Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Homilías del 29.IX.19, 25.IX.16, 5.III.15 y 20.III.14
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
AUNQUE UN MUERTO RESUCITE
Am 6, 1. 4-7; 1 Tim 6,11-16; Lc 16, 19-31
El rico que nos presenta san Lucas vive fastuosamente. Los israelitas ricos de Samaria se regalan una serie de lujos inalcanzables para la mayoría de sus vecinos. Lo que vuelve más insoportable esa situación es la indiferencia ante la desastrosa situación en que viven sus prójimos. El profeta Amós muestra que los que nadan en la opulencia no quieren compadecerse del desastre de José. La mayoría del pueblo no tenía acceso a la comida y al vestido, mientras que los gobernantes disponían de camas de marfil importado y banqueteaban a diario. En idéntica situación se encontraba el pobre Lázaro Entre el rico y el pobre del Evangelio parecía no haber mucha distancia geográfica, en cambio había una enorme distancia afectiva. Esa misma distancia es la que nos documenta al final la parábola cuando dice que entre Lázaro y el rico existe un abismo inmenso.
ANTÍFONA DE ENTRADA Dn 3, 31. 29. 30. 43. 42
Todo lo que hiciste con nosotros, Señor, es verdaderamente justo, porque hemos pecado contra ti y hemos desobedecido tus mandatos; pero haz honor a tu nombre y trátanos conforme a tu inmensa misericordia.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, que manifiestas tu poder de una manera admirable sobre todo cuando perdonas y ejerces tu misericordia, multiplica tu gracia sobre nosotros, para que, apresurándonos hacia lo que nos prometes, nos hagas partícipes de los bienes celestiales. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Ustedes, los que lleven una vida disoluta, irán al destierro.
Del libro del profeta Amós: 6, 1. 4-7
Esto dice el Señor todopoderoso: “¡Ay de ustedes, los que se sienten seguros en Sión y los que ponen su confianza en el monte sagrado de Samaria! Se reclinan sobre divanes adornados con marfil, se recuestan sobre almohadones para comer los corderos del rebaño y las terneras en engorda. Canturrean al son del arpa, creyendo cantar como David. Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos.
Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10
R/. Alabemos al Señor, que viene a salvarnos.
El Señor es siempre fiel a su palabra, yes quien hace justicia al oprimido; él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. R/.
Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. R/.
A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente, reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos. R/.
SEGUNDA LECTURA
Cumple todo lo mandado, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo.
De la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo: 6, 11-16
Hermano: Tú, como hombre de Dios, lleva una vida de rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Lucha en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste tan admirable profesión ante numerosos testigos.
Ahora, en presencia de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que dio tan admirable testimonio ante Poncio Pilato, te ordeno que cumplas fiel e irreprochablemente todo lo mandado, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo, la cual dará a conocer a su debido tiempo Dios, el bienaventurado y único soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, el que habita en una luz inaccesible y a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él todo honor y poder para siempre.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO 2 Cor 8, 9
R/. Aleluya, aleluya.
Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. R/.
EVANGELIO
Recibiste bienes en tu vida y Lázaro, males; ahora él goza de consuelo, mientras que tú sufres tormentos.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 16, 19-31
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: ‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá’.
El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos’. Abraham le dijo: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. Pero el rico replicó: ‘No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán’. Abraham repuso: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto’ ”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Concédenos, Dios misericordioso, que nuestra ofrenda te sea aceptable y que por ella quede abierta para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 118, 49-50
Recuerda, Señor, la promesa que le hiciste a tu siervo, ella me infunde esperanza y consuelo en mi dolor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Que este misterio celestial renueve, Señor, nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte, al anunciarla, la hemos compartido. El, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Falsa seguridad de las riquezas (Am 6, 1a.4-7)
1ª lectura
Con este «¡Ay!» (v. 1) comienza la última sección de la segunda parte del libro de Amós. En ella se pueden distinguir dos fragmentos distintos, pero que coinciden en el motivo del reproche: la riqueza y el orgullo. El primero, que es el que leemos este domingo (vv. 1-7), es un reproche a los que viven de modo inconsciente (vv. 4-6), tanto en Sión como en Samaría (v. 1), poniendo su confianza en las clases dirigentes y opulentas de «la primera de las naciones», es decir, el reino del Norte o Samaría. El cargo principal es vivir lujosamente y con despreocupación de las desgracias de los demás.
La advertencia no deja de tener vigencia en todos los momentos de la historia humana: «Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente (...). En nuestros días principalmente urge la obligación de acercarnos a cualquier otro hombre y servirle activamente cuando llegue la ocasión, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un trabajador extranjero injustamente despreciado, o de un desterrado, o de un niño nacido de una unión ilegítima que sufre inmerecidamente a causa de un pecado que él no ha cometido, del hambriento que interpela nuestra conciencia recordándonos la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40)» (Gaudium et spes, n. 27).
Lealtad a la fe recibida (1 Tm 6,11-16)
2ª lectura
La obligación de ser leales y atenerse a lo mandado, dando testimonio ante todos de la fe que se profesa, se urge en la presencia de Dios Padre y de Jesucristo, que firmemente confesó su realeza ante Poncio Pilato.
Este bello himno a la realeza de Cristo (vv. 15-16) es posible que fuera tomado de la liturgia. Como los demás himnos que aparecen en la carta (1,17 y 3,16) refleja la conciencia de los primeros cristianos de que el fin de la vida del hombre es dar gloria a Dios. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: ¡esto es lo que nos ha de mover! (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 851).
El rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31)
Evangelio
La parábola disipa dos errores: el de los que negaban la supervivencia del alma después de la muerte —y por tanto, el Juicio y la retribución ultraterrena— y el de los que interpretaban la prosperidad material en esta vida como premio a la rectitud moral, y la adversidad, en cambio, como castigo.
La parábola es ejemplo de la doctrina sobre las riquezas expresada poco antes (cfr 16,1-15). Del rico Epulón no se dice explícitamente que hiciera nada malo, sino que vestía muy bien y que celebraba diariamente espléndidos banquetes (v. 19); pero a consecuencia de esa vida regalada no puede ver al prójimo en Lázaro y es incapaz de oír la voz de Dios, aun con manifestaciones extraordinarias (vv. 29.31). La parábola es así una invitación a la sobriedad de vida y a la solidaridad: «Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio inculca el respeto al hombre, de modo que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, para que no imiten a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 27).
Siguiendo los textos sagrados, la doctrina cristiana enseña que con la expresión «seno de Abrahán» (v. 22) se indica el estado en que se encontraban las almas de los santos antes de la resurrección de Cristo. Allí, sin sentir dolor, sostenidos con la esperanza de la redención, disfrutaban de una condición pacífica. A estas almas, que estaban en el seno de Abrahán, liberó Cristo Nuestro Señor al bajar a los infiernos y resucitar de entre los muertos (cfr Catechismus Romanus 1,6,3; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 633). En cambio, el rico va a los «infiernos» (v. 23). El diálogo que mantiene con Abrahán (vv. 24-31) es una escenificación didáctica para grabar en los oyentes las enseñanzas de la parábola, ya que, en sentido estricto, en el infierno no se puede dar compasión alguna: «Cuando dijo Abrahán al rico: Entre vosotros y nosotros se abre un abismo (...), manifestó que después de la muerte y resurrección no habrá lugar a penitencia alguna. Ni los impíos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y bajarán al infierno. Éste es un abismo infranqueable» (Afraates, Demonstrationes 20,12).
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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
El rico Epulón
Había un hombre rico que vestía de púrpura. Y puesto que se hace mención del nombre, parece tratarse más de una historia que de una parábola. Con toda intención, el Señor nos ha presentado aquí a un rico que gozó de todos los placeres de este mundo, y que ahora, en el infierno, sufre el tormento de un hambre que no se saciará jamás; y no en vano presenta, como asociados a sus sufrimientos, a sus cinco hermanos, es decir, los cinco sentidos del cuerpo, unidos por una especie de hermandad natural, los cuales se estaban abrasando en el fuego de una infinidad de placeres abominables; y, por el contrario, colocó a Lázaro en el seno de Abrahán, como en un puerto tranquilo y en asilo de santidad, para enseñarnos que no debemos dejarnos llevar de los placeres presentes ni, permaneciendo en los vicios vencidos por el tedio, determinar una huida del trabajo. Trátese, pues, de ese Lázaro que es pobre en este mundo, pero rico delante de Dios, o de aquel otro hombre que, según el apóstol, es pobre de palabra, pero rico en fe (St 2, 5) —a la verdad, no toda pobreza es santa, ni toda riqueza reprensible, sino del mismo modo que la lujuria contamina las riquezas, así la santidad recomienda la pobreza—,o del hombre apostólico que conserva íntegra su fe, que no busca la belleza en las palabras, ni el acopio de argumentos, ni tampoco los fastuosos ropajes de las frases, puesto que este tal recibió ya su apropiada recompensa cuando luchó contra los herejes maniqueos: Marción, Sabelio, Arrio y Fotino—éstos no son otra cosa que los hermanos de los judíos, a los que están unidos por una hermandad llena de perfidia—, reprimiendo los deseos de la carne que, como he dicho, sirven de incentivo a los cinco sentidos, es decir, de ese que recibió la recompensa que se le prometió, cuando se le entregó, en pago, riquezas sobreabundantes y una soldada perpetua.
Y no es que creamos que es errado el sostener que este pasaje se refiere a la fe que Lázaro recoge de la mesa de los ricos, ese Lázaro cuyas úlceras, según el texto, daban asco al rico Epulón, que entre banquetes suntuosos y convites llenos, de perfumes no podía soportar el mal olor de esas úlceras que lamían los perros, a aquel que sentía hastío hasta del olor del aire y de la misma naturaleza; y es que no hay duda que la arrogancia y el orgullo de los ricos tienen signos propios para manifestarse y de tal manera se olvidan éstos que son hombres, que, como si estuvieran por encima de la naturaleza humana, encuentran en las miserias de los pobres un incentivo para sus pasiones, se ríen del necesitado, insultan al mendigo y saquean a esos mismos de los que se debían apiadar.
El que quiera puede adherirse, como un nuevo Lázaro, a los dos puntos de vista. A éste tal le comparo con aquel otro que fue azotado muchas veces por los judíos (cf. 2 Co 11, 24) para, por este medio, comunicar a los creyentes la paciencia y llamar a los gentiles, ofreciendo, por así decir, las llagas de su cuerpo para que fuesen lamidas por los perros; porque está escrito: Volverán por la tarde y padecerán hambre, como los perros (Sal 58, 15). No hay duda que la mujer cananea a quien se dijo: Nadie coge el pan de los hijos y lo da a los perros, comprendió completamente este misterio. Entendió claramente que este pan no es un pan visible, sino aquel al que éste simboliza, y por eso respondió: Bien, Señor, pero los cachorritos comen de las migas que caen de la mesa de sus señores. Esas migas son de este pan. Y porque el pan es la palabra, y la fe es algo propio de la palabra, por eso se dice que las migas son como los dogmas de fe. Y así, para confirmar que esa afirmación era exacta, les respondió el Señor: ¡Oh mujer! ¡Grande es tu fe! (Mt 15, 22ss).
¡Oh felices úlceras que logran aniquilar el dolor eterno! ¡Oh migas abundantes que hacéis imposible el ayuno sin fin, que colmáis de bienes eternos al pobre que os recoge! El jefe de la sinagoga os tiraba de su mesa al atentar contra los misterios internos de las Escrituras de los Profetas y de la Ley; en efecto, las migas son las palabras de las Escrituras, de las que se dice: Has dado las espaldas a mis palabras (Sal 49, 17). El escriba os rechazaba, pero Pablo os recogía con todo cuidado cuando, por medio de su sufrimiento, atraía hacia sí al pueblo. Todos aquellos que vieron que no temía a la mordedura de la serpiente y que creyeron cuando vieron que la sacudía (Hch 28, 3ss), le lamían su llaga. Como también le lamió y creyó aquel guardián de la cárcel que le lavó las heridas (ibíd., 16, 33). Bienaventurados esos perros sobre los que cae ese líquido de las úlceras, ya que él colmará sus corazones y fortalecerá sus gargantas con el fin de que estén preparados para guardar la casa, defender los rebaños y vigilar a los lobos.
Pon ante tu vista ahora a los arrianos, que no se preocupan sino de placeres de este mundo, buscando la alianza con el poder real, con el fin de atacar con las armas de la guerra la verdad de la Iglesia; ¿no te parece verlos sobre esos lechos elaborados de púrpura y lino, defendiendo sus errores como si fueran verdades, pródigos en discursos altisonantes, teniendo la vanagloria de hablar de que la tierra tembló bajo el cuerpo del Señor, que el cielo se cubrió de tinieblas, que su palabra hacía apaciguar el mar, cuando, en realidad, niegan que era verdadero Hijo de Dios? Y contempla también a ese pobre que, sabiendo que el reino de Dios no consiste en palabras, sino en la virtud (1 Co 4, 20), expresó su pensamiento con brevedad diciendo: Tú eres el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16); ¿no te parece que esas grandes riquezas padecen una gran necesidad y, por el contrario, esta pobreza lo posee todo? La herejía, que nada en la abundancia, ha compuesto muchos evangelios; la fe, pobre, ha conservado el único Evangelio que ha recibido; la rica filosofía se ha inventado muchos dioses; la Iglesia, pobre, sólo conoce un Dios.
Así pues, entre ese rico y este pobre existe “un gran abismo”, ya que después de la muerte no se podrán cambiar los méritos; por eso se nos muestra al rico en el infierno deseando que el pobre le dé un poco de agua refrescante, ya que el agua es el reconstituyente del alma atormentada por los sufrimientos; por eso, haciendo alusión a ésta, dice Isaías: Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud (12, 3). Pero ¿por qué aquél es torturado antes del juicio? Sencillamente, porque, para el lujurioso, el hecho de no gozar de los placeres supone ya un castigo. Porque, en efecto, el Señor dice: Allí habrá llanto y crujir de dientes, cuando viereis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de los cielos (Lc 13, 28).
Tarde comienza este rico a ser maestro, puesto que es tiempo de aprender y no de enseñar. En este pasaje, el Señor proclama con toda claridad que el Antiguo Testamento es el fundamento de la fe, destrozando la maldad de los judíos y echando fuera las malas intenciones de los herejes, que son quienes hacen naufragar a las mentes más débiles; en realidad, pequeños son todos aquellos que todavía no conocen el progreso en la virtud.
Sin embargo, es lícito notar que tanto la parábola anterior del administrador aquel (Lc 16, 1ss) como la presente de este rico, contienen un reclamo a la misericordia, y fácilmente, lo que quiso enseñar allí a los santos, a quienes llama sus amigos y a quienes les entrega sus mansiones, esto mismo desea que comprendan los pobres ahora.
Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.8, 13-20, BAC Madrid 1966, pág. 481-86
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FRANCISCO – Homilías del 29.IX.19, 25.IX.16, 5.III.15 y 20.III.14
Homilía del 29 de septiembre de 2019
Comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo
En el Salmo Responsorial se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a las viudas y a los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de forma explícita aquellas categorías que son especialmente vulnerables, a menudo olvidadas y expuestas a abusos. Los forasteros, las viudas y los huérfanos son los que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el Señor muestra una particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los israelitas que les presten una especial atención.
En el libro del Éxodo, el Señor advierte al pueblo de no maltratar de ningún modo a las viudas y a los huérfanos, porque Él escucha su clamor (cf. 22,23). La misma admonición se repite dos veces en el Deuteronomio (cf. 24,17; 27,19), incluyendo a los extranjeros entre las categorías protegidas. La razón de esta advertencia se explica claramente en el mismo libro: el Dios de Israel es Aquel que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por los menos favorecidos se presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel, y también se le requiere, como un deber moral, a todos los que quieran pertenecer a su pueblo.
Por eso debemos prestar especial atención a los forasteros, como también a las viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días. En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: “No se trata sólo de migrantes”. Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte. El Señor nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera.
Pero, junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre las injusticias que generan exclusión, en particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a muchos otros cuando perduran. «El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. Es una verdad que causa dolor: este mundo es cada día más elitista, más cruel con los excluidos. Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete» (Mensaje para la 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así se entienden las duras palabras del profeta Amós, proclamadas en la primera lectura (6,1.4-7). ¡Ay, ay de los que viven despreocupadamente y buscando placer en Sion, que no se preocupan por la ruina del pueblo de Dios, que sin embargo está a la vista de todos! No se dan cuenta de la ruina de Israel, porque están demasiado ocupados asegurándose una buena vida, alimentos exquisitos y bebidas refinadas. Sorprende ver cómo, después de 28 siglos, estas advertencias conservan toda su actualidad. De hecho, también hoy día la «cultura del bienestar [...] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, [...] lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al final, también nosotros corremos el riesgo de convertirnos en ese hombre rico del que nos habla el Evangelio, que no se preocupa por el pobre Lázaro «cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico» (Lc 16,20-21). Demasiado ocupado en comprarse vestidos elegantes y organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no advierte el sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar nuestro bienestar, corremos el riesgo de no ver al hermano y a la hermana en dificultad.
Pero como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo. No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar. Pidámosle al Señor la gracia de llorar, la gracia de aquel llanto que convierte el corazón ante esos pecados.
Si queremos ser hombres y mujeres de Dios, como le pide san Pablo a Timoteo, debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados para todos.
Amar al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.
Este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su Hijo Jesús, para que sea fuente de bendición para toda la humanidad. Porque todos juntos podemos comprometernos en la edificación de la familia humana según el plan original, revelado en Jesucristo: todos hermanos, hijos del único Padre.
Hoy tenemos también necesidad de una madre, y encomendamos hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora del Camino, Nuestra Señora de los muchos caminos dolorosos, encomendamos a ella a los migrantes y refugiados, junto con los habitantes de las periferias del mundo y a quienes se hacen sus compañeros de viaje.
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Homilía del 25 de septiembre de 2016
Estamos llamados a inquietarnos, a buscar caminos para ayudar
El Apóstol Pablo, en la segunda lectura, dirige a Timoteo, y también a nosotros, algunas recomendaciones muy importantes para él. Entre otras, pide que se guarde «el mandamiento sin mancha ni reproche» (1 Tm 6,14). Habla sencillamente de un mandamiento. Parece que quiere que tengamos nuestros ojos fijos en lo que es esencial para la fe. San Pablo, en efecto, no recomienda una gran cantidad de puntos y aspectos, sino que subraya el centro de la fe. Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días. Nunca debemos olvidarlo. En este Jubileo de los catequistas, se nos pide que no dejemos de poner por encima de todo el anuncio principal de la fe: el Señor ha resucitado. No hay un contenido más importante, nada es más sólido y actual. Cada aspecto de la fe es hermoso si permanece unido a este centro, si está permeado por el anuncio pascual. En cambio, si se le aísla, pierde sentido y fuerza. Estamos llamados a vivir y a anunciar la novedad del amor del Señor: «Jesús te ama de verdad, tal y como eres. Déjale entrar: a pesar de las decepciones y heridas de la vida, dale la posibilidad de amarte. No te defraudará».
El mandamiento del que habla san Pablo nos lleva a pensar también en el mandamiento nuevo de Jesús: «Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El Señor no es una idea, sino una persona viva: su mensaje llega a través del testimonio sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con la alegría que se difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está triste; tampoco se transmite la belleza de Dios haciendo sólo bonitos sermones. Al Dios de la esperanza se le anuncia viviendo hoy el Evangelio de la caridad, sin miedo a dar testimonio de él incluso con nuevas formas de anuncio.
El Evangelio de este domingo nos ayuda a entender qué significa amar, sobre todo a evitar algunos peligros. En la parábola se habla de un hombre rico que no se fija en Lázaro, un pobre que «estaba echado a su puerta» (Lc 16,20). El rico, en verdad, no hace daño a nadie, no se dice que sea malo. Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la de Lázaro, que estaba «cubierto de llagas» (ibíd.): este rico sufre una fuerte ceguera, porque no es capaz de ver más allá de su mundo, hecho de banquetes y ricos vestidos. No ve más allá de la puerta de su casa, donde yace Lázaro, porque no le importa lo que sucede fuera. No ve con los ojos porque no siente con el corazón. En su corazón ha entrado la mundanidad que adormece el alma. La mundanidad es como un «agujero negro» que engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora todo en el propio yo. Entonces se ve sólo la apariencia y no se fija en los demás, porque se vuelve indiferente a todo. Quien sufre esta grave ceguera adopta con frecuencia un comportamiento «estrábico»: mira con deferencia a las personas famosas, de alto nivel, admiradas por el mundo, y aparta la vista de tantos Lázaros de ahora, de los pobres y los que sufren, que son los predilectos del Señor.
Pero el Señor mira a los que el mundo abandona y descarta. Lázaro es el único personaje de las parábolas de Jesús al que se le llama por su nombre. Su nombre significa «Dios ayuda». Dios no lo olvida, lo acogerá en el banquete de su Reino, junto con Abraham, en una profunda comunión de afectos. El hombre rico, en cambio, no tiene siquiera un nombre en la parábola; su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no construye la historia. Y un cristiano debe construir la historia. Debe salir de sí mismo para construir la historia. Quien vive para sí no construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos infranqueables para siempre. Y nosotros hemos caído, en este mundo, en este momento, en la enfermedad de la indiferencia, del egoísmo, de la mundanidad.
En la parábola vemos otro aspecto, un contraste. La vida de este hombre sin nombre se describe como opulenta y presuntuosa: es una continua reivindicación de necesidades y derechos. Incluso después de la muerte insiste para que lo ayuden y pretende su interés. La pobreza de Lázaro, sin embargo, se manifiesta con gran dignidad: de su boca no salen lamentos, protestas o palabras despectivas. Es una valiosa lección: como servidores de la palabra de Jesús, estamos llamados a no hacer alarde de apariencia y a no buscar la gloria; ni tampoco podemos estar tristes y disgustados. No somos profetas de desgracias que se complacen en denunciar peligros o extravíos; no somos personas que se atrincheran en su ambiente, lanzando juicios amargos contra la sociedad, la Iglesia, contra todo y todos, contaminando el mundo de negatividad. El escepticismo quejoso no es propio de quien tiene familiaridad con la Palabra de Dios.
El que proclama la esperanza de Jesús es portador de alegría y sabe ver más lejos, tiene horizontes, no tiene un muro que lo encierra; ve más lejos porque sabe mirar más allá del mal y de los problemas. Al mismo tiempo, ve bien de cerca, pues está atento al prójimo y a sus necesidades. El Señor nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que vemos, estamos llamados a inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y ayudar, sin delegar siempre en otros o decir: «Te ayudaré mañana, hoy no tengo tiempo, te ayudaré mañana». Y esto es un pecado. El tiempo para ayudar es tiempo regalado a Jesús, es amor que permanece: es nuestro tesoro en el cielo, que nos ganamos aquí en la tierra.
En conclusión, queridos catequistas y queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda la gracia de vernos renovados cada día por la alegría del primer anuncio: Jesús ha muerto y resucitado, Jesús nos ama personalmente. Que nos dé la fuerza para vivir y anunciar el mandamiento del amor, superando la ceguera de la apariencia y las tristezas del mundo. Que nos vuelva sensibles a los pobres, que no son un apéndice del Evangelio, sino una página central, siempre abierta a todos.
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Homilía del 5 de marzo de 2015
Sin nombre
Ser mundanos significa perder el propio nombre hasta tener los ojos del alma “oscurecidos”, anestesiados, hasta el punto de ya no ver a las personas que nos rodean. Sobre este “pecado” el Papa Francisco puso en guardia en la misa que celebró el jueves 5 de marzo, por la mañana, en Santa Marta.
“La liturgia cuaresmal de hoy nos propone dos historias, dos juicios y tres nombres”, destacó inmediatamente el Papa Francisco. Las “dos historias” son las de la parábola del rico y del mendigo Lázaro, narrada por san Lucas (Lc 16, 19-31). En especial, la primera historia es “la del hombre rico que vestía de púrpura y de lino finísimo” y “se concedía placeres”, en tal medida que “banqueteaba cada día”. En realidad, el texto, precisó el Papa, “no dice que haya sido malo”: más bien “era un hombre de vida acomodada, se daba a la buena vida”. En el fondo “el Evangelio no dice que se divirtiera en abundancia”; su vida era más bien “una vida tranquila, con los amigos”. Tal vez “si tenía a los padres, seguramente les enviaba bienes para que tuviesen lo necesario para vivir”. Y quizá “era también un hombre religioso, a su estilo. Recitaba, tal vez, alguna oración; y dos o tres veces al año seguramente iba al templo para ofrecer los sacrificios y daba grandes donativos a los sacerdotes”. Y “ellos, con esa pusilanimidad clerical le agradecían y le hacían tomar asiento en el sitio de honor”. Esto era “socialmente” el sistema de vida del hombre rico presentado por san Lucas.
Está luego “la segunda historia, la de Lázaro”, el pobre mendigo que estaba ante la puerta del rico. ¿Cómo es posible que ese hombre no se diese cuenta que debajo de su casa estaba Lázaro, pobre y hambriento? Las llagas de las que habla el Evangelio, destacó el Papa, son “un símbolo de las numerosas necesidades que tenía”. En cambio, “cuando el rico salía de casa, tal vez el coche con el que salía tenía los cristales oscuros para no ver hacia fuera”. Pero “seguramente su alma, los ojos de su alma estaban oscurecidos para no ver”. Y así el rico “veía sólo su vida y no se daba cuenta de lo que sucedía” a Lázaro.
Al fin de cuentas, “el rico no era malo, estaba enfermo: enfermo de mundanidad”. Y “la mundanidad transforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en una parábola del rico y del mendigo Lázaro, construido por ellos”. La mundanidad “anestesia el alma”. Y “por eso, ese hombre mundano no era capaz de ver la realidad”.
Por ello, “la segunda historia es clara”: hay “muchas personas que conducen su vida de forma difícil”, pero “si yo tengo el corazón mundano, jamás comprenderé esto”. Por lo demás, “con el corazón mundano” no se pueden comprender “la carencia y la necesidad de los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer muchas cosas”. Pero Jesús, en la oración de la última Cena, ¿qué pidió? “Por favor, Padre, cuida a estos discípulos”, de modo “que no caigan en el mundo, no caigan en la mundanidad”. Y la mundanidad “es un pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecaminoso del alma”.
“Estas son las dos historias” presentadas por la liturgia. En cambio, “los dos juicios” son “una maldición y una bendición”. En la primera lectura, tomada de Jeremías (Jr 17, 5-10) se lee: “Maldito quien confía en el hombre, y busca apoyo en las criaturas, apartando su corazón del Señor”. Pero esto, es precisamente el perfil del “mundano que hemos visto” en el hombre rico. Y “al final, ¿cómo será” este hombre? La Escritura lo define “como un cardo en la estepa: no verá llegar el bien, “habitará en un árido desierto” –su alma es desierta– “en una tierra salobre, donde nadie puede vivir””. Y todo esto “porque los mundanos, en verdad, están solos con su egoísmo”.
En el texto de Jeremías está luego también la bendición: “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua”, mientras que el otro “era como un cardo en la estepa”. Y, luego, he aquí “el juicio final: nada es más falso y enfermo que el corazón y difícilmente se cura: ese hombre tenía el corazón enfermo, tan apegado a este modo de vivir mundano que difícilmente podía curarse”.
Después de las “dos historias” y los “dos juicios” el Papa volvió a proponer también “los tres nombres” sugeridos en el Evangelio: “son los del pobre, Lázaro, Abrahán y Moisés”. Con una ulterior clave de lectura: el rico “no tenía nombre, porque los mundanos pierden el nombre”. Son sólo un elemento “de la multitud acomodada que no necesita nada”. En cambio, un nombre lo tienen “Abrahán, nuestro padre, Lázaro, el hombre que lucha por ser bueno y pobre y carga con numerosos dolores, y Moisés, quien nos da la ley”. Pero “los mundanos no tienen nombre. No han escuchado a Moisés”, porque sólo necesitan manifestaciones extraordinarias.
“En la Iglesia todo está claro, Jesús habló claramente: ese es el camino”. Pero “al final hay una palabra de consuelo: cuando ese pobre hombre mundano, en los tormentos, pidió que mandasen a Lázaro con un poco de agua para ayudarle”, Abrahán, que es la figura de Dios Padre, responde: “Hijo, recuerda...”. Así, pues, “los mundanos han perdido el nombre” y “también nosotros, si tenemos el corazón mundano, hemos perdido el nombre”. Pero “no somos huérfanos. Hasta el final, hasta el último momento existe la seguridad de que tenemos un Padre que nos espera. Encomendémonos a Él”. Y el Padre se dirige a nosotros diciéndonos “hijo”, incluso “en medio de esa mundanidad: hijo”. Y esto significa que “no somos huérfanos”.
“En la oración al inicio de la misa hemos pedido al Señor la gracia de orientar nuestro corazón hacia Él, que es Padre”. Y así, concluyó, “continuamos la celebración de la misa pensando en estas dos historias, en estos dos juicios, en los tres nombres; pero, sobre todo, en la hermosa palabra que siempre se pronunciará hasta el último momento: hijo”.
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Homilía del 20 de marzo de 2014
Quien no tiene nombre
Existe una palabra “más que mágica”, capaz de abrir “la puerta de la esperanza que ni siquiera vemos” y restituir el propio nombre a quien lo perdió por haber confiado sólo en sí mismo y en las fuerzas humanas. Esta palabra es “Padre” y se debe pronunciar con la certeza de escuchar la voz de Dios que nos responde llamándonos “hijo”. Es una meditación que remite a la esencialidad de la fe la propuesta por el Papa.
La invitación a “confiar siempre en el Señor” viene, dijo el Pontífice, de los textos de la liturgia. En efecto, “la primera lectura de hoy (Jr 17, 5-10) comienza con una maldición: “Maldito quien confía en el hombre”. Se define “maldita a la persona” que confía sólo en las propias fuerzas, “porque lleva dentro de sí una maldición”.
En cambio, continuó el Pontífice remarcando “la contraposición”, es “bendito quien confía en el Señor”, porque –como se lee en la Escritura– “será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto”.
Precisamente “esta imagen –explicó– nos hace pensar en las palabras de Jesús acerca de la casa: bienaventurado el hombre que edifica su casa sobre la roca, en terreno seguro. En cambio, es infeliz quien edifica sobre la arena: no tiene consistencia”. Por lo tanto, “la Palabra de Dios hoy nos enseña que sólo en el Señor está nuestra confianza segura: otras confianzas no sirven, no nos salvan, no nos dan vida, no nos dan alegría”.
Es una enseñanza clara que nos halla a todos de acuerdo, puntualizó el Pontífice. “Pero nuestro problema es que nuestro corazón es poco de fiar”, como dice la Escritura. Y, así, incluso si sabemos que nos equivocamos, de todos modos “nos gusta confiar en nosotros mismos o confiar en ese amigo o confiar en esa situación buena que tengo o en esa ideología”, favoreciendo “la tendencia” a decidir nosotros mismos dónde poner “nuestra confianza”. Con la consecuencia de que “el Señor queda un poco a un lado”.
Pero, se preguntó el Papa, “¿por qué es maldito el hombre que confía en el hombre, en sí mismo? Porque –fue su respuesta– esa confianza le hace mirar sólo a sí mismo; lo cierra en sí mismo, sin horizontes, sin puertas abiertas, sin ventanas”.
El Pontífice hizo referencia luego al pasaje evangélico de Lucas (Lc 16, 19-31), que cuenta la historia de “un hombre rico que tenía todo, llevaba vestimenta de púrpura, comía todos los días grandes banquetes, y se daba a la buena vida”. Y “estaba tan contento que no se daba cuenta de que, en la puerta de su casa, lleno de llagas, estaba un tal Lázaro: un pobrecito, un vagabundo, y como un buen vagabundo con los perros”. Lázaro “estaba allí, hambriento, y comía sólo lo que caía de la mesa del rico: las migajas”.
El pasaje del Evangelio, dijo el Santo Padre, propone una reflexión: “Nosotros sabemos el nombre del vagabundo: se llamaba Lázaro. Pero, ¿cómo se llamaba este hombre, el rico? ¡No tiene nombre!”. Precisamente “esta es la maldición más fuerte” para la persona que “confía en sí mismo o en las fuerzas o en las posibilidades de los hombres y no en Dios: ¡perder el nombre!”.
Y “mirando a estas dos personas” propuestas en el Evangelio –“el pobre que tiene nombre y confía en el Señor y el rico que ha perdido el nombre y confía en sí mismo”– “decimos: es verdad, debemos confiar en el Señor”. En cambio, “todos nosotros tenemos esta debilidad, esta fragilidad de poner nuestras esperanzas en nosotros mismos o en los amigos o en las posibilidades humanas solamente. Y nos olvidamos del Señor”. Es una actitud que nos lleva lejos del Señor, “por el camino de la infelicidad”, como el rico del Evangelio que “al final es un infeliz porque se condenó por sí mismo”.
Se trata de una meditación especialmente en consonancia con la Cuaresma, dijo el Papa. Así, “hoy nos hará bien preguntarnos: ¿dónde está mi confianza? ¿Está en el Señor o soy un pagano que confío en las cosas, en los ídolos que yo he hecho? ¿Tengo aún un nombre o he comenzado a perder el nombre y me llamo “yo”?”, con todas las varias declinaciones: “mi, conmigo, para mí, sólo yo: siempre en el egoísmo, yo””. Esto, afirmó, es un modo de vivir que ciertamente “no nos da salvación”.
Refiriéndose una vez más al Evangelio, el Papa Francisco indicó que, a pesar de todo, “hay una puerta de esperanza para todos los que se arraigaron en la confianza en el hombre o en sí mismos, que perdieron el nombre”. Porque “al final, al final, al final siempre hay una posibilidad”. Y lo testimonia precisamente el rico, que “cuando se da cuenta que ha perdido el nombre, ha perdido todo, eleva los ojos y dice una sola palabra: “¡Padre!”. La respuesta de Dios es una sola palabra: “¡Hijo!””. Y, así, es también para todos los que en la vida se inclinan por “poner la confianza en el hombre, en sí mismos, terminando por perder el nombre, por perder esta dignidad: existe aún la posibilidad de decir esta palabra que es más que mágica, es más, es fuerte: “¡Padre!””. Y sabemos que “Él siempre nos espera para abrir una puerta que nosotros no vemos. Y nos dirá: “¡Hijo!””.
Como conclusión, el Pontífice pidió “al Señor la gracia de que a todos nosotros nos dé la sabiduría de tener confianza sólo en Él y no en las cosas, en las fuerzas humanas: sólo en Él”. Y a quien pierde esta confianza, que Dios conceda “al menos la luz” de reconocer y de pronunciar “esta palabra que salva, que abre una puerta y le hace escuchar la voz del Padre que lo llama: hijo”.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
2007
A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy el evangelio de san Lucas presenta la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. El pobre, al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa precisamente “Dios le ayuda”. A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido “en el seno de Abraham”, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba “en el infierno, en medio de los tormentos”. Se trata de una nueva situación inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada.
Esta parábola se presta también a una lectura en clave social. Sigue siendo memorable la que hizo hace precisamente cuarenta años el Papa Pablo VI en la encíclica Populorum progressio. Hablando de la lucha contra el hambre, escribió: “Se trata de construir un mundo donde todo hombre (...) pueda vivir una vida plenamente humana, (...) donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico” (n. 47). Las causas de las numerosas situaciones de miseria son —recuerda la encíclica—, por una parte, “las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres” y, por otra, “una naturaleza insuficientemente dominada” (ib.). Por desgracia, ciertas poblaciones sufren por ambos factores a la vez. ¿Cómo no pensar, en este momento, especialmente en los países de África subsahariana, afectados durante los días pasados por graves inundaciones? Pero no podemos olvidar otras muchas situaciones de emergencia humanitaria en diversas regiones del planeta, en las que los conflictos por el poder político y económico contribuyen a agravar problemas ambientales ya serios. El llamamiento que en aquel entonces hizo Pablo VI: “Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos” (Populorum progressio, 3), conserva hoy toda su urgencia. No podemos decir que no conocemos el camino que hay que recorrer: tenemos la ley y los profetas, nos dice Jesús en el Evangelio. Quien no quiere escucharlos, no cambiará ni siquiera si alguien de entre los muertos vuelve para amonestarlo.
La Virgen María nos ayude a aprovechar el tiempo presente para escuchar y poner en práctica esta palabra de Dios. Nos obtenga que estemos más atentos a los hermanos necesitados, para compartir con ellos lo mucho o lo poco que tenemos, y contribuir, comenzando por nosotros mismos, a difundir la lógica y el estilo de la auténtica solidaridad.
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2010
Dios ama a los pobres y nuestro destino eterno está condicionado por nuestra actitud
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo (Lc 16, 19-31) Jesús narra la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. El primero vive en el lujo y en el egoísmo, y cuando muere, acaba en el infierno. El pobre, en cambio, que se alimenta de las sobras de la mesa del rico, a su muerte es llevado por los ángeles a la morada eterna de Dios y de los santos. «Bienaventurados los pobres —había proclamado el Señor a sus discípulos— porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6, 20). Pero el mensaje de la parábola va más allá: recuerda que, mientras estamos en este mundo, debemos escuchar al Señor, que nos habla mediante las sagradas Escrituras, y vivir según su voluntad; si no, después de la muerte, será demasiado tarde para enmendarse. Por lo tanto, esta parábola nos dice dos cosas: la primera es que Dios ama a los pobres y les levanta de su humillación; la segunda es que nuestro destino eterno está condicionado por nuestra actitud; nos corresponde a nosotros seguir el camino que Dios nos ha mostrado para llegar a la vida, y este camino es el amor, no entendido como sentimiento, sino como servicio a los demás, en la caridad de Cristo.
Por una feliz coincidencia, mañana celebraremos la memoria litúrgica de san Vicente de Paúl, patrono de las organizaciones caritativas católicas, de quien se recuerda el 350º aniversario de fallecimiento. En la Francia del 1600, precisamente, conoció de primera mano el fuerte contraste entre los más ricos y los más pobres. De hecho, como sacerdote, tuvo ocasión de frecuentar tanto los ambientes aristocráticos como los campos, igual que las barriadas de París. Impulsado por el amor de Cristo, Vicente de Paúl supo organizar formas estables de servicio a las personas marginadas, dando vida a las llamadas «Charitées», las «Caridades», o bien grupos de mujeres que ponían su tiempo y sus bienes a disposición de los más marginados. De estas voluntarias, algunas eligieron consagrarse totalmente a Dios y a los pobres, y así, junto a santa Luisa de Marillac, san Vicente fundó las «Hijas de la Caridad», primera congregación femenina que vivió la consagración «en el mundo», entre la gente, con los enfermos y los necesitados.
Queridos amigos, ¡sólo el Amor con la «A» mayúscula da la verdadera felicidad! Lo demuestra también otro testigo, una joven que ayer fue proclamada beata aquí, en Roma. Hablo de Chiara Badano, una muchacha italiana, nacida en 1971, a quien una enfermedad llevó a la muerte en poco menos de 19 años, pero que fue para todos un rayo de luz, como dice su sobrenombre: «Chiara Luce». Su parroquia, la diócesis de Acqui Terme, y el Movimiento de los Focolares, al que pertenecía, están hoy de fiesta —y es una fiesta para todos los jóvenes, que pueden encontrar en ella un ejemplo de coherencia cristiana—.
Sus últimas palabras, de plena adhesión a la voluntad de Dios, fueron: «Mamá, adiós. Sé feliz porque yo lo soy». Alabemos a Dios, pues su amor es más fuerte que el mal y que la muerte; y demos gracias a la Virgen María, que guía a los jóvenes, también a través de las dificultades y los sufrimientos, a enamorarse de Jesús y a descubrir la belleza de la vida.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
III. LA SOLIDARIDAD HUMANA
1939. El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):
Un error, “hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora” (Pío XII, enc. “Summi pontificatus”).
1940. La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.
1941. Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.
1942. La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6,33):
Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano (Pío XII, discurso de 1 Junio 1941).
V. JUSTICIA Y SOLIDARIDAD ENTRE LAS NACIONES
2437. En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero “abismo” (SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas.
2438. Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y financiera, confieren hoy a la cuestión social “una dimensión mundial” (SRS 9). La solidaridad es necesaria entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los “mecanismos perversos” que obstaculizan el desarrolla de los países menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usureros (cf CA 35), las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico “fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores” (CA 28).
2439. Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados justamente.
2440. La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en el Tercer Mundo, forman la masa preponderante de los pobres.
2441. Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las identidades culturales y la apertura a la transcendencia (cf SRS 32; CA 51).
2442. No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad de vías concretas. Deberá atender siempre al bien común y ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a los fieles laicos “animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia” (SRS 47; cf 42).
VI. EL AMOR DE LOS POBRES
2443. Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: “a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5,42). “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25,31-36). La buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.
2444. “El amor de la Iglesia por los pobres...pertenece a su constante tradición” (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6,20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8,20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12,41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en necesidad” (Ef 4,28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).
2445. El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:
Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5,1-6).
2446. S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos” (Laz. 1,6). “Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia” (AA 8):
Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia (S. Gregorio Magno, past. 3,21).
2447. Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58,6-7; Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6,2-4):
El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3,11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “id en paz, calentaos o hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2,15-16; cf. 1 Jn 3,17).
2448. “Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o síquicas y, por último, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los ‘más pequeños de sus hermanos’. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables” (CDF, instr. “Libertatis conscientia” 68).
2449. En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) responden a la exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15,11). Jesús hace suyas estas palabras: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12,8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: “comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias...” (Am 8,6), sino nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25,40):
El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: “cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús”.
El hambre en el mundo, solidaridad y oración
2831. Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
Lázaro
633. La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el “seno de Abraham” (cf. Lc 16, 22-26). “Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos” (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de Roma del año 745; DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. DS 1011; 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Cc de Toledo IV en el año 625; DS 485; cf. también Mt 27, 52-53).
I. EL JUICIO PARTICULAR
1021. La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva a del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
2463. En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola (cf Lc 16,19-31). En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: “Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos, también conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25,45).
2831. Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
IV. EL INFIERNO
1033. Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”.
1034. Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:” ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
1035. La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036. Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’ (LG 48).
1037. Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Un hombre rico vestía de púrpura y lino
El Evangelio de este Domingo es la parábola llamada del rico epulón. Escuchemos, de inmediato, el comienzo que nos ofrece el cuadro de la situación:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un pobre llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas».
Resolvamos, ante todo, algunos pequeños problemas de interpretación. Primeramente, el género literario. No se trata de un hecho efectivamente ocurrido, como haría pensar el nombre propio con el que es llamado el pobre, sino de una parábola, esto es, de una historia imaginaria, si bien basada en situaciones concretas. El nombre propio, Lázaro, sirve para dar mayor sentido de lo concreto y vivo a la historia, no para indicar a un personaje conocido. «Lo que caía de la mesa del rico» no indica probablemente las migajas, como se suele pensar, sino los pequeños trozos de hogaza, que servían para untar la salsa de la cazuela común y para limpiarse los dedos, que después venían tirados por tierra. Por lo tanto, era algo más mísero aún que las mismas migajas. En cuanto a los perros, que lamían las llagas, ellos no aliviaban, sino que empeoraban la situación de los mendigos o pobres. Paralítico como es, no consigue tener lejos de sus llagas a los perros vagabundos, que se mueven en torno a él.
Pero, no perdamos más tiempo sobre estas notas críticas. Al leer el Evangelio, a veces se corre el riesgo de pasar todo el tiempo resolviendo problemas filológicos marginales, dejando así aparte el mensaje central y terminando por desinflar su carga revolucionaria. Lo principal por aclarar a propósito de la parábola del rico epulón es su actualidad; mostrar cómo el caso se repite hoy, en medio de nosotros, a dos niveles: el mundial y el nacional.
A nivel mundial, el contraste entre el rico y el pobre está a la vista de todos. Desde este punto de vista, los dos personajes sin más están en los dos hemisferios: el rico epulón representa al hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro, con pocas excepciones, está en el hemisferio sur. Dos personajes y dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual magnitud: en efecto, el que llamamos «tercer mundo» representa las «dos terceras partes del mundo». Se está asentando el uso de llamarlo así: no el «tercer mundo» (third world), sino las «dos terceras partes del mundo» (two-third world).
Pero, el mismo contraste entre el rico epulón y el pobre Lázaro se repite, a escala distinta, dentro de cada una de las dos agrupaciones. Hay ricos epulones, que viven codo con codo con pobres Lázaros en los países del tercer mundo, (aquí, su lujo solitario, es más, resulta aún más llamativo en medio de la general miseria de las masas) y hay pobres Lázaros, que viven codo con codo con los ricos epulones, en los países del primer mundo. Existen, asimismo, en nuestro país como en todas las sociedades llamadas «del bienestar», personas del espectáculo, de los deportes, de las finanzas, de la industria, del comercio, que cuentan sus ingresos y sus contratos de trabajo sólo por miles de millones. Un verdadero baile de cifras millonarias, que casi cada tarde pasa ante nuestros ojos en las pantallas. Y todo esto ante la mirada de millones de personas, que, con el flojo estipendio o subsidio de desocupación, no saben cómo llegar a pagar el alquiler, las medicinas, los estudios para sus propios hijos.
Posiblemente la cosa más odiosa en la historia narrada por Jesús es el boato del rico; el hacer ostentación de su riqueza sin reserva para el pobre. Su lujo se manifestaba, lo hemos oído, sobre todo en dos aspectos, en el comer y en el vestir: el rico banqueteaba espléndidamente y vestía de púrpura y lino, que eran telas de reyes. El contraste no es sólo entre quien revienta de comida y quien muere de hambre, sino entre quien cambia un vestido cada día y quien no tiene un harapo para ponerse encima. He estado en distintos países africanos y me he dado cuenta de una cosa: lo que más humilla al pobre de allí no es tanto el no tener para comer (esto tiene lugar dentro de casa y nadie lo sabe), sino ir por ahí o enviar por ahí a los propios hijos con un harapo de paño andrajoso y sucio, justo para poder decir que no se va desnudo del todo igual como las bestias.
Entre nosotros, fue presentado una vez en un desfile de moda un vestido de láminas de oro cequí con un precio más allá de los mil millones. Debemos decirlo sin evasivas: el éxito mundial de la moda, el business o negocio, que establece, nos ha llegado hasta la cabeza; ya no prestamos atención a nada. Todo lo que se hace en este sector, incluso los excesos más ostensibles, gozan de una especie de tratamiento especial. Suspendidas, en este caso, las leyes de la moral y del buen sentido. El orgullo nacional sobre todo. Los desfiles de moda, que en ciertos períodos llenan las telenoticias vespertinas a costa de noticias mucho más importantes, son como representaciones escénicas de la parábola del rico epulón.
Pero, hasta aquí, en el fondo no hay nada de nuevo de lo que se ha dicho. Son observaciones que cada uno puede hacer por sí solo a la luz de una cierta sabiduría humana y de un sano sentido moral. La novedad y unicidad de la denuncia evangélica toda ella depende del punto de mira de la cuestión. En la parábola del rico epulón, todo está examinado como retrospectivamente según el epílogo de la historia:
«Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, ya Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”, Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces”».
Las dos partes y se preocupa bien sea de los pobres como de los ricos; es más, posiblemente más de los primeros que de los segundos (¡estos lo saben más seguros por el peligro!). La parábola del rico epulón no está sugerida por disgusto contra los ricos o por deseo de usurpar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por la preocupación sincera de su salvación.
Debemos repetirlo aún otra vez: Jesús no condena, ni siquiera en este caso, la riqueza en sí sino al uso que se hace de ella; condena el egoísmo desenfrenado, que nos hace impermeables a todo sentimiento de solidaridad humana. En el episodio de Zaqueo nos ha indicado cómo puede salvarse también un rico. Zaqueo dice a Jesús:
«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más».
Queriendo llevar la historia narrada por Jesús a las pantallas, perfectamente se podría partir (como se hace frecuentemente en el cine) desde este final en la ultratumba y hacer ver de nuevo la completa aventura en flashback, esto es, en escena retrospectiva. «Murió el mendigo»: el pobre muere antes porque tiene menos cuidados y menos asistencia sanitaria; hasta en esto es más desaventajado. «Se murió también el rico»: sí, cierto, porque él puede pagárselo todo; pero, no puede huir de la muerte, que al final llega también para él. Murieron, por lo tanto, ambos los dos; pero, con éxito bien diferente. Uno fue llevado al seno de Abrahán y el otro fue sepultado en el infierno o en el Hades.
Con sus palabras, Jesús no pretende darnos una descripción topográfica de cómo está hecho el «más allá». Él se adapta a las ideas, que tenían en aquel tiempo sus oyentes, para hacerse entender por ellos (bienaventurados y condenados parecen estar aquí como a un tiro de piedra o un grito de voz y poderse hablar entre sí). Pero, si nos fijamos bien, existen todos los elementos esenciales. El primero, el seno de Abrahán, es un lugar de consuelo y de felicidad; el segundo, el Hades o infierno, un lugar de tormento (en la cita viene hasta nombrada la llama). Un abismo separa las dos situaciones y no hay modo de pasar de una a otra parte. No estamos, como se ve, muy lejos de lo que entendemos hoy por paraíso e infierno.
Muchas denuncias semejantes sobre la riqueza y el lujo han sido hechas a lo largo de los siglos; pero, hoy resuenan a nuestros oídos como retóricas o veleidades o como piadosas y anacrónicas. Esta denuncia, después de dos mil años, conserva intacta su carga y nosotros mismos, escuchándola, hacemos la experiencia. ¿Por qué? Porque para pronunciarla no hay un hombre aparte, que está a favor de los ricos o de los pobres, sino uno que está por encima de.
Dar la mitad de los bienes a los pobres hoy puede significar crear con la propia riqueza puestos de trabajo, más bien que llevar los propios dineros o capitales al extranjero para no pagar ni siquiera las tasas sobre ellos...
La parábola del rico epulón tiene un final:
«Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento», Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen»,
Del mismo modo, hoy el rico epulón tiene cinco (esto es, muchos) hermanos en el mundo. Es a ellos a los que la liturgia de hoy les habla por medio de Moisés, de los profetas (¡véase la primera lectura de Amós!) y, sobre todo, de Jesucristo, el que «ha resucitado de entre los muertos». Esperemos que su invitación a atender al pobre Lázaro no haya caído en el vacío, sino que encuentre eco en el corazón de cada uno de nosotros, desde el momento en que, en comparación a tantas partes del mundo, ¡somos algo o un poco todos hermanos del rico epulón!
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Aprovechar la oportunidad que Dios nos da
La obstinación del hombre es lo que lo lleva a la perdición. El hombre malvado y egoísta, que vive sólo para sí mismo, que no escucha a nadie sino sólo a sí mismo, convencido de que él es el dueño de la verdad, no tiene caridad, vive lejos de Dios y es destruido por su propia soberbia.
En cambio, el hombre humilde que se encomienda a Dios y cumple sus mandamientos, viviendo la caridad con los más necesitados, esos verán a Dios, se salvarán no por sus propios méritos, sino por los méritos de Cristo, que, con su pasión y su muerte en la cruz, los ha salvado, ha resucitado y ellos han creído en Él, porque lo han escuchado.
El hombre rico y obstinado que no escucha ni practica la Palabra de Dios, no se ha dado cuenta de que todo se lo ha dado Dios, para que tenga lo necesario para vivir, y lo demás lo invierta en obras de caridad.
Todo aquel que confía en el Señor y cree en el Evangelio, sea pobre o sea rico, nunca se verá defraudado.
Practica tú la caridad con los más necesitados. Dale de comer al hambriento, dale de beber al sediento, vela por su integridad, comparte lo que tienes y Dios te recompensará.
Escucha a Moisés y a los profetas a través de las Escrituras, y escucha al resucitado, cumple su ley, arrepiéntete y cree en el Evangelio. Entonces creerás que existe el diablo, y un lugar de tormento en el que sufren eternamente los que no aman a Dios, que se llama infierno. Quien es arrojado ahí, no será liberado jamás, porque no supo aprovechar la oportunidad que Dios le daba de ser misericordioso con los más necesitados, y de hacer la caridad, y Dios, que es justo y misericordioso, le dará a cada uno lo que merece en el juicio final.
Tú sé misericordioso y serás bienaventurado, porque los misericordiosos recibirán misericordia.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
La virtud de la pobreza
Entre los varios detalles que podrían ser objeto de nuestra meditación en este domingo, a partir del fragmento del evangelio según San Lucas que hoy nos ofrece la Iglesia, nos fijaremos esta vez, de modo particular, en la virtud humana y cristiana de la pobreza. Conviene declararlo de este modo, desde el comienzo de nuestras consideraciones, precisamente porque está muy extendida la convicción de que pobreza es únicamente sinónimo de lamentable desgracia. Se trataría, de acuerdo con esa mentalidad, muy presente en los medios de comunicación y en el hablar cotidiano, de uno de tantos males como pueden pesar sobre los hombres: como la enfermedad, el deshonor, la opresión injusta o la guerra. La pobreza, en fin, sería una lacra que condiciona decisivamente a la existencia de algunas personas o de ciertos pueblos, y que afecta de modo más particular a amplias regiones del planeta. La pobreza reclama, en consecuencia, la solidaridad de la comunidad internacional, por una parte; y también de cada uno en concreto, pues cada uno somos responsables de que nuestros semejantes, los demás hombres –esos que están al alcance de las propias posibilidades de ayuda–, tengan una vida digna. Así entendida, la pobreza es una lesión a la dignidad de la persona que reclama la generosidad de todos.
Lázaro, el hombre pobre y enfermo que pasaba la vida junto a la opulencia del rico, se nos presenta como paradigma de bastantes situaciones actuales. A la vuelta de veinte siglos, las palabras que hoy consideramos nos recuerdan situaciones actuales de idéntica desigualdad. De hecho, no pocas veces, es además una clamorosa injusticia lo que propicia tal estado de cosas. Es difícil que se pueda exagerar en esta cuestión sobradamente conocida por todos que, a pesar de ser divulgada de modo continuo por los medios de comunicación, bastantes veces se conoce, sin embargo, sólo muy parcialmente y sin el dramatismo que le es propio. Recordemos que los medios difusores de noticias y de información, están habitualmente en poder de los ricos-poderosos y a ellos sirven.
¿Qué pretenden los que desean ser ricos según el mundo? Parece que sus objetivos acaban precisamente ahí: en el logro de esas riquezas y el bienestar consiguiente. Además, la experiencia antigua –según nos muestra la parábola del pobre Lázaro que padece a la puerta del rico– y actual –que cada día contemplamos en tantas desigualdades vergonzosas e injustas– nos demuestra que esa riqueza es apetecida sin control, sin medida alguna; y se desea egoístamente, más y más, sin que importe la situación de los que padecen necesidad. También es conocido el caso de algunos ricos que buscan de intento la pobreza, el subdesarrollo, la miseria, de los demás, para no perder así su hegemonía.
No se puede servir a Dios y a las riquezas, declaró Jesús de modo tajante. Los que se preocupan por los bienes materiales considerándolos lo definitivo, lo necesario para que su vida esté colmada de sentido, el remedio suficiente para la solución de eventuales problemas..., esos han errado en el sentido de su existencia. El dinero, la técnica, el desarrollo, la cultura, la salud, el progreso en general, la capacidad de influir o de dominio..., no pueden pasar de ser medios instrumentales. Nada de eso es malo de suyo, pero se vuelve en verdad nefasto si se lo coloca como objetivo, si no se contempla más allá otra cosa que el bienestar material y la seguridad terrena que puedan proporcionar esos medios; porque, de hecho, son sólo eso: medios. Y el que confunde los medios con el fin de su vida, ha confundido el sentido de su vida. Su existencia está destinada al fracaso, como la del pez que se empeñará en volar: no conseguirá su plenitud en absoluto, por más que se le antoje fascinante el vuelo de las aves y por volar escape del agua.
La tan conocida insatisfacción que producen en el hombre los bienes de este mundo –aunque, desde luego, alguna satisfacción producen, y por eso arrastran a muchos–, debería ser motivo, más que suficiente, para que bastantes dieran un giro decisivo a sus planteamientos, tal vez no comprometidos lo suficiente, por el momento, con la búsqueda decidida de Dios mismo. La pobreza, entendida como desapego intencionado de las cosas, para que sea Dios el fin último del hombre, pasa a ser así una virtud. En este contexto se entienden bien las palabras Jesucristo, alabando a los pobres: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. De “espíritu”, dice el Señor. No sería pues obstáculo para la pobreza cristiana tanto la materialidad de poseer, cuanto el apego a lo que se tiene. Por eso, no sería pobre en el sentido evangélico de la palabra, el que teniendo poco está, sin embargo, obsesionado con lograr más como objetivo último o decisivo de su existencia.
Así lo explica san Josemaría: No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas.
—Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés.
Y a propósito de tantas cosas buenas y apetecibles, añade: Despégate de los bienes del mundo. —Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
—Si no, nunca serás apóstol.
¿Qué tendría Santa María para sí? Ante todo –como deseamos cada uno–, tenía a Dios. ¿Para qué más? Nos ponemos bajo su protección, pidiéndole nos recuerde, cuantas veces sea preciso, que sólo Él deber es nuestro Tesoro.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Lázaro y el rico sibarita: Evangelio y problema social
Lucas es el evangelista más atento a captar los aspectos sociales en la predicación de Jesús. También el Evangelio de hoy, como el del domingo pasado, toca este tema; representa, incluso, por pathos e intensidad, el vértice de la enseñanza de Jesús sobre riqueza y pobreza.
Para entender bien la parábola del rico sibarita es importante descubrir cuál es su punto focal, o el personaje-clave. Este no es el pobre Lázaro y no son tampoco “los cinco hermanos” que se quedaron en su casa, sino el rico. Si el personaje central fuera el pobre, la parábola sería la invitación a los pobres a soportar con paciencia y esperanza su suerte como hizo Lázaro, viendo qué destino glorioso los espera en el más allá, donde se sentarán en el “seno de Abraham”, o sea a su derecha, en el puesto de honor del banquete celestial. Si el vértice de la parábola estuviera representado por los cinco hermanos, volvería a proponer el tema de la urgencia escatológica y pondría el acento en el riesgo que se corre viviendo despreocupadamente, mientras la hora de la decisión acosa. Pero si el verdadero personaje-clave es él, el rico sibarita, entonces no hay duda de que la parábola apunta a una cosa bien precisa: el uso inicuo de la riqueza; no tanto, entonces, el hecho de ser rico, cuanto el uso que se hace de las riquezas. El rico sibarita no usó sus riquezas para ganase amigos en el cielo (cf. Lc 16,9), sino más bien enemigos; no para ayudar, sino para insultar al pobre. La parábola no es un comentario a “felices los pobres”, sino un comentario a “ay de ustedes, los ricos”; más aún, es un comentario, punto por punto, de los tres “ay” pronunciados por Jesús en el sermón de la montaña: Ay de ustedes los ricos... Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos... Ay de ustedes, los que ahora ríen... (Lc 6,24-25).
La condena del lujo desenfrenado ocupa un lugar de relieve en la parábola (el rico vestía de púrpura y lino finísimo que eran telas de reyes y cada día hacía espléndidos banquetes); esa condena es acentuada por la liturgia con la elección de la primera lectura, en la cual el profeta Amós maldice a los sibaritas de su tiempo que comían recostados en lechos de marfil, con carnes especialmente preparadas, al son del arpa y envueltos en perfumes de aceites refinados. Podemos decir que nos hallamos verdaderamente frente a una de las denuncias más lúcidas y valientes de la injusticia social, valiente porque es pronunciada, no en presencia de pobres que aplauden, sino de los fariseos, que “eran amigos del dinero, escuchaban todo esto y se burlaban de Jesús” (Lc 16,14): o sea, en presencia de los acusados.
Sobre esta parábola pueden hacerse innumerables consideraciones morales; pero creo que, de una vez por todas, hay que tener el valor de ir más allá de las aplicaciones más menudas e incluso de las preguntas, a propósito de ésta y otras páginas de la Biblia que enfrentan el problema social. Son denuncias insignificantes y veleidosas que no atacan en absoluto los mecanismos que producen a los pobres Lázaros y a los ricos sibaritas (y, por lo tanto, dejan las cosas como están), o ¿hay, por el contrario, en la palabra de Dios, algo que consiente en poner, también en este terreno, “el hacha a la raíz”? Son −como vemos− las preguntas que circulan entre los hombres de nuestro tiempo desde que el marxismo hizo prestar atención a estos problemas. A esas preguntas se les dan a menudo las respuestas más diversas y superficiales: hay quien dice con absoluta soltura que “el cristianismo ignora todo programa de transformación del mundo y no tiene propuestas para presentar tendientes a la reforma de las condiciones políticas y sociales” (R. Bultmann); en el extremo opuesto hay quien cree poder extraer del Evangelio recetas prácticas precisas para todas las áreas de la vida, incluidos el trabajo, la justicia social y la política; finalmente, hay quien ha creído percibir en el Evangelio el intento de una revolución proletaria, el grito de rebeldía de las clases oprimidas contra las clases dominantes de la época. Pero son todas lecturas insatisfactorias que no lograron tener vigencia durante mucho tiempo.
La incidencia del Evangelio en lo social existe y es grandísima; pero no debe buscarse tanto en los diagnósticos sociales que hace, o en los remedios que propone (que, a veces, como en la parábola de hoy, son sumamente válidos), sino en algunos principios-base que ofrece para enfrentar eficazmente la realidad social; en otras palabras, no debe buscarse tanto en los contenidos cuanto en el método. Este método consiste, esencialmente en dos cosas: en una crítica radical del mundo y en un imperativo igualmente radical respecto del hombre, imperativo que dice así: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
La ética radical es la capacidad que tiene la palabra de Dios de poner al desnudo la gran maldad del mundo; no del mundo creado por Dios, sino de “este” mundo, fruto del pecado del hombre. En este sentido, hay un progreso notable en la Biblia. Si durante mucho tiempo, en el Antiguo Testamento, reinaba la convicción de que la riqueza era signo de la bendición de Dios y la pobreza de su maldición, al final, en los Evangelios, se llega a la conclusión opuesta: la riqueza es, como de hecho ocurre, fruto las más de las veces de injusticia y de opresión que suerte y honestidad. Muchos sistemas e ideologías han reivindicado para sí el mérito de ejercer una función crítica verdaderamente científica respecto de la sociedad y los mecanismos económicos, pero lo hicieron sobre la base de una visión del hombre que ignoraba su libertad y su destino eterno, por lo cual terminaron reproduciendo injusticias más grandes aún que las que eliminaron. La palabra de Dios, cuando critica este mundo, lo hace en nombre de alguien que puede “convencer al mundo de pecado” porque está sin pecado y es “la luz del mundo”.
El Evangelio no se detiene en la crítica radical respecto de las injusticias, sino que las supera con el imperativo radical: “¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!”. Este es el verdadero principio social del Evangelio, capaz, si se aplicara en serio, de impedir o eliminar el egoísmo y la injusticia y de paliar los males inevitables de la vida. ¿Qué se le reprocha en el fondo al rico sibarita de la parábola si no esto: no haber tenido ni una pizca de comprensión y de amor por el pobre que se sentaba a su puerta y al que veía morir día a día de inanición? ¿Qué se le reprocha, sino su egoísmo y su crueldad? La presencia del pobre Lázaro, en la parábola, tiene esa única función: mostrar, como en un espejo, lo abominable de la actitud del rico.
El amor al prójimo, en la radicalidad con que la entiende el Evangelio, es realmente el principio social más formidable, capaz de superar tanto una actitud quietista y resignada que acepta el mundo tal como es, cuanto una actitud de fuga total del mundo. “En ningún lugar el Evangelio nos enseña a mantenemos indiferentes frente a nuestros hermanos. La indiferencia evangélica (el no preocuparse por el alimento, la ropa, el mañana) expresa más que nada lo que cada alma debe sentir frente al mundo, a sus bienes y a sus melindres. Cuando se trata, en cambio, del prójimo, el Evangelio no quiere ni siquiera oír hablar de indiferencia e impone, por el contrario, amor y piedad. Además, el Evangelio considera absolutamente inseparables las necesidades espirituales y temporales de los hermanos; entre alma y cuerpo no hace ninguna distinción; el malestar es malestar y la necesidad es necesidad. Un espectáculo nuevo se presentaba al mundo: hasta entonces, la religión, o se había atenido a las cosas del mundo, adaptándose fácilmente al statu qua, o se había ido a las nubes, poniéndose en oposición directa con todo. Ahora, en cambio, se les presentaba un nuevo deber para cumplir: despreciar la necesidad y la miseria de esta tierra y asimismo la prosperidad terrenal, aliviando no obstante miserias y necesidades de todo tipo; alzar la frente al cielo con el coraje que viene de la fe y trabajar con el corazón, con la mano y con la voz por los hermanos de esta tierra” (A. Harnack).
Si reflexionamos sobre esto, nos damos cuenta de que no hay situación que no pueda ser enfrentada con el amor al prójimo; éste no excluye tampoco la lucha contra la injusticia: Jesús luchó y amó; la famosa máxima: “Ama y haz lo que quieras”, nació para decir esto: si amas, puedes incluso corregir a quien yerra, a quien está equivocado y hace el mal. Lo que está excluido es sólo la violencia, o sea, el querer vencer al mal con el mal; antes que ella, es preferible, si es necesario, el martirio; San Pablo decía: No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien.
Por lo tanto, una cosa es constante, decisiva y característica de la novedad cristiana en el campo social: el amor al prójimo. En esto se funda la actualidad y la universalidad del significado social del Evangelio. El amor, por sí mismo, no está ligado a un tipo particular de realización histórica. Si al comienzo del cristianismo, en cierto contexto social, se tradujo en beneficencia y en reparto de bienes, esto no quiere decir que esa sea su única realización posible; hoy, por ejemplo, podría traducirse de distintas maneras, adecuadas a la nueva comprensión que tenemos de los mecanismos socio-económicos, atacando la raíz misma de la pobreza, lo que constituye el generador de las injusticias que es el egoísmo que lleva a la utilización y la opresión del débil. Dado, justamente, que el motivo social del Evangelio no es la limosna en sí (como lo es, en cambio, para el Corán), sino el amor, dicho motivo es radical y eternamente actual.
Con todo, es cierta una cosa: este principio del amor al prójimo resulta ineficaz a los fines de la transformación de la sociedad si no se encarna en una comunidad cristiana. ¿Por qué la primitiva comunidad cristiana tuvo un impacto tan formidable en su propio ambiente? Porque entre ellos nadie “padecía necesidad”; eso desconcertaba a los paganos. ¿Y por qué entre ellos nadie “padecía necesidad”? Porque eran “un solo corazón y una sola alma”, se amaban entre ellos, eran una verdadera fraternidad (cf. Hech 4,32ssq.). Se realizaba esa condición que falta en la parábola del rico sibarita: los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el dinero a disposición de los Apóstoles para que se distribuyera a cada uno según sus necesidades (cf. Hech. 4,34-35). Cuando se multipliquen las comunidades cristianas que hoy encarnan, en formas nuevas, aquel modelo de fraternidad, cuando se pueda decir finalmente: ¡Ven y ve! entonces el Evangelio resultará creíble y convincente incluso en ese punto.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía para la Asociación de Santa Cecilia (25-IX-1983)
− La oración gozosa
“Los que cantáis al son del Salterio/ y creéis imitar a David usando instrumentos musicales...” (Am 6,45).
Estas palabras están dirigidas por el profeta Amós “a los que nadáis en la abundancia en medio de Sión y a los que vivís sin ningún recelo en el monte de Samaría” y que, por el contrario, están ya al borde de la derrota y a las puertas de la deportación y del exilio.
En la nueva Alianza los cristianos, renacidos a la nueva vida, somos los verdaderos David, que alabamos a Dios con un canto nuevo, el canto de la redención. Junto con el Salmista cantamos al Padre: “Escucha Señor, mi voz... A ti habla mi corazón; buscad su rostro, tu rostro, oh Señor, yo busco. No me escondas tu rostro” (Sal 26/27,7-9).
Estas vibrantes invocaciones expresan el anhelo del alma hacia las realidades sobrenaturales, según la viva recomendación de San Pablo: “Buscad las cosas de arriba... Pensad en las cosas de arriba” (Col 3,15); anhelo que se traduce en la oración del corazón. En el cristiano que goza de la vida nueva y en el que vive en el mismo Cristo −Verbo del Padre− tal oración asume un tan gran fervor que se expresa y exalta en el canto.
− El himno de Cristo a Dios Padre
Esta oración, en la forma más perfecta, es levantada por Cristo al Padre. Cristo, en efecto, como desde la eternidad, también después de su encarnación, resurrección y ascensión, continúa cantando, en cuanto mediador e intérprete de la humanidad, las alabanzas y la gloria del Padre, y también las aspiraciones y los deseos de los hombres.
Como el Espíritu es quien da a nuestras frágiles fuerzas la capacidad de exclamar: “Abba-Padre” (cfr. Rm 8,15) este mismo Espíritu nos da también la capacidad de hacer plena nuestra plegaria, haciéndola estallar de gozo santo con la alegría del canto y de la música, según la exhortación de San Pablo: “Llenaos del Espíritu, entreteniéndoos con salmos, himnos y canciones espirituales, cantando y loando al Señor con todo vuestro corazón” (Ef 5,19).
Consecuencia de esta actividad exterior son: el hombre nuevo que debe revestir la imagen del Creador y cantar “un cántico nuevo”; una nueva vida cantando a Dios con todo corazón y con gratitud (cfr. Col 3,16). Comentando las palabras del Salmo 32: “Cantad al Señor un cántico nuevo”, San Agustín exhortaba así a sus fieles y también a nosotros: “Desde el hombre nuevo, un Testamento Nuevo, un cántico nuevo. El nuevo canto no se destina a hombres viejos. No lo aprenden sino los hombres renovados, por medio de la gracia, de lo que era viejo: hombres pertenecientes ya al Nuevo Testimonio, que es el reino de los cielos. Todo nuestro amor a Él suspira y canta un cántico nuevo. Elevemos, sin embargo, un cántico nuevo no con la lengua sino con la vida”.
− El canto en el Nuevo Testamento
En la nueva Alianza el canto es típico de aquellos que han resucitado con Cristo. En la Iglesia sólo quien canta con estas disposiciones de novedad pascual −es decir, de renovación interior de vida− es verdaderamente un resucitado. Así, mientras en el AT la música podía tal vez oírse en el culto ligado a los sacrificios materiales, en el NT llega a ser “espiritual”, análogamente al nuevo culto y a la nueva liturgia, de la que es parte importante y es escuchada a condición de que inspire devoción y recogimiento interiores.
“Cantad al Señor un cántico nuevo”. Cristo es el Himno del Padre y, con la Encarnación, ha entrado a la Iglesia este mismo Himno, es decir, a sí mismo, para que lo perpetuase hasta su retorno. Ahora todo cristiano está llamado a participar en este Himno y a hacerse él mismo en Cristo “Cántico nuevo” al Padre celestial.
Naturalmente, tal cántico nuevo, que resuena en mí y en vosotros como prolongación del Himno eterno que es Cristo, debe estar en sintonía con la perfección absoluta, con que el Verbo se dirige al padre, de modo que, en la vida, en la fuerza de los afectos y en la belleza del arte se realicen completamente la unidad entre nosotros, miembros vivos, con Cristo, nuestra cabeza. “Cuando alabáis a Dios, alabadlo con todo vuestro ser; cante la voz, cante el corazón, cante la vida, canten las obras” es también la incisiva recomendación de San Agustín.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Hay que comer para vivir y no vivir para comer como el rico Epulón del que nos habla Jesús, el cual parece que no tiene otro dios que el vientre y no piensa “más que en las cosas de la tierra” como se quejaba S. Pablo (Cf Flp 3,19).
Este modo de conducirse va embotando poco a poco la conciencia volviéndola torpe y casi incapaz para los bienes del espíritu: “El hombre animal no capta las cosas del Espíritu de Dios; para él son necedad. Y no las puede entender, porque sólo pueden ser juzgadas espiritualmente” (1 Cor 2,14).
“La sensualidad, afirma J. Green, prepara el lecho a la incredulidad”. La tendencia a no valorar sino lo que se puede tocar y resulta placentero, el excesivo afán de comodidad y lujo, conduce al olvido de Dios y de los demás originando una suerte de inflamación del egoísmo. “Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, enseña S. Josemaría Escrivá, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales”. Esto queda ilustrado por Jesús en la petición que pone en boca del rico cuando descubre que el infierno es verdad, que, si se vive según la carne, en expresión de S. Pablo, no se alcanzará la inmortalidad dichosa, pero, si con el espíritu se moderan las malas inclinaciones del cuerpo, se alcanzará esa meta (Cf Rm 8,13).
Es más, cuando el rico insiste para que Lázaro vaya a casa de su padre y alerte a sus cinco hermanos a fin de que “no vengan también ellos a este lugar de tormento”, Jesús se muestra escéptico ante la posibilidad de que un milagro les abra los ojos y los oídos a quienes piensan que con la muerte se acaba todo y viven en un egoísmo sin corazón y sordos a la palabra de Dios.
“Si no escuchan a Moisés y los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Quien no se inclina ante la palabra de Dios, tampoco lo hará ante el mayor de los milagros. La petición de señales prodigiosas como una aparición, es una escapatoria que, por otra parte, siempre se podría explicar como una ilusión de nuestra fantasía, una alucinación, para seguir anclados en una vida de regalo y de insolidaridad. Esto queda confirmado con esta sentencia: “Esta generación mala y adúltera pide una señal, pero no se le dará” (Mt 16,4; Mc 8,12). Jesús condena aquí el materialismo que se cierra al espíritu, viviendo como si Dios no existiera y no hubiera insistido en que no somos dueños de los bienes de la tierra sino administradores. “La pobreza, afirma S. Agustín, no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad; y las riquezas no impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su insensibilidad”.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
Amor a los pobres
I. LA PALABRA DE DIOS
Am 6, 1.4-7: Los que lleváis una vida disoluta, iréis al destierro
Sal 145, 7.8-9a.9bc-10: Alaba alma mía, al Señor
1 Tm 6,11-16: Guarda el Mandamiento, hasta la venida del Señor
Lc 16, 19-31: Recibiste bienes y Lázaro males; ahora él encuentra consuelo, mientras que tú padeces
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprende a los que se niegan a hacerlo: ‘‘A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda’’ (Mt 5,42). ‘‘Gratis lo recibisteis, dadlo gratis’’ (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva ‘‘anunciada a los pobres’’ (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo» (2443).
«El amor de la Iglesia a los pobres pertenece a su constante tradición. Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús, y en su atención a los pobres. El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de ‘‘hacer partícipe al que se halle en necesidad’’ (Ef. 4,28). No abarca solo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa» (2444).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo porque en ellos servimos a Jesús» (Sta. Rosa de Lima) (2449).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
El profeta Amós destaca en el Antiguo Testamento por la dureza de los términos con que condena el egoísmo y el ansia de placer de los ricos.
La parábola que se proclama en el Evangelio la recoge sólo S. Lucas y es una crítica de Jesús a los ricos que no se preocupan de los necesitados. Quien tiene embotados los sentidos del alma por el excesivo bienestar no escucha la Palabra de Dios, ni le sirven los milagros.
El resumen de las recomendaciones pastorales contenidas en esta carta es el de fidelidad a Cristo y a sus mandamientos, que es el entero depósito de la fe confiado al sucesor del apóstol.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
̶ Dios bendice, en Jesucristo, a los que aman a los pobres: 525; 544; 2443.
El amor de la Iglesia a los pobres: 2444-2446.
La respuesta:
Las obras de misericordia: 2447-2449.
̶ Justicia y solidaridad entre las naciones: 2437-2442.
C. Otras sugerencias
Hoy se ve más la pobreza y la miseria. Los medios de comunicación han roto las fronteras de nuestros pueblos y vemos el hambre y la muerte por pobreza en muchos países. Sin embargo, como el rico de la parábola, en medio de las comodidades podemos no ver nada ni a nadie.
El Evangelio y la enseñanza de la Iglesia es claro: el amor a los pobres es una exigencia del discípulo de Jesús. Y para amarlos hay que verlos. La Pobreza es una situación concreta que afecta a personas concretas, cercanas, quizá. Todos son cercanos, pues todos son prójimos.
Sólo se ama lo que se ve, y para ver hay que dejar la vida cómoda que embota la sensibilidad, de ahí la denuncia del profeta.
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− Parábola del mal rico y del pobre Lázaro.
I. La Primera lectura de la Misa nos presenta al Profeta Amós que llega del desierto a Samaría. Aquí se encuentra con los dirigentes del pueblo entregados a una vida muelle, que encubre todo género de vicios y el completo olvido del destino del país, que va a la ruina. Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo −les recrimina el Profeta−..., os ungís con perfumes y no os doléis de los desastres de José. Y Amós les señala la suerte que les espera: Por eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos. Esta profecía se cumpliría unos años más tarde.
A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de manifiesto cómo el excesivo afán de confort, de bienes materiales, de comodidad y lujo lleva en la práctica al olvido de Dios y de los demás, y a la ruina espiritual y moral. El Evangelio nos describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas.
La descripción que nos hace el Señor en esta parábola tiene fuertes contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro. De los bienes en sí nada se dice. El Señor hace notar el empleo que se hace de ellos: vestidos extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni siquiera le llegan las sobras.
Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni éste tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido de la vida y de los bienes: “se banqueteaba”. Vive para sí, como si Dios no existiera. Ha olvidado algo que el Señor recuerda con mucha frecuencia: no somos dueños de los bienes, sino administradores.
Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver a quien le necesitaba. Vive para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. “La pobreza −comenta San Agustín− no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad”.
El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer cada vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres para las necesidades ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas; como cosas sin valor. Pensemos hoy que todos tenemos a nuestro alrededor gente necesitada, como Lázaro. Y no olvidemos que los bienes que hemos recibido para administrarlos bien, con generosidad, son también afecto, amistad, comprensión, cordialidad, palabras de aliento...
− Con el uso que hagamos de los bienes aquí en la tierra estamos ganando o perdiendo el Cielo.
II. Con el ejercicio que hagamos de los bienes que Dios ha depositado en nuestras manos estamos ganando o perdiendo la vida eterna. Éste es tiempo de merecer. Por eso, no sin un hondo misterio, dirá el Señor: Es mejor dar que recibir. Más se gana dando que recibiendo: se gana el Cielo. Siendo generosos, descubriendo en los demás a hijos de Dios que nos necesitan, somos felices aquí en la tierra y más tarde en la vida eterna. La caridad es siempre realización del Reino de Dios, y el único bagaje que sobrenadará en este mundo que pasa. Y hemos de estar atentos por si Lázaro está en nuestro propio hogar, en la oficina o en el taller donde trabajamos.
En la Segunda lectura, San Pablo, después de recordar a Timoteo que la raíz de todos los males es la avaricia y que muchos perdieron la fe a causa de ella, escribe: Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas y busca la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la constancia y la mansedumbre. Conquista la vida eterna a la que has sido llamado...
Los cristianos, hombres y mujeres de Dios, hemos sido llamados a ser levadura que transforme y santifique las realidades terrenas. Hemos de preservar de la muerte a todos los que nos rodean, como hicieron los primeros cristianos en los lugares en los que les tocó vivir. Y al ver el afán que ponen tantos en las cosas materiales, hemos de comprender que para ser fermento en medio del mundo hemos de vigilar para vivir el desprendimiento de lo que poseemos. Poco o nada podríamos hacer a nuestro alrededor si no pusiéramos esfuerzo y empeño en no tener cosas superfluas, en frenar los gastos, en llevar una vida sobria, en vivir con magnanimidad las obras de misericordia. Hemos de mostrar, en primer lugar con el ejemplo, que la salvación del mundo y su felicidad no está en los medios materiales, por importantes que éstos sean, sino en ordenar la vida según el querer divino.
La sobriedad, la templanza, el desprendimiento nos llevarán a la vez a ser generosos: ayudando a los más necesitados, sacando adelante con nuestro tiempo, con los talentos que Dios nos ha dado, con bienes materiales en la medida de nuestras posibilidades, obras buenas, que eleven el nivel de formación, de cultura, de atención a los enfermos... Esta generosidad nos enseñará a librarnos de nuestro egoísmo, del apego desordenado a los bienes materiales. Y así, “estaremos en condiciones de hacernos solidarios con los que sufren, con los pobres y enfermos, con los marginados y oprimidos. Nuestra sensibilidad crecerá, y no nos costará ver en el prójimo necesitado de ayuda al mismo Jesucristo. Es Él quien nos lo ha dicho y ahora nos lo recuerda: Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). El día del juicio éstas serán nuestras credenciales. Y comprenderemos también entonces que de nada nos habrá servido ganar todo el mundo, si al final no hubiéramos sabido amar con obras y de verdad a nuestros hermanos”.
− Desprendimiento. Compartir con los demás lo que el Señor pone en nuestras manos.
III. No os acomodéis a este mundo..., exhortaba San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Cuando se vive con el corazón puesto en los bienes materiales es muy difícil ver las necesidades de los demás, y se hace también cada vez más costoso ver a Dios. El rico de la parábola “fue condenado porque no ayudó a otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las migajas de su mesa”. Y todos podemos dar mucho y enseñar a otros a que sean generosos.
Los cristianos no podemos cruzarnos de brazos ante esa ola de materialismo que parece envolverlo todo y que deja agostada la capacidad para lo sobrenatural; y mucho menos dejarnos atrapar por ese sentido de la vida que sólo ve el aspecto rentable de cada circunstancia, negocio o puesto de trabajo. “La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y sobrenatural”, que nos llevará en primer lugar a vivir personalmente la pobreza que Jesús declaró bienaventurada, aquella que “está hecha de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con los demás, de sentido de justicia, de hambre del reino de los cielos, de disponibilidad a escuchar la palabra de Dios y a guardarla en el corazón (cfr. Libertatis conscientia, 66).
“Distinta es la pobreza que oprime a multitud de hermanos nuestros en el mundo y les impide su desarrollo integral como personas. Ante esta pobreza, que es carencia y privación, la Iglesia levanta su voz convocando y suscitando la solidaridad de todos para debelarla”.
Hemos de ver hermanos en quienes nos rodean, hermanos necesitados con quienes hemos de compartir el inmenso tesoro de la fe que hemos recibido, la alegría, la amistad, los bienes económicos. No podemos quedar indiferentes al contemplar este mundo nuestro, donde tantos padecen necesidad de pan, de cultura..., de fe.
A la vez, hemos de examinar si nuestro desprendimiento es real, con consecuencias prácticas, si nuestra vida es ejemplar por la sobriedad y la templanza en el uso de esos bienes, y sobre todo, y como una consecuencia efectiva de ese desprendimiento, si tenemos puesto nuestro corazón en el tesoro que no pasa, que resiste al tiempo y al orín y a la polilla. A Cristo lo tendremos por una eternidad sin fin. Cuando hayamos de dejar todo lo de aquí, no nos costará demasiado si hemos tenido el corazón puesto en Él. “¡Oh, qué dulce se me hizo carecer tan repentinamente de los deleites de aquellas bagatelas! −exclamaba San Agustín recordando su conversión−; cuanto temía antes el perderlas, lo gustaba ahora al dejarlas. Pues Tú, que eres la verdadera y suma dulzura, las arrojabas de mí; y no solamente las arrojabas, sino que entrabas Tú en su lugar, Tú que eres más dulce que todo deleite, más claro que toda luz, más interior que todo secreto y más sublime que todos los honores”. ¡Qué pena si, alguna vez, no supiéramos apreciarlo!
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Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males
Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.
La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.
La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.
Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Dar testimonio de fe
«No ruego sólo por estos, sino por los que van a creer en mí por su palabra» (Jn 17, 20).
Eso dice Jesús, sacerdote.
Y su palabra te compromete.
¡Ay de ti, sacerdote, si no predicas el Evangelio!, porque de ti depende la salvación de los demás.
Y, ¿cómo van a creer si no hay quien les enseñe la verdad?
Y, ¿cómo van a conocer la verdad si no hay nadie que les predique la palabra?
Y, ¿cómo van a creer que Jesús es el Hijo de Dios y que ha venido a salvarlos, si nadie se los dice?
Tú eres, sacerdote, el profeta, el que lleva la buena nueva, el que corrige, el que perdona, el que enseña.
El pueblo de Dios nada puede sin ti, sacerdote, porque sin Cristo nada se puede, y sin ti, sacerdote, no hay Cristo que los guíe, que los conduzca, que les enseñe, que les dé ejemplo y que les haga creer que Cristo ha venido al mundo a morir por ellos para salvarlos.
La caridad es darle al otro lo que necesita, y no hay caridad más grande, sacerdote, que dar a Cristo, que es todo lo que los hombres necesitan.
Él te ha llamado a ti y te ha elegido a ti, y ha rogado por ti para que creas en Él, para que seas configurado con Él, para que salves a las almas por Él, para que, por Cristo, con Él y en Él, todos sean uno, para que, así como Él es en el Padre y el Padre es en Él, todos sean uno en ellos, para que el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo y todos se salven.
Predica, sacerdote, el Evangelio.
Predícalo con tu palabra y con tu ejemplo, siguiendo una sola doctrina y un solo Magisterio, y lleva al mundo tus obras de fe con esperanza y con caridad, para que des ejemplo de una fe viva, como vivo es tu Señor en la Eucaristía, porque una fe sin obras, sacerdote, es una fe muerta.
Vive con la alegría de la esperanza y practica la caridad.
Tres grandes virtudes, sacerdote, es lo que tú debes practicar y enseñar; pero de las tres, sacerdote, la caridad es la más grande, porque puedes tenerlo todo, sacerdote, pero si no tienes caridad nada eres y nada te aprovecha.
Caridad para el prójimo a través de tus obras. Eso es lo que te pide tu Señor, sacerdote.
Misericordia quiere y no sacrificios.
Lleva al mundo tu testimonio de fe, sacerdote, a través de tus obras de misericordia, impartiendo los sacramentos, que son fuente de vida y de esperanza, con caridad.
Entonces el mundo creerá que tú has sido enviado por Cristo, así como el Padre lo ha enviado a Él, y entonces creerán en Él y lo seguirán, imitando tus obras, haciendo lo que tú les dices, siguiendo tus consejos, y creerán en Él porque creen en ti sacerdote.
Porque si ellos no creen en ti, que eres profeta, y en la ley que Dios les exige a través de ti, entonces no creerán en Él, porque no creerán, ni aunque resucite un muerto, y si no creen que hay resurrección de los muertos, entonces tampoco creerán que Jesucristo ha resucitado, y si Cristo no resucitó, vana es tu predicación y vana es tu fe, sacerdote.
Pero tú sabes, sacerdote, que Cristo resucitó y está vivo.
Cristo vive en ti, sacerdote, y a través de ti vive en cada uno.
Tu Señor te envía a regir, enseñar y gobernar al mundo, para que el mundo por ti crea, sacerdote, para que todo el que crea en que Cristo es el Hijo único de Dios, se salve.
(Espada de Dos Filos V, n. 21)
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