronuncie sobre este «antes» fuera del tiempo; pero, ella no debiera ni siquiera cerrar el círculo dando a entender que todo está resuelto. En ciertas obras de divulgación científica, se tiene la impresión que todo se ha explicado ya sobre el universo o está en vías de una rápida explicación, mientras que se observa que están abiertos grandes interrogantes como galaxias. Se explica casi siempre el «cómo» acontece un fenómeno y casi nunca el «por qué»; en todo caso, nunca el por qué último.

Un argumento, que puede, si no suscitar la fe al menos predisponer a ella, es el de la armonía y del orden del cosmos. ¿Quién hace, sí, que miles de millones de cuerpos celestes no se precipiten cada instante en un caos sino, más bien, que giren con una armonía tan perfecta e inmutable? Nadie, viendo partir y llegar a horas precisas cada día en el mundo tantos millones de aviones, surcando el cielo en todas las direcciones, sin tropezar, andar cada uno por su ruta y su altitud, pensaría que todo esto puede suceder por casualidad, sin que nadie haya concordado primero un horario y establecido un plano y unas reglas. ¿Y qué es este tráfico aéreo en comparación al de los cuerpos celestes en el cosmos?

Quien pretenda explicar todo esto por la casualidad, no se da cuenta que tácitamente termina por atribuir a la casualidad exactamente aquellos atributos que los creyentes reconocen en Dios. Con la diferencia, en esta hipótesis, de tener que explicar el orden con el principio mismo del desorden y la estabilidad y finalidad precisa en todas las cosas con lo que, por definición, es algo ciego y variable. Sin contar que «para sacar fuera de un saco por casualidad las pelotas de dentro» es necesario primero que alguien las haya colocado dentro. ¿Quién ha abastecido a la casualidad de los ingredientes necesarios con que trabajar?

Hayal respecto una historieta interesante. Un día se reunió un grupo de científicos y llegó a la conclusión de que el hombre había hecho tantos progresos que ya no tenía más necesidad de Dios. Eligieron a uno de ellos para que fuese a llevarle el mensaje. «Nosotros no tenemos ya más necesidad de ti. Hemos llegado a clonar a un hombre y podemos nosotros solos hacerla prácticamente todo». Dios escuchó con paciencia y al final respondió: «Bien, ¿qué me diríais si hiciéramos una porfía a ver quién sabe hacer mejor a un hombre?» «¡De acuerdo!», respondió satisfecho el científico. «Procederemos exactamente como al inicio con Adán» , dijo Dios. «Seguro, no hay problemas», dice el científico, y enseguida se inclina a recoger de la tierra un puñado de barro. Dios lo mira y le dice: «No, no y no. ¡Tú debes usar tu barro, no puedes usar el mío!»

Con ello no se pretende que se pueda «demostrar» la existencia de Dios en el sentido que damos comúnmente a esta palabra. Acá abajo vemos como en un espejo y en un enigma, dice san Pablo (cfr. 1 Corintios 13, 12). Cuando un rayo de sol entra en una habitación, lo que se ve no es la luz misma, sino la danza de polvo que hay y que revela la luz. Así es respecto a Dios: no lo vemos directamente sino como reflejo en la danza de las cosas. Esto explica por qué Dios no se manifiesta, si no es haciendo el «salto» desde la fe.

Sin embargo, una cosa es necesario poner en claro. No es verdad que la ciencia de por sí aleje de la fe o tienda a resaltada, como una visión ingenua y superada. La inmensa mayoría de los hombres, que han escrito su nombre en el libro de oro de la ciencia, han sido creyentes. Pasteur decía: «¡Es por haber estudiado y meditado mucho por lo que yo he mantenido la fe de un ciudadano bretón; si hubiese meditado y estudiado más, hubiera llegado precisamente a la fe de una mujer bretona!» Y Beckerel, premio Nobel en física junto a los Curie decía: «Son mis estudios los que me han reconducido a la fe en Dios». Se sabe de la fe de Galileo. Newton decía que este maravilloso sistema solar, planetas y cometas no puede ser atribuido a cualquier «ciega necesidad», sino que debe surgir del proyecto de un Ser poderoso e inteligente, que gobierna las cosas, no como espíritu del mundo sino como Señor de él. Kepler terminaba su obra La armonía cósmica con una conmovedora plegaria al Señor de los cielos, del sol y de los planetas.

Estos científicos vivieron en el pasado; pero, las cosas hoy no han cambiado mucho. Alguno ha desarrollado el catálogo de ciento y cincuenta y tantos grandes pioneros de la ciencia del siglo XX y la conclusión a que ha llegado ha sido que, descartados los nombres de doce científicos sobre cuyas creencias no se tenían testimonios seguros, de los restantes ciento treinta y ocho, nueve se proclamaban agnósticos, cinco incrédulos declarados y ciento veinticuatro creyentes en Dios y en la vida futura. Einstein decía que en las leyes de la naturaleza «se revela una Mente tan excelsa, que frente a ella todo pensamiento humano no es más que un palidísimo reflejo».

Posiblemente, se puede concluir que algo, un poco de ciencia, lleva efectivamente lejos de la fe; pero, mucha ciencia frecuentemente reconduce a ella. Es un verdadero pecado que en la mentalidad común se haya terminado por diferenciar tácitamente entre ellos a la ciencia y a la fe, como si una fuese incompatible con la otra. Viniendo del mismo Creador no sólo estas no se oponen entre sí, una a otra, sino que, ejercidas correctamente, pueden ser una la mejor aliada de la otra, casi son como las «dos alas con las que volar alto» (así las define Juan Pablo II, en su encíclica Fides et Ratio).

Para unirnos todos frente a lo creado, creyentes y no creyentes, si no con la fe, debiera estar o haber al menos asombro o estupor. Si es verdad que el asombro es el presupuesto de la fe, posiblemente está precisamente aquí una de las razones por las que el hombre moderno encuentra tan difícil creer. ¡Que san Francisco de Asís (cuya fiesta suele caer, frecuentemente, en esta semana del año) nos obtenga la gracia de saber mirar lo creado con los mismos ojos, llenos de extasiada maravilla, con los que lo contemplaba él!

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Alimentar la fe

El Señor hace una reprimenda a sus discípulos, porque les falta fe y no pueden hacer sus obras, que es a lo que Él los envió. Por tanto, no pueden cumplir la voluntad de Dios, porque no creen.

Para ser un buen discípulo de Cristo no basta ser hombres buenos, tener buenas intenciones, poner bienes a su servicio, dejarlo todo para seguirlo. Se necesita tener fe y creer en que su palabra se cumplirá hasta la última letra. Y Él ha dicho que harán sus obras y aun mayores.

La fe es un don que el Espíritu Santo infunde en los hombres desde el día de su bautismo. Pero cada uno debe alimentarla, para que crezca, escuchando la Palabra y poniéndola en práctica, viviendo cristianamente, haciendo oración, diciendo con humildad: “Señor, yo creo, pero dame la fe que me falta”, y teniendo el valor de obrar esa fe en el nombre del Señor, como instrumento de su misericordia.

Escucha tú la Palabra del Señor, cree en el Evangelio, desea con todo tu corazón ser el más fiel discípulo de Cristo, y decídete con determinación a creer en Él firmemente, y a estar dispuesto siempre y en todo para lo que el Señor te necesita.

Cree, manifiesta tu fe, pero reconoce con humildad cuando la tentación de la duda te asalta, y pídele al Señor tu Dios que aumente tu fe, con la certeza de que te lo concederá, y nada será imposible para ti, porque Él obrará a través de ti, y no hay nada imposible para Dios.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Siervos de Dios e hijos de Dios

El fragmento del Santo Evangelio según san Lucas que nos ofrece este domingo la Santa Misa en su Liturgia de la Palabra, aúna dos lecciones del Señor que deseamos asimilar bien. No se trata de enseñanzas independientes, como si poco tuvieran que ver unas con otras las variadas exigencias de la vida cristiana. Son, por el contrario, dos manifestaciones muy claras de que lo nuestro debe ser siempre adorar y amar a Dios, Nuestro Padre y Señor.

Ha querido el Creador adoptar a los hombres como verdaderos hijos por Jesucristo, el Verbo encarnado, y que gocemos así de su divinidad, del mismo modo que gozan los hijos en este mundo de la riqueza y bondad de sus padres. La misericordia de Dios ha puesto a nuestro favor todo su poder y bondad. Nos trata como el mejor de los padres, queriendo que sea nuestro todo lo que le pertenece. Basta que queramos que sea Nuestro Padre y Nuestro Dios. Entonces, con la confianza propia de los hijos, nos parecerá normal disponer habitualmente de lo que es sólo suyo por naturaleza: su amor, su poder, su comprensión, su perdón, su vida; esa vida eterna que nos ha prometido en su intimidad, y la fortaleza y constancia para marchar en cada jornada sin apartarnos de su lado.

Apoyados en el convencimiento de fe, por el que no dudamos de su amor, nos dirigimos a su infinita bondad, persuadidos de que nos quiere mejores hijos, y le decimos: ¡auméntanos, Señor, la fe, para que te veamos más cerca, más amoroso, más Padre! Deseamos quererle con nuestro propio corazón como Él se merece. Ya comprendemos que es imposible, sólo con nuestras solas fuerzas, por más que logremos poner toda nuestra ilusión y nuestro esfuerzo en ese cariño. Es necesario que le queramos con su corazón, con esa caridad que nos ganó Jesús con su Cruz para que pudiéramos ser otros Cristos. Es preciso que le veamos con sus ojos y no dudemos entonces de que, con Él, podemos mover montañas y plantar árboles en el mar, como dijo Jesús que haríamos por la fe. Podremos así –Él lo espera– darle la vuelta al mundo; a este mundo, tan ajeno en ocasiones a la fe, que sólo admite lo estrictamente sensible, como si el hombre, con su inteligencia y su poder, fuera el criterio de la verdad y el bien.

Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?, se preguntaba el Apóstol. Pero hemos de estar con Él, desear, por encima de todo, no apartarnos de su lado. Necesitamos los hombres vivir de la intimidad con Dios, persuadidos de que sólo tiene sentido nuestra vida consumada en su servicio. Un servicio que no es, ni mucho menos, meramente servil: ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor..., dijo Jesús a los Apóstoles. Nos llama amigos; más aún, hijos. Y como a hijos nos ofrece Dios, Nuestro Padre, una ocasión continua de amarle cumpliendo su voluntad con obras. Así nos desarrollamos en su presencia. Un desarrollo éste, que es bien distinto de ese otro transitorio y limitado, que es el progreso para los demás hombres o para nosotros mismos: un desarrollo sólo a lo humano es incapaz de superar la frontera de la muerte. Nuestro Padre Dios, nos quiere maduros en su presencia. Con una madurez que, más que un desarrollo natural –que en el mejor de los casos no superaría los límites de este mundo– con un desarrollo sobrenatural, en virtud, en Gracia, a su medida, ya que nos hizo para ser hijos suyos y para amarle.

Dios nos exige. Tiene para ello todo el derecho, pues criaturas suyas somos. Nos ha hecho como quiso. Nada de lo que llamamos “nuestro” tiene, sin embargo, en nosotros la razón última de ser. Por tanto, un sentimiento profundo de gratitud debe inundar nuestra existencia de continuo. Tenemos la ocasión de ser agradecidos, a partir de la conciencia que poseemos de nosotros mismos que también nos ha sido otorgada. Dios nos exige, somos sus siervos, pero hemos de mostrar continuamente nuestro agradecimiento a Dios Nuestro Padre, porque nos manda..., porque espera de sus hijos amor con obras... Son ocasiones que nos ofrece de engrandecernos, no ya ante nuestro punto de vista, tantas veces torcido por la comodidad o el orgullo, ni ante los ojos de los demás, de los que buscamos en ocasiones el aplauso: bien poca cosa. Siendo el mismo Creador y Señor del mundo quien acoge nuestras acciones, tendrán esas obras el valor que Él les da. Cómo las llevemos a cabo, será además la manifestación de la reverencia, la adoración, y el amor que le tenemos. Manifestación, asimismo del reconocimiento de su dignidad y señorío –de su gloria– ante el resto de la Creación y, antes que nada, ante Él mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Servir a Dios no es, pues, poca cosa. Se trata, por el contrario, de lo más grandioso que puede ser realizado en el mundo.

Pidamos perdón a Dios Nuestro Señor, si alguna vez, por rebeldía tonta, tendemos a sentirnos víctimas, a modo de simples vasallos, de un señor autoritario e impasible que, sin venir a cuento, esperara de los hombres diversas conductas según su capricho: las que nos manda la Iglesia. Y agradezcamos, en cambio, esas exigencias, como oportunidades que son para nuestra plenitud personal.

Finalmente, poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, nos acogemos a las gracias que el mismo Dios nos dispensa, para que sepamos cumplir su voluntad. Son los talentos con los que cada uno fuimos creados según su sabiduría, las capacidades necesarias para ser esos siervos inútiles, hijos muy amados, que sólo hicieron lo que debían para agradar a su Padre Dios; felices y confiados, sin preocuparse de recompensa humana. Santa María nos ilumina con su ejemplo de Esclava del Señor.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

¡Si tuvieran fe!: una meditación sobre la fe

La parábola de hoy terminaba con la atención dirigida a los cinco hermanos que habían quedado en su casa, ignorantes de la desdicha ocurrida a su hermano. En cierto modo, nosotros somos esos cinco hermanos. A nosotros nos es enviado ahora “uno que resucitó de la muerte”. Fue enviado Jesús en persona, que no viene para condenarnos sino para salvarnos y para darnos la fuerza de ser coherentes con su palabra.

La palabra de Dios de este domingo tiene como tema central la fe. Decir fe para un cristiano es decir todo, con la triste posibilidad, por ende, de que sea también decir nada. Por suerte, como ocurre a menudo en las cosas de Dios, este es un “todo” al que puede llegarse en su totalidad en el fragmento (como, a través de cada hostia, en la Eucaristía, se llega a todo el Cuerpo de Cristo). Es como mirar el cielo desde la tronera de un castillo: las troneras, o las ventanas, pueden ser muchas, pero de cada una se ve el mismo cielo; por lo tanto, basta con una sola. Esto para decir que debemos dejar de lado la preocupación de hacer un tratamiento sistemático de la fe y contentarnos con ver algunos aspectos de ella; mejor aún, mirar los aspectos que la palabra de Dios nos muestra hoy.

Hablaba de la ventana abierta hacia el cielo. No se trata solamente de una imagen, contiene ya una enseñanza, evoca una verdad fundamental, nos permite captar nuestra situación frente a la fe. En la vida, estamos como en un castillo (Platón decía, por su parte, que estamos en una caverna, donde sólo llega luz de reflejo y donde las cosas son vividas totalmente dadas vuelta); la fe se nos ofrece como posibilidad de superación de estos límites nuestros, como “salida del castillo”, como respuesta a la necesidad de libertad e infinito que llevamos en el corazón.

La palabra de Dios de hoy nos abre —decía— aspectos del mundo de la fe. En la primera lectura está la famosa palabra del profeta Habacuc: El justo vivirá por su fidelidad. En su origen, esa palabra quería decir simplemente eso, que el justo (o sea el habitante de Judea) en una grave situación histórica, sobreviviría y se salvaría por su fidelidad a Dios, mientas que el incrédulo (aquí, el invasor caldeo) se vería desbordado por los acontecimientos. Nosotros los cristianos no podemos prescindir, con todo, del significado fuerte que esa frase adquirió para nosotros luego de la lectura que hizo de ella el apóstol San Pablo; para Pablo, decir que “el justo vive por su fe” significa decir que estamos justificados y tenemos vida eterna sólo mediante la fe en Jesucristo (cf. Rom. 1,16; Gal. 3,11). Ya no, entonces, una actitud de adhesión genérica y fidelidad a Dios, sino de adhesión a un hecho bien preciso que es éste: Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom. 4,25).

Si esta primera palabra nos permitió traer a colación el pensamiento de Pablo sobre la fe, en la Aclamación al Evangelio, oímos, sobre el mismo tema, la voz del evangelista Juan: Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe (1 Jn. 5,4). También en este caso, no se trata de una fe cualquiera, sino de la fe en Jesucristo; ¿Quién es el que vence al mundo —continúa de hecho el texto— sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn. 5,5). Con estas palabras el evangelista no hace más que recoger y dar expresión a la experiencia concreta que vivió la Iglesia, a propósito de la fe, en sus primeros sesenta o setenta años de vida: ¡la fe en Jesús realmente venció al mundo! Venció al mundo judaico que se jactaba de su ley; venció al mundo griego que se jactaba de su sabiduría; venció al mundo romano que se creía invencible en su potencia; venció todo eso en el mundo de la manera más pura: con el martirio. Los discípulos de Jesús se dieron cuenta, con estupor y alegría, que aquel que está en ellos —o sea Jesús— es más fuerte que aquel que está en el mundo (cf. 1 Jn. 4,4).

Llegamos así a la tercera palabra sobre la fe, la del Evangelio: Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: “Arráncate de raíz y Plántate en el mar”, ella les obedecería. Escuchada después del testimonio de Juan, esta palabra de Jesús adquiere todo su significado: la fe en Jesús movió realmente árboles seculares, resquebrajó montañas; su fuerza ha revelado ser irresistible: “¡Si tuvieran fe!”. La liturgia de hoy está totalmente dominada por esta especie de suspiro de Jesús; nos hace pensar de inmediato en otra palabra similar que aparece en los Evangelios: ¡Si conocieras el don de Dios! (Jn. 4,10). Frases de este tipo en la boca de Jesús, pensándolo bien, son algo misterioso y perturbador: ¡Dios habla en condicional! Él que creó los cielos y la tierra se detiene frente a la frágil barrera de la libertad humana que se puso él mismo; más allá no va; sólo nos suplica. A aquel que ama verdaderamente a Jesús, estas palabras le generan una especie de fuego, una impaciencia, un miedo. Se entiende, de hecho, que nos hallamos en ese punto misterioso donde la omnipotencia de Dios se encuentra con la libertad humana.

Cuentan que, cuando el primer misionero cristiano llegó a suelo inglés, el rey del lugar, muy perplejo, convocó una asamblea de sabios para decidir si recibir o no la nueva doctrina; durante la sesión, uno se levantó y dijo: “Oh, rey, imagina esta escena: Tú estás sentado a la mesa en compañía de tus condes y tus vasallos. Es invierno. La sala está bien caldeada, la chimenea encendida. Afuera ruge la tempestad. La nieve y la lluvia azotan. De repente, un pajarito entra volando en la sala. Se introduce por una parte y, al poco tiempo, sale por otra. En los pocos momentos durante los cuales permanece en la sal, está al abrigo del hielo, pero apenas desaparece de tu vista, vuelve a caer en la oscuridad del invierno. Para mí, lo mismo ocurre en la vida humana. No sabemos qué la precedió y tampoco sabemos qué la seguirá. Si la nueva doctrina nos ofrece alguna certeza en esto, vale la pena que la recibamos” (Beda el Venerable). Ese pajarito que atraviesa por un instante la sala y después desaparece en la oscuridad es una imagen simple y bella del hombre frente a la fe.

Estos son los tres aspectos que la palabra de Dios nos mostró hoy en el horizonte de la fe. Tratemos ahora de ver más en profundidad a través de ellos, para captar, si es posible, con una visión unitaria, los distintos elementos que afloraron hasta aquí. Para hacerla, es indispensable una comparación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. ¿Qué veía el israelita pío cuando miraba con los ojos de la fe? Veía esencialmente esto: En el éxodo, Yahvé había liberado a su pueblo con brazo fuerte y mano extendida; luego, veía al mismo Dios que en el Sinaí había ratificado una Alianza y renovado la promesa hecha a Abraham, promesa cuyo cumplimiento esperaba ahora con todo el pueblo. Por lo tanto, una visión de Dios en la historia y de la historia de Dios: ese era el horizonte y el objeto de la fe del israelita pío en el tiempo de los profetas.

Ahora, hagámonos la misma pregunta nosotros: ¿Qué ve un cristiano cuando (por ejemplo, mientras ora, o medita o hace teología) abre también él los ojos a la fe? Ve a Jesucristo muerto y resucitado para él que, en la Iglesia, le da su Espíritu y su salvación. Su fe es fe en Jesús; Jesús es su alma y su objeto primario. Fe es creer que Dios está obrando en Jesús de Nazaret, que está comprometido con Jesús, que la causa de Jesús es también, y totalmente la causa de Dios. El “Credo” que recitamos en la Misa nació, originariamente como credo cristológico, o sea como profesión de fe en una serie de hechos que tienen como protagonista a Jesús de Nazaret, nacido de María, muerto bajo Poncio Pilato, resucitado al tercer día, sentado a la diestra del Padre. La fe es esencialmente respuesta al kerygma relacionado con Jesús: Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado (Rom. 10.9). Jesús es el sol de nuestra fe; del mismo modo que el sol con la tierra, él la ilumina, la calienta, la unifica, la hace fructificar.

¿Se trata acaso de otra fe respecto del Antiguo Testamento o de fe en otro Dios? No, solamente que el Dios del éxodo y de la Alianza se ha convertido en el Dios del nuevo éxodo y de la nueva y eterna Alianza; el Dios de Abraham se ha convertido en el “Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos”. Lo que tienen en común el Antiguo y el Nuevo Testamento es esto: que el objeto de la fe —aquella en lo que creemos— no es una cosa muerta, sino una realidad viviente; más aún, tampoco es una cosa o un objeto, sino una persona; es Dios mismo que se ha revelado y obrado una salvación en la historia. Por eso, no creemos en una serie de verdades separadas, sino en aquel que las reveló y realizó. Nuestro “Credo” actual distingue muy bien “en quién creemos” creemos (el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo) de “en qué” creemos: la Encarnación, la Iglesia, la vida eterna, etcétera. No debemos poner todo en el mismo plano, como se hizo alguna vez en el pasado, porque así se nos escaparía una cosa fundamental y es que la fe es primordialmente el encuentro de mi “yo” humano con el “tú” divino (no con un “lo” neutro); el acto de fe se da solamente de persona a persona.

Ahora, el último paso en este descubrimiento de la fe. Hemos visto “en quién” creemos; pero, ¿qué significa “creer” y, en especial, creer en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros?

En la Biblia hay dos series de vocablos para indicar lo que llamamos fe: una serie indica el “ser creíble”, ser fiel y, activamente, confiarse, abandonarse; la otra serie, indica en cambio el sentirse seguro, el tener un apoyo sólido; una, acentúa lo que la fe exige: el abandono; la otra, lo que la fe da: la certeza y el apoyo. Son como dos caras de la misma realidad que se completan recíprocamente y juntas constituyen la gran virtud teologal de la fe. Por un lado, asoma en la caridad (en tanto abandonarse a Dios es amar a Dios); por el otro, ‘desemboca en la esperanza Y, más aún, forma un todo con ella, ya que la fe es la garantía de los bienes que se esperan (Heb. 11.1): “La fe que prefiero, dice Dios, es la esperanza” (Ch. Péguy).

Estas dos caras de la fe son las mismas que vislumbramos a través de las lecturas de hoy. La fe como confianza, abandono y obediencia (¡la primera cara de la fe!) es aquella de la que nos habló el profeta Habacuc y con él el Apóstol Pablo. Es la fe de Abraham; es “un acto tal que, a través de él, uno se ve totalmente arrojado al infinito” (Kierkergaard). La fe como apoyo, como lo que da certeza y consistencia (¡la segunda cara de la fe!) es la que nos presentó Juan hablando de la fe que nos permite ser victoriosos frente al mundo. De esta misma fe habla Isaías cuando dice: Si ustedes no creen, no subsistirán (Is. 7.9); para tener consistencia en la vida, y no ser como cascabillo al viento es necesario creer. El verdadero creyente, para la Biblia, es aquel que experimenta a Dios como la roca de su propia existencia y puede decir con total verdad: Dios es la Roca de mi corazón (Sal. 73.26); o gritar: Te amo, Señor, mi fuerza, mi roca, mi fortaleza, mi peñasco, mi escudo y baluarte, mi poderosa salvación (cf. Sal. 18.2-3). Según una explicación plausible, la palabra “credo” deriva de cor-do, que significa “pongo el corazón” sobre una cosa.

Esta experiencia de encontrar en Dios un apoyo inquebrantable, una seguridad que resiste incluso al pensamiento de la muerte, forma parte de la esencia misma de la fe y se la encuentra hoy igual que en el pasado. Recuerdo un libro de hace unos años titulado “Ultimas cartas desde Stalingrado”; recogía treinta y nueve cartas escritas por soldados alemanes cercados en la ensenada de Stalingrado en noviembre de 1942, en contacto directo con la muerte; entre muchas cartas desesperadas, había una escrita por un soldado creyente que decía a sus familiares: “No le tengo miedo a la muerte; mi fe me da este bello orgullo”. La renuncia a tener apoyos, garantías y pruebas tangibles que caracteriza al acto de fe se convierte —por una de las paradojas de Dios— en el máximo de los apoyos; creer, es justamente, caminar sobre las aguas, pero sobre un agua que, para quien sabe caminar sobre ella “sin dudar”, ¡se convierte en roca!

¡Si tuvieran fe! Dios nos pide algo grande y lo sabe; en ciertos momentos, nos parece incluso que pide algo que está por encima de nuestras fuerzas y, por lo tanto, de “creer contra toda esperanza”, como hizo con Abraham (cf. Rom. 4,18). Pero él nos advirtió también sobre esto; no nos pide nada que no haya hecho primero por nosotros. Él creyó en nosotros, confió en nosotros; al creamos libres, hizo eso. Se arriesgó a tener que temblar por nosotros, temblar por tener que condenarnos para siempre a causa de nuestro pecado, algo que para un padre es lo más terrible que existe. Además, nos confió el Hijo predilecto en el cual se complacía diciendo para sí: Respetarán a mi Hijo (Mc. 12,6). Si esto no es fe, si no es confianza, ¿qué es? Por eso no podemos acusar a Dios de pedirnos algo demasiado difícil cuando nos dice que nos arrojemos en sus brazos con fe.

Ahora nos haría falta, como siempre, una conclusión práctica a propósito de lo que hemos dicho. Hoy hagamos simplemente nuestra la conclusión de los apóstoles: ¡Aumenta nuestra fe! La fe que tratamos de delinear es elección del hombre, pero es sobre todo don de Dios; la aprendemos, por lo tanto, poniéndonos de rodillas. Como aquel hombre del Evangelio, nosotros también decimos: Creo, Señor, ¡pero aumenta mi fe! ¡Dame el saber creer; dame un corazón de creyente!

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Auméntanos la fe”. También nosotros hacemos nuestra esta petición de los discípulos de Jesús porque hoy son muchas las cosas que invitan al pesimismo o, al menos, a un optimismo moderado. La desconfianza hacia todo programa político, social, económico, jurídico..., se va extendiendo en la conciencia de muchos y un sordo escepticismo, incluso cierta indiferencia, se apodera de mucha gente joven que ve con preocupación su futuro laboral y familiar.

Nos falta fe, y aunque la grandiosidad del Universo y el prodigio de la vida nos hablan constantemente de Dios –“lo invisible de Él es conocido desde la creación del mundo mediante las criaturas” (Rm 1,20)–, la consternación por la presencia abrumadora del mal y el silencio de Dios lleva a muchos a preguntarse si Dios existe y se ocupa de los hombres.

¿Cómo lograr tener más fe? Parece claro que, aunque la fe en Dios tiene una componente racional innegable, sólo se llega a creer si se quiere. Nemo credit nisi volens, “nadie cree sino queriendo, libremente”. “La unanimidad de las opiniones sobre este punto es asombrosa, dice J. Pieper, y la coincidencia alcanza desde San Agustín y Santo Tomás hasta Kierkegaard, Newman y André Gide”. Todos los argumentos a favor de la fe se estrellan contra una voluntad mal dispuesta. “Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece invisible para el ojo”, dice A. Saint-Exupéry en El Principito. Se trata de que un frío análisis racional no convierta al hombre en una máquina ciega y sorda, inhumana. La fórmula más concisa de esta aseveración se debe a J. H. Newman: “creemos porque amamos”.

Fides ex auditu, “la fe viene por el oído, dice S. Pablo, y lo que se oye por la palabra de Cristo” (Rm 10,17). En consecuencia, alimentamos y hacemos crecer la fe si escuchamos asiduamente la Palabra de Dios atendiendo en la Sta. Misa, leyendo con frecuencia en Santo Evangelio y algún buen libro espiritual. De hecho, ¿cómo se llega a creer y confiar en alguien? Tratándole y llegando al convencimiento, mediante ese trato, que se carece de motivos para desconfiar. Tratar al Señor leyendo el Santo Evangelio “pues la justicia de Dios se revela en él por la fe y para la fe, según está escrito: el justo vivirá por la fe” (Rm 1,17).

Cuando ese conocimiento de Dios se va haciendo más rico, la confianza en Él se va también incrementando porque, ¿qué duda puede asaltar ante quien nos ha dado la vida, nos ha redimido con su sangre en el atroz tormento de la Cruz y perdona una y otra vez, y siempre, nuestras infidelidades? ¡Tratar a Jesucristo para conocerle a fondo, y llegaremos a la conclusión de S. Pablo: “yo sé bien de quién me he fiado”! (2 Tim 1,12).

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

La fe mueve montañas

I. LA PALABRA DE DIOS

Ha l,2-3; 2,2-4: El justo vivirá por su fe

Sal 94, 1-2.6-7.8-9: Ojalá escuchéis la voz del Señor: No endurezcáis vuestro corazón

2 Tm l,6-8.13-14: No tengáis miedo de dar la cara por nuestro Señor

Lc l7, 5-10: ¡Si tuvierais fe...!

II. LA FE DE LA IGLESIA

«La fe es un don sobrenatural de Dios: Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores del espíritu Santo» (179). «Este don inestimable podemos perderlo... Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe actuar por la caridad, ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia» (162).

«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe» (160). «Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación» (161).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe...» (148) «Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el ``cumplimiento’’ de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe» (149).

«El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual fueron alabados» (Hb 11,2.39) (147).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La frase del profeta Habacuc: «El justo vivirá por su fe», fue citada por S. Pablo como argumento fundamental en su carta a los Romanos.

El Evangelio recoge la enseñanza de Jesús a sus discípulos sobre la actitud definitoria del creyente: es un hombre de fe que busca solo hacer la voluntad de Dios.

La segunda carta pastoral a Timoteo recuerda el don del espíritu que éste recibió en su ordenación como sucesor de los Apóstoles; espíritu de gobierno y de fortaleza para mantener con fidelidad el tesoro de la fe cristiana.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

La obediencia de la fe: 144-152.

Las características de la fe: 153-165.

La respuesta:

La fe, virtud teologal: 1814-1816.

La fe, respuesta del hombre a Dios: 2087-2089.

C. Otras sugerencias

«La fe que mueve montañas». ¿Quien la tiene?. Es un don de Dios que hay que reconocer y por el que darle gracias, pues todos «hemos movido montañas» gracias a Dios.

Es un don que hay que pedir: ¡Señor, auméntanos la fe!

Es un don que hay que conservar y hacer crecer.

Es un don que es necesario para subsistir.

Descripción de un hombre y un mundo sin fe en Dios.

Descripción de María, la primera peregrina de la fe.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Aumentar la fe.

− Avivar continuamente el amor a Dios.

I. La liturgia de este domingo se centra en la virtud de la fe. En la Primera lectura el Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo del mal, tanto en el pueblo castigado por medio del invasor, como por los mismos escándalos de éste. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor...? (...). ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes...?, se queja el Profeta. El Señor le responde al fin con una visión en la que le exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el día en que los malos será castigados: la visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin echarse atrás. Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el justo vivirá por la fe. Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa el mal y quienes lo llevan a cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada uno su día y se verá que realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su fidelidad al Señor. Vivir de fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada momento a vivir, con alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo puesta la esperanza en Él.

En la Segunda lectura, San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva el fuego de la gracia de Dios...; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio... Santo Tomás comenta que “la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza”; y así ocurre cuando la caridad está cubierta por la tibieza o por los respetos humanos. La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada vez más encendida. Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia..., concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir, una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y para ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida. ¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la “variabilidad” de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!. ¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.

− Pedir al Señor una fe firme, que influya en todas nuestras obras.

II. Existe una fe muerta, que no salva: es la fe sin obras, que se muestra en obras llevadas a cabo a espaldas de la fe, en una falta de coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una “fe dormida”, “esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que todos conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la tibieza es la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano, incluso de lo que muchos llamarían un buen cristiano”. Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los “imposibles” en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. “Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre”.

En ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres de poca fe, pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar o están excesivamente preocupados por el futuro, cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a Jesús: Auméntanos la fe. Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro aún mayor.

También nosotros nos encontramos en ocasiones faltos de fe, como los Apóstoles, ante dificultades, carencia de medios... Tenemos necesidad de más fe. Y ésta se aumenta con la petición asidua, con la correspondencia a las gracias que recibimos, con actos de fe. Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

–¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!.

− Actos de fe.

III. ¡Señor, auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando parece que las almas no responden..., cuando nos encontremos delante del Sagrario.

Muchos actos de fe hemos de hacer en la oración y en la Santa Misa. Se cuenta de Santo Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al elevarla en el momento de la Consagración, repetía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus es Filius, “Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del Padre”. Y San Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir interiormente en esos mismos instantes: Adauge nobis fidem, spem et charitatem, “auméntanos la fe, la esperanza y la caridad”, y Adoro te devote, latens deitas, “Te adoro con devoción, Dios escondido”, mientras hacía la genuflexión. Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, es ésta una ocasión que no podemos perder para manifestar al Señor nuestra fe y nuestro amor.

A pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez mejor a Cristo, es posible que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores y respetos humanos para manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra poquedad a veces no puede sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito de mostaza. No nos sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con ella. Imitemos a los Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven y oyen les supera. Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la humildad de los discípulos, que aumente nuestra fe, para que, como ellos, podamos ser fieles hasta el final de nuestros días y llevemos a muchos hasta Él, como hicieron quienes le han seguido de cerca en todos los tiempos.

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Rev. D. Josep VALL i Mundó (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer

Hoy, Cristo nos habla nuevamente de servicio. El Evangelio insiste siempre en el espíritu de servicio. Nos ayuda a ello la contemplación del Verbo de Dios encarnado —el siervo de Yavé, de Isaías— que «se anonadó y tomó la condición de esclavo» (Flp 2,2-7). Cristo afirma también: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27), pues «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos» (Mt 20,28). En una ocasión, el ejemplo de Jesús se concretó realizando el trabajo de un esclavo al lavar los pies de sus discípulos. Quería dejar así bien claro, con este gesto, que sus seguidores debían servir, ayudar y amarse unos a otros, como hermanos y servidores de todos, tal como propone la parábola del buen samaritano.

Debemos vivir toda la vida cristiana con sentido de servicio sin creer que estamos haciendo algo extraordinario. Toda la vida familiar, profesional y social —en el mundo político, económico, etc.— ha de estar impregnada de este espíritu. «Para servir, servir», afirmaba san Josemaría Escrivá; él quería dar a entender que para “ser útil” es preciso vivir una vida de servicio generoso sin buscar honores, glorias humanas o aplausos.

Los antiguos afirmaban el “nolentes quaerimus” —«buscamos para los cargos de gobierno a quienes no los ambicionan; a quienes no desean figurar»— cuando había que hacer nombramientos jerárquicos. Ésta es la intencionalidad propia de los buenos pastores dispuestos a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida: asumir la condición de siervos como Cristo. Recordemos, según las conocidas palabras de san Agustín, cómo debe ejercerse una función eclesial: «Non tam praeesse quam prodesse»; no tanto con el mando o la presidencia sino, más bien, con la utilidad y el servicio.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

No siervos, amigos

«El siervo no es superior a su señor».

Eso dice Jesús.

Y tú, sacerdote, ¿eres el siervo de tu Señor?

Persevera, sacerdote, en el servicio a tu Señor.

Persevera en la obediencia, aceptando la voluntad de Dios.

Alégrate, sacerdote, de haber sido elegido como siervo, para llamarte amigo.

Tu Señor, siendo Rey, ha sido odiado y despreciado por el mundo, porque su Reino no es de este mundo.

Tu Señor, siendo Dios, ha sido perseguido, golpeado, calumniado, juzgado y crucificado, porque el mundo ha preferido las tinieblas a la luz.

Y tú, sacerdote, ¿esperas ser amado, aceptado, alabado, respetado, y bien recibido, por un mundo al que no perteneces, porque has sido elegido, y has sido separado del mundo, para ser de tu Señor?

No es más el discípulo que su maestro. Tú eres el discípulo, y tu Señor es tu Maestro. Aprende de Él, para que seas como Él, porque Él es tu modelo para llegar al cielo.

No pretendas, sacerdote, ser más que tu Señor, y ser mejor que tu Maestro, porque la soberbia es el mayor de los pecados, porque te arrastra a la desobediencia que te separa de tu Señor, y te lleva a la muerte.

Persevera, sacerdote, en la humildad, pidiéndole a tu Señor que te haga último y pequeño, y su generosidad te hará ser como Él, para que seas primero.

Alégrate, sacerdote, cuando seas perseguido y calumniado por su causa, porque tu premio será grande en el Reino de los Cielos.

Ten valor, sacerdote, y reconoce quién eres, renuncia a ti mismo, toma tu cruz de cada día con alegría y sigue a tu Señor, como un siervo fiel y prudente a quien su Señor puso al frente.

Alégrate, sacerdote, porque tu Señor confía en ti. Él ha dado su vida por ti, porque te ama.

Y tú, sacerdote, ¿qué harás por Él?

¿Aceptarás tu condición de esclavo para servir a tu amo?, ¿o te revelarás contra aquel que te ha creado, y que todo te ha dado, hasta la vida y la libertad, para rechazarla o elegirla?

Acepta, sacerdote, ser cordero primero, para aprender a ser pastor.

Camina tú primero, para que puedas ser guía del Pueblo de Dios.

No intentes entender por qué este mundo de mentira no acepta vivir en la verdad que les da la libertad, y prefieren permanecer atados y encadenados en medio de la oscuridad.

Acude al auxilio de la Madre de tu Señor, sacerdote, para que te ayude a entregar tu voluntad a la voluntad de Dios. Que sea ella tu modelo: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

Abre tu corazón a recibir el amor de tu Señor, y renuévate, sacerdote. Revístete de la dignidad sacerdotal, para que permanezcas en la fidelidad a su amistad, porque Él no te ha llamado siervo, te ha llamado amigo.

(Espada de Dos Filos V, n. 30)

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