Domingo 24 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2013 y 2016 - Homilías en Santa Marta
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Alfonso RIOBÓ Serván (Madrid, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
  • LAS PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA – Mons. Antonio Pitta, Subsidio para el Año Santo de la Misericordia, Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

UN LARGO RECORRIDO

Ex 32, 7-11. 13-14; 1 Tim 1, 12-17; Lc 15, 1-32

Entre el relato del libro del Éxodo que nos presenta a un Dios iracundo y la parábola del Padre compasivo que nos refiere san Lucas hay una gran diferencia. El pueblo acaba de venerar idolátricamente al becerro de oro, queriendo manejar a su manera al Dios que los sacó de Egipto. Dios se enoja y advierte a Moisés que su ira los va a destruir. Moisés invita a Dios a que se a que se arrepienta y desiste del castigo. En la colección de parábolas que nos presenta San Lucas resplandece el rostro del Dios rico en misericordia que nos reveló el Señor Jesús en su diario vivir. Sin reproche alguno, el Padre acoge al hijo extraviado una vez que este se decide a regresar a casa. En la casa del Padre, en el corazón mismo de Dios no hay lugar para la mezquindad ni la estrechez. Dios recibe gustosa y cálidamente a su hijo. La desmesura del amor de Dios no es un cheque en blanco para el desenfreno, sino una certidumbre que nos anima a regresar a la casa del Padre.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Si 36, 18

Concede, Señor, la paz a los que esperan en ti, y cumple así las palabras de tus profetas; escucha las plegarias de tu siervo, y de tu pueblo Israel.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos y concede que te sirvamos de todo corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Señor renunció al castigo con que habla amenazado a su pueblo.

Del libro del Éxodo: 32, 7-11. 13-14

En aquellos días, dijo el Señor a Moisés: “Anda, baja del monte, porque tu pueblo, el que sacaste de Egipto, se ha pervertido. No tardaron en desviarse del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se han postrado ante él y le han ofrecido sacrificios y le han dicho: ‘Este es tu Dios, Israel; es el que te sacó de Egipto’ “.

El Señor le dijo también a Moisés: “Veo que éste es un pueblo de cabeza dura. Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. De ti, en cambio, haré un gran pueblo”.

Moisés trató de aplacar al Señor, su Dios, diciéndole: “¿Por qué ha de encenderse tu ira, Señor, contra este pueblo que tú sacaste de Egipto con gran poder y vigorosa mano? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, siervos tuyos, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: ‘Multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo y les daré en posesión perpetua toda la tierra que les he prometido’”.

Y el Señor renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 50, 3-4. 12-13. 17. 19

R/. Me levantaré y volveré a mi padre.

Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados. R/.

Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos. No me arrojes, Señor, lejos de ti, ni retires de mí tu santo espíritu. R/.

Señor, abre mis labios y cantará mi boca tu alabanza. Un corazón contrito te presento, y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores.

De la primera cana del apóstol san Pablo a Timoteo: 1, 12-17

Querido hermano: Doy gracias a aquel que me ha fortalecido, a nuestro Señor Jesucristo, por haberme considerado digno de confianza al ponerme a su servicio, a mí, que antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia; pero Dios tuvo misericordia de mí, porque en mi incredulidad obré por ignorancia, y la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí, al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús.

Puedes fiarte de lo que voy a decirte y aceptarlo sin reservas: que Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero Cristo Jesús me perdonó, para que fuera yo el primero en quien él manifestara toda su generosidad y sirviera yo de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna.

Al rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO 2 Co 5, 19

R/. Aleluya, aleluya.

Dios reconcilió al mundo consigo por medio de Cristo, y a nosotros nos confió el mensaje de la reconciliación. R/.

EVANGELIO

Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 15, 1-32 1

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”.

Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos, que no necesitan convertirse.

¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.

También les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.

Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.

Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.

El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’ ”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Sé propicio, Señor, a nuestras plegarias y acepta benignamente estas ofrendas de tus siervos, para que aquello que cada uno ofrece en honor de tu nombre aproveche a todos para su salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 35, 8

Señor Dios, qué preciosa es tu misericordia. Por eso los hombres se acogen a la sombra de tus alas.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que el efecto de este don celestial, Señor, transforme nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, y no nuestro sentir, lo que siempre inspire nuestras acciones. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El Señor renunció al mal que había anunciado (Ex 32,7-11.13-14)

1ª lectura

Este diálogo del Señor con Moisés contiene las bases doctrinales de la historia de la salvación: alianza, pecado, misericordia. Sólo el Señor conoce la gravedad del pecado: con la adoración del becerro de oro, el pueblo se ha apartado del camino y ha pervertido el sentido del éxodo; pero, sobre todo, se ha rebelado contra Dios y le ha abandonado, quebrantando la Alianza (cfr Dt 9,7-14). Dios ya no le llama «mi pueblo» (cfr Os 2,8), sino «tu pueblo» (de Moisés) (v. 7). Es decir, le hace ver que se ha hecho como los demás, guiado por líderes humanos.

El castigo merecido es la destrucción (v. 10), porque aquél es un pueblo de dura cerviz (cfr 33,3; 34,9; Dt 9,13). El pecado merece la muerte: así ocurre con el primer pecado narrado en Gn 3,19 y con el pecado que dio origen al diluvio (cfr Gn 6,6-7). Ahora bien, por encima del delito prevaleció siempre la misericordia.

Moisés, como en otro tiempo Abrahán en favor de la ciudad de Sodoma (Gn 18,22-23), intercede ante el Señor. Pero esta vez la intercesión tiene éxito, porque Israel es el pueblo a quien el Señor ha hecho suyo: lo eligió, sacándolo de Egipto con poderío; por eso, ahora no puede volverse atrás; más aún, lo había elegido desde el juramento hecho a Abrahán (cfr Gn 15,5; 22,16-17; 35,11-12). Estableció con él la Alianza que Moisés rememora al referirse a «tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto» (v. 11). De esta forma, promesa, elección y Alianza forman la base que garantiza el perdón divino, aun de los pecados más graves.

Dios, en efecto, perdona a su pueblo (v. 14), no porque lo merezca, sino por pura misericordia y movido por la intercesión de Moisés. Así el perdón y la conversión son igualmente iniciativa divina. Se juega con los pronombres («tu pueblo», v. 7; «su pueblo», v. 14) para poner de relieve el proceso que va del pecado a través de la conversión hasta llegar al perdón.

Jesús vino a salvar a los pecadores (1Tm 1,12-17)

2ª lectura

El reconocimiento de las limitaciones personales o de la propia indignidad, no es obstáculo para que los pastores de la Iglesia asuman la responsabilidad que les incumbe de predicar y defender la recta doctrina. El ejemplo de vida debe servir para disipar posibles recelos, pues Pablo, por encima de todo, puede reconocer la gratuidad de su llamada al ministerio de la fe y la caridad.

El v. 15 resume en pocas palabras la obra redentora de Cristo. Se inicia con una fórmula solemne que centra la atención en algo importante. «Ningún otro fue el motivo de la venida de Cristo el Señor sino la salvación de los pecadores —comenta San Agustín—. Si eliminas las enfermedades, las heridas, ya no tiene razón de ser la medicina. Si vino del cielo el gran médico es que un gran enfermo yacía en todo el orbe de la tierra. Ese enfermo es el género humano» (S. Agustín, Sermones 175,1). Esta verdad es una de las fundamentales de nuestra fe, recogida en el Credo: «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo».

Se cierra el pasaje con una doxología solemne (v. 17), exclamación de alabanza a Dios. En contraste con los intentos de divinización del emperador, muy intensos entonces por parte de la autoridad pública en el ambiente helenístico, los cristianos proclaman la realeza eterna y universal de Dios.

Un Dios que perdona (Lc 15,1-32)

Evangelio

Todas las acciones y palabras de Jesús ponen al descubierto la misericordia de Dios con los hombres. Sin embargo, «el evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es San Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado “el evangelio de la misericordia”» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3). En este capítulo Lucas recoge tres parábolas en las que, de modo gráfico, Jesús describe la infinita y paternal misericordia de Dios, su desvelo por cada uno de los hombres y su alegría por la conversión del pecador. La meditación de estas enseñanzas del Señor es una fuente de confianza para nosotros: «¡Qué alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo? ¡Ah! El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado?» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 8).

La acusación de fariseos y escribas sirve a Jesús para ilustrar la preocupación de Dios por salvar a cada uno de los hombres (vv. 1-10). Obviamente, el culmen de toda esa actividad divina es la Encarnación de Jesucristo. Por eso, la tradición cristiana, fundada también en otros pasajes evangélicos (cfr Jn 10,11), ve este Buen Pastor en Cristo: «Puso la oveja sobre sus hombros, porque, al asumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con nuestros pecados» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2,14,3).

El inicio del pasaje (vv. 1-2) nos presenta la ocasión de estas parábolas: Jesús es acusado de recibir a los pecadores y comer con ellos, la misma acusación que después le hace el hijo mayor al padre de la parábola: recibir al hijo que ha cometido todos los pecados posibles y celebrar un banquete por su vuelta. La parábola es una explicación de la conducta de Jesús, y nos enseña además que, frente a Él, quien le juzga acaba por ser juzgado en aquello mismo que juzga.

Las parábolas de la oveja y la dracma perdidas (vv. 3-10) tienen una estructura semejante: la narración de la parábola continúa con una frase de los protagonistas (vv. 6.9), en la que expresan su alegría por haber encontrado lo perdido, y concluye con una frase de Jesús en la que declara que esa misma alegría se da en el cielo cuando se convierte un pecador (vv. 7.10). De esa manera el oyente entiende que las acciones del pastor y la mujer representan las acciones de Dios con los hombres. Dios no se queda cruzado de brazos ante nuestra debilidad: sale en busca de lo perdido (v. 4), y con un celo cuidadoso hace todo lo necesario para encontrarlo (v. 8). Pero, sobre todo, se alegra; lo mismo que cuando nosotros le buscamos a Él: «Mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces» (Sta. Teresa de Jesús, Fundaciones 5,7).

En los vv. 11-32 estamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús. La grandeza del corazón de Dios, su misericordia infinita, descrita en las parábolas anteriores, se completa ahora con unos rasgos vivísimos de las acciones del Padre (vv. 20-24; 31-32). En la parábola tiene enorme relieve el hecho mismo de la conversión: «El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en la que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino de retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. Las mejores vestiduras, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1439).

La parábola, muy sencilla en su profundidad, se narra desde tres perspectivas: la del hijo menor, la del padre y la del hijo mayor. La historia del hijo menor es casi un modelo del proceso del pecador: el abandono de la casa paterna, la marcha a un país lejano donde no puede cumplir los deberes de piedad con Dios ni con los suyos, la vida con los cerdos, etc. (vv. 13-15). Por eso, «aquel hijo (...) es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. (...) La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 5). Pero, en un momento determinado, toma la decisión de la conversión. Esa decisión se compone de varias acciones: el hijo sabe que no sólo ha ofendido a su padre, sino también a Dios (v. 18), y, sobre todo, es consciente de la gravedad de su pecado: «En el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino» (ibidem, n. 19).

El relato nos muestra a continuación al Padre. Su modo de obrar resulta sorprendente, como lo es el obrar de Dios con los hombres. Ciertamente el perdón es también humano, pero, al perdón, el padre le añade el mejor traje, el anillo, las sandalias y el ternero cebado: «El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquel júbilo tan generoso respecto al disipador después de su vuelta» (ibidem, n. 6).

Todavía la parábola se detiene en otro personaje: el hijo mayor que se siente ofendido por los gestos del padre. En el contexto histórico del ministerio público de Jesús representa la posición de algunos judíos que «se tenían por justos» (18,9) y pensaban que Dios estaba obligado a reconocer «sus obras de justicia», despreciadas y ofendidas por la conducta misericordiosa de Jesús hacia los pecadores. Por eso, en esta tercera escena, las quejas del hijo y las palabras del padre ocupan casi el mismo espacio: «El hombre —todo hombre— es también este hermano mayor. El egoísmo le hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 6).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

La oveja perdida

¿Quién hay de vosotros —dijo— que, teniendo cien ovejas y perdiere una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la perdida? Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también a adquirir la devoción y a no entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada después, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y el hijo que había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que, aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues una cuerda triple no se rompe (Qo 4, 12). 

¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso no representan a Dios Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca, y el Padre te vuelve a vestir. El primero, por obra de su misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote con El. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: el Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al padre y vuelve a él plenamente arrepentido del error que le acusa sin cesar. Y por eso, con toda justicia, se ha escrito: Tú Señor, salvarás a los hombres y a los animales (Sal 35, 7). Y ¿quiénes son estos animales? El profeta dijo que la simiente de Israel era una simiente de hombres y la de Judá una simiente de animales (Jr 31, 27). Y por eso Israel es salvada como un hombre y Judá recogida como una oveja. Por lo que a mí se refiere, prefiero ser hijo antes que oveja, pues aunque ésta es solícitamente buscada por el pastor, el hijo recibe el homenaje de su padre.

Regocijémonos, pues, ya que aquella oveja que había perecido en Adán, fue salvada en Cristo. Los hombros de Cristo son los brazos de la Cruz. En ella deposité mis pecados, y sobre la nobleza de este patíbulo he descansado. Esta oveja es una en cuanto al género, pero no en cuanto a la especie; pues todos nosotros formamos un solo cuerpo (1 Co 10, 17), aunque somos muchos miembros, y por eso está escrito: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de sus miembros (ibíd., 12, 27). Pues el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido (Lc 19, 10), es decir, a todos, puesto que lo mismo que en Adán todos murieron, así en Cristo todos serán vivificados (1 Co 15, 22). 

Se trata, pues, de un rico pastor de cuyo poder nosotros somos nada más que una centésima parte. Él tiene innumerables rebaños de ángeles, arcángeles, dominaciones, potestades, tronos (Col 1, 16) y otros más a los que ha dejado en el monte. Los cuales, puesto que son racionales, no sin motivo, se alegran de la redención de los hombres. Además, el que cada uno considere que su conversión proporcionará una gran alegría a los coros de los ángeles, los cuales tienen unas veces el deber de ejercer su patrocinio y otras el de apartar del pecado, es, ciertamente, de un gran provecho para adelantar en el bien. Esfuérzate, pues, tú en ser una alegría para esos ángeles a los que llenas de gozo por medio de tu conversión.

La dracma encontrada

No sin razón, se alegra también aquella mujer que encontró la dracma. Y esta dracma, que lleva impresa la figura del príncipe, no es algo que tenga poco valor. Por eso, toda la riqueza de la Iglesia consiste en poseer la imagen del Rey. Nosotros somos sus ovejas; oremos, pues, para que se digne colocarnos sobre el agua que vivifica (Sal 22, 2). He dicho que somos ovejas; pidamos, por tanto, el pasto; y, ya que somos hijos, corramos hacia el Padre.

El hijo pródigo

No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no perdió lo que dio, lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sb 1, 13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello —pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145, 8)—, te dará un beso, que es la señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y El, sin embargo, te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete. Y ahora, examinemos ya la parábola misma.

Un hombre tenía dos hijos, y dijo el menor de ellos a su padre: dame la parte de herencia que me corresponde. Observa cómo el patrimonio divino se da a todos aquellos que lo piden, y no creas que el padre comete una falta porque se lo haya dado al más joven. En el reino de Dios no existe la minoría de edad, ni crece la fe a medida que pasan los años. El que lo pide es que se ha juzgado a sí mismo ya capaz ¡Ojalá no se hubiese apartado de su padre y así no hubiera conocido los inconvenientes de su edad! Pero después de que se marchó lejos —realmente malgasta su patrimonio el que se aleja de la Iglesia— después de dejar —dice— la casa paterna, se marchó lejos a una región muy distante.

Y ¿dónde más apartado que alejarse de sí mismo, que estar lejos, no de un lugar, sino de las buenas costumbres, y estar distante, no de las tierras paternas, sino de los buenos deseos, y encontrarse como dominado por la apetencia malsana de los placeres carnales de este mundo; distante, por tanto, a causa de su conducta? Y es que, en verdad, el que se separa de Cristo está desterrado de la patria y se hace ciudadano del mundo. Pero “nosotros no somos extranjeros ni peregrinos, sino que somos conciudadanos de los santos y de la casa de Dios (Ef 3, 19); pues los que estábamos lejos, nos hemos hecho hermanos en la sangre de Cristo (ibíd., 13). Y no tratemos mal a los que vienen de una región lejana, porque nosotros también estuvimos, como lo enseña Isaías: Una luz ha brillado para los que habitaban en el país de las sombras de la muerte (Is 9, 2). El país lejano es el de las sombras de la muerte; sin embargo, nosotros que tenemos al Señor Jesús, como espíritu ante nuestra vista, vivimos a la sombra de Cristo. Y por eso dice la Iglesia: Yo he deseado estar y sentarme a su sombra (Cant 2, 3). Y entonces, dice, viviendo lujuriosamente, malgastó todos los adornos de su naturaleza. Y por eso tú, que recibiste la imagen de Dios, que eres semejante a Él, guárdate de destruir esta imagen y esa semejanza por una fealdad irracional. Eres una obra de Dios, por tanto, no digas a un trozo de palo: Tú eres mi padre (Jr 2, 27), para que no te hagas semejante a la madera, porque está escrito: Los que fabrican (ídolos) se hacen semejantes a ellos (Sal 113, 8). 

Aconteció que el hambre empezó a hacerse sentir por aquella región: no un hambre de alimentos, sino la de las buenas obras y la de las virtudes. ¿Qué ayuno más miserable puede existir? Porque el que se aparta de la palabra de Dios, siente una fuerte hambre, ya que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios (Lc 4, 4). El que se aparta de la fuente, se muere de sed; el que se distancia del tesoro, padece necesidad; él que se aleja de la sabiduría, se hace necio, y el que abandona la virtud se destruye a sí mismo. Con razón, pues, el que dejó los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2, 3) y se olvidó de mirar a la grandeza de los bienes celestiales, comenzó a pasar necesidad. Y, como consecuencia de esa penuria, le sobrevino el comenzar a sentir hambre, porque el placer al que continuamente se está alimentando, nunca dice basta. El que no sabe saciarse con el alimento que no se corrompe, siempre estará hambriento.

Así, pues, se fue y se puso a servir a uno de los ciudadanos de allí. No hay duda de que el que es esclavo está, de alguna manera, atado. Es fácil ver en este ciudadano la figura del príncipe de este mundo. Poco después es enviado a una granja, que él había comprado, alejándose, por esta causa, del reino (Lc 14, 18ss); y comienza a guardar cerdos; estos animales son precisamente aquellos en los que pide entrar el demonio y a los que precipita en el mar (Mt 8, 32), porque viven entre inmundicia y fetidez.

Y continúa: Deseaba llenar su vientre de las bellotas. Realmente, los lujuriosos no se preocupan más que de llenar su vientre, ya que éste es su dios (Flp 3, 19). Y ¿qué alimento más a propósito para tales hombres, que ése, que, como la bellota, es vano por dentro y suave por fuera, que no tiene por finalidad propia la de alimentar y que de tal manera grava el cuerpo, que resulta más perjudicial que útil?

Hay algunos que quieren ver representados en los puercos las diversas clases de demonios, y en las bellotas, la falsa virtud de los hombres vanos y la vanagloria de sus palabras, las cuales no les sirven de provecho alguno, ya que, por medio de una falsa filosofía, quieren llamar la atención sobre una aparatosidad externa, anteponiendo esto a otra cosa más útil: Pero estos engaños no pueden ser duraderos.

Y por eso nadie se las daba; porque estaba en una región donde no tenía a nadie, ya que dicha región no tenía dominio sobre los que allí estaban. En verdad, “todas las naciones son como nada” (Is 40, 17), y sólo Dios es quien vivifica a los muertos y llama a las cosas que no son como si fueran (Rm 4, 17).

Y entrado dentro de sí, dijo: ¡Cuántos mercenarios de mi padre tienen pan en abundancia! Con toda razón se puede decir que vuelve en sí el que se había salido de sí mismo; pues, en realidad, el que vuelve al Señor, vuelve en sí, y el que se aparta de Cristo, se aleja de sí mismo. Y ¿quiénes son los mercenarios sino aquellos que sirven por la recompensa, esos que proceden de Israel y que buscan, no lo que es bueno, sino lo que ven que puede tener algún provecho para ellos, y están guiados, no por la fuerza de la virtud, sino por su visión utilitarista? Pero el hijo que lleva en el corazón el sello del Espíritu Santo (2 Co 1, 22) no busca la ganancia mezquina de un salario terreno, puesto que está en posesión del derecho a la herencia También son mercenarios los que son enviados a la viña. Y Pedro, Juan y Santiago, a quienes se les dijo: Venid, os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19) también son mercenarios, pero buenos. Estos no gozan de una abundancia de bellotas, pero sí de pan, Pues una vez llenaron doce cestos con los trozos que sobraron. ¡Oh, Señor Jesús, quítanos las bellotas y danos pan! —porque, en la casa del Padre, Tú eres el mayordomo— y ¡dígnate hacernos también a nosotros mercenarios, aunque seamos de los de última hora!, ya que te complaces en dar igual salario que a los demás, a los que llamas a la undécima hora, salario que, a pesar de ser igual por lo que a la vida se refiere, se diferencia en lo tocante a la gloria, puesto que no a todos se les pondrá la corona de justicia, sino sólo a aquel que pueda decir: he librado un buen combate (Tm 4, 17s).

Por lo cual no me ha parecido bien dejar de decir eso, puesto que sé que hay algunos que sostienen que es bueno esperar a la muerte para recibir el bautismo o la penitencia. Pero ¿acaso saber tú si en la noche próxima se te va a pedir o no el alma? (Lc 12, 20). Y, además, ¿piensas, quizás, que después de no haber hecho nada se te va a dar todo? Aunque tú supongas que tanto la gracia como el salario es para todos igual, con todo, otra cosa distinta es el precio de la victoria, a ese precio al que tendió Pablo y, ciertamente, no en vano, pues él, después de conseguir el salario, luchaba por adquirir el premio (Flp 3, 14) y esto porque sabía que, aunque la paga, en cuestión de gracia, es igual para todos, la palma, sin embargo, es propia de muy pocos.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 207-221, BAC Madrid 1966, pág. 455-62)

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FRANCISCO – Ángelus 2013 y 2016 - Homilías en Santa Marta

Ángelus 2013

El corazón de Dios está en fiesta por cada hijo que regresa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida (Lc 15, 4), la de la moneda extraviada (Lc 15, 8) y después la más larga de las parábolas, típica de san Lucas, la del padre y los dos hijos, el hijo “pródigo” y el hijo que se cree “justo”, que se cree santo (Lc 15, 11). Estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es alegre. Interesante esto: ¡Dios es alegre! ¿Y cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es perdonar! Es la alegría de un pastor que reencuentra su oveja; la alegría de una mujer que halla su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a acoger en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida, ha vuelto a casa. ¡Aquí está todo el Evangelio! ¡Aquí! ¡Aquí está todo el Evangelio, está todo el cristianismo! Pero mirad que no es sentimiento, no es “buenismo”. Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor llena los vacíos, las vorágines negativas que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto, y ésta es la alegría de Dios.

Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada uno de nosotros, es esa oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón.

¿El peligro cuál es? Es que presumamos de ser justos, y juzguemos a los demás. Juzguemos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarles a muerte, en lugar de perdonar. Entonces sí que nos arriesgamos a permanecer fuera de la casa del Padre. Como ese hermano mayor de la parábola, que en vez de estar contento porque su hermano ha vuelto, se enfada con el padre que le ha acogido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay la misericordia, la alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, aunque observemos todos los preceptos, porque es el amor lo que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el amor a Dios y al prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y éste es el amor de Dios, su alegría: perdonar. ¡Nos espera siempre! Tal vez alguno en su corazón tiene algo grave: “Pero he hecho esto, he hecho aquello...”. ¡Él te espera! Él es padre: ¡siempre nos espera!

Si nosotros vivimos según la ley “ojo por ojo, diente por diente”, nunca salimos de la espiral del mal. El Maligno es listo, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y salvar el mundo. En realidad, sólo la justicia de Dios nos puede salvar. Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios? ¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido de una vez por todas al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este camino: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Os pido algo, ahora. En silencio, todos, pensemos... que cada uno piense en una persona con la que no estamos bien, con la que estamos enfadados, a la que no queremos. Pensemos en esa persona y en silencio, en este momento, oremos por esta persona y seamos misericordiosos con esta persona. [Silencio de oración]

Invoquemos ahora la intercesión de María, Madre de la Misericordia.

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Ángelus 2016

No hay persona que sea irrecuperable

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La liturgia de hoy nos propone el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, considerado el capítulo de la misericordia, que recoge tres parábolas con las cuales Jesús responde a las murmuraciones de los escribas y los fariseos. Los cuales critican su comportamiento y dicen: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (v. 2). Con estas tres narraciones, Jesús quiere hacer entender que Dios Padre es el primero en tener una actitud acogedora y misericordiosa hacia los pecadores. Dios tiene esta actitud. En la primera parábola Dios es presentado como un pastor que deja las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la que se ha perdido. En la segunda, es comparado con una mujer que ha perdido una moneda y la busca hasta que la encuentra. En la tercera parábola Dios es imaginado como un padre que acoge al hijo que se había alejado; la figura del padre desvela el corazón de Dios, de Dios misericordioso, manifestado en Jesús.

Un elemento común en estas parábolas es el expresado por los verbos que significan alegrarse juntos, celebrar. No se habla de estar de luto. El pastor llama a amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido» (v. 6); la mujer llama a las amigas y a las vecinas diciendo: «alegraos conmigo porque he hallado la dracma que había perdido» (v. 9); el padre dice al otro hijo: «convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado» (v. 32). En las dos primeras parábolas se pone el acento en la alegría tan incontenible como para tener que compartirla con «amigos y vecinos». En la tercera parábola se pone en la fiesta que nace del corazón del padre misericordioso y se expande a toda su casa. Esta fiesta de Dios para quienes vuelven a Él arrepentidos es más que nunca entonada en el Año jubilar que estamos viviendo, como dice el mismo término «Jubileo», es decir júbilo.

Con estas tres parábolas, Jesús nos presenta el verdadero rostro de Dios, un Padre con los brazos abiertos, que trata a los pecadores con ternura y compasión. La parábola que más conmueve —conmueve a todos—, porque manifiesta el infinito amor de Dios, es la del padre que estrecha, que abraza al hijo encontrado. Y lo que llama la atención no es tanto la triste historia de un joven que precipita en la degradación, sino sus palabras decisivas: «Me levantaré, iré a mi padre» (v. 18). El camino de vuelta a casa es el camino de la esperanza y de la vida nueva.

Dios espera siempre nuestro reanudar el viaje, nos espera con paciencia, nos ve cuando todavía estamos lejos, sale a nuestro encuentro, nos abraza, nos besa, nos perdona. ¡Así es Dios! ¡Así es nuestro Padre! Y su perdón borra el pasado y nos regenera en el amor. Olvida el pasado: ésta es la debilidad de Dios. Cuando nos abraza y nos perdona, pierde la memoria, ¡no tiene memoria! Olvida el pasado. Cuando nosotros pecadores nos convertimos y dejamos que nos encuentre Dios, no nos esperan reproches y asperezas, porque Dios salva, nos vuelve a acoger en casa con alegría y lo celebra. Jesús mismo en el Evangelio de hoy dice así: «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Y os hago una pregunta: ¿habéis pensado alguna vez que cada vez que nos acercamos a un confesionario hay alegría en el cielo? ¿Habéis pensado en esto? ¡Qué bonito!

Esto nos infunde una gran esperanza, porque no hay pecado en el cual hayamos caído y del cual, con la gracia de Dios, no podamos resurgir; no hay persona irrecuperable, ¡ninguno es irrecuperable! Porque Dios no deja nunca de querer nuestro bien, ¡incluso cuando pecamos!

Que la Virgen María, refugio de los pecadores, haga surgir en nuestros corazones la confianza que se encendió en el corazón del hijo pródigo: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti» (v. 18).

Por este camino, nosotros podemos dar alegría a Dios, y su alegría puede convertirse en su fiesta y la nuestra.

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Homilía del 7 de noviembre de 2013

A Dios no le gusta perder

Dios es un padre “a quien no le gusta perder”. Él busca con alegría y “con una debilidad de amor” a las personas descarriadas, suscitando a menudo “la música de la hipocresía murmuradora” de los biempensantes. Es la clave de lectura sugerida por el Papa Francisco en la homilía de la misa celebrada el jueves 7 de noviembre, al comentar el pasaje evangélico de Lucas (Lc 15, 1-10).

El Pontífice inició su meditación describiendo precisamente la actitud de los escribas y fariseos que estudiaban a Jesús “para entender lo que hacía”, escandalizándose por las cosas que Él hacía. Y escandalizados murmuraban en su contra: ¡pero este hombre es un peligro!”. Escribas y fariseos, explicó el Papa, creían que Jesús fuese un peligro. He aquí por qué el Viernes santo “pidieron la crucifixión”. Y antes aún -recordó- llegaron a decir: “Es mejor que uno muera por el pueblo y que no vengan los romanos. ¡Este hombre es un peligro!”.

Lo que más les escandalizaba, prosiguió el Papa Francisco, era ver a Jesús “que comía y cenaba con los publicanos y los pecadores, que hablaba con ellos”. De aquí la reacción: “Este hombre ofende a Dios, desacraliza el ministerio del profeta que es un ministerio sagrado”; y lo “desacraliza para acercarse a esta gente”.

“La música de esta murmuración -y Jesús lo dirá- es la música de la hipocresía”, afirmó el Papa, evidenciando cómo en el pasaje evangélico Jesús responde a “esta hipocresía murmuradora con una parábola”. Cuatro veces en este breve pasaje aparece “la palabra gozo y alegría: tres veces, gozo; y una, alegría”.

En la práctica, dijo el Obispo de Roma, es como si Jesús dijese: “Vosotros os escandalizáis pero mi Padre se alegra”. Es precisamente éste “el mensaje más profundo: la alegría de Dios”. Un Dios “a quien no le gusta perder. Y por ello, para no perder, sale de sí y va, busca”. Es “un Dios que busca a todos aquellos que están lejos de Él”. Precisamente “como el pastor” de la parábola relatada por san Lucas, “que va a buscar a la oveja perdida” y, aunque esté oscuro, deja a las demás ovejas “en un lugar seguro y va a buscar” la que falta, “va a buscarla”.

Nuestro Dios, por lo tanto, es “un Dios que busca. Su trabajo es buscar: ir a buscar para volver a invitar”. En esencia, Dios “no tolera perder a uno de los suyos. Esta será también la oración de Jesús el Jueves santo: Padre, que no se pierda ninguno de los que me has dado”.

Es, por tanto, “un Dios que camina para buscarte y tiene una cierta debilidad de amor hacia aquellos que se han alejado más, que se han perdido. Va y les busca. Y, ¿cómo busca? Busca hasta el final. Como este pastor que va por la oscuridad buscando hasta que encuentra” a la oveja perdida; o “como la mujer cuando pierde la moneda: enciende la lámpara, barre la casa y busca delicadamente”. Dios busca porque piensa: “A este hijo no lo pierdo, ¡es mío! ¡No quiero perderlo!”. Él “es nuestro Padre. Nos busca siempre”.

Pero el “trabajo” de Dios no es sólo buscar y encontrar. Porque, afirmó el Pontífice, “cuando nos encuentra, cuando encuentra a la oveja”, no la deja a un lado ni pregunta: “¿Por qué te has perdido? ¿Por qué te has caído?”. Más bien la vuelve a llevar al sitio justo. “Podemos decir forzando la palabra” -explicó- que Dios “reacomoda: acomoda otra vez” a la persona que ha buscado y encontrado; de forma que, cuando el pastor la vuelve a llevar en medio de las demás, la oveja perdida no tenga que escuchar “tú estás perdida”, sino: “tú eres una de nosotras”. Ella “tiene todo el derecho”, así como la moneda que encontró la mujer está “en la billetera con las demás monedas. No hay diferencia”. Porque “un Dios que busca es un Dios que reacomoda a todos aquellos que ha encontrado. Y cuando hace esto es un Dios que goza. La alegría de Dios no es la muerte del pecador sino su vida: es la alegría”.

La parábola del Evangelio muestra, por lo tanto, “cuán lejos estaba del corazón de Dios esta gente que murmuraba contra Jesús. No lo conocían. Creían que ser religiosos, ser personas buenas”, fuese “marchar siempre bien, incluso educados y muchas veces aparentar ser educados. Esta es la hipocresía de la murmuración. En cambio, la alegría del Padre Dios es la del amor. Nos ama”. Incluso si decimos: “Pero yo soy un pecador, hice esto, esto y esto...”. Dios nos responde: “Yo te amo igualmente y voy a buscarte y te llevo a casa”, concluyó el Papa.

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Homilía del 28 de marzo de 2014

Regreso a casa

“Si quieres conocer la ternura de un padre, prueba a dirigirte a Dios. Prueba, ¡y después me cuentas!”. Es el consejo espiritual que el Papa Francisco dio en la misa que celebró el viernes 28 de marzo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Por más pecados que hayamos cometido, afirmó el Pontífice, Dios nos espera siempre y está dispuesto a acogernos y hacer fiesta con nosotros y por nosotros. Porque es un Padre que jamás se cansa de perdonar y no tiene en cuenta si, al final, el “balance” es negativo: Dios no sabe hacer otra cosa que amar.

Esta actitud, explicó el Papa, se describe bien en la primera lectura de la liturgia, tomada del libro del profeta Oseas (Os 14, 2-10). Es un texto que “nos habla de la nostalgia que Dios, nuestro Padre, siente por todos nosotros que nos hemos ido lejos y nos hemos alejado de Él”. Sin embargo, “¡con cuánta ternura nos habla!”.

Y el Pontífice quiso remarcar precisamente la ternura del Padre. “Cuando oímos la palabra que nos invita a la conversión -¡convertíos!-, quizá nos parezca algo fuerte, porque nos dice que tenemos que cambiar de vida, es verdad”. Pero dentro de la palabra conversión está precisamente “esta nostalgia amorosa de Dios”. Es la palabra apasionada de un “Padre que dice a su hijo: vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa!”.

“Solamente con esta palabra podemos pasar muchas horas en oración”, afirmó el Pontífice, notando cómo “Dios no se cansa” nunca: lo vemos en “tantos siglos” y “con muchas apostasías del pueblo”. Sin embargo, “Él regresa siempre, porque nuestro Dios es un Dios que espera”. Y así también “Adán salió del Paraíso con una pena y también con una promesa. Y el Señor es fiel a su promesa, porque no puede negarse a sí mismo, ¡es fiel!”.

Por esta razón “Dios nos ha esperado a todos nosotros, a lo largo de la historia”. En efecto, “es un Dios que nos espera siempre”. Y, al respecto, el Papa invitó a contemplar “el hermoso icono del padre y del hijo pródigo”. El evangelio de Lucas (Lc 15, 11-32) “nos dice que el padre vio al hijo desde lejos, porque lo esperaba y todos los días iba a la terraza para ver si volvía su hijo”. El padre, pues, esperaba el regreso de su hijo, y así, “cuando lo vio llegar, salió corriendo y se echó a su cuello”. El hijo, en el camino de retorno, había preparado incluso las palabras que iba a decir para presentarse de nuevo en casa: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero “el padre no lo dejó hablar”, y “con su abrazo le tapó la boca”.

La parábola de Jesús nos permite comprender quién “es nuestro Padre: el Dios que nos espera siempre”. Alguien podría decir: “Pero padre, ¡yo tengo tantos pecados que no sé si Él estará contento!”. La respuesta del Papa es: “¡Prueba! Si quieres conocer la ternura de este Padre, ¡ve a Él y prueba! Después, me cuentas”. Porque “el Dios que nos espera es también el Dios que perdona: el Dios de la misericordia”. Y “no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él no se cansa: ¡setenta veces siete! ¡Siempre! ¡Adelante con el perdón!”.

Ciertamente, prosiguió el Papa, “desde el punto de vista de una empresa el balance es negativo, ¡es verdad! Él pierde siempre, pierde en el balance de las cosas. Pero gana en el amor, porque Él es el primero que cumple el mandamiento del amor: Él ama, ¡no sabe hacer otra cosa!”, como recuerda el pasaje evangélico de la liturgia del día (Mc 12, 28-34).

Es un Dios que nos dice, como se lee en el libro de Oseas: “Yo te sanaré porque mi cólera se ha alejado de ti”. Así habla Dios: “¡Yo te llamo para sanarte!”. Hasta tal punto que, explicó el Pontífice, “los milagros que Jesús hacía a muchos enfermos eran también un signo del gran milagro que cada día el Señor nos hace a nosotros cuando tenemos la valentía de levantarnos e ir a Él”.

El Dios que espera y perdona es también “el Dios que hace fiesta”, pero no organizando un banquete, como “aquel hombre rico en cuyo portal estaba el pobre Lázaro. No, ¡esa fiesta no le agrada!”, afirmó el Santo Padre. En cambio, Dios prepara “otro banquete, como el padre del hijo pródigo”. En el texto de Oseas, explicó, Dios nos dice que “también tú florecerás como el lirio”. Es su promesa: hará fiesta por ti, hasta tal punto que “brotarán tus retoños y tendrás el esplendor del olivo y la fragancia del Líbano”.

El Papa Francisco concluyó su meditación reafirmando que “la vida de toda persona, de todo hombre y de toda mujer que tiene la valentía de acercarse al Señor, encontrará la alegría de la fiesta de Dios”. De ahí su deseo final: “Que estas palabras nos ayuden a pensar en nuestro Padre, el Padre que nos espera siempre, que nos perdona siempre y que hace fiesta cuando volvemos”.

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Homilía del 6 de noviembre de 2014

Dios va siempre al límite

No puede haber cristianos, y menos aún pastores, que permanezcan tristemente inertes “a mitad de camino” por miedo a “ensuciarse las manos” o ser criticados o comprometer la propia carrera eclesiástica. Es Dios quien muestra el estilo de comportamiento justo, bajando personalmente “al campo de acción” y marchando “siempre adelante, hasta el final, siempre en salida” con un solo objetivo: “¡no perder a nadie!”, sobre todo a los alejados, con ternura. Es esta la indicación práctica sugerida por el Papa durante la misa del jueves 6 de noviembre, en la Casa Santa Marta.

El Papa Francisco se centró en el pasaje evangélico de san Lucas (Lc 15, 1-10): “Se acercaron a Jesús todos los publicanos y pecadores para escucharlo; y los fariseos y los escribas murmuraban, se escandalizaban: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”“. Por lo demás, destacó el Papa, el gesto de Jesús “era un auténtico escándalo en ese tiempo, para esa gente, ¿no?”.

Sin embargo, dijo el Papa, “Jesús vino para buscar a los que se habían alejado del Señor”. Y lo explica bien al relatar “dos parábolas: la del pastor -que Jesús retoma en el Evangelio de Juan-, para explicar que Él es el buen Pastor; y la de la mujer” que tenía diez monedas y perdió una. Analizando las parábolas narradas por san Lucas, el Pontífice destacó cómo las palabras “que más se repiten en este pasaje son “perder”, “buscar”, “encontrar”, “alegría”, “fiesta”“.

Precisamente estos términos usados por Jesús, continuó el Papa, “nos hacen ver cómo es el corazón de Dios: Dios no se detiene, Dios no llega hasta un cierto punto” y basta. No, “Dios va hasta el final, al límite: siempre va hasta el límite; no se queda a mitad de camino de la salvación, como si dijera: “lo hice todo, el problema es de ellos”“.

En realidad, dijo el Pontífice volviendo al pasaje del Evangelio, “Jesús es muy generoso porque casi compara con Dios a estos fariseos y escribas que criticaban”. Lo hace iniciando la parábola con estas palabras: “¿Quién de vosotros no hace esto?”. Tal vez, es verdad, todos lo hacían, quedándose, sin embargo, “a mitad de camino”. En efecto, indicó el Papa, “a ellos les interesaba que el balance de las ganancias y las pérdidas fuera más o menos favorable” y con este modo de ver las cosas “se iban tranquilos”.

Este, sin embargo, es un razonamiento que “no entra en la mente de Dios, ¡eh!”, afirmó el Santo Padre. Porque “Dios no es un hombre de negocios: Dios es Padre y va a salvar hasta el final, hasta el límite, hasta las últimas consecuencias”.

Esto hace Dios, “va al límite siempre: Dios es Padre y el amor de Dios es esto”. Este estilo de Dios nos dice “a nosotros pastores, a nosotros cristianos” cómo comportarnos. Y es verdaderamente “triste el pastor” que se queda “a mitad de camino, es triste”. Y tal vez hace algo, pero dice que no puede hacer más. En efecto, destacó el Papa, “es triste el pastor que abre la puerta de la Iglesia y permanece allí esperando”. Como “es triste el cristiano que no siente dentro, en su corazón, la necesidad de ir a contar a los demás que el Señor es bueno”.

Hay mucha “perversión -dijo el Pontífice- en el corazón de los que se creen justos, como estos escribas, estos fariseos” de los que hoy habla san Lucas. “Ellos no quieren ensuciarse las manos con los pecadores”.

Así, pues, “ser un pastor a mitad de camino es una derrota”. En efecto, “un pastor debe tener el corazón de Dios” para “ir hasta el límite”. Debe tener “el corazón de Jesús, que había recibido del Padre esa palabra: no perder a ninguno”.

He aquí, entonces, que “el verdadero pastor, el verdadero cristiano tiene este celo dentro: ¡que ninguno se pierda!”. Y “por eso no tiene miedo a ensuciarse las manos: ¡no tiene miedo! Va donde debe ir, arriesga su vida, arriesga su fama, arriesga perder su comodidad, su estatus, incluso perder en la carrera eclesiástica. ¡Pero es buen pastor!”.

Y “también los cristianos deben ser así”. Porque “es muy fácil condenar a los demás, como hacían los publicanos, pero no es cristiano, ¡eh! Por ello el Santo Padre dijo con fuerza: “pastores a mitad de camino, ¡jamás! Cristianos a mitad de camino, ¡jamás!”.

Y en este pasaje evangélico, insistió también el Papa, “se dice que esta gente se acercaba a Jesús”. Pero “muchas veces se lee en el Evangelio que es Él quien va a buscar a la gente”. Porque “el buen pastor, el buen cristiano sale, está siempre en salida: está en salida de sí mismo, está en salida hacia Dios, en la oración, en la adoración”. Y “está en salida hacia los demás para llevar el mensaje de salvación”.

Así, pues, “el buen pastor y el buen cristiano encarnan la ternura”. En efecto, “el cristiano y el pastor a mitad de camino tal vez conoce la diversión, la tranquilidad, una cierta paz”. Pero “la alegría” es otra cosa, “la alegría que hay en el Paraíso, la alegría que viene de Dios, la alegría que viene precisamente del corazón de padre que va a salvar”. El Papa Francisco indicó expresamente la belleza de “no tener miedo de que se hable mal de nosotros” cuando vamos “al encuentro de hermanos y hermanas que están lejos del Señor”. Y concluyó pidiendo al Señor “esta gracia para cada uno de nosotros y para nuestra Madre, la santa Iglesia”.

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Homilía del 5 de noviembre de 2015

Jamás excluir

Cuando juzgamos a una persona estamos excluyendo, tal vez diciendo: Con este no, con esta no, con este no.... Actuando así permanecemos con nuestro grupito, somos selectivos, y esto no es cristiano. Y decimos: No, este es un pecador, este hace esto otro.... La cuestión, insistió el Papa, es que nosotros juzgamos a los demás. Pero lo mismo le sucedió a Jesús. Y lo dice el pasaje evangélico de san Lucas (Lc 15, 1-10) propuesto por la liturgia: Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores -es decir los excluidos, todos los que se dejaban a un lado- para escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.

También la actitud de los romanos era excluir. He aquí porqué Pablo les pone en guardia acerca de no juzgar. Se trata precisamente de la misma actitud de los escribas, de los fariseos, que decían: “Nosotros somos perfectos, nosotros seguimos la ley: estos son pecadores, son publicanos”.

Pero la actitud de Jesús es incluir. Aquí, explicó el Papa, hay dos caminos posibles: la senda de la exclusión de las personas de nuestra comunidad y la senda de la inclusión. Y la primera, incluso a nivel limitado, es la raíz de todas las guerras: todas las calamidades, todos los conflictos comienzan con una exclusión. Así, se excluye de la comunidad internacional, pero también de las familias, entre amigos: ¡cuántos conflictos! En cambio, el camino que nos muestra Jesús, y nos enseña Jesús, es todo otra cosa, es lo contrario de la otra: incluir.

En el Evangelio dos parábolas -explicó el Pontífice- nos hacen comprender que no es fácil incluir a la gente porque hay resistencia, está esa actitud selectiva: no es fácil. La primera habla del pastor que vuelve a casa con las ovejas y se da cuenta que de las cien que tenía le falta una. Cierto, hubiese podido decir: Mañana la encontraré.... En cambio, deja todo -tenía hambre, había trabajado todo el día- y sale, ya casi de noche, tal vez en medio de la oscuridad, para encontrarla. Lo mismo hace Jesús con estos pecadores, publicanos: va a comer con ellos, para ir a su encuentro.

La otra parábola a la hizo referencia el Papa es la de la mujer que pierde la moneda: es lo mismo, enciende la lámpara, barre la casa y busca con mucho cuidado hasta que la encuentra. Y tal vez fue necesario todo un día, pero la encontró.

¿Qué sucede en ambos casos?, se preguntó el Papa Francisco. Sucede que el pastor y la mujer están llenos de alegría, porque encontraron lo que estaba perdido. Y van a los vecinos, a los amigos porque están muy felices: “¡Lo encontré, lo incluí!”. Precisamente esto es el incluir de Dios -destacó el Papa- en contraposición con la exclusión del que juzga, que aparta a la gente, a las personas, diciendo: No, este no, este no, este no.... Creando así un pequeño círculo de amigos, que es su ambiente.

Esta, añadió el Pontífice, es la dialéctica entre exclusión e inclusión: Dios nos ha incluido a todos en la salvación, a todos. Y este es el inicio: nosotros, con nuestras debilidades, con nuestros pecados, con nuestras envidias, celos, tenemos siempre esta actitud de excluir que, como he dicho antes, puede acabar en las guerras.

Jesús actúa precisamente como el Padre cuando lo envió a salvarnos: nos busca para incluirnos, para entrar en la comunidad, para ser una familia. Y la alegría de Pablo es la salvación grande que recibió del Señor. Así, recordó el Papa volviendo a las dos parábolas evangélicas, la alegría del pastor y de la mujer está precisamente en el hecho de haber encontrado lo que creían haber perdido para siempre.

Invitando a la reflexión, el Papa Francisco sugirió no juzgar jamás, al menos un poco, en nuestro ambiente pequeño. Porque Dios sabe: es su vida. Pero no lo excluyo de mi corazón, de mi oración, de mi sonrisa, y si se presenta la ocasión le digo una palabra afable. En definitiva, jamás excluir, no tenemos el derecho de hacerlo. Pablo escribe en la Carta a los Romanos: Todos nos presentaremos ante el tribunal de Dios. Así, pues, cada uno de nosotros rendirá cuentas de sí mismo a Dios. Por lo tanto, si yo excluyo, un día estaré ante el tribunal de Dios y tendré que rendir cuenta de mí mismo.

El Papa concluyó pidiendo la gracia de ser hombres y mujeres que incluyen siempre -¡siempre!- en la medida de la sana prudencia, pero siempre. Nunca cerrar las puertas a nadie sino estar siempre con el corazón abierto. Y decir me gusta, no me gusta, pero con el corazón abierto.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010

2007

Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy la liturgia vuelve a proponer a nuestra meditación el capítulo XV del evangelio de san Lucas, una de las páginas más elevadas y conmovedoras de toda la sagrada Escritura. Es hermoso pensar que, en todo el mundo, dondequiera que la comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía dominical, resuena hoy esta buena nueva de verdad y de salvación: Dios es amor misericordioso. El evangelista san Lucas recogió en este capítulo tres parábolas sobre la misericordia divina: las dos más breves, que tiene en común con san Mateo y san Marcos, son las de la oveja perdida y la moneda perdida; la tercera, larga, articulada y sólo recogida por él, es la célebre parábola del Padre misericordioso, llamada habitualmente del “hijo pródigo”.

En esta página evangélica nos parece escuchar la voz de Jesús, que nos revela el rostro del Padre suyo y Padre nuestro. En el fondo, vino al mundo para hablarnos del Padre, para dárnoslo a conocer a nosotros, hijos perdidos, y para suscitar en nuestro corazón la alegría de pertenecerle, la esperanza de ser perdonados y de recuperar nuestra plena dignidad, y el deseo de habitar para siempre en su casa, que es también nuestra casa.

Jesús narró las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y los escribas hablaban mal de él, al ver que permitía que los pecadores se le acercaran, e incluso comía con ellos (cf. Lc 15, 1-3). Entonces explicó, con su lenguaje típico, que Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y que su corazón rebosa de alegría cuando un pecador se convierte.

La verdadera religión consiste, por tanto, en entrar en sintonía con este Corazón “rico en misericordia”, que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad. El camino que Jesús muestra a los que quieren ser sus discípulos es este: “No juzguéis..., no condenéis...; perdonad y seréis perdonados...; dad y se os dará; sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36-38). En estas palabras encontramos indicaciones muy concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.

En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie con vigor la misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que fue un gran apóstol de la Misericordia divina, intuyó de modo profético esta urgencia pastoral. Dedicó al Padre misericordioso su segunda encíclica, y durante todo su pontificado se hizo misionero del amor de Dios a todos los pueblos. Después de los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que oscurecieron el alba del tercer milenio, invitó a los cristianos y a los hombres de buena voluntad a creer que la misericordia de Dios es más fuerte que cualquier mal, y que sólo en la cruz de Cristo se encuentra la salvación del mundo.

La Virgen María, Madre de la Misericordia, a quien ayer contemplamos como Virgen de los Dolores al pie de la cruz, nos obtenga el don de confiar siempre en el amor de Dios y nos ayude a ser misericordiosos como nuestro Padre que está en los cielos.

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2010

Dios nunca se cansa de salir a nuestro encuentro

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de este domingo —el capítulo 15° de san Lucas— Jesús narra las tres «parábolas de la misericordia». Cuando «habla del pastor que va tras la oveja perdida, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar» (Deus caritas est, 12). De hecho, el pastor que encuentra la oveja perdida es el Señor mismo que toma sobre sí, con la cruz, la humanidad pecadora para redimirla. El hijo pródigo, en la tercera parábola, es un joven que, tras obtener de su padre la herencia, «se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino» (Lc 15, 13). Cuando quedó en la miseria, se vio obligado a trabajar como un esclavo, aceptando incluso alimentarse de las algarrobas destinadas a los animales. «Entonces —dice el Evangelio— recapacitó» (Lc 15, 17). «Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende…, vuelve “a casa”, a sí mismo y al padre» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 246). «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15, 18-19). San Agustín escribe: «El Verbo mismo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de descanso imperturbable donde el amor no es abandonado» (Confesiones, iv, 11). «Estando él todavía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente (Lc 15, 20) y, lleno de alegría, hizo preparar una fiesta.

Queridos amigos, ¿cómo no abrir nuestro corazón a la certeza de que, a pesar de ser pecadores, Dios nos ama? Él nunca se cansa de salir a nuestro encuentro, siempre es el primero en recorrer el camino que nos separa de él. El libro del Éxodo nos muestra cómo Moisés, con confianza y súplica audaz, logró, por decirlo así, desplazar a Dios del trono del juicio al trono de la misericordia (cf. 32, 7-11.13-14). El arrepentimiento es la medida de la fe; y gracias a él se vuelve a la Verdad. Escribe el apóstol san Pablo: «Encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad» (1 Tm 1, 13). Retomando la parábola del hijo que regresa «a casa», notamos que cuando aparece el hijo mayor indignado por la acogida festiva dada a su hermano, de nuevo es el padre quien sale a su encuentro y sale para suplicarle: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). Sólo la fe puede transformar el egoísmo en alegría y restablecer relaciones justas con el prójimo y con Dios. «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse —dice el padre— porque este hermano tuyo… estaba perdido, y ha sido hallado» (Lc 15,32).

Queridos hermanos, el jueves próximo iré al Reino Unido, donde proclamaré beato al cardenal John Henry Newman. Os pido a todos que me acompañéis con la oración en este viaje apostólico. A la Virgen María, cuyo Nombre santísimo se celebra hoy en la Iglesia, encomendamos nuestro camino de conversión a Dios.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

“Dios misericordioso y clemente”

210. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH” (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: “YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).

211. El Nombre Divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34,7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que él mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28)

Dios tiene la iniciativa de la Redención

604. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8).

605. Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: “De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños” (Mt 18, 14). Afirma “dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: “no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).

EL PECADO

LA MISERICORDIA Y EL PECADO

1846. El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

1847. “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, serm. 169,11,13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: `no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

1848. Como afirma S. Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige la convicción del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una “doble dádiva”: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito (DeV 31).

El hijo pródigo, ejemplo de conversión

1439. El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

1700. La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina (artículo 2). Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización (artículo 3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el pecado y, si lo cometen, recurren como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así acceden a la perfección de la caridad.

Perdona nuestras ofensas

2839. Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

El hijo pródigo y el Sacramento de la Penitencia

1465. Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1481. La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: “Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén.”

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Hay alegría en el cielo

En la liturgia de hoy se lee el entero capítulo quince del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas llamadas «de la misericordia»: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. Estas tres parábolas tienen un protagonista único, que no es ni la oveja, ni la dracma, ni tanto menos el hijo pródigo, sino Dios mismo. Es él el pastor que ha perdido a una oveja, la mujer que ha extraviado su dracma, el padre que ha perdido a un hijo. Asimismo, la finalidad por la que son narradas las tres es única: responder a los fariseos y a los escribas, los cuales murmuraban de Jesús porque «acoge a los pecadores y come con ellos». Hemos escuchado ya en un Domingo de Cuaresma la última de estas parábolas, la del hijo pródigo. Esta vez, sin embargo, éstas nos vienen propuestas juntas todas las tres sin interrupción y esto nos obliga a recoger el elemento común a todas, la apostilla continua que resuena a través de las tres parábolas. Cuál sea esta nota la descubrimos ahora juntas o a la vez. Volvamos a escuchar por entero la primera parábola, que es breve, y notemos cuántas veces aparece allí la noción de gozo, satisfacción, alegría.

«Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».

Leamos ahora la segunda, también ella bastante breve, prestando de nuevo la atención en la presencia del tema del gozo:

«Si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decides: “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

Llegados a este punto es claro: el leitmotiv de las tres parábolas es la complacencia o gozo de Dios. («La misma alegría habrá entre los ángeles de Dios», es un modo muy hebraico de decir: «¡Qué gozo el de Dios!»). En la tercera parábola, la del padre bueno, la alegría se desborda y llega a ser fiesta. Aquel padre ya no cabe dentro de su piel y no sabe qué cosa inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el cordero cebado y les dice a todos:

«Celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado».

Precisamente aquí reside el aspecto más revolucionario de estas parábolas. Está bien que en el cielo haya alegría y se haga fiesta por una oveja encontrada, esto es, por un pecador que se convierta; pero, ¿por qué «más alegría» que por las noventa y nueve que permanecen en el redil? ¿Por qué una oveja debe contar en la balanza igual que todas las restantes, puestas juntas, y porqué ella debe ser precisamente la que se ha escapado y ha creado más problemas?

No es una objeción retórica. A propósito de esta parábola, un lector del Evangelio ha expresado así su reacción: «Contrariamente a la interpretación tradicional, yo creo que el hijo pródigo esencialmente es un granuja y un hipócrita. Holgazán, despilfarra estúpidamente en comilonas los bienes, que había conseguido del padre. Después, teniendo hambre, se dice dentro de sí: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti...». Por lo tanto, su motivación no es el arrepentimiento, sino el hambre. Ha entrado dentro de sí por necesidad, no por amor. El otro hijo no es simpático; pero, tampoco es un hipócrita y no se ha comportado arrogante e insensato como él. Al contrario, es uno que ha trabajado durante años; es uno que no ha tenido nunca la valentía de tomarse una tarde de feria y de fiesta. Su planteamiento quisquilloso puede ser quejumbroso entre los dos hermanos; francamente, prefiero la honradez, si bien restringida, de este último, más que la necia y ambigua arrogancia de aquel que se ha marchado».

Esta reacción basta para hacernos entender que la parábola en verdad no sigue una lógica humana y no se entiende si no es entrando en los pensamientos de Dios, que son distintos de los nuestros. Veamos, por lo tanto, cómo expresar porqué hay «más alegría» en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de conversión. La explicación más convincente la he encontrado en un poeta, Charles Péguy. Aquella oveja, descarriándose como también el hijo pródigo, ha hecho estremecer el corazón de Dios. Dios ha temido perderla para siempre, estar obligado a condenarla y privarse de ella para siempre. Este miedo ha hecho aproximarse a la esperanza en Dios y la esperanza, una vez consumada, ha provocado la alegría y la fiesta. «Cada penitencia del hombre es la coronación de una esperanza de Dios».

Puede parecer hasta extraño que también Dios conozca la esperanza. Es un misterio; pero, es así. En nosotros, los hombres, la condición que hace posible la esperanza es el hecho de que no conocemos el futuro; no sabemos qué es lo que se nos reserva y, por lo tanto, hay lugar para la esperanza. En Dios, que conoce el futuro, la condición que hace posible la esperanza, es que no quiere (y, en cierto sentido, no puede) realizar lo que quiere sin nuestro consentimiento. La libertad humana explica la existencia de la esperanza en Dios.

Hace tiempo hubo un caso que sacudió a Italia. Se extravió una niña de dos años y durante algunos días no se supo nada. Se habían hecho ya las hipótesis más inquietantes. Los padres estaban desesperados. Al tercer día, de improviso, reaparece y la televisión, que seguía de cerca el acontecimiento, consiguió recoger precisamente el instante en que la madre, habiéndola visto, corrió a su encuentro, la raptó literalmente y la estrujó en su seno, cubriéndola de besos. Era la imagen misma de la felicidad. Al ver esta escena, yo me dije: ¡he aquí lo que nos ha querido decir Jesús cuando nos habla de la alegría de Dios para con un hijo reencontrado! Estoy seguro que, si hubiesen podido escoger, aquella madre y aquel padre habrían preferido que su niña no se hubiese perdido nunca (y lo mismo hubiese hecho Dios); pero, una vez que ha sucedido, el reencuentro les ha procurado una alegría que no habrían conocido nunca si no hubiese pasado nada. También en ellos, la angustia había hecho nacer la esperanza y la esperanza, consumada, había hecho estallar la alegría.

Nos falta, todavía, un punto por aclarar. ¿Y las noventa y nueve ovejas juiciosas?, y ¿el hijo mayor que ha permanecido en casa? ¿Para ellos no hay alegría sino sólo cansancio? Para ellos hay algo aún más bello: ¡tomar parte en la alegría de Dios! Recordemos qué dice el pastor: «¡Felicitadme !» o «Alegraos conmigo» y lo que dice el padre al hijo mayor: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». El pecado del hijo mayor era que consideraba el haber permanecido siempre en casa con el padre y haberle servido en todo no como un privilegio sino un mérito y no una alegría sino un agotamiento. Se comporta como un mercenario más que como un hijo. En lo que respecta al padre cree tener solvencias. Y esto es precisamente lo que Jesús, con las tres parábolas, se proponía corregir en sus oyentes fariseos. También, ellos creían poder aportar derechos para con Dios a causa de su así llamada «justicia».

En cuanto al hijo menor, no es posible pensar que sólo haya vuelto a la casa paterna por oportunismo y por hambre sin algún verdadero cambio interior. Nosotros debemos respetar el sentido, que han dado a la parábola, por una parte, Jesús al contarla y los evangelistas al referirla. Y Jesús, cierto, no pretendía traerla como ejemplo de un episodio de bribonería, ni presentarnos al padre como un pobre ingenuo, que no entiende las verdaderas intenciones del hijo. También, si estaba causado por la necesidad y por el hambre, el de aquel muchacho es en el relato un verdadero arrepentimiento.

¿Qué podemos deducir para nuestra vida de esta lectura «sincrónica» de las tres parábolas? Ante todo, esto: que Dios nos ama verdaderamente; que lo que nos afecta y nos sucede no le deja indiferente, sino que tiene un eco en su corazón, hasta provocarle ansia, esperanza, dolor y alegría. ¡En verdad, debemos serle queridos!

Segundo, que le somos queridos como individuos y no como masa o como números. El hecho de aislar a la única oveja, poniéndola frente a todo el resto del rebaño, sirve para inculcarnos precisamente esto: que Dios nos conoce por nuestro nombre, que cada uno de nosotros es un hijo o una hija única e irrepetible para él. Pero, ¿esto no es en el fondo lo que hace en la tierra todo padre verdadero y toda verdadera madre? Si la madre tiene cinco hijos, no divide su amor en cinco partes para dar a cada uno un poquito; ama a cada uno con todo el amor del que ella es capaz.

Las tres parábolas de la misericordia contienen un mensaje para todos. Para nosotros, sacerdotes, nos recuerdan el deber de ir en busca de las ovejas descarriadas y de acogerlas con misericordia cuando vuelven; a los tantos hijos pródigos de hoy, que se van lejos y consumen, también ellos, las riquezas paternas «viviendo licenciosamente» les hacen entrever la posibilidad de un cambio radical y de una vida distinta sin el amargo sabor de las bellotas en la boca; a los padres y a las madres, que tienen hijos «descarriados», les ofrecen el aliento para cultivar en ellos la paciencia y la esperanza, viendo la paciencia y la esperanza que Dios tiene con cada uno de nosotros (y ¡que ha tenido, quizás, con nosotros mismos cuando éramos jóvenes!).

Cada uno puede descubrir en la parábola la parte que en la vida le afecta a él realizar.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Volver a la vida

«El hombre humilde, que se reconoce a sí mismo semejante al hijo pródigo, y se arrepiente y vuelve a su Padre a través del sacramento de la reconciliación –para pedir perdón y decirle “Padre he pecado contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo”–, recibirá el abrazo compasivo y misericordioso de su Padre, que, al verlo, se llena de ternura y todo le perdona. No porque lo merezca, sino porque su hijo primogénito, Nuestro Señor Jesucristo, ya ha pagado por él su deuda, derramando su sangre en la cruz hasta la última gota.

Ha muerto y ha resucitado, para que todo hombre pecador muera con Él y resucite en Él, y sea renovado, para que todo el que estaba muerto, por Él vuelva a la vida, y todo el que esté perdido sea encontrado.

Tanto los ha amado el hijo de Dios que, a pesar de haber despilfarrado su herencia, los hace partícipes de su heredad, compartiendo con ellos su Paraíso en la vida eterna.

Reconócete tú pecador, arrepiéntete, conviértete y pide perdón. Vuelve al abrazo misericordioso de tu Padre celestial, y abandónate en su divina misericordia. Recibe la herencia de su casa, y vuelve a la vida agradecido, porque no eres llamado siervo, sino hijo, y recibes el trato de un verdadero hijo.

Siéntate a la mesa y celebra con los ángeles y los santos, porque hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión.

Y, de ahora en adelante, no despilfarres tu herencia, sino comparte la riqueza de tu fe con otros que están muertos por el pecado, para que vuelvan a la vida; con los que están perdidos, para que sean encontrados».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Un Dios que perdona

Es muy oportuno meditar esta página de san Lucas en todo tiempo. Jesús muestra, no sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de Él entonces, sino a la humanidad de ahora y de siempre, qué significan los Mandamientos y cómo es el corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditemos brevemente esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa, que Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único verdadero mal es apartarnos de Él.

“El hombre, todo hombre –afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Reconciliación y Penitencia–, es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado –incluso–, desde el fondo de la propia miseria, por el deseo de volver a la casa del Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación”.

Sin embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será preciso comprender que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque vivimos apegados a nuestras apetencias, fijos los ojos en esos otros bienes que tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el contrario, “hechizados” –según dice gráficamente el Santo Padre– por unos deleites pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto nuestro Padre Dios para llegar a Él. Por eso, es muy conveniente que nos sintamos protagonistas de la parábola evangélica encarnando la figura del hijo menor. Es preciso sentirnos aludidos, reconocer que más de una vez nos importó poco el ambiente acogedor de la vida cristiana –que por momentos se nos hacía odioso– y las costumbres de la Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro Padre del Cielo.

A veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la existencia y todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el lugar de privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al resto de la creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de que nunca nos faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque vivimos con un Padre muy bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan las pasiones y se apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo –comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad, honores, poder, orgullo, etc.–, que en ese momento preferimos a su voluntad.

Al poco tiempo –muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo– vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre –sólo nos puede saciar Dios–, que cualquier otro ideal logrado, distinto de Él mismo, nos acaba pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras sin Dios, se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las consecuencias de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes; a los que mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan solos... Como a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados nos harán sufrir.

Que la experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le acompaña, nos hagan recapacitar, como recapacitó aquel hijo, y que volvamos arrepentidos cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro Padre Dios nos espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con nuestro regreso.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Alegría y esperanza en el corazón de Dios: las parábolas de la misericordia

Si el Evangelio significa “buena noticia” y, más precisamente, buena noticia para los pobres y los pecadores, entonces el capítulo 15 de Lucas que escuchamos hoy entero, con las tres parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdido y el hijo pródigo, nos introduce en el corazón mismo del Evangelio. La oportunidad concreta que da una gran unidad a este conjunto de parábolas es la siguiente: Jesús debe defender de las acusaciones de sus enemigos su actitud frente a los pecadores. Las parábolas están dirigidas a los fariseos y a los escribas que murmuraban diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos. Para obtener este fin, Jesús sigue un método extraño: inventa situaciones humanas, las parábolas, que parecen totalmente ciertas y extraídas de la realidad cotidiana, pero que, de hecho, son “irreales” y contrarias a la experiencia. El pastor verdadero no deja 99 ovejas “en el desierto” porque, a su regreso, tendría seguramente una oveja recuperada y 99 ovejas perdidas; la mujer paupérrima (así debía de ser si no había tenido como dote más que 10 dracmas) no puede permitirse invitar a las amigas a festejar, porque una simple merienda le costaría no uno sino todos sus diez dracmas; el padre palestino no da al hijo menor, que tiene menos de dieciocho años (de hecho todavía no estaba casado), la parte de herencia que espera y, además, en forma de usufructo inmediata, de liquidación (la praxis del tiempo establecía que, como mucho, el padre, vivo, cediera a los hijos la propiedad que les esperaba, pero no el usufructo inmediato).

Con estas situaciones concretas, Jesús ilustra el actuar de Dios. De aquí proviene ese aire de verdad, de cosas vistas y oídas todos los días, que emana de las tres parábolas: ¿Es natural, no? −parece decir Jesús−; ¿no hacen eso todos los pastores y los papás de la tierra? Y nosotros, ingenuos, vamos detrás de él asintiendo con el corazón, sin darnos cuenta de que en realidad no es cierto; que ninguno de nosotros hace eso. Jesús se muestra aquí como un gran poeta, como sólo saben hacer los poetas, logra que nos parezcan verdaderas Y vividas las cosas bellas, aun cuando sean solamente pensadas. Nos hace evocar a los grandes autores de fábulas, que saben hacer hablar a los animales de tal manera que parecen hombres. Las situaciones creadas por Jesús en las parábolas son, pues, verdaderas, pero de una verdad superior, no humana si no divina; somos arrastrados al engaño y nos entusiasmamos con el engaño, porque nos gusta más que la realidad, nos hace sentir mejores: ¡Qué lindo sería que las cosas fueran realmente así!

Decía: Jesús se sirve de estas tres situaciones concretas para ilustrar el modo de actuar de Dios frente a los hombres; reviste de aspecto humano la imagen de Dios; ¡Así −dice− actúa Dios! Estas son las dos reacciones; ¡esta es su debilidad! Hay que tomarlo como es; hay que perdonar a Dios esta debilidad; él se divierte con esto y a nadie se le pregunta por qué se divierte con algo; respondería: “¡Yo soy así!” Y así responde Dios.

A esta altura, Jesús deja que los oyentes saquen por sí mismos la conclusión más importante Y más perturbadora: Si él, Jesús, se comporta así con los pecadores y los perdidos, y si esto se descubrió, no es más que el modo de actuar de Dios, entonces Jesús es como Dios, entonces Jesús es Dios. Sí, eso es justamente lo que quería decir Jesús; el contexto de las parábolas de la misericordia es cristológico: nos habla de Cristo, de su persona y su misión trascendentes; son un anuncio sobre él, una auto-revelación, tanto más eficaz cuanto menos explicitada en palabras y confiada únicamente a la inteligencia del que escucha (las mejores conclusiones son siempre las que uno hace sacar al otro solo). Es como esa oportunidad en que curó al paralítico (cf. Lc. 5,17ssq.): Tus pecados te son perdonados, dice Jesús; enseguida todos dicen: ¡Pero eso sólo puede hacerla Dios! Y él responde con calma curando al paralítico y obligándolos a que saquen ellos mismos la conclusión lógica de toda la vivencia.

Pero dejemos que los fariseos y los escriban murmuren y que los sabios (a los que se ocultaron estas cosas) discutan; nosotros hagámonos niños para escuchar estas maravillosas “fábulas”, porque sólo los niños son capaces de oír contar fábulas y creerlas.

No podemos explicar las tres parábolas; por otra parte, es evidente que ni siquiera se pueden separar de manera que pueda considerarse una sin las otras; son tres, pero van de la mano; son dichas como un suspiro: Si un pastor tiene cien ovejas... o, si una mujer tiene diez dracmas... o si un padre tiene dos hijos... Lo único que podemos hacer es mirar las tres parábolas mientras desfilan ante nosotros como en procesión y tomar la nota dominante de su cantilena. La nota dominante (¡el protagonista de las parábolas!) no es la oveja perdida, ni la dracma perdida ni el hijo pródigo. Es cierto que esos son los títulos dados por la tradición a las tres parábolas, pero son títulos engañosos, puestos sólo por comodidad. En realidad, en estas parábolas de la misericordia no se habla principalmente del hombre o del pecador, sino de Dios; más exactamente, ¡de la alegría de Dios! Si el contexto es cristológico, el texto de las parábolas es teológico. Contienen, en otras palabras, una revelación sobre Dios y una revelación fulgurante. Si la misericordia y el amor (la hesed) es el rasgo característico de Dios en todo el Antiguo Testamento, entonces es necesario decir que estas parábolas constituyen el punto culminante de la revelación bíblica sobre Dios y, además, agregan una cosa que no se sabía antes y que sólo Jesús, “el Hijo que está en el seno del Padre” sabía y podía revelar: ¡que Dios goza teniendo misericordia!

Volvamos, pues, al corazón de estas parábolas para no alejarnos más de ellas: la alegría de Dios. Esta vuelve sus buenas tres veces en la brevísima parábola del pastor: Una vez que volvió a encontrarla, lleno de alegría, va a su casa... Dice a sus amigos: Alégrense conmigo... Habrá más alegría en el cielo. En la parábola del padre bueno, la alegría desborda y se convierte en fiesta; ese padre ya no cabe en sí de gozo y no sabe qué inventar: saca la mejor ropa, el anillo con el sello de la familia (algo muy reservada y signo de distinción en la Antigüedad), el ternero engordado; olvida su edad y dignidad, poniéndose a correr como un chico (“corrió a su encuentro”) y grita a todos: ¡Comamos y festejemos! ¡Hay que festejar!

Estas parábolas tienen el aire más tranquilizador del mundo y, sin embargo, deteniéndonos un poco a pensar en ellas, hacen surgir del fondo, primero un interrogante inquietante y después una verdadera tentación: Está bien la alegría de ese pastor, pero, ¿por qué “más alegría” que por las noventa y nueve ovejas que no crearon problemas? ¿Acaso no somos todos hijos de Dios del mismo modo? ¿Por qué entonces una oveja vale por otras noventa y nueve ovejas y, sobre todo, por qué vale más justamente la que se escapó y valía menos? ¿No es un poco fuerte todo esto, más aún, escandaloso?

La respuesta más bella y más convincente a este interrogante no la encontré en los comentarios exegéticos sobre el Evangelio, sino en el poeta-teólogo Ch. Péguy. Al apartarse —dice—, la oveja, igual que el hijo menor, hizo temblar el corazón mismo de Dios; Dios temió perderla para siempre, temió verse obligado a condenarla y a privarse de ella eternamente; tembló por eso (se verificó el riesgo al cual se expuso Dios el día que creó al hombre libre y, además, se encariñó perdidamente con su creatura). Este miedo hizo brotar la esperanza en el corazón de Dios y la esperanza, cumplida, provocó la alegría y la fiesta: “El hecho es que una penitencia del hombre es una coronación de una esperanza de Dios. La espera de esa penitencia hizo estallar la esperanza en el corazón de Dios, hizo surgir un sentimiento nuevo, hizo salir un sentimiento como desconocido en el corazón mismo de Dios, de un Dios eternamente nuevo. Y esta penitencia misma fue para él, en él, la coronación de una esperanza. Porque a todos los demás, Dios los ama en el amor. Pero a aquella oveja Jesús la amó también en la esperanza” (Péguy, El misterio del portal de la segunda virtud).

También para Dios se verifica, de un modo para nosotros misterioso, la palabra de santa Catalina de Siena: “No se vive en el amor sin dolor” (y, agregamos nosotros, sin esperanza).

Ocurrió algo semejante a la muerte y resurrección de Jesús (el padre de la parábola dice que el hijo “¡estaba muerto y ha vuelto a la vida!” ¿Quién puede pensar, por más obtuso que sea, que el Padre estaba inerte y no esperaba durante el tiempo que pasó entre la muerte y la resurrección de Jesús? Cuando llegó la resurrección de Jesús, le procuró al Padre una alegría ilimitada, mucho mayor que si Jesús no hubiera muerto ni resucitado. Lo mismo ocurrió con esa oveja y ese hijo. Amándonos, Dios se puso en situación de tener que esperar algo de nosotros, aun del pecador más grande. Esta es una novedad perturbadora; es una revolución de todas las cosas; ¿quién podía imaginaria? Naturalmente, no sabemos cómo está hecha la esperanza de Dios. Incluso entre los hombres, este sentimiento es por demás delicado, inasible y misterioso. Podemos decir que en Dios la esperanza no depende del no conocer el desenlace de una espera, sino del no quererlo sin la libertad del hombre; para nosotros, la condición que permite la esperanza es el futuro; para Dios, es la libertad del hombre.

Decía: no sabemos cómo está hecha la esperanza de Dios; pero nos basta saber que Dios espera algo de nosotros para no dejarnos más tranquilos, para ponernos alas en el corazón. ¡Nosotros podemos coronar (o malograr) una espera de Dios! El pecador que lee las tres parábolas de Jesús puede ser tocado por ellas y decidir convertirse por muchos motivos; son palabras insidiosas éstas, se introducen por doquier como el agua; actúan en la mente, en el corazón, en la fantasía, en la memoria; saben tocar las cuerdas más diversas: el arrepentimiento, la vergüenza (las bellotas arrojadas a los puercos), la nostalgia (cuántos asalariados en casa de mi padre...); sólo Dios sabe cuántos hombres fueron “tocados” por estas parábolas; los sacerdotes tenemos algún indicio. Es tal la fuerza siempre intacta y siempre joven de estas tres parábolas, que rara vez se proclaman al pueblo en un curso de ejercicios, en una misión, en un retiro, sin que a alguien le suceda algo importante, alguna auténtica transformación. Decía que quien lee puede sentirse tocado y decidir convertirse por varios motivos; pero el motivo más bello para convertirse que Jesús les sugiere es este: ¡Quiero hacer feliz a Dios, que me espera!

Hay una afirmación de Jesús, referida por san Pablo, que dice: La felicidad está más en dar que en recibir (Hech. 20.35): ahora sabemos que esto vale también para Dios; más aún, sobre todo para Dios. El amor de Dios tiene como característica el ser absolutamente gratuito, amor de donación (ágape), no de búsqueda; por eso, hay “más alegría” en el cielo por un pecador convertido: él permite que Dios perdone, y perdonar es como dar dos veces; permite que Dios ame a su modo, que es amar “primero” (cf Jn. 4,19); cada vez primero, sin devolución.

Ahora podemos enfrentar el problema más espinoso de estas parábolas: ya dije que no presentan problemas sólo aparentemente; en realidad, como todas las palabras de Dios, están llenas de sinuosidades misteriosas y de abismos profundos. El problema es este: ¿Y las otras 99 ovejas? ¿Y el otro hijo? ¿Están excluidos de esta estupenda posibilidad de hacer feliz a Dios? ¿Son discriminados y están condenados a una especie de puesto secundario respecto de Dios y la vida espiritual? Eliminemos ante todo una confusión periférica. Que haya “más alegría” en el cielo por un pecador arrepentido, no significa que al pecador se le reconozca mayor santidad, mayores méritos, mayor gloria respecto de los justos; estas cosas no tienen nada que ver; aquí se trata de un asunto que incumbe a Dios, no al pecador; no hay que confundir las cosas.

Pero he aquí la respuesta que más cuenta. Para los justos (¡claro que los de verdad!) hay algo mejor: ¡participar en la alegría de Dios! ¿Qué dice el pastor a los amigos y la mujer a las amigas? ¡Alégrense conmigo! ¿Qué dice el padre al hijo mayor? Tenemos que festejar (se entiende: yo y tú juntos festejamos), porque tu hermano ha regresado: Todo lo mío es tuyo; por lo tanto, también el ansia y la esperanza mía debían ser tuyas y ahora la alegría mía debe ser tuya: ¡se trata de tu hermano!

Aquí está el “segundo vértice” de las tres parábolas; a esto apuntaba Jesús: a decir a los fariseos y a los escribas que su actitud hacia los pecadores no sólo constituía una crítica dirigida a Dios (Dios no se complace con la muerte del malvado, sino que quiere que se convierta y viva, cf. Ez. 18,23), sino que constituía asimismo un insulto al prójimo; violaba, al mismo tiempo, el primero y el segundo mandamiento. Un hermano no puede permanecer indiferente frente al hermano menor que se va; debe sufrir con el padre y, si regresa, alegrarse con el padre. Eso hizo el hermano mayor por excelencia el hijo Único de Dios, Jesucristo− que no se quedó en su casa, sino que fue personalmente a buscar al hombre que se había perdido con el pecado y volvió a llevarlo al Padre; emprendió un largo viaje: del cielo a la tierra y de la tierra a la Cruz (¡en esto, la realidad se revela más grande que la misma parábola!)

Las tres parábolas que querían hablarnos sólo de Dios, terminan, de ese modo, hablando de todos y a todos indistintamente: a los pecadores y a los justos; a los lejanos y a los cercanos. Pero yo pondría en guardia a quien escucha estas parábolas de ubicarse de inmediato en el lugar de quien se quedó en el rebaño, de los que “no necesitan penitencia”. De hecho, tengo la terrible sospecha de que esa frase de Jesús no tiene un significado objetivo (los que “no necesitan” penitencia, que son justos y basta) si no un significado subjetivo y por eso irónico (los que “no sienten” la necesidad de penitencia). ¿Quién puede pensar que no necesita conversión y devolución? Lo pensaban de sí mismos los escribas y los fariseos, pero nosotros sabemos cómo eran en realidad las cosas. En verdad, la oveja más perdida, el hijo que se ha ido más lejos y más necesita regresar, es justamente el que se perdió en su orgullo, que se atrincheró detrás de su justicia y su observancia, como el fariseo que oraba en el templo. Por otra parte, para irse “lejos” como el hijo menor, no es necesario cometer pecados grandes e irreparables, una rotura clamorosa con la fe o con la Iglesia; se puede ir muy lejos de una sola vez, de un solo salto, pero también a pasos pequeños, un poco cada vez, una concesión hoy otra mañana, una omisión hoy otra mañana.

Las parábolas de la misericordia son, pues, para todos; nadie está excluido de la necesidad de convertirse y, por eso mismo, de la extraordinaria posibilidad de coronar la esperanza de Dios. Hacer feliz a Dios y participar en su felicidad: mientras estemos aquí abajo, los dos papeles —el del hijo menor y el del hijo mayor— no dejarán nunca de alternarse para nosotros.

Si hay una conclusión práctica que surge espontáneamente al término de esta meditación de las parábolas de la misericordia, es la siguiente: Quiero ser un hermano mayor que va al encuentro del hermano lejano junto con Jesús; quiero ser las manos de Jesús que levantan a aquel que cayó, a quien se pinchó con las espinas del pecado. Quizás alguno de ellos esté oculto muy cerca de mí y nunca me di cuenta.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en el Parque del Danubio, Viena (11-IX-1983)

− La conversión

“Me levantaré e iré a mi padre” (Lc 15,18). En esta profunda parábola de Cristo se contiene de hecho todo el eterno problema del hombre: el drama de la libertad, el drama de la libertad mal utilizada.

El hombre ha recibido de su Creador el don de la libertad. Con su libertad puede organizar y configurar esta tierra, realizar las maravillosas obras del espíritu humano de las cuales está lleno este país y todo el mundo.

Pero la libertad tiene un precio. Todos los que son libres deberían preguntarse: ¿hemos conservado nuestra dignidad en la libertad? Libertad no significa capricho. El hombre no puede hacer todo lo que puede o le agrada. No hay libertad sin lazos. El hombre es responsable de sí mismo, de los hombres y del mundo. Es responsable ante Dios. Una sociedad que convierte en bagatela la responsabilidad, la ley y la conciencia hace tambalear los fundamentos de la vida humana. El hombre sin responsabilidad se precipitará en los placeres de esta vida y, como el hijo pródigo, caerá en dependencias, perdiendo su patria y su libertad. Abusará con egoísmo desconsiderado de los otros hombres o se aferrará insaciablemente a bienes materiales. Donde no se reconocen el ligamen con los valores últimos, fracasan el matrimonio y la familia, se minusvalora la vida del otro, sobre todo de los que aún no han nacido, de los ancianos y de los enfermos. De la adoración a Dios se pasa a adorar el dinero, el prestigio o el poder.

¿No es también toda la historia de la humanidad una historia de la libertad mal usada? ¿No siguen muchos también hoy el camino del hijo pródigo? Se encuentran ante una vida rota, amores traicionados, miseria culpable, llenos de miedo y de dudas. “Han pecado y han perdido la gloria de Dios” (Rom 3,23). Se preguntan: ¿Donde he caído? ¿Dónde hay una salida?

− La misericordia de Dios

En la parábola de Cristo, el hijo pródigo es el hombre que ha utilizado mal su libertad −es decir, ha pecado−: las consecuencias que pesan sobre las conciencias del individuo así como las que van en perjuicio de la vida de las diferentes comunidades humanas y en su entorno, en perjuicio, incluso, de los pueblos y de la entera humanidad (cfr. G et S 13). El pecado significa una depreciación del hombre: contradice su auténtica dignidad y deja, además, heridas en la vida social. Ambas oscurecen la visión del bien y arrebatan a la vida humana la luz de la esperanza.

Con todo, la parábola de Cristo no permite que nos quedemos en la triste situación del hombre caído en pecado con toda la postración que ello comporta. Las palabras “me levantaré e iré a mi padre” nos permiten percibir en el corazón del hijo pródigo el ansia del bien y la luz de la esperanza infalible. En esas palabras se le abre la perspectiva de la esperanza. Tal perspectiva se presenta siempre ante nosotros, dado que todo hombre y la entera humanidad pueden levantarse conjuntamente e ir al Padre. Esta es la verdad que está en el núcleo de la Buena Nueva.

Las palabras “Me levantaré e iré a mi padre” revelan la conversión interior. Pues el hijo pródigo continúa: “Le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15,18). En el centro de la Buena Nueva aparece la verdad sobre la metanoia, la conversión: la conversión es posible; y la conversión es necesaria.

¿Y por qué esto es así? Porque aquí se revela lo que hay en lo más profundo del alma de cada hombre y que, a pesar del pecado, incluso mediante el pecado, continúa vivo y en acción: Ese hambre insaciable de verdad y de amor que testimonia cómo el espíritu del hombre tiende hacia Dios por encima de todo lo creado. Este es el punto de partida de la conversión por parte del hombre.

− Confesión y Santa Misa

A él corresponde el punto de partida por parte de Dios. En la parábola se presenta ese punto de partida con una sencillez impresionante y, al mismo tiempo, con una gran fuerza de convicción. El padre espera. Espera la vuelta del hijo pródigo como si estuviera ya seguro de que tendría que volver. El padre sale a las calles por donde podría regresar el hijo. Quiere salir a su encuentro.

En esa misericordia se revela el amor con que Dios ha amado al hombre desde el principio en su Hijo eterno (cfr. Ef 1,4-5). El amor que, oculto desde toda la eternidad en el corazón del Padre, se ha manifestado en nuestros días a través de Jesucristo. La cruz y la resurrección constituyen el punto culminante de esa revelación.

En el signo de la cruz continúa siempre presente el punto de partida divino en cada una de las conversiones que acontezcan en la historia del hombre y de la humanidad. Pues en la cruz ha descendido a la humanidad de una vez para siempre el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; un amor que nunca se agota. Convertirse significa entrar en contacto con ese amor y acogerlo en el propio corazón; significa construir sobre la base de ese amor nuestra conducta futura.

Es esto precisamente lo que ocurrió en la vida del hijo pródigo cuando decidió: “Me levantaré e iré a mi padre”. Pero al propio tiempo tuvo conciencia clara de que, al volver al padre, debía reconocer su falta: “Padre he pecado” (Lc 15,18). Convertirse es reconciliarse. Y la reconciliación se realiza únicamente cuando se reconocen los propios pecados. Reconocer los propios pecados significa dar testimonio de la verdad de que Dios es Padre; un padre que perdona. A quien testimonia esta verdad al reconocer su pecado lo vuelve a acoger el Padre como hijo suyo. El hijo pródigo es consciente de que sólo el amor paternal de Dios puede perdonarle los pecados. En esta parábola la perspectiva de la esperanza está estrechamente unida al camino de la conversión. Meditad todo aquello que forma parte de este camino: examinar la conciencia −el arrepentimiento acompañado del firme propósito de cambiar−, la confesión y la penitencia. Renovad en vosotros la valoración de este sacramento, denominado también “sacramento de la reconciliación”. Se halla estrechamente unido al sacramento de la Eucaristía, sacramento del amor: la confesión nos libera del mal; la Eucaristía nos otorga el don de la comunión con el bien supremo.

Tomad en serio la invitación que os dirige la Iglesia con carácter obligatorio a participar todos los domingos en la Santa Misa. Aquí debéis encontrar continuamente, en medio de la comunidad, al Padre y recibir el don de su amor, la santa comunión, el pan de nuestra esperanza. Configurad todo el domingo con esa fuente de energía como un día consagrado al Señor. Pues a Él pertenece nuestra vida; a Él se debe nuestra adoración. Así podrá permanecer viva en la existencia cotidiana vuestra unión con Dios y convertirse todas vuestras acciones en testimonio cristiano,

Todo esto significan también las palabras: “Me levantaré e iré a mi padre”. Un programa de nuestra esperanza, más profundo y simple que el cual no puede imaginarse otro (cfr. “Dives in Misericordia” 5 y 6).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Todo conocimiento de Dios ha de arrancar de esta gozosa realidad: Dios es mi Padre. Un Padre que no se incomoda con la inconsciencia y las debilidades humanas, sino que está siempre dispuesto a abrir sus brazos paternales a sus hijos rebeldes o protestones.

Detengámonos un poco en esta consoladora realidad al hilo de esta soberbia parábola que acabamos de escuchar centrando nuestra atención en el comportamiento del Padre con estos dos hijos, porque en ella Jesús nos ofrece un retrato fiel del Corazón de Dios. Lo primero que llama la atención es que el amor del Padre por sus hijos es total. Total y absoluto, como se observa tanto en el diálogo con el mayor que ha vivido protegido por ese amor sin valorarlo, como en su comportamiento con el menor. El mayor está a su lado, ciertamente, pero lo que en el fondo desea es divertirse con sus amigos. El menor ha tirado la mitad de la hacienda y perdido la dignidad.

La alegría del Padre por el retorno de su hijo menor nos humedece los ojos. Antes de que el hijo abra la boca para disculparse ha corrido a su encuentro y lo ha cubierto de besos. “Tú temes una reprensión, y Él te devuelve tu dignidad, comenta S. Ambrosio, temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete”. Es realmente consolador. Pero, ¿y su comportamiento con el mayor, no es, si cabe, aún más conmovedor? Recordemos que al volver de su trabajo y ver la fiesta, la música, el banquete por el regreso de su hermano se irrita y se niega a participar en la fiesta. Piensa, tal vez, que su fidelidad no ha sido valorada y es víctima de un agravio comparativo. Con una ternura inmensa el Padre se dirige también a él: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; debería alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. ¡Qué distinto es Dios de nosotros! ¡De qué forma tan otra se conduce cuando nos portamos mal con Él!

Pascal decía que “el corazón tiene razones que la mente no comprende”. ¿No sentimos latir aquí el Corazón de Dios? Sí, Dios nos ama a pesar de que nosotros no lo hagamos, o lo hagamos de un modo poco entusiasta, como el hijo mayor. Es preciso reconsiderar muchas veces todo esto para que no desesperemos ante nuestras rebeldías y protestas, porque “quien ha sido objeto de la compasión divina −dice Juan Pablo II− no se siente humillado sino revalorizado”.

Pidamos hoy esto: Señor, inculca esta verdad no sólo en mi cabeza y mi corazón sino en mi vivir diario. Que ante los reveses de la vida no pierda la serenidad, consciente de que nada ocurre que no sea para bien y oiga siempre en el fondo del corazón: tú eres mi hijo muy amado, en quien me complazco; hijo mío en mi Hijo.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Perdónanos... como perdonamos»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ex 32,7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado

Sal 50, 3-4.12-13.17 y 19: Me pondré en camino a donde está mi padre

1 Tm 1,12-17: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores

Lc 15, 1-32: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»: «Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña. Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero todo es posible para Dios» (2841).

«Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia» (2840)

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano) (2845)

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

En el Antiguo Testamento la misericordia de Dios, que da una nueva oportunidad a los pecadores, se designa con el término tan humano de «arrepentimiento», poco acorde con la idea filosófica de la inmutabilidad de Dios.

En el evangelio se leen tres parábolas sobre la misericordia de Dios, que son propias del Evangelio según S. Lucas. En las tres destaca la alegría por la reconciliación de los alejados, en contraste con el descontento de los fariseos.

Como segunda lectura comienza la proclamación de una de las cartas pastorales de S. Pablo. EL apóstol es buena muestra de la generosa misericordia de Dios que le perdonó su pasada vida de perseguidor de la Iglesia.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El perdón de Dios en Cristo: 1425-1426.

El perdón del hombre: 2842-2843.

La respuesta:

El arrepentimiento: 2838-2841.

El perdón al hermano: 2844-2845.

C. Otras sugerencias

Las tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada de los que no son capaces de acoger al pecador. Dios siempre acoge.

En la oración del Señor hay una petición sorprendente que es el mejor comentario a estas parábolas: pedimos el perdón de Dios como nosotros perdonamos.

Audacia en la petición. Confianza en la misericordia divina. Compromiso muy serio de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El hijo pródigo.

− La misericordia inagotable de Dios.

I. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, // por tu inmensa compasión borra mi culpa. // Lava del todo mi delito, // Limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, // renuévame por dentro... // un corazón contrito y humillado tú no lo despreciarás.

La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Leemos en la Primera lectura cómo Moisés intercede por el pueblo de Dios, que muy pronto ha olvidado el pacto de la Alianza y se ha construido un becerro de oro, mientras él se encontraba en el Sinaí. Moisés no trata de excusar el pecado del pueblo, sino que apoya su plegaria en Dios mismo, en sus antiguas promesas, en su misericordia. El mismo San Pablo nos habla en la Segunda lectura de su propia experiencia: Podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia. Es la experiencia íntima de cada uno de nosotros. Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón.

En el Evangelio de la Misa San Lucas recoge esas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. El personaje central de estas parábolas es Dios mismo, que pone todos los medios para recuperar a sus hijos maltrechos por el pecado: es el pastor que sale tras la oveja descarriada hasta que la encuentra, y luego la carga sobre sus hombros, porque la ve fatigada y exhausta por su descarrío; es la mujer que ha perdido una moneda y enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la halla; es el padre que, movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño... “En su gran amor por la humanidad, Dios va tras el hombre −escribe Clemente de Alejandría− como la madre vuela sobre el pajarillo cuando éste cae del nido; y si la serpiente lo está devorando, revolotea alrededor gimiendo por sus polluelos (cfr. Dt 32, 11). Así Dios busca paternalmente a la criatura, la cura de su caída, persigue a la bestia salvaje y recoge al hijo, animándole a volver, a volar hacia el nido”.

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? ¿Cómo no vamos a llevar a nuestros amigos hasta ese sacramento de la misericordia, donde se devuelve la paz, la alegría y la dignidad perdidas? La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento. Antes que nosotros alcemos la mano pidiendo ayuda, ya ha tendido Él la suya −mano fuerte de padre− para levantarnos y ayudarnos a seguir adelante.

− La dignidad recuperada.

II. El pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo, “consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia ante Él y su amor”, en el deseo de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un país lejano, fuera de la casa paterna. “Pero esta “fuga de Dios” tiene como consecuencia para el hombre una situación de confusión profunda sobre su propia identidad, junto con una amarga experiencia de empobrecimiento y de desesperación: el hijo pródigo, según dice la parábola, después de todo comenzó a pasar necesidad y se vio obligado −él, que había nacido en libertad− a servir a uno de los habitantes de aquella región”. ¡Qué mal se está lejos de Dios! “¿Dónde se estará bien sin Cristo −pregunta San Agustín−, o cuándo se podrá estar mal con Él?”.

La liturgia de la Misa de hoy nos invita a meditar en la grandeza de nuestro Padre Dios y en su amor por nosotros. Cuando el hijo decide volver para trabajar como un jornalero más en la hacienda, el padre, hondamente conmovido al ver las condiciones en que vuelve, corre a su encuentro y le prodiga todas las muestras de su amor: se le echó al cuello −dice Jesús en la parábola− y lo cubrió de besos. Le acoge como hijo inmediatamente. Éstas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?

Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo. Padre, Padre mío, le hemos llamado tantas veces, y nos hemos llenado de paz y de consuelo.

Hasta aquí nada había dicho el padre: ahora sus palabras rebosan alegría. No pone condiciones al hijo, no quiere acordarse más del pasado... Piensa en el futuro, en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. Por eso ordena: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y las sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrar un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado. El vestido más preciado lo constituye en huésped de honor, el anillo le devuelve la dignidad perdida, las sandalias lo declaran libre. El amor paterno de Dios se inclina hacia todo hijo pródigo, hacia cualquier miseria humana, y singularmente la miseria moral. Entonces, el que es objeto de la compasión divina “no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y “revalorizado”.

En la Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento para que podamos volver una y otra vez a la casa paterna. El Señor nos llena de su gracia y, si el arrepentimiento es profundo, nos coloca en un lugar más alto del que estábamos: saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Sólo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado?.

− Servir a Dios es un honor.

III. Y se pusieron a celebrar la fiesta.

En este momento, cuando parece que la parábola ha terminado, el Señor introduce un personaje más: el hermano mayor. Viene del campo, de trabajar en la finca de su padre, como ha hecho siempre. Cuando llega a casa, la fiesta está en todo su apogeo. Oye la música y los cantos desde lejos y se sorprende. Un criado le informa de que se celebra el retorno de su hermano menor, que ha llegado sin nada. ¡Por fin ha vuelto!

Pero el hermano mayor se enfada. “¿No te ha movido el coro, el regocijo y la fiesta de la casa? −comenta San Agustín−. El banquete de ternero cebado, ¿no te ha hecho pensar? Nadie te excluye a ti. Todo en balde; habla el siervo, dura el enojo, no quiere entrar”. Es la nota discordante de la tarde. Es también el momento de los reproches ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz: tantos años que te sirvo, y nunca me has dado un cabrito..., y ahora ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con meretrices, y has hecho matar un becerro cebado para él.

El Padre es Dios, que tiene siempre las manos abiertas, llenas de misericordia. El hijo pequeño es la imagen del pecador, que se da cuenta de que sólo puede ser feliz junto a Dios, aunque sea en el último lugar, pero con su Padre Dios. ¿Y el mayor? Es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de los límites de la finca; pero sin alegría. Ha servido porque no había más remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Ha ido perdiendo el sentido de la caridad mientras servía. Su hermano es ya para él ese hijo tuyo. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad de este hijo mayor! Es la imagen del justo miope para apreciar que servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es una continua fiesta, que, en definitiva, servir es reinar. Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios −en lo grande y en lo pequeño− es un honor inmerecido. En el mismo servicio está una buena parte de la recompensa. Omnia bona mea tua sunt: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos. “Por tanto, todas las honras son nuestras, si nosotros somos de Dios”. Se nos da el mismo Dios, y todas sus riquezas con Él: ¿qué más podemos pedir?

Dios espera de nosotros una entrega alegre, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría. Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría, junto a Dios. Y especialmente cuando se nos presenta la ocasión de ser magnánimos −de tener corazón grande, comprensivo− con un hermano nuestro. “¡Qué dulce alegría la de pensar que el Señor es justo, es decir, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? El buen Dios, infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo, que estoy siempre junto a Él?”, con alegría, con deseos de servirle hasta en lo más pequeño.

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Rev. D. Alfonso RIOBÓ Serván (Madrid, España) (www.evangeli.net)

Habrá (...) alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta

Hoy consideramos una de las parábolas más conocidas del Evangelio: la del hijo pródigo, que, advirtiendo la gravedad de la ofensa hecha a su padre, regresa a él y es acogido con enorme alegría.

Podemos remontarnos hasta el comienzo del pasaje, para encontrar la ocasión que permite a Jesucristo exponer esta parábola. Sucedía, según nos dice la Escritura, que «todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Él para oírle» (Lc 15,1), y esto sorprendía a fariseos y escribas, que murmuraban: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). Les parece que el Señor no debería compartir su tiempo y su amistad con personas de vida poco recta. Se cierran ante quien, lejos de Dios, necesita conversión.

Pero, si la parábola enseña que nadie está perdido para Dios, y anima a todo pecador llenándole de confianza y haciéndole conocer su bondad, encierra también una importante enseñanza para quien, aparentemente, no necesita convertirse: no juzgue que alguien es “malo” ni excluya a nadie, procure actuar en todo momento con la generosidad del padre que acepta a su hijo. El recelo del mayor de los hijos, relatado al final de la parábola, coincide con el escándalo inicial de los fariseos.

En esta parábola no solamente es invitado a la conversión quien patentemente la necesita, sino también quien no cree necesitarla. Sus destinatarios no son solamente los publicanos y pecadores, sino igualmente los fariseos y escribas; no son solamente los que viven de espaldas a Dios, sino quizá nosotros, que hemos recibido tanto de Él y que, sin embargo, nos conformamos con lo que le damos a cambio y no somos generosos en el trato con los otros. Introducidos en el misterio del amor de Dios —nos dice el Concilio Vaticano II— hemos recibido una llamada a entablar una relación personal con Él mismo, a emprender un camino espiritual para pasar del hombre viejo al nuevo hombre perfecto según Cristo.

La conversión que necesitamos podría ser menos llamativa, pero quizá ha de ser más radical y profunda, y más constante y mantenida: Dios nos pide que nos convirtamos al amor.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de Dos Filos

Filiación divina

«Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios, y lo somos» (1 Jn 3, 1).

Eso dicen las Escrituras.

Esa es su heredad, sacerdote, y es por su heredad que tú recibes el Paraíso prometido de tu Señor, y es por heredad que el Padre merece ser tratado como padre, y es por heredad que tú has merecido por el Hijo ser tratado como hijo, porque de verdad lo eres.

Y tú, sacerdote, ¿cómo vives la filiación divina?

¿Te reconoces como verdadero hijo y reconoces a Dios como verdadero Padre?

¿Te reconoces necesitado y miserable, y reconoces ante todo el poder y el amor de tu Padre?

¿Te reconoces pecador e indigno de merecer la heredad del Padre y reconoces su bondad y su misericordia?

¿Respetas, sacerdote, a tu Dios, como a un verdadero padre?

¿Lo amas por sobre todas las cosas y lo obedeces?

¿Lo adoras, sacerdote, y le agradeces?

¿Abres tus manos y las elevas clamando al cielo para pedir como un hijo pide a su padre y recibir su providencia?

¿Confías en Él?

Entonces, sacerdote, no tienes nada de qué preocuparte.

¿Acaso no eres tú más que los lirios del campo y que las aves del cielo?

Te ha llamado sacerdote, y te ha llamado a ti primero.

Como hijo predilecto te ha mostrado un amor hasta el extremo.

No sólo te ha dado a su Hijo para salvarte, sino que lo ha hecho como tú para guiarte, porque no tienes un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de tus debilidades, sino que de manera semejante a ti ha sido probado en todo como tú, menos en el pecado.

Tu Señor te pide que te acerques, sacerdote, para recibir su gracia y su misericordia, para que, como Él, tú también resistas a la hora de la prueba y no caigas en el pecado, para que alcances con Él su Paraíso.

Esa, sacerdote, es su heredad, porque todo lo que es de su Padre es suyo, y lo suyo es de su Padre. Y tú eres de Él, sacerdote, y Él es glorificado en ti.

No malgastes, sacerdote, los dones que tu Padre te ha dado.

Multiplícalos, ofréceselos, entrégaselos con creces, porque para eso te los ha dado. No para que los malgastes, los malogres y los despilfarres, porque los dones que te ha dado tu Señor son finitos, sacerdote, como tú: se acaban.

Busca la eternidad de tus obras, sacerdote, dando fruto, porque el fruto permanece.

Busca sacerdote creer en el Hijo de Dios y poner tu fe por obra, para que alcances la vida eterna, porque esa es su heredad.

Eso es lo que tu Padre que está en el cielo te quiere dar.

Pero te conoce, sacerdote, y conoce tu debilidad, entonces te da su perdón a través de su misericordia y la gracia, para que puedas obrar tu fe y dar fruto que permanezca.

Y, si un día, sacerdote, te alejaras, te desviaras del camino y te perdieras, si desperdiciaras todos los regalos que te ha dado tu Señor y despreciaras su heredad, pídele que te lleve hasta el fondo de la amargura, hasta el desprecio, en medio del desierto de la soledad, hasta dejarte sin nada, despojándote de ti, porque para eso también te faltan fuerzas.

Entonces pídele que te llene de Él y déjate encontrar, sabiendo que Él nunca te deja de buscar.

Abre tu corazón y recibe el abrazo misericordioso de tu Padre, confiando en el amor del Hijo fiel que permanece a la derecha de su Padre y que viendo que tú ya no tienes nada se compadecerá de ti y compartirá contigo su Paraíso, te sentará a la mesa y Él se sentará contigo, comerás con Él y Él comerá contigo, porque esa, sacerdote, es su heredad.

¡Vuelve, sacerdote, vuelve!

Vuelve al camino correcto.

¡Vuelve, sacerdote, vuelve!

Vuelve al amor primero.

¡Vuelve, sacerdote, vuelve!

Te está esperando con los brazos abiertos.

¡Vuelve, sacerdote, vuelve!

Vuelve a la presencia de tu Señor con el corazón contrito y humillado que Él no desprecia.

¡Vuelve sacerdote, vuelve!

Vuelve a pedir perdón setenta veces siete.

¡Vuelve sacerdote, vuelve!

Vuelve a casa y al abrazo misericordioso de tu Padre.

Te está esperando para perdonarte, para amarte, para convertir tu corazón de piedra en corazón de carne.

¡Vuelve sacerdote, vuelve!

Vuelve al servicio de tu Señor y cumple, sacerdote, tu misión. Y esta vez cuida, agradece, valora y protege lo que tu Padre te dio, para que se lo devuelvas con creces, como hace un verdadero hijo con su Padre, que te da la vida y que se alegra cada vez que tú regresas, porque Él siempre te espera.

Reúne a su pueblo, sacerdote, y dales lo que les corresponde: misericordia, sacerdote, misericordia, porque Cristo ha querido hacerlos hijos a todos por filiación divina. Y esa, sacerdote, es la heredad del Padre, a través del Hijo, por el Espíritu Santo, para que todo el que crea en que Cristo es el único Hijo de Dios, no muera, sino que tenga vida eterna.

Esa, sacerdote, es la misericordia del Padre.

Esa, sacerdote, es su heredad.

Ese es el amor tan grande del Padre que tú debes enseñar, para que todos sean uno como el Hijo y el Padre son uno, y sean llamados hijos del Padre misericordioso, porque lo son.

(Espada de Dos Filos V, n. 3)

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LAS PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA – Mons. Antonio Pitta

Subsidio para el Año Santo de la Misericordia

Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización

IV. EN BUSQUEDA DE LA OVEJA Y LA MONEDA PERDIDAS Y ENCONTRADAS

Lucas 15, 1-7

El capítulo quince del evangelio de Lucas es uno de los más bellos del Nuevo Testamento: el trasfondo es la compasión de Jesucristo por los pecadores, explicada con tres parábolas. Las “parábolas de la misericordia” (la oveja encontrada, la moneda recuperada y el padre compasivo) se suceden una tras otra sin interrupción. Sin embargo, está bien separar las dos primeras parábolas, no solo porque la tercera está mucho más desarrollada, sino también por los epílogos diferentes. Mientras las primeras dos parábolas se cierran con una fiesta, la tercera nos deja en suspenso: no dice si el hermano decidió participar en la fiesta por el regreso del menor o si toma otro camino

1. Las diversas categorías de pecadores

En tiempos de Jesús, se distinguían cuatro categorías de pecadores: físicos, raciales, sociales y morales. Parece que él se relacionó con todas las categorías mencionadas. La primera categoría de pecadores era física y se debía a la concepción de que toda lesión estaba referida al pecado: las enfermedades eran consecuencia del pecado y no una condición natural. Cuando Jesús cura a un ciego de nacimiento, los discípulos le preguntan si su ceguera depende de sus pecados o los de sus progenitores (Juan 9, 1-2). Además de la relación entre pecado y enfermedad, entre la población palestinense, estaba muy difundida la idea de que solo Dios podía perdonar los pecados, cualquier milagro debía corresponderse con la purificación en el templo. Jesús se arroga el derecho de purificar el pecado cuando cura a un paralítico descolgado del techo de la casa (Marcos 2, 1-12). Este gesto es visto como una blasfemia que escandaliza a los presentes.

La segunda categoría de pecadores era racial: a los extranjeros los consideraban pecadores porque no observan la Ley según las tradiciones judías. En esta categoría, entraban los samaritanos y los gentiles que vivían en Palestina: la sumisión a la Ley de Moisés permitía ser liberados de esa forma de pecado. Por eso, a los gentiles no se les permitía entrar en el Templo de Jerusalén, sino que eran obligados a respetar los confines de la santidad del lugar, bajo pena de lapidación y contaminación del lugar sagrado.

Al significado racial de la palabra “pecador” se le añade un significado social, destinado a los cobradores de impuestos o publicanos, contratados para recaudar las tasas debidas al poder imperial.

Equiparados con los usureros, los publícanos se sostenían de los intereses que añadían a los impuestos. Entre sus discípulos, Jesús escoge a Leví, hijo de Alfeo, a quien invita a seguirlo cuando está sentado en su banco de cobrador de impuestos. Para subrayar la reincorporación de este grupo de pecadores, Jesús cuenta la parábola del cobrador de impuestos y el fariseo en el templo (Lucas 18, 9-14), en la cual nos detendremos.

La última categoría de pecadores era ética y comprendía a los usureros y a las prostitutas. Hemos observado que la mujer que lava los pies de Jesús en casa de Simón, es una pecadora. La samaritana, con quien Jesús se detiene a conversar, tuvo cinco maridos y vive con uno que no es el suyo (Juan 4, 1-30). Jesús afirma que ha sido enviado para curar las heridas de todos los pecadores sin excluir a nadie. Naturalmente, por este tipo de amistades, es acusado de ser un pecador (Juan 9, 24-25) que vive con pecadores. Pero los milagros desmienten la acusación, porque un pecador no puede hacer los prodigios que él realiza, y las parábolas explican las razones que lo llevan a frecuentar a los pecadores.

2. El pastor y la oveja encontrada

Jesús no fue el primero en elegir el ambiente campestre para hablar de la relación entre el pastor y la oveja. El profeta Ezequiel relata la amplia parábola contra los pastores de Israel, la cual puede haber inspirado la parábola de Jesús:

15Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-. 16Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero exterminaré a la que está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia (Ezequiel 34, 15-16).

Sin embargo, ¡la parábola de Jesús es paradójica! El trasfondo es un pastor que tiene cien ovejas, se le pierde una, deja las noventa y nueve restantes en el desierto y se encamina a buscar a la perdida. Una vez encontrada, la carga sobre sus hombros, vuelve a casa, convoca a sus vecinos y amigos y les pide que gocen con él. La paradoja está en la pregunta con la cual Jesús describe la escena del pastor. Ante la cuestión de quién tomaría semejante opción, en realidad, nadie dejaría a las noventa y nueve en el desierto por una sola que no está seguro de encontrar. El paradójico modo de actuar del pastor explica el de Jesús: cuantos consideran o presumen no tener pecado son como las noventa y nueve ovejas abandonadas a sí mismas, sin pastor. El riesgo que enfrentan las noventa y nueve ovejas en el desierto y la perdida muestra una diferencia sustancial: la perdida exige ser buscada, mientras que las otras se piensan aseguradas.

El gozo conecta la parábola a la vida: encontrar a la oveja perdida es el gozo del pastor y de Dios, quienes se alegran más por un pecador convertido que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (o se ilusionan con no necesitarlo). Es conmovedora la manera en que Jesús entiende la conversión: no es fruto del sujeto que se convierte, sino de la acción de Dios que busca a quien está perdido. La conversión es siempre la acción de la gracia, concedida por quien carga a la oveja perdida sobre su espalda y regresa a casa; puesto que es originada por la gracia, la conversión exige ser compartida. A los fariseos y los escribas les queda la opción: o comparten el gozo de la conversión, concedida a los publícanos y los pecadores, o la obstaculizan, cayendo en la presunción de poder quedarse en el desierto, como un rebaño sin pastor en brazos del peligro.

Por tanto, la participación humana en la conversión es importante, sobre todo, porque las personas no son débiles como las ovejas. Sin embargo, el peso de la parábola no radica en las noventa y nueve ovejas ni en la encontrada; en otras palabras: no es necesario perderse para ser encontrado, ni abandonarse en el desierto para no ser buscados por Dios; todas las acciones son del pastor y no de las ovejas; para subrayar el origen divino de la conversión, se ha añadido la parábola de las dracmas.

3. El ama de casa y la moneda recuperada

La situación inconcebible del pastor y sus ovejas adquiere un tono más natural con un ama de casa que pierde una dracma y se empeña de todas maneras en encontrarla. Una vez recuperada, la mujer convoca a las amigas y las vecinas, las invita a gozar con ella por haber hallado la dracma perdida. También es análoga la conclusión de la parábola: ante los ángeles de Dios, hay más gozo por un solo pecador que se convierte.

A primera vista, parece que el contenido de ambas parábolas sea el mismo: a las cien ovejas corresponden las diez dracmas y a la oveja perdida corresponde la dracma extraviada. En realidad, ahora la atención se centra en el empeño de la mujer por hallar la dracma perdida, la cual vale mucho menos que una oveja. En tiempos de Jesús, una dracma tenía el mismo valor que un denario o una jornada de trabajo de un empleado. A pesar del valor relativo de una dracma, el ama de casa pone todo su empeño en hallarla. En la parábola, no se especifica el estado social de la mujer, en cuyo caso, la condición de pobreza explicaría por qué tanto afán en hallar la dracma perdida. Además, la atención se centra en la búsqueda meticulosa y el gozo compartido por haber hallado la dracma perdida. La dedicación y el gozo son los que confieren el valor real a la moneda, y no el valor nominal de la dracma. Una moneda es inanimada; esto subraya la conversión concebida como acción penetrante de la gracia de Dios y no como respuesta humana. La más breve de las parábolas de la misericordia no relaciona la moneda hallada con las otras, como, en cambio, sí pasa con la oveja perdida y las noventa y nueve, y el hijo menor y el mayor. El ama de casa busca la dracma por el valor que tiene para ella y no respecto de las otras monedas. Aunque solo hubiera un pecador, valdría la pena buscarlo, encontrarlo y gozar.

4. Jesús y la comunidad con el rostro del pastor

Regresemos a la relación entre el pastor y las ovejas: profundicemos con los evangelios de Juan y de Mateo. En el evangelio de Juan 10, 1-16, Jesús describe al buen pastor (que podría traducirse como bello pastor) con quien se identifica. Él es el buen pastor porque conoce el nombre y da la vida por sus ovejas. El pastor es diferente de los mercenarios y de los ladrones en su manera de cuidar a las ovejas; el mercenario solo está interesado en su propia ganancia, el pastor se entrega por las ovejas cueste lo que cueste, y, al mismo tiempo, estas aprenden a familiarizarse con él. Mientras el ladrón roba las ovejas, el pastor vive y se dona por sus ovejas. ¡Lo que distingue al mercenario y al ladrón del pastor es el peligro! Cuando ve acercarse al lobo, el mercenario abandona a las ovejas y huye porque no le interesan las ovejas. El pastor no se reconoce por el oficio que realiza, sino frente a las pruebas y los peligros que afronta: cuando llega el momento de decidir si huye y salva su pellejo o quedarse y perderlo por sus ovejas. En esta donación total de sí mismo hasta la muerte, Jesús es el buen (y el bello) pastor: de una belleza que no proviene de su aspecto, sino del quedarse con las ovejas cuando están en peligro.

Si en el discurso del buen pastor, Jesús se caracteriza por la coherencia de quien se dona a sí mismo hasta derramar su sangre, el Jesús del evangelio de Mateo añade una nueva dimensión a la relación entre el pastor y las ovejas. En Mateo 18, 12-14 se narra la misma parábola de Lucas 15, 4-7, pero el contexto es diferente: se encuentra en el entorno del discurso sobre la Iglesia. La primera parte del discurso está dedicada a los “pequeños” que deben ser acogidos en la comunidad cristiana, y culmina con la parábola del buen pastor. El contexto diverso desplaza la atención sobre el impacto de la parábola: “De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mateo 18,14). La Iglesia está directamente implicada en la parábola porque a ella se le confía la voluntad del Padre: que ningún pequeño se pierda. La Iglesia asume el rostro del Padre misericordioso cuando es una madre en búsqueda de la oveja perdida: no olvida a las noventa y nueve ovejas en el campo, pero se alegra por la que ha encontrado. Ahora se ve claramente que la parábola del buen pastor compromete a la Iglesia y a sus pastores. Los pequeños que no encuentran lugar en la sociedad adquieren derecho de ciudadanía en la comunidad cristiana, que no solo debe acogerlos, sino también buscarlos con el riesgo de no encontrarlos. A una Iglesia que toma el camino simple del puritanismo y del eficientismo, Jesús contrapone una Iglesia que pone en el centro a los pequeños. Si la Iglesia está donde dos o tres están reunidos en el nombre de Jesús, el rostro de Cristo en la Iglesia es el de los pequeños.

Alessandro Manzoni ha reelaborado con genialidad la parábola de la oveja encontrada, en donde relata los encuentros del innominado con Lucía y el cardenal Federico Borromeo. No podemos detenernos en los capítulos XXI y XXIII de “Los novios prometidos”, pero los recomendamos por su belleza 2. Solo apuntamos que los capítulos giran en torno a la frase de Lucía, cuando se encuentra con el innominado: “Dios perdona muchas cosas, por una obra de misericordia”. La afirmación le impide al innominado el suicidarse durante una noche angustiosa, y, al día siguiente, llega el cardenal Federico. El cardenal, por su parte, reconoce su culpa y se reprocha que debería haber ido a buscarlo, en vez de esperar la visita del innominado; he aquí la relectura de la parábola: “Dejemos a las noventa y nueve ovejas... Se hallan seguras en el monte: yo quiero estar ahora con la que se había extraviado. Esas almas quizá se sientan ahora más contentas, que viendo a este pobre obispo. Quizá Dios, que ha obrado en vos el prodigio de la misericordia, difunde entre ellas un júbilo cuya razón aún no conocen”.

V. UNA COMPASIÓN EXCESIVA:

EL PADRE MISERICORDIOSO

Lucas 15, 11-32

Con todo respeto hacia las dos primeras parábolas de la misericordia, el ser humano es muy diferente de una oveja y, con mayor razón, ¡de una moneda! Muy consciente de la enorme diferencia, Jesús teje un relato que es una obra de arte. Nos hallamos ante la parábola por excelencia, por merecido reconocimiento, a condición de que se le cambie el título: no “el hijo pródigo” y tampoco “el padre bueno”, sino “el padre misericordioso” o “compasivo”. Ahora releamos la parábola con toda su riqueza y su profundidad.

1. Más allá de cualquier retribución

La parábola del padre misericordioso es una gran madeja que puede desenrollarse escogiendo uno de los hilos que la forman. Escojamos el que nos parece el hilo más importante y más enredado: la retribución. Ya desde el comienzo, Jesús señala el tema de la retribución, el cual forma parte de los derechos humanos más naturales. Un hombre tiene dos hijos; uno de ellos le pide lo que le corresponde, y el padre divide su legado. En aquella época, la Ley judía establecía que el primogénito recibiera dos tercios, mientras que al menor le correspondía un tercio de la herencia (Deuteronomio 21, 17). Sin oponer resistencia, el padre entrega al hijo menor la parte que le corresponde. Mientras el menor despilfarra su dote viviendo de manera disoluta en una región lejana, la otra parte del patrimonio está a buen resguardo y es administrada por el hijo mayor. Según un equitativo y justo modo de pensar, si el hijo menor regresara, no tendría nada qué esperar por parte de su padre y su hermano mayor. La grave culpa del hijo menor podría ser, como máximo, perdonada, ¡pero nunca olvidada!

Aunque tal vez el padre olvidara ese triste paréntesis, siempre estará el hijo mayor dispuesto a recordárselo a ambos. Así sería respetada la ley de la retribución: la recompensa del bien a quien cumple el bien, y la del mal a quien hace el mal.

En realidad, la parábola transgrede desde la misma raíz esta ley de distribución patrimonial, revelando el excesivo amor del padre. El padre no espera a sus hijos estando en la casa, no verifica si el menor realmente se arrepintió, no pregunta dónde quedó su parte de la herencia, sino que organiza una fiesta llena de música y bailes. Inconcebible también es cómo el padre se comporta con el mayor: no lo espera cuando regresa del campo, donde trabaja para bien de la familia, ni le pide su parecer sobre cómo actuar con el menor. La parábola que revela el rostro más humano de Dios lo retrata con exceso y no como defecto: a Dios no le falta humanidad, ¡la sobrepasa!

En contraste con el padre que transgrede la ley de la distribución de la herencia, los hermanos no logran ir más allá de la lógica del dar para recibir. El hijo menor recibe la parte de la herencia que le corresponde, la despilfarra con prostitutas y decide regresar a casa cuando está en el límite de sus fuerzas. El hijo menor no regresa con su padre porque esté arrepentido, sino porque no logra encontrar una vía de salida. En tal condición, lo que más se puede imaginar es ser tratado como uno de los muchos trabajadores en casa de su padre; no lo motiva el arrepentimiento, ¡sino el hambre!

El hijo mayor también está dentro de los límites de la retribución: ha servido a su padre durante años, nunca ha transgredido un solo mandato y espera que él le dé por lo menos un cabrito para festejar con sus amigos. Frente a la compasión del padre, el mayor lo acusa de haber transgredido el principio de la retribución; no logra considerar al mismo hijo de su padre un hermano, sino que lo define solo como “ese hijo tuyo”. Encasillar al padre en el nicho de la retribución le impide reconocer su paternidad y su fraternidad con el otro.

Algunos comentaristas subrayan la ausencia de la figura materna en la parábola. En realidad, como el hilo conductor se refiere a la distribución del patrimonio familiar, tal derecho/deber está entre las competencias del padre y no de la madre. En su Carta a los Gálatas, Pablo recuerda que el beneficio de la herencia para los hijos corresponde al padre, quien puede establecer la repartición cómo y cuándo lo desea (4,1-3). Profundicemos la excesiva compasión del padre con respecto a sus hijos.

2. El padre sale de la casa en dos ocasiones

Entre los muchos y diversos conflictos que se verifican dentro de los muros domésticos, es difícil y quizá imposible imaginar a un padre que abandona la propia posición para alcanzar a un hijo, de quien se ha perdido el rastro. Si ya de entrada el título “el hijo pródigo” propuesto para la parábola es inadecuado, se debe a que el protagonista indiscutible es el padre, que se vincula a los dos hijos y que transgrede el derecho de la distribución hereditaria.

Al comienzo del relato, el padre se limita a escuchar la solicitud del menor. No se ofrece ninguna explicación sobre las razones por las cuales el hijo pide lo que le corresponde. ¿Por qué es un conflicto para el hermano mayor? ¿No comparte la manera de actuar de su padre? ¿O es porque vislumbra la exigencia de una vida independiente? Cualquier motivo es silenciado, pues al narrador no le interesan las razones, sino el rápido alejamiento del hijo de la casa paterna. Luego de descubrir la vida disoluta del hijo menor, el padre regresa a escena para realizar unos gestos increíbles: ve desde lejos a su hijo -subraya que lo espera desde que se alejó de la casa- y siente compasión, corre a su encuentro, lo abraza y lo besa (v. 20). Por unos instantes, le da oportunidad a su hijo para que le diga lo que él ha preparado en vistas a su regreso. Lo interrumpe antes de escuchar su petición de ser tratado como un jornalero y ordena a los servidores que traigan la mejor ropa, que le pongan un anillo en el dedo y sandalias en los pies, que maten el ternero gordo y que lo festejen. De todas las acciones que el padre realiza con su hijo menor, la más decisiva en el desarrollo de la parábola está centrada en el verbo “sintió compasión” (se conmovió profundamente, v. 20). El padre ama visceralmente a su hijo perdido, al punto de sentir la pasión humana más profunda.

Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: “Se conmovió” (Lucas 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro de su hijo, abrazarlo y reintegrarle su dignidad perdida. Bien dice Juan Pablo II, en la encíclica Dives in misericordia (Rico en misericordia), donde dedica el cuarto capítulo a esta parábola: “La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad de su hijo perdido, en su dignidad” (DV 6). En el centro de la parábola, se encuentra la misericordia del padre y no su bondad.

Si la bondad es una cualidad del carácter, la misericordia es una dimensión que madura en el interior y se concreta en acciones por el prójimo. La prueba más dura todavía está por llegar, y se verifica cuando se añade el nexo del modo de pensar del hijo mayor. Es dramático el rechazo del mayor, quien decide no entrar en la casa; su ira lo petrifica ante la puerta que ha cruzado muchas veces. Entonces el padre decide salir de la casa otra vez y suplicarle. En esta ocasión, el precio es más alto que el pagado por el hijo menor: ¡el padre debe padecer un reproche que se le hace con todo detalle! El mayor lo acusa hasta de avaro, no dispuesto a darle ni un cabrito para festejar con sus amigos. Un padre en contradicción consigo mismo es aquel que no retribuye a quien le es fiel, mientras que hace matar el ternero gordo para quien ha despilfarrado su herencia. La ira conduce al hijo mayor a tergiversar la verdad que conoce desde el principio: frente a la petición del menor de la herencia que le corresponde, el padre no opone resistencia; tres cuartas partes del patrimonio familiar son del mayor. La misericordia del padre es inmensa: podría responder que, mientras esté en su casa, es él quien manda. Según el derecho patrimonial, mientras viva, ¡puede hacer lo que quiera con sus bienes! En vez de eso, el padre se pone en la situación del hijo mayor y lo invita a reflexionar sobre sus relaciones. Es inmensa la ternura con la cual se dirige al mayor: aunque nunca lo denomina “padre”, él sí lo llama “hijo mío” (teknon): una palabra que denota una relación íntima. El padre reconoce que el patrimonio restante es del mayor, pero no le interesa. Más que nada, su preocupación se centra en el contraste de “ese hijo tuyo”, el cual le ha reprochado el mayor, para transformarlo en “tu hermano”. La conversión profunda que el padre espera no es la del menor, quien ha regresado a la casa porque de otra manera hubiera muerto de hambre; es, sobre todo, la del mayor, incapaz de reconocer a su padre y a su hermano.

Antes de “una Iglesia que sale al encuentro”, existe “un padre que sale al encuentro” y es el de la parábola: por su excesiva compasión hacia sus hijos, no se queda en una sala cómoda, sino que corre al encuentro del menor y alcanza al mayor para inundarlo con su misericordia.

3. El hijo muerto y vuelto a la vida

Cuanto más se aleja de su padre, más se sumerge en una degradación sin fondo: este es el drama del hijo menor. Luego de recibir la parte del patrimonio que le corresponde, el hijo emigra hacia una región lejana, donde despilfarra su patrimonio y vive de manera disoluta. Si en aquella región hay una piara de puercos, quiere decir que se encuentra fuera de tierra santa, donde no se permite criar cerdos, pues se consideran animales impuros. Entonces, apacentar cerdos es, para el hijo menor, el más bajo nivel de humillación, a tal punto que no le dan ni las bellotas que comen los cerdos. Cuando san Agustín de Hipona relee su vida, antes de la conversión, se le viene a la mente la condición del hijo menor:

“Me dispersé lejos de ti y erré, mi Dios, en el tiempo de la adolescencia, por caminos muy lejanos de tu estabilidad. Así llegué a convertirme yo mismo, en un país de miseria” (Confesiones 2, 10, 18).

La máxima indigencia conduce al joven a entrar en sí mismo y reflexionar sobre la situación a la que ha llegado. Se reprocha la condición de los jornaleros de su casa paterna: mientras él no puede ni siquiera comer las bellotas, aquellos tienen pan en abundancia. Entonces decide emprender el camino de regreso para pedir a su padre que lo trate como uno de sus asalariados, con tal de no morir de hambre. Viéndolo bien, el hijo menor reconoce haber pecado contra el cielo y contra su padre y le basta ser tratado como un trabajador. Finalmente, lo que le interesa es recibir pan para comer y, como no encuentra otra solución, emprende el camino de regreso.

Debe ser enorme la vergüenza que el hijo experimenta ante su padre, quien le sale al encuentro, lo abraza y lo besa. Inmerecida es la compasión del padre, capaz no solo de saciar el hambre de su hijo, sino de concederle, además, la dignidad perdida. Con toda prisa, sin pedirle explicaciones ni hacer cálculos, viste al hijo con la mejor ropa, anillo en el dedo y sandalias en los pies. Antes de ver a su padre estaba reducido a ser un jornalero, no tenía ya la dignidad de hijo, sino la indignidad de los animales impuros a los que está prohibido comer.

Si desde la casa paterna se oye música y coros que acompañan al baile, quiere decir que el padre ha reintegrado al hijo en la familia: estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado. Lo que le devuelve la vida a quien está muerto no es el arrepentimiento, sino la excesiva compasión del padre por un hijo que es una creatura nueva e inicia una nueva vida. La compasión del padre no está formada solo de una conmoción, sino que también se transforma en pasión, capaz de hacer surgir vida donde hay muerte.

4. “Este hermano tuyo”

Tal vez sea una casualidad, pero en la Sagrada Escritura los hijos mayores y los primogénitos no gozan de buena suerte: destinados a ser hijos de la promesa y de la herencia, experimentan la mala suerte de quien es privado de un derecho natural. Eso lo sabe Caín con respecto a Abel, Esaú con Jacob, los hijos de Jacob con José, incluso los hijos de Jesé con respecto a David.

La enorme paradoja de la historia de la salvación es que la ley divina de la primogenitura es quebrantada por Dios mismo poruña razón de capital importancia: en la retribución y en la herencia divina, todo debe quedar en el terreno de la gracia y no en el del derecho. En la parábola, el padre misericordioso reconoce que el patrimonio es del hijo mayor, pero le pide cambiar de mentalidad.

Hay una parábola dentro de la parábola y es aquella donde el protagonista es el hijo mayor. Regresa del campo, donde trabaja para el padre, escucha la música y los coros, llama a un sirviente quien le informa de lo que está ocurriendo. El sirviente debe haber echado más leña al fuego, porque con una buena dosis de ironía, le dice que su hermano menor ha regresado y su padre ha mandado matar el ternero engordado. Es incontenible la furia del mayor: decide no entrar en la casa y, cuando su padre lo alcanza, para suplicarle que ingrese, despotrica contra todos. Acusa a su padre de ser un avaro que no le da ni un cabrito y a su hermano menor de ser un perverso, que ha despilfarrado sus bienes con prostitutas. En el centro de esta “parábola dentro de la parábola”, se encuentra el verbo “se enojó” con su padre. El furor lo ciega y le impide mirar bien: su hermano está sano, estaba muerto, pero ahora está vivo, estaba perdido y ha sido recuperado. Sus ojos ven el pecado cometido por su hermano, pero no el bien que su padre le ha reservado. La culpa que el padre no reprocha la denuncia el hermano. Por el hijo mayor venimos a enterarnos de que el menor despilfarró sus bienes con prostitutas. El hijo mayor pareciera el autor del Libro del Eclesiástico, que recomienda: “No te entregues a las prostitutas, para no arruinar tu patrimonio” (9, 6).

La parábola no cuenta el alegre o triste final acerca de la decisión del mayor. Tampoco si fue convencido por su padre de entrar en la casa. No dice si decidió cobrar la herencia que le correspondía para abandonar la casa paterna. Ni si vio a su hermano frente a frente. La del padre misericordioso es una parábola abierta que señala a los oyentes la responsabilidad de sus propias decisiones: si establecen relaciones según el derecho o la justicia distributiva, o retoman el sendero tortuoso de la gracia y la misericordia. En la segunda opción, se está obligado a no juzgar al padre como un ingrato por tenerle misericordia al pecador y a alegrarse porque el pecador, estando muerto, ha vuelto a la vida.

Si las parábolas de la oveja y de la dracma se cierran positivamente, el final de la del padre misericordioso termina con el silencio. A cuantos critican a Jesús, quien acoge y come con publicanos y pecadores, se les consigna la responsabilidad de decidir: ¿cómo evaluar las relaciones con Dios, que es Padre, y con el prójimo, que es hermano?

5. Siervos y no jueces de la misericordia

Una obra de arte se puede contemplar desde ángulos diversos, y cada uno encierra significados variados y nuevos. Pocos comentaristas de esta parábola se detienen en profundizar el papel de los sirvientes, que consideran como natural. En realidad, hay una notable tensión entre las dos partes de la parábola: por una parte, los sirvientes participan del encuentro festivo del padre con su hijo menor; por la otra, uno de ellos comunica al mayor, quien regresa del campo, lo que está pasando en la casa. Todos los sirvientes presencian el encuentro entre el padre y el menor y siguen las órdenes recibidas: sacar las mejores ropas, vestirlo, ponerle un anillo en el dedo y sandalias en los pies, matar el ternero engordado y participar de la fiesta. Los sirvientes han escuchado también el motivo principal que ha llevado al padre a ordenar tantas acciones: su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida. Los sirvientes están al servicio de la misericordia, y no se les concede ninguna objeción ante la excesiva misericordia del padre. Les quedan sus tareas: vestir al hijo menor y organizar la fiesta. Es significativo que el padre, además de revestir a su hijo de la dignidad perdida, involucra a los sirvientes en una misericordia compartida.

En la segunda parte, uno de los sirvientes es interrogado por el hijo mayor y se limita a decir: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo” (Lucas 15, 27). El contraste de los servidores en la primera parte y el sirviente de la segunda es notorio y demuestra que este último reduce la misericordia de su patrón a una injusticia contra el hijo mayor. El sirviente se limita a comunicar el sacrificio del ternero y la condición física del menor. No recuerda la compasión del padre por su hijo, ni los gestos en los cuales ha participado, sino solo la orden de matar al ternero. También él razona según la lógica de la retribución, cimentada en los méritos y no en la gracia. El sirviente sabe bien que, mientras han matado el mejor ternero para el hijo menor, el mayor no ha recibido ni siquiera un cabrito para festejar con sus amigos. En otras palabras, parece que el sirviente le dijera al mayor: “¡Mira qué clase de padre tienes! Tu obediencia vale menos que un cabrito, mientras el despilfarro de tu hermano vale el mejor ternero”. Es justamente la noticia del ternero la que enciende la ira del hermano mayor.

En su ilimitada misericordia, el padre es juzgado por su hijo mayor y por el servidor, que reduce su compasión a las cuentas de la retribución. Por tanto, en las relaciones de misericordia del padre con sus dos hijos, los servidores juegan un papel contrastante: ser siervos de la misericordia para recuperar una dignidad perdida, compartiendo el gozo de su patrón, o juzgar como injusta la excesiva compasión del padre por su hijo recuperado

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