Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2013 – Homilías 2016 y 2019
- BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2007 – Homilía 2010
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
LAS ALTAS MIRAS DEL DISCIPULADO
Sab 9,13-19; Fil 9-10. 12-17; Lc 14, 25-33
Vistas las exigencias del Señor Jesús “de tejas abajo” como suele decirse, resultan incomprensibles. El desprendimiento absoluto de toda posesión, la disposición a cargar con la cruz y el sufrimiento, lo mismo que la desconexión de los vínculos familiares, son exigencias que generan conflictos internos. El discípulo parece quedar demasiado vulnerable sin redes de afecto y sin un mínimo de certidumbre para solventar las necesidades básicas. Por eso mismo el Señor Jesús recurre a dos comparaciones, la de la guerra y la construcción, para invitar a los suyos a considerar la magnitud del reto cristiano antes de iniciarlo. El libro de la Sabiduría puede despejar nuestra incertidumbre al recordarnos que la comprensión del designio divino no es fruto de la inteligencia humana, sino de la sabiduría que nos ofrece el Espíritu. Quien aprenda a rastrear las cosas del cielo podrá comprender el misterio del seguimiento de Cristo.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 118, 137. 124
Eres justo, Señor, y rectos son tus mandamientos; muéstrate bondadoso con tu siervo.
ORACIÓN COLECTA
Señor, Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tanto amas, para que todos los que creemos en Cristo obtengamos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?
Del libro de la Sabiduría: 9,13-19
¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios? ¿Quién es el que puede saber lo que el Señor tiene dispuesto? Los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse, porque un cuerpo corruptible hace pesada el alma y el barro de que estamos hechos entorpece el entendimiento.
Con dificultad conocemos lo que hay sobre la tierra y a duras penas encontramos lo que está a nuestro alcance. ¿Quién podrá descubrir lo que hay en el cielo? ¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das la sabiduría, enviando tu santo espíritu desde lo alto?
Sólo con esa sabiduría lograron los hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada. Sólo con esa sabiduría se salvaron, Señor, los que te agradaron desde el principio.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14.17
R/. Tú eres, Señor, nuestro refugio.
Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que retornen. Mil años para ti son como un día que ya pasó; como una breve noche. R/.
Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. R/.
Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos. ¿Hasta cuándo, Señor, vas a tener compasión de tus siervos? ¿Hasta cuándo? R/.
Llénanos de tu amor por la mañana y júbilo será la vida toda. Haz, Señor, que tus siervos y sus hijos, puedan mirar tus obras y tu gloria. R/.
SEGUNDA LECTURA
Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano amadísimo.
De la carta del apóstol san Pablo a Filemón: 9-10. 12-17
Querido hermano: Yo, Pablo, ya anciano y ahora, además, prisionero por la causa de Cristo Jesús, quiero pedirte algo en favor de Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado para Cristo aquí, en la cárcel.
Te lo envío. Recíbelo como a mí mismo. Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera, mientras estoy preso por la causa del Evangelio. Pero no he querido hacer nada sin tu consentimiento, para que el favor que me haces no sea como por obligación, sino por tu propia voluntad.
Tal vez él fue apartado de ti por un breve tiempo, a fin de que lo recuperaras para siempre, pero ya no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo. Él ya lo es para mí. ¡Cuánto más habrá de serlo para ti, no sólo por su calidad de hombre, sino de hermano en Cristo! Por lo tanto, si me consideras como compañero tuyo, recíbelo como a mí mismo.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Sal 118. 135
R/. Aleluya, aleluya.
Señor, mira benignamente a tus siervos y enséñanos a cumplir tus mandamientos. R/.
EVANGELIO
El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 14, 25-33
En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar’.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil?” Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz. Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Señor Dios, fuente de toda devoción sincera y de la paz, concédenos honrar de tal manera, con estos dones, tu majestad, que, al participar en estos santos misterios, todos quedemos unidos en un mismo sentir. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 41, 2-3
Como la cierva busca el agua de las fuentes, así, sedienta, mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Concede, Señor, a tus fieles, a quienes alimentas y vivificas con tu palabra y el sacramento del cielo, aprovechar de tal manera tan grandes dones de tu Hijo amado, que merezcamos ser siempre partícipes de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Se salvaron gracias a la Sabiduría (Sb 9,13-18)
1ª lectura
Termina la contemplación de la Sabiduría divina, identificada a veces con el «santo espíritu» que Dios envía desde las alturas (v. 17), y concluye con la afirmación de que gracias a la sabiduría se salvaron los hombres (v. 18), pues por ella han conocido los designios de Dios. Por sí mismo el hombre no podrá conocerlos debido a la pequeñez e inseguridad de sus pensamientos (v. 14) y a las preocupaciones terrenales que le absorben (v. 15); debido, en definitiva, a la limitación humana (v. 16). Con esta forma de hablar el autor sagrado no niega que podamos alcanzar la verdad; sólo afirma que los designios divinos, la Sabiduría de Dios, no puede ser descubierta por el hombre con sus solas fuerzas. En cambio, tras la Encarnación del Verbo, podemos llegar a conocer el misterio de Dios: «Porque Dios no quiso ya ser conocido, como en tiempos anteriores, a través de la imagen y sombra de la sabiduría existente en las cosas creadas, sino que quiso que la auténtica Sabiduría tomara carne, se hiciera hombre y padeciese la muerte de cruz; para que, en adelante, todos los creyentes pudieran salvarse por la fe en ella. Se trata, en efecto, de la misma Sabiduría de Dios, que antes, por su imagen impresa en las cosas creadas —razón por la cual se dice de ella que es creada—, se daba a conocer a sí misma y, por medio de ella, daba a conocer a su Padre. Pero, después esta misma Sabiduría, que es también la Palabra, se hizo carne, como dice San Juan, y, habiendo destruido la muerte y liberado nuestra raza, se reveló con más claridad a sí misma y, a través de sí misma, reveló al Padre» (S. Atanasio, Contra arrianos 2,81-82).
El v. 15 parecería recoger la idea platónica del cuerpo como cárcel del alma; pero el autor sagrado no piensa en el alma como preexistente; únicamente deja constancia de que la parte corporal del hombre le impide con frecuencia elevarse a la contemplación de las cosas espirituales. San Pablo completará esta visión cuando exponga que al hombre interior se le opone el exterior, es decir, el que sigue las apetencias de la carne que se manifiestan en el cuerpo: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,24).
Acógelo como si fuera yo mismo (Flm 9b-10.12-17)
2ª lectura
San Pablo ha engendrado a la fe a Onésimo, esclavo fugitivo de Filemón. El Apóstol juega con el significado de la palabra Onésimo (= útil), para interceder por él ante su antiguo amo y pedirle a Filemón que lo reciba de nuevo.
Conviene reparar en el hecho de que el Apóstol llevó el mensaje del Evangelio a todos, sin distinción de clases ni condiciones sociales, es más, manifestando especial afecto a los más desfavorecidos, a los que no contempla —según era frecuente en la época— como inferiores, sino como hermanos muy amados. «Ved a Pablo escribiendo a favor de Onésimo, un esclavo fugitivo —comenta San Juan Crisóstomo—; no se avergüenza de llamarlo hijo suyo, sus propias entrañas, su hermano, su bienamado» (In Philemonem 2, ad loc.).
Y es que un cristiano está llamado a estimar a todos los hombres como hermanos, valorando la dignidad de la persona humana, y consiguientemente sus derechos. Nadie puede sentirse ajeno a esa actitud ni asumir los propios deberes, con una inhibición que constituiría un pecado social, que ofende a Dios y a la sociedad de los hombres. Así lo expresa con claridad Juan Pablo II: «Es social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad» (Reconciliatio et paenitentia, n. 16).
El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo (Lc 14, 25-33)
Evangelio
Las palabras del Señor no deben desconcertar a nadie. El amor a Dios y a Jesucristo debe ocupar el primer puesto en nuestra vida y debemos alejar todo aquello que ponga trabas a este amor: «Amemos en este mundo a todos, comenta San Gregorio Magno, aunque sea al enemigo; pero ódiese al que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente... Debemos, pues, amar al prójimo; debemos tener caridad con todos; con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos» (In Evangelio homiliae, 37,3). En definitiva, se trata de guardar el orden de la caridad: Dios tiene prioridad sobre todo.
El versículo 26 ha de entenderse, por tanto, dentro del conjunto de las enseñanzas y exigencias del Señor (cfr Lc 6,27-35). Estas palabras son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97).
Como explica el Concilio Vaticano II los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Apostolicam actuositatem, n. 4). Cristo «padeciendo por nosotros nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino que, al seguirlo, santifica la vida y la muerte, y les da nuevo sentido» (Gaudium et spes, n. 22).
El camino del cristiano es la imitación de Jesucristo. No hay otro modo de seguirle que acompañarle con la propia cruz. La experiencia nos muestra la realidad del sufrimiento, y que éste lleva a la infelicidad si no se soporta con sentido cristiano. La Cruz no es una tragedia, sino pedagogía de Dios que nos santifica por medio del dolor para identificarnos con Cristo y hacernos merecedores de la gloria. Por eso es tan cristiano amar el dolor: Bendito sea el dolor. —Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor! (San Josemaría, Camino, n. 208).
El Señor nos muestra con diversas comparaciones que si la misma prudencia humana exige al hombre prevenir los riesgos de sus empresas, con mayor razón el cristiano se abrazará voluntaria y generosamente a la Cruz, porque sin ella no podrá seguir a Jesucristo: ‘Quia hic homo coepit aedificare et non potuit consummare!’ — ¡comenzó a edificar y no pudo terminar!
Triste comentario, que, si no quieres, no se hará de ti: porque tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad (San Josemaría, Camino, n. 324).
Si antes el Señor ha hablado de «odiar» a los padres y hasta la propia vida, ahora exige con igual vigor el total desprendimiento de las riquezas. El último versículo es aplicación directa de las dos parábolas anteriores: así como es imprudente un rey que pretende luchar con un número insuficiente de soldados, también es insensato quien quiera seguir al Señor sin renunciar a todos sus bienes. Esta renuncia de las riquezas ha de ser efectiva y concreta: el corazón debe estar desembarazado de todos los bienes materiales para poder seguir el paso del Señor. Y es que, como dirá más adelante, es imposible «servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). No es infrecuente que el Señor pida incluso dejar materialmente todo al llamar a un alma a vivir en pobreza absoluta y voluntaria, y siempre exige el desprendimiento afectivo, y la generosidad al emplear los bienes materiales. Si el cristiano ha de estar presto hasta renunciar a la propia vida, con más motivo ha de estarlo respecto de las riquezas: Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño que ponen los hombres del mundo en poseerlas (San Josemaría, Camino, n. 633).
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SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
El odio santo
1. Si consideramos, hermanos carísimos, cuáles y cuántos bienes son los que se nos prometen para el cielo, todo lo que hay en la tierra lo tiene por vil el alma, porque toda la riqueza de la tierra, comparada con la felicidad del cielo, más bien que subsidio, es pesadumbre.
La vida temporal, comparada con la eterna, muerte debe llamarse mejor que vida; porque el diario deshacerse de nuestra corrupción, ¿qué otra cosa es más que una muerte prolongada? En cambio, ¿qué lengua es capaz de decir, ni entendimiento de comprender, cuán grandes son los gozos de aquella ciudad celeste, hallarse entre los coros de los ángeles, colocado con los felicísimos espíritus, estar de asiento en la gloria del Creador, mirar presente la faz de Dios, ver la luz infinita, no ser afectados por el temor de la muerte y gozarse del don de la perpetua incorrupción?
Sólo con oír esto, se enardece el ánimo y desea estar ya presente allí donde espera gozar sin fin. Pero a los grandes premios no puede llegarse sino tras grandes esfuerzos; y por eso el egregio Predicador, San Pablo, dice (2 Tm 2, 5): No será coronado sino quien peleare legítimamente. Alegre, pues, al alma la grandeza de los premios, pero no tema las fatigas de la lucha. Por eso, a los que a Él acuden dice la Verdad: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y a las hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo.
2. Más pláceme poner en claro: ¿cómo es que se nos manda aborrecer a los padres y a los allegados de la sangre, siendo así que tenemos precepto de amar aun a los enemigos? Porque cierto es que la Verdad, refiriéndose a la esposa, dice (Mt 9, 6): Lo que Dios unió no lo separe el hombre; y San Pablo dice (Ef 5, 25): Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres así como Cristo amó a su Iglesia.
Ya lo veis; el discípulo predica que se debe amar a la mujer, siendo así que el Maestro dice: Quien no aborrece… a su mujer, no puede ser mi discípulo. ¿Será que el Juez anuncia una cosa y el Predicador publica otra distinta? ¿O es que podemos amar y aborrecer a la vez?
Pero, si examinamos agudamente el sentido del precepto, lo uno y lo otro podemos hacerlo discrecionalmente, de manera que amemos a la esposa y a los que nos están unidos por parentesco carnal y también a cuantos reconocemos por prójimos, y que desconozcamos por tales, aborreciéndolos y huyéndolos, a cuantos sentimos como adversarios en el camino de Dios; pues viene a ser amado, diríamos que por medio de ese odio quien no es atendido cuando, por juzgar carnalmente, nos induce al mal; y el Señor, para demostrar que este odio para con el prójimo no procede de malevolencia, sino de caridad, a continuación añade, diciendo: Y aun su misma vida. Luego se nos manda aborrecer a los prójimos y aborrecer nuestra propia vida; consta, pues, que cumple el deber de odiar al prójimo amándole quien le odia como a sí mismo; porque nosotros odiamos bien nuestra vida cuando no consentimos en sus carnales deseos, cuando mortificamos sus concupiscencias y nos oponemos constantes a sus placeres, de manera que, una vez despreciadas estas cosas, se encamina a lo mejor, y así viene a ser amada como por el odio,
Así, así es como a la esposa y a nuestros prójimos debemos mostrar el odio, amando a la vez lo que son y odiando lo que nos estorban en el camino de Dios.
3. En efecto, cuando San Pablo se encaminaba a Jerusalén, el profeta Agabo cogió su cinturón y ató sus pies, diciendo (Hch 21, 11): Así atarán en Jerusalén al varón de quien es este cinto. Mas éste, que odiaba perfectamente su vida, ¿qué decía? Yo no sólo estoy dispuesto a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre de Jesucristo (Hch 21, 13); ni tengo mi vida por más preciosa que yo (Hch 20, 24). He ahí cómo, amándola, odiaba su vida, la cual deseaba entregar a la muerte por Jesús, para que, muriendo al pecado, resucitara a la vida.
Por tanto, copiemos de esta discreción en odiarnos el modo de odiar al prójimo; ámese en este mundo a todos, aunque sea al enemigo; pero ódiese al que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente; porque quien ya aspira a lo eterno, en ese camino que ha emprendido por la causa de Dios debe hacerse extraño al padre, a la madre, a los hijos, a los parientes y aun a sí mismo, para conocer a Dios tanto mejor cuanto que, por Él, no conoce a nadie, pues mucho es lo que fustigan al alma y ofuscan su perspicacia los afectos carnales, los cuales, sin embargo, nunca nos dañarán si los dominamos, reprimiéndolos.
Debemos, pues, amar a los prójimos; debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos.
4. Además, sabemos que, cuando era trasladada desde la tierra de los filisteos a la tierra de Israel el arca del Señor, fue colocada sobre un carro, al cual fueron uncidas vacas que se dice eran recién paridas y que sus terneros quedaron encerrados en casa; y está escrito (1 R 6, 12): Y las vacas iban vía recta por el camino que conduce a Bethsames y marchaban por un mismo camino andando y mugiendo y no se desviaban ni a la derecha ni a la izquierda.
Ahora bien, ¿a quién figuran las vacas sino a cualquiera de los fieles que hay en la Iglesia, y que, cuando consideran los preceptos de la Sagrada Escritura, llevan como puesta sobre ellos el arca del Señor?
Es de notar que de estas vacas se refiere que eran recién paridas; es decir, que hay muchos que, colocados interiormente en el camino del Señor, exteriormente están ligados con afectos carnales, pero no se desvían del camino recto, porque llevan en el alma el arca del Señor.
Y ved que las vacas se encaminan a Bethsames. Ahora bien, Bethsames significa casa del sol, y el profeta (Ml 4, 2) dice: Más para vosotros, que teméis mi nombre, nacerá el sol de justicia. Luego, si nos encaminamos a la casa del Sol eterno, justo es, en verdad, que no nos desviemos del camino del Señor por causa de los afectos carnales.
También debe ponerse toda la atención en que las vacas, uncidas al carro del Señor, van camino adelante y mugen. Gimen interiormente, pero, con todo, no desvían del camino sus pasos. Sin duda de este modo deben mantenerse dentro de la santa Iglesia tanto los predicadores como los fieles, compadeciéndose caritativamente de los prójimos, pero sin salirse del camino del Señor por causa de tal compasión.
5. Y cómo deba mostrarse este odio a la vida, la misma Verdad lo declara, diciendo luego: Quien no carga con su cruz y no viene en pos de mí, tampoco puede ser mi discípulo. Bien: se llama cruz—de cruciatur—el sufrimiento; y de dos maneras cargamos con la cruz del Señor: o cuando mortificamos la carne con la abstinencia, o cuando, compadecidos del prójimo, reputamos por nuestra la necesidad suya; pues quien muestra dolerse de la necesidad ajena, lleva la cruz en el alma.
Mas es de saber que hay algunos que soportan la abstinencia de la carne, no por Dios, sino por vanagloria; y son muchos los que se compadecen del prójimo, no espiritual, sino carnalmente, de suerte que con su compasión le estimulan, no a la virtud, sino al pecado; y así, éstos parece, sí, que llevan la cruz, pero no siguen al Señor. Por eso dice bien la misma Verdad: Quien no carga con su cruz y además no viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.
Llevar, pues, la cruz e ir en pos del Señor es o afligir la carne con privaciones o compadecerse del prójimo conforme a la voluntad eterna de Dios; porque quien esto hace por un gusto temporal, lleva, sí, la cruz, pero no quiere ir en pos del Señor.
6. Ahora bien, como se han dado preceptos de cosa sublime, en seguida se agrega el símil de un edificio alto, diciendo: Pues ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no echa primero despacio sus cuentas, para ver si tiene recursos bastantes con que acabarla? No le suceda que, después de haber echado los cimientos y no pudiendo concluirla, todos los que lo vean comiencen a burlarse de él diciendo: Ved ahí un hombre que comenzó a edificar y no pudo rematar.
Debemos premeditar todo lo que hacemos, porque ahí tenéis que, según dice la Verdad, quien edifica una torre prepara antes los recursos para el edificio; luego, si deseamos construir la torre de la humildad, debemos prepararnos primero contra las adversidades de este mundo.
Pero entre el edificio terreno y el celeste hay esta diferencia: que el terreno se construye reuniendo caudales, pero el celeste repartiéndolos; reunimos caudales para aquél recogiendo lo que no tenemos; para éste reunimos caudales dejando lo que tenemos.
No pudo reunir estos caudales aquel rico que, siendo dueño de muchas posesiones, preguntó al Señor diciendo (Lc 18, 18): Maestro bueno, ¿qué podré yo hacer para alcanzar la vida eterna?, y que, habiendo oído que se le aconsejaba dejar todas las cosas, se retiró triste y apesadumbrado en el alma, precisamente por eso, porque exteriormente poseía muchos bienes; pues como en esta vida tenía los caudales de la grandeza, no quiso tener los caudales de la humildad para encaminarse a la vida eterna.
Pero es de considerar que se dice: Cuantos lo vieren, comenzarán a burlarse de él; porque, según dice San Pablo (1 Co 4, 9), servimos de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres; así que en todo lo que hacemos debemos tener en cuenta a nuestros enemigos, los cuales acechan siempre nuestros actos y siempre se congratulan de nuestros defectos. Mirando a los cuales (enemigos), el profeta dice (Sal 24, 2): Dios mío, yo confío en ti; no me veré avergonzado, ni mis enemigos se reirán de mí. De manera que, si al realizar nuestras obras no estamos alerta contra los espíritus malignos, sufriremos las burlas de los mismos que nos incitan al mal.
Y después que se ha puesto el símil de la construcción de un edificio, agrégase otro símil, procediendo de lo menos a lo más, para que de las cosas menores se piense en las mayores. Y así prosigue: ¿O cuál es el rey que, habiendo de hacer guerra contra otro rey, no considera primero despacio si podrá con diez mil hombres hacer frente al que con veinte mil viene contra él? Que, si no puede, despachando una embajada cuando está el otro todavía lejos, le ruega con la paz.
Un rey va decidido a luchar contra otro rey, y, sin embargo, si considera que no puede resistirle, envía una embajada y pide la paz. ¿Con qué lágrimas, pues, debemos solicitar la paz nosotros, que en aquel tremendo examen no acudimos de igual a igual con nuestro juez, ya que nos hacen indudablemente inferiores la flaqueza de nuestra condición y nuestra causa?
Pero tal vez hemos desechado ya de nosotros las culpas de nuestras malas obras, ya evitamos al exterior todo mal; y qué, ¿acaso podremos dar buena cuenta de nuestros pensamientos? Porque se dice que viene con veinte mil hombres aquel contra el cual no puede éste que viene con diez mil; pues de diez mil a veinte mil es como de sencillo a doble. Ahora bien, nosotros, cuando mucho adelantamos, apenas mantenemos en rectitud nuestras obras exteriores; porque, si ya ha sido arrancada de nuestra carne la lujuria, todavía no ha sido totalmente arrancada del corazón; más Aquel que viene a juzgar, juzga igualmente lo exterior y lo interior y examina por igual las obras y los pensamientos. Viene, pues, con doble ejército contra sencillo quien nos examina a la vez de las obras y de los pensamientos, cuando apenas estamos preparados para responder de una sola obra.
¿Qué debemos, por tanto, hacer, hermanos carísimos, viendo que no podemos hacer frente con un ejército sencillo a un ejército doble, sino enviar una embajada y solicitar la paz, ahora, cuando todavía está lejos, pues se dice que está lejos porque no está aún presente por el juicio?
Enviémosle de embajadoras nuestras lágrimas; enviémosle obras de misericordia; sacrifiquemos en su altar hostias pacíficas; reconozcamos que nosotros no podemos contender con El en juicio; consideremos su poder y su fortaleza y pidámosle la paz. Esta es la embajada nuestra que aplaca al Rey que viene.
Pensad, hermanos, cuán benigno es, pues que tarda en venir, sabiendo que puede confundirnos con su venida. Enviémosle, como hemos dicho, nuestra embajada llorando, haciendo limosnas, ofreciendo sacrificios. Y para obtener nuestro perdón sufraga de un modo particular el santo sacrificio del altar ofrecido con lágrimas y con fervor del alma; porque Aquel que, habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere, todavía en este sacrificio padece místicamente por nosotros; pues cuantas veces ofrecemos el sacrificio de su pasión, otras tantas renovamos su pasión para absolución nuestra.
8. Muchos de vosotros, hermanos carísimos, conocéis ya, según creo, esto que quiero traer a vuestra memoria refiriéndolo.
Se cuenta haber sucedido, no hace mucho tiempo, que cierto individuo fue hecho prisionero de sus enemigos y transportado muy lejos; y después de estar largo tiempo en prisiones, su mujer, no teniendo noticia alguna de su cautiverio, pensó que había muerto. Todas las semanas cuidaba de ofrecer sacrificios por él, como si ya fuera difunto; y cuantas veces su mujer ofrecía sacrificio en sufragio de su alma, otras tantas se le desataban las cadenas en la prisión. Habiendo vuelto no mucho después, admirado en extremo, refirió a su mujer que en determinados días cada semana se le desataban sus cadenas; y su mujer, fijándose en los días y en las horas, reconoció que él quedaba desatado cuando ella se acordaba de ofrecer por él sacrificios.
Por tanto, de aquí, hermanos carísimos, colegid de aquí, como cosa cierta, de cuánto vale para desatar las ligaduras del corazón el santo sacrificio ofrecido por nosotros, puesto que, ofrecido por otros, pudo en éste desatar las ligaduras del cuerpo.
9. Muchos de vosotros, hermanos carísimos, habéis conocido a Casio, obispo de Narni, quien acostumbraba a ofrecer el santo sacrificio a Dios cada día, de modo que apenas si pasó un solo día de su vida en que no inmolase a Dios omnipotente la hostia pacifica; con el cual sacrificio iba también muy acorde su vida; pues, distribuyendo en limosnas cuanto tenía, cuando se acercaba a la hora de ofrecer el sacrificio, como deshaciéndose en lágrimas, inmolábase a sí mismo con grande contrición de corazón. Yo he conocido su vida y su muerte por referencia de cierto diácono de vida venerable que había sido familiar suyo; y contaba que cierta noche habíase aparecido en visión a su presbítero el Señor, diciendo: Ve y di al obispo: Persevera en lo que haces y mantente en tus buenas obras; no descanse tu pie ni des paz a la mano; en el natalicio de los Apóstoles vendrás a mí y te daré tu recompensa. Levantóse el presbítero; pero, por estar tan próximo el día del natalicio de los Apóstoles, temió anunciar a su obispo el día de su próxima muerte. Volvió el Señor otra noche y le reprendió fuertemente su desobediencia y repitió las mismas palabras de su encargo. Entonces el presbítero se levantó para ir, más de nuevo la flaqueza de ánimo impidió manifestar la revelación, y también se resistió a llevar el aviso del repetido mandato y descuidó el manifestar lo que había visto. Pero, como a la gran mansedumbre suele seguir mayor ira en vengar la gracia despreciada, apareciendo el Señor en una tercera visión, a las palabras añadió ya los azotes, y fue molido con tan severos golpes para que las heridas del cuerpo ablandaran la dureza del corazón. Levantóse, pues, aleccionado por el castigo, y corrió en busca del obispo, al que halló ya dispuesto, según costumbre, a ofrecer el santo sacrificio ante el sepulcro del santo mártir Juvenal; llamóle aparte de los circunstantes y se postró a sus pies. El obispo, al verle derramar abundantes lágrimas, a duras penas si pudo levantarle, y procuró conocer la causa de sus lágrimas. Pero él, para referir ordenadamente la visión, quitándose primero de los hombros el vestido, descubrió las heridas de su cuerpo, testigos, por decirlo así, de la verdad y de su culpa, y mostró en las heridas recibidas con cuánto rigor habían surcado sus miembros los azotes. Apenas visto lo cual por el obispo, horrorizóse y, con grande asombro, preguntó a voces quién se había atrevido a hacer con él tal cosa. Más él respondió que él mismo había sido castigado por su culpa. Acrecióse con el terror la admiración, pero, sin dar ya más treguas a las preguntas de aquél, el presbítero descubrió el secreto de la revelación y le refirió las palabras del mandato del Señor que había oído, diciendo: Persevera en lo que haces, mantente en tus buenas obras, no descanse tu pie ni des paz a tu mano; en el natalicio de los Apóstoles vendrás a mí y te daré tu recompensa. Oído lo cual, el obispo postróse en oración con gran contrición de corazón, y el que había venido a ofrecer el sacrificio a la hora de tercia, retrasóle hasta la hora de nona por haber prolongado tanto su oración. Y ya desde entonces acrecentáronse más y más los progresos de su piedad, y se hizo tan fuerte en el bien obrar cuanta era su seguridad de la recompensa, por lo mismo que con tal promesa había comenzado a tener por deudor al mismo a quien había sido deudor. Más había tenido éste la costumbre de acudir a Roma todos los años el día del natalicio de los Apóstoles, y ya, prevenido con esta revelación, no quiso venir, según costumbre. Estuvo, pues, cuidadoso en aquel mismo tiempo y pendiente de la esperanza de su muerte; y así el segundo año y también el tercero, y del mismo modo el cuarto, el quinto y el sexto; y ya podía desconfiar de la revelación si los azotes no atestiguasen las palabras. Más he aquí que, habiendo llegado sano a las vigilias el séptimo año, durante ellas acometióle una fiebrecilla, y, en el mismo día del natalicio, a los hijos fieles que le esperaban declaró que no podía celebrar las solemnidades de la misa; pero ellos, que también estaban temerosos de su muerte, acudieron todos juntos a él obligándose unánimes a no consentir que en aquel día se celebraran las solemnidades de la misa a no ser que su mismo prelado se presentara ante el Señor a interceder por ellos. El entonces, conmovido, celebró misa en el oratorio episcopal y dio a todos por su mano el cuerpo del Señor y la paz; y terminado todo lo pertinente al oficio del sacrificio ofrecido, volvió al lecho, y, estando allí, como viera que le rodeaban sus sacerdotes y ministros, como dándoles el último adiós, exhortábalos a conservar el vínculo de la caridad y les predicaba con cuánta concordia debieran unirse entre sí, cuando en esto que de repente, entre las palabras de la santa exhortación, clamó con voz aterradora, diciendo: «Ya es hora»; y al punto él mismo, con sus propias manos, dio a los que le asistían el lienzo que, según costumbre en los que morían, se le pondría sobre su rostro. Extendido el cual, expiró; y de este modo, aquella alma santa, al llegar a los gozos eternos, quedó libre de la corrupción del cuerpo.
¿A quién, hermanos carísimos, a quién ha imitado este santo varón en su muerte sino a Aquel a quien había contemplado en su vida? Pues al decir: «Ya es hora», salió de su cuerpo, lo mismo que Jesús, cumplidas todas las cosas, habiendo dicho (Jn 19, 30): Todo está cumplido, inclinando su cabeza, entregó su espíritu. De modo que lo que el Señor hizo en virtud de su poder, eso mismo hizo su siervo en virtud de su vocación.
10. Ved qué grande paz obró por gracia, al venir el Señor, aquella embajada de la Hostia diaria enviada por medio de limosnas y de lágrimas. Deje, pues, el que pueda, todas las cosas; y quien no puede las todas, mientras todavía está lejos el Rey, envíe embajada de lágrimas y de limosnas, ofrezca dones de sacrificios.
Quien sabe que, airado, no se le puede soportar, quiere ser aplacado con ruegos. El detenerse todavía es porque espera la embajada de la paz. Ya habría venido, ya, si quisiera; y habría deshecho a todos sus enemigos.
Mas también cuán terrible vendrá lo da a conocer; y, no obstante, retrasa su venida, porque no quiere encontrar a quienes castigar, antes nos echa en cara la culpa de nuestro abandono, diciendo: Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo; y, con todo, nos ofrece el medio de esperar la salud, ya que quien no puede ser resistido cuando está airado, quiere ser aplacado con que se le pida la paz.
Así que, hermanos carísimos, lavad con lágrimas las manchas de vuestros pecados, cubridlos con limosnas, expiadlos con sacrificios. No pongáis el corazón en las cosas que todavía no habéis dejado de usar; poned vuestra esperanza solamente en el Redentor y vivid con el pensamiento en la vida eterna. Pues, si ya no tenéis puesto el amor en cosa alguna de este mundo, ya habéis dejado todas, aun poseyéndolas.
Concédanos los gozos deseados el mismo que nos ofrece el medio de obtener la paz eterna, Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
(Homilías sobre el Evangelio, Libro II, Homilía XVII [37], BAC Madrid 1958, p. 741-48)
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FRANCISCO – Ángelus 2013 – Homilía 2016 y 2019
Ángelus 2013
La guerra contra el mal
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy (Lc 14, 25-33) Jesús insiste acerca de las condiciones para ser sus discípulos: no anteponer nada al amor por Él, cargar la propia cruz y seguirle. En efecto, mucha gente se acercaba a Jesús, quería estar entre sus seguidores; y esto sucedía especialmente tras algún signo prodigioso, que le acreditaba como el Mesías, el Rey de Israel. Pero Jesús no quiere engañar a nadie. Él sabe bien lo que le espera en Jerusalén, cuál es el camino que el Padre le pide que recorra: es el camino de la cruz, del sacrificio de sí mismo para el perdón de nuestros pecados. Seguir a Jesús no significa participar en un cortejo triunfal. Significa compartir su amor misericordioso, entrar en su gran obra de misericordia por cada hombre y por todos los hombres. La obra de Jesús es precisamente una obra de misericordia, de perdón, de amor. ¡Es tan misericordioso Jesús! Y este perdón universal, esta misericordia, pasa a través de la cruz. Pero Jesús no quiere realizar esta obra solo: quiere implicarnos también a nosotros en la misión que el Padre le ha confiado. Después de la resurrección dirá a sus discípulos: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 21.23). El discípulo de Jesús renuncia a todos los bienes porque ha encontrado en Él el Bien más grande, en el que cualquier bien recibe su pleno valor y significado: los vínculos familiares, las demás relaciones, el trabajo, los bienes culturales y económicos, y así sucesivamente. El cristiano se desprende de todo y reencuentra todo en la lógica del Evangelio, la lógica del amor y del servicio.
Para explicar esta exigencia, Jesús usa dos parábolas: la de la torre que se ha de construir y la del rey que va a la guerra. Esta segunda parábola dice así: “¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz” (Lc 14, 31-32). Aquí, Jesús no quiere afrontar el tema de la guerra, es sólo una parábola. Sin embargo, en este momento en el que estamos rezando fuertemente por la paz, esta palabra del Señor nos toca en lo vivo, y en esencia nos dice: existe una guerra más profunda que todos debemos combatir. Es la decisión fuerte y valiente de renunciar al mal y a sus seducciones y elegir el bien, dispuestos a pagar en persona: he aquí el seguimiento de Cristo, he aquí el cargar la propia cruz. Esta guerra profunda contra el mal. ¿De qué sirve declarar la guerra, tantas guerras, si tú no eres capaz de declarar esta guerra profunda contra el mal? No sirve para nada. No funciona... Esto comporta, entre otras cosas, esta guerra contra el mal comporta decir no al odio fratricida y a los engaños de los que se sirve; decir no a la violencia en todas sus formas; decir no a la proliferación de las armas y a su comercio ilegal. ¡Hay tanto de esto! ¡Hay tanto de esto! Y siempre permanece la duda: esta guerra de allá, esta otra de allí –porque por todos lados hay guerras– ¿es de verdad una guerra por problemas o es una guerra comercial para vender estas armas en el comercio ilegal? Estos son los enemigos que hay que combatir, unidos y con coherencia, no siguiendo otros intereses si no son los de la paz y del bien común.
Queridos hermanos, hoy recordamos también la Natividad de la Virgen María, fiesta particularmente querida a las Iglesias orientales. Y todos nosotros, ahora, podemos enviar un gran saludo a todos los hermanos, hermanas, obispos, monjes, monjas de las Iglesias orientales, ortodoxas y católicas: ¡un gran saludo! Jesús es el sol, María es la aurora que anuncia su nacimiento. Ayer por la noche hemos velado confiando a su intercesión nuestra oración por la paz en el mundo, especialmente en Siria y en todo Oriente Medio. La invocamos ahora como Reina de la paz. Reina de la paz, ruega por nosotros. Reina de la paz, ruega por nosotros.
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Homilía 2016
Vocación a la caridad
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13). Este interrogante del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta nuestra vida como un misterio, cuya clave de interpretación no poseemos. Los protagonistas de la historia son siempre dos: por un lado, Dios, y por otro, los hombres. Nuestra tarea es la de escuchar la llamada de Dios y luego aceptar su voluntad. Pero para cumplirla sin vacilación debemos ponernos esta pregunta: ¿cuál es la voluntad de Dios?
La respuesta la encontramos en el mismo texto sapiencial: «Los hombres aprendieron lo que te agrada» (v. 18). Para reconocer la llamada de Dios, debemos preguntarnos y comprender qué es lo que le gusta. En muchas ocasiones, los profetas anunciaron lo que le agrada al Señor. Su mensaje encuentra una síntesis admirable en la expresión: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt9,13). A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40). En definitiva, hemos tocado la carne de Cristo
Estamos llamados a concretar en la realidad lo que invocamos en la oración y profesamos en la fe. No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1 Jn 3,16-18; St 2,14-18). Sin embargo, la vida cristiana no es una simple ayuda que se presta en un momento de necesidad. Si fuera así, sería sin duda un hermoso sentimiento de humana solidaridad que produce un beneficio inmediato, pero sería estéril porque no tiene raíz. Por el contrario, el compromiso que el Señor pide es el de una vocación a la caridad con la que cada discípulo de Cristo lo sirve con su propia vida, para crecer cada día en el amor.
Hemos escuchado en el Evangelio que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Hoy aquella «gente» está representada por el amplio mundo del voluntariado, presente aquí con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Vosotros sois esa gente que sigue al Maestro y que hace visible su amor concreto hacia cada persona. Os repito las palabras del apóstol Pablo: «He experimentado gran gozo y consuelo por tu amor, ya que, gracias a ti, los corazones de los creyentes han encontrado alivio» (Flm 1,7). Cuántos corazones confortan los voluntarios. Cuántas manos sostienen; cuántas lágrimas secan; cuánto amor derraman en el servicio escondido, humilde y desinteresado. Este loable servicio da voz a la fe -¡da voz a la fe!- y expresa la misericordia del Padre que está cerca de quien pasa necesidad.
El seguimiento de Jesús es un compromiso serio y al mismo tiempo gozoso; requiere radicalidad y esfuerzo para reconocer al divino Maestro en los más pobres y descartados de la vida y ponerse a su servicio. Por esto, los voluntarios que sirven a los últimos y a los necesitados por amor a Jesús no esperan ningún agradecimiento ni gratificación, sino que renuncian a todo esto porque han descubierto el verdadero amor. Y cada uno de nosotros puede decir: «Igual que el Señor ha venido a mi encuentro y se ha inclinado sobre mí en el momento de necesidad, así también yo salgo al encuentro de él y me inclino sobre quienes han perdido la fe o viven como si Dios no existiera, sobre los jóvenes sin valores e ideales, sobre las familias en crisis, sobre los enfermos y los encarcelados, sobre los refugiados e inmigrantes, sobre los débiles e indefensos en el cuerpo y en el espíritu, sobre los menores abandonados a sí mismos, como también sobre los ancianos dejados solos. Dondequiera que haya una mano extendida que pide ayuda para ponerse en pie, allí debe estar nuestra presencia y la presencia de la Iglesia que sostiene y da esperanza». Y, esto, hacerlo con la viva memoria de la mano extendida del Señor sobre mí cuando estaba por tierra.
Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y descartada. Se ha comprometido en la defensa de la vida proclamando incesantemente que «el no nacido es el más débil, el más pequeño, el más pobre». Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les había dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que reconocieran sus culpas ante los crímenes -¡ante los crímenes!- de la pobreza creada por ellos mismos. La misericordia ha sido para ella la «sal» que daba sabor a cada obra suya, y la «luz» que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento.
Su misión en las periferias de las ciudades y en las periferias existenciales permanece en nuestros días como testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres entre los pobres. Hoy entrego esta emblemática figura de mujer y de consagrada a todo el mundo del voluntariado: que ella sea vuestro modelo de santidad. Pienso, quizás, que tendremos un poco de dificultad en llamarla Santa Teresa. Su santidad es tan cercana a nosotros, tan tierna y fecunda que espontáneamente continuaremos a decirle «Madre Teresa».
Esta incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de lengua, cultura, raza o religión. Madre Teresa amaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos en nuestro camino, especialmente a los que sufren. Abriremos así horizontes de alegría y esperanza a toda esa humanidad desanimada y necesitada de comprensión y ternura.
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Homilía 2019
Exigencias del Maestro
El Evangelio nos dice que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Como esas multitudes que se agrupaban a lo largo del camino de Jesús, muchos de vosotros habéis venido para acoger su mensaje y para seguirlo. Pero bien sabéis que el seguimiento de Jesús no es fácil. Vosotros no habéis descansado, y muchos habéis pasado la noche aquí. El evangelio de Lucas nos recuerda, en efecto, las exigencias de este compromiso.
Es importante evidenciar cómo estas exigencias se dan en el marco de la subida de Jesús a Jerusalén, entre la parábola del banquete donde la invitación está abierta a todos —especialmente para aquellos rechazados que viven en las calles y plazas, en el cruce de caminos—; y las tres parábolas llamadas de la misericordia, donde también se organiza fiesta cuando lo perdido es hallado, cuando quien parecía muerto es acogido, celebrado y devuelto a la vida en la posibilidad de un nuevo comenzar. Toda renuncia cristiana tiene sentido a la luz del gozo y la fiesta del encuentro con Jesucristo.
La primera exigencia nos invita a mirar nuestros vínculos familiares. La vida nueva que el Señor nos propone resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que creen que el acceso al Reino de los Cielos sólo puede limitarse o reducirse a los vínculos de sangre, a la pertenencia a determinado grupo, clan o cultura particular. Cuando el “parentesco” se vuelve la clave decisiva y determinante de todo lo que es justo y bueno se termina por justificar y hasta “consagrar” ciertas prácticas que desembocan en la cultura de los privilegios y la exclusión —favoritismos, amiguismos y, por tanto, corrupción—. La exigencia del Maestro nos lleva a levantar la mirada y nos dice: cualquiera que no sea capaz de ver al otro como hermano, de conmoverse con su vida y con su situación, más allá de su proveniencia familiar, cultural, social «no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Su amor y entrega es una oferta gratuita por todos y para todos.
La segunda exigencia nos muestra lo difícil que resulta el seguimiento del Señor cuando se quiere identificar el Reino de los Cielos con los propios intereses personales o con la fascinación por alguna ideología que termina por instrumentalizar el nombre de Dios o la religión para justificar actos de violencia, segregación e incluso homicidio, exilio, terrorismo y marginación. La exigencia del Maestro nos anima a no manipular el Evangelio con tristes reduccionismos sino a construir la historia en fraternidad y solidaridad, en el respeto gratuito de la tierra y de sus dones sobre cualquier forma de explotación; animándonos a vivir el «diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio» (Documento sobre la fraternidad humana, Abu Dhabi, 4 febrero 2019); no cediendo a la tentación de ciertas doctrinas incapaces de ver crecer juntos el trigo y la cizaña en la espera del dueño de la mies (cf. Mt 13,24-30).
Y, por último, ¡qué difícil puede resultar compartir la vida nueva que el Señor nos regala cuando continuamente somos impulsados a justificarnos a nosotros mismos, creyendo que todo proviene exclusivamente de nuestras fuerzas y de aquello que poseemos Cuando la carrera por la acumulación se vuelve agobiante y abrumadora —como escuchamos en la primera lectura— exacerbando el egoísmo y el uso de medios inmorales! La exigencia del Maestro es una invitación a recuperar la memoria agradecida y reconocer que, más bien que una victoria personal, nuestra vida y nuestras capacidades son fruto de un regalo (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 55) tejido entre Dios y tantas manos silenciosas de personas de las cuales sólo llegaremos a conocer sus nombres en la manifestación del Reino de los Cielos.
Con estas exigencias, el Señor quiere preparar a sus discípulos a la fiesta de la irrupción del Reino de Dios liberándolos de ese obstáculo dañino, en definitiva, una de las peores esclavitudes: el vivir para sí. Es la tentación de encerrarse en pequeños mundos que termina dejando poco espacio para los demás: ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Muchos, al encerrarse, pueden sentirse “aparentemente” seguros, pero terminan por convertirse en personas resentidas, quejosas, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).
En el camino hacia Jerusalén, el Señor, con estas exigencias, nos invita a levantar la mirada, a ajustar las prioridades y sobre todo a crear espacios para que Dios sea el centro y eje de nuestra vida.
Miremos nuestro entorno, ¡cuántos hombres y mujeres, jóvenes, niños sufren y están totalmente privados de todo! Esto no pertenece al plan de Dios. Cuán urgente es esta invitación de Jesús a morir a nuestros encierros, a nuestros individualismos orgullosos para dejar que el espíritu de hermandad —que surge del costado abierto de Jesucristo, de donde nacemos como familia de Dios— triunfe, y donde cada uno pueda sentirse amado, porque es comprendido, aceptado y valorado en su dignidad. «Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo permanecemos con los brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente extiende su mano, como lo hace Jesús con él» (Homilía con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres, 18 noviembre 2018).
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a reanudar el camino y a atrevernos a dar ese salto cualitativo y adoptar esta sabiduría del desprendimiento personal como la base para la justicia y para la vida de cada uno de nosotros: porque juntos podemos darle batalla a todas esas idolatrías que llevan a poner el centro de nuestra atención en las seguridades engañosas del poder, de la carrera y del dinero y en la búsqueda patológica de glorias humanas.
Las exigencias que indica Jesús dejan de ser pesantes cuando comenzamos a gustar la alegría de la vida nueva que él mismo nos propone: la alegría que nace de saber que Él es el primero en salir a buscarnos al cruce de caminos, también cuando estábamos perdidos como aquella oveja o ese hijo pródigo. Que este humilde realismo —es un realismo, un realismo cristiano— nos impulse a asumir grandes desafíos, y os dé las ganas de hacer de vuestro bello país un lugar donde el Evangelio se haga vida, y la vida sea para mayor gloria de Dios.
Decidámonos y hagamos nuestros los proyectos del Señor.
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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2007 – Homilía 2010
Homilía 2007
Sólo quien ama encuentra la vida
Queridos hermanos y hermanas:
“Sine dominico non possumus!” Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte. “Sine dominico non possumus”.
En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es él mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.
Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también para nosotros, los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que necesitamos una relación que nos sostenga y dé orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros necesitamos el contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Necesitamos este encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.
Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él nos habla, nos asustamos. “Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo”. Quisiéramos objetar: pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes?
Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En el evangelio de hoy Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se habían unido a él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado.
Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de todos.
Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo.
Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. “Quien pierda su vida por mí...”, dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida.
Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.
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Ángelus 2007
Amemos a Jesús como lo amó María
Queridos hermanos y hermanas:
En la homilía he tratado de decir algo sobre el sentido del domingo y sobre el pasaje evangélico de hoy, y creo que esto nos ha llevado a descubrir que el amor de Dios, que “se perdió a sí mismo” por nosotros entregándose a nosotros, nos da la libertad interior para “perder” nuestra vida, para encontrar de este modo la vida verdadera.
La participación en este amor dio a María la fuerza para su “sí” sin reservas. Ante el amor respetuoso y delicado de Dios, que para la realización de su proyecto de salvación espera la colaboración libre de su criatura, la Virgen superó toda vacilación y, con vistas a ese proyecto grande e inaudito, se puso confiadamente en sus manos. Plenamente disponible, totalmente abierta en lo íntimo de su alma y libre de sí, permitió a Dios colmarla con su Amor, con el Espíritu Santo. Así María, la mujer sencilla, pudo recibir en sí misma al Hijo de Dios y dar al mundo el Salvador que se había donado a ella.
También a nosotros, en la celebración eucarística, se nos ha donado hoy el Hijo de Dios. Quien ha recibido la Comunión lleva ahora en sí de un modo particular al Señor resucitado. Como María lo llevó en su seno —un ser humano pequeño, inerme y totalmente dependiente del amor de la madre—, así Jesucristo, bajo la especie del pan, se ha entregado a nosotros, queridos hermanos y hermanas. Amemos a este Jesús que se pone totalmente en nuestras manos. Amémoslo como lo amó María. Y llevémoslo a los hombres como María lo llevó a Isabel, suscitando alegría y gozo. La Virgen dio al Verbo de Dios un cuerpo humano, para que pudiera entrar en el mundo. Demos también nosotros nuestro cuerpo al Señor, hagamos que nuestro cuerpo sea cada vez más un instrumento del amor de Dios, un templo del Espíritu Santo. Llevemos el domingo con su Don inmenso al mundo.
Pidamos a María que nos enseñe a ser, como ella, libres de nosotros mismos, para encontrar en la disponibilidad a Dios nuestra verdadera libertad, la verdadera vida y la alegría auténtica y duradera.
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Homilía 2010
Lo esencial es la caridad, el amor a Cristo que renueva a los hombres y al mundo
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta circunstancia, recordando la figura del Papa León XIII y la herencia que nos ha dejado. El tema principal de las lecturas bíblicas es el primado de Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, tomado de san Lucas, Jesús mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus discípulos: amarlo a él más que a nadie y más que la vida misma; llevar la propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser claro: seguirlo es arduo, no puede depender de entusiasmos ni de oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de preguntarse a conciencia: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente «el Señor»? ¿Ocupa el primer lugar, como el sol en torno al cual giran todos los planetas? Y la primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos sugiere indirectamente el motivo de este primado absoluto de Jesucristo: en él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero él mismo quiso revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta que en Cristo se manifestó plenamente a sí mismo y su voluntad. Aunque siga siendo siempre verdad que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18), ahora nosotros conocemos su «nombre», su «rostro», y también su voluntad, porque nos lo reveló Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha hombre. «Así —escribe el autor sagrado de la primera lectura— aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se salvaron» (Sb 9, 18).
Este punto fundamental de la Palabra de Dios hace pensar en dos aspectos de la vida y del ministerio de vuestro venerado conciudadano al que hoy conmemoramos, el Sumo Pontífice León XIII. En primer lugar, cabe señalar que fue hombre de gran fe y de profunda devoción. Esto sigue siendo siempre la base de todo, para cada cristiano, incluido el Papa. Sin la oración, es decir, sin la unión interior con Dios, no podemos hacer nada, como dice claramente Jesús a sus discípulos durante la última Cena (cf. Jn 15, 5). Las palabras y las obras del Papa Pecci transparentaban su íntima religiosidad; y esto encontró correspondencia también en su magisterio: entre sus numerosísimas encíclicas y cartas apostólicas, como el hilo en un collar, están las de carácter propiamente espiritual, dedicadas sobre todo al incremento de la devoción mariana, especialmente mediante el santo rosario. Se trata de una verdadera «catequesis», que marca de principio a fin los 25 años de su Pontificado. Pero encontramos también los documentos sobre Cristo redentor, sobre el Espíritu Santo, sobre la consagración al Sagrado Corazón, sobre la devoción a san José y sobre san Francisco de Asís. León XIII estuvo particularmente vinculado a la familia franciscana, y él mismo pertenecía a la Tercera Orden. Me complace considerar todos estos elementos distintos como facetas de una única realidad: el amor a Dios y a Cristo, al que no se debe anteponer absolutamente nada. Y esta primera y principal cualidad suya Vincenzo Gioacchino Pecci la asimiló aquí, en su pueblo natal, de sus padres, en su parroquia.
Pero hay también un segundo aspecto, que deriva asimismo del primado de Dios y de Cristo, y se encuentra en la acción pública de todo pastor de la Iglesia, en particular de todo Sumo Pontífice, con las características propias de la personalidad de cada uno. Diría que precisamente el concepto de «sabiduría cristiana», que ya encontramos en la primera lectura y en el Evangelio, nos ofrece la síntesis de este planteamiento según León XIII, y no es casualidad que sea también el inicio de una de sus encíclicas. Todo pastor está llamado a transmitir al pueblo de Dios no verdades abstractas, sino una «sabiduría», es decir, un mensaje que conjuga fe y vida, verdad y realidad concreta. El Papa León XIII, con la asistencia del Espíritu Santo, fue capaz de hacer esto en uno de los períodos históricos más difíciles para la Iglesia, permaneciendo fiel a la tradición y, al mismo tiempo, afrontando las grandes cuestiones abiertas. Y lo logró precisamente basándose en la «sabiduría cristiana», fundada en las Sagradas Escrituras, en el inmenso patrimonio teológico y espiritual de la Iglesia católica y también en la sólida y límpida filosofía de santo Tomás de Aquino, que él apreció en sumo grado y promovió en toda la Iglesia.
En este punto, tras haber considerado el fundamento, es decir, la fe y la vida espiritual y, por tanto, el marco general del mensaje de León XIII, puedo mencionar su magisterio social, que la encíclica Rerum novarum hizo famoso e imperecedero, pero rico en otras muchas intervenciones que constituyen un cuerpo orgánico, el primer núcleo de la doctrina social de la Iglesia. Tomemos el ejemplo de la carta a Filemón de san Pablo, que felizmente la liturgia nos hace leer precisamente hoy. Es el texto más breve de todo el epistolario paulino. Durante un período de encarcelamiento, el Apóstol transmitió la fe a Onésimo, un esclavo originario de Colosas que había huido de su amo Filemón, rico habitante de esa ciudad, convertido al cristianismo junto a sus familiares gracias a la predicación de san Pablo. Ahora el Apóstol escribe a Filemón invitándolo a acoger a Onésimo ya no como esclavo, sino como hermano en Cristo. La nueva fraternidad cristiana supera la separación entre esclavos y libres, y desencadena en la historia un principio de promoción de la persona que llevará a la abolición de la esclavitud, pero también a rebasar otras barreras que todavía existen. El Papa León XIII dedicó precisamente al tema de la esclavitud la encíclica Catholicae Ecclesiae, de 1890.
Esta particular experiencia de san Pablo con Onésimo puede dar pie a una amplia reflexión sobre el impulso de promoción humana aportado por el cristianismo en el camino de la civilización, y también sobre el método y el estilo de esa aportación, conforme a las imágenes evangélicas de la semilla y la levadura: en el interior de la realidad histórica los cristianos, actuando como ciudadanos, aisladamente o de manera asociada, constituyen una fuerza beneficiosa y pacífica de cambio profundo, favoreciendo el desarrollo de las potencialidades que existen dentro de la realidad. Esta es la forma de presencia y de acción en el mundo que propone la doctrina social de la Iglesia, que apunta siempre a la maduración de las conciencias como condición para transformaciones eficaces y duraderas.
Ahora debemos preguntarnos: ¿En qué contexto nació, hace dos siglos, el que se convertiría, 68 años después, en el Papa León XIII? Europa sufría entonces la gran tempestad napoleónica, seguida de la Revolución francesa. La Iglesia y numerosas expresiones de la cultura cristiana se ponían radicalmente en tela de juicio (piénsese, por ejemplo, en el hecho de no contar ya los años desde el nacimiento de Cristo, sino desde el inicio de la nueva era revolucionaria, o de quitar los nombres de los santos del calendario, de las calles, de los pueblos...). Evidentemente las poblaciones del campo no eran favorables a estos cambios, y seguían vinculadas a las tradiciones religiosas. La vida cotidiana era dura y difícil: las condiciones sanitarias y alimentarias eran muy apuradas. Mientras tanto, se iba desarrollando la industria y con ella el movimiento obrero, cada vez más organizado políticamente. Las reflexiones y las experiencias locales impulsaron y ayudaron al magisterio de la Iglesia, en su más alto nivel, a elaborar una interpretación global y con perspectiva de la nueva sociedad y de su bien común. Así, cuando, en 1878, fue elegido Papa, León XIII se sintió llamado a ponerla en práctica, a la luz de sus vastos conocimientos de alcance internacional, pero también de numerosas iniciativas realizadas «sobre el terreno» por parte de comunidades cristianas, y de hombres y mujeres de la Iglesia.
De hecho, desde finales del siglo XVIII hasta principios del xx, fueron decenas y decenas de santos y beatos quienes buscaron y experimentaron, con la creatividad de la caridad, múltiples caminos para poner en práctica el mensaje evangélico en las nuevas realidades sociales. Sin duda, estas iniciativas, con los sacrificios y las reflexiones de estos hombres y mujeres, prepararon el terreno de la Rerum novarum y de los demás documentos sociales del Papa Pecci. Ya desde que era nuncio apostólico en Bélgica había comprendido que la cuestión social se podía afrontar de manera positiva y eficaz con el diálogo y la mediación. En una época de duro anticlericalismo y de encendidas manifestaciones contra el Papa, León XIII supo guiar y sostener a los católicos en una participación constructiva, rica en contenidos, firme en los principios y con capacidad de apertura. Inmediatamente después de la Rerum novarum se verificó en Italia y en otros países una auténtica explosión de iniciativas: asociaciones, cajas rurales y artesanas, periódicos... un amplio «movimiento» cuyo luminoso animador fue el siervo de Dios Giuseppe Toniolo. Un Papa muy anciano, pero sabio y clarividente, pudo así introducir en el siglo XX a una Iglesia rejuvenecida, con la actitud correcta para afrontar los nuevos desafíos. Era un Papa todavía política y físicamente «prisionero» en el Vaticano, pero en realidad, con su magisterio, representaba a una Iglesia capaz de afrontar sin complejos las grandes cuestiones de la contemporaneidad.
Queridos amigos de Carpineto Romano, no tenemos tiempo para profundizar en estas cuestiones. La Eucaristía que estamos celebrando, el sacramento del amor, nos impulsa a lo esencial: la caridad, el amor a Cristo que renueva a los hombres y al mundo; esto es lo esencial, y lo vemos bien, casi lo percibimos en las expresiones de san Pablo en la carta a Filemón. En esta breve nota, de hecho, se percibe toda la dulzura y al mismo tiempo el poder revolucionario del Evangelio; se advierte el estilo discreto y a la vez irresistible de la caridad, que, como he escrito en mi encíclica social Caritas in veritate, «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (n. 1). Con alegría y con afecto os dejo, por tanto, el mandamiento antiguo y siempre nuevo: amaos como Cristo nos ha amado, y con este amor sed sal y luz del mundo. Así seréis fieles a la herencia de vuestro gran y venerado conciudadano, el Papa León XIII. Y que así sea en toda la Iglesia. Amén.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La trascendencia de Dios
El misterio de la aparente impotencia de Dios
273. Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2 Co 12,9; Flp 4,13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: “el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre” (Lc1,49).
Dios transciende la creación y está presente en ella
300. Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28): “Su majestad es más alta que los cielos” (Sal 8,2), “su grandeza no tiene medida” (Sal 145,3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: “En el vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Según las palabras de S. Agustín, Dios es “superior summo meo et interior intimo meo” (“Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad”) (conf. 3,6,11).
La providencia y el escándalo del mal
314. Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
III. EL CONOCIMIENTO DE DIOS SEGÚN LA IGLESIA
36. “La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas” (Cc. Vaticano I: DS 3004; cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado “a imagen de Dios” (cf. Gn 1,26).
37. Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:
A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. “Humani Generis”: DS 3875).
38. Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre “las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error” (ibid., DS 3876; cf. Cc Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s.th. 1,1,1).
IV. ¿COMO HABLAR DE DIOS?
39. Al defender la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos.
40. Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.
41. Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios a partir de las perfecciones de sus criaturas, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13,5).
42. Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios “inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable” (Anáfora de la Liturgia de San Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.
43. Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que “entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea mayor todavía” (Cc. Letrán IV: DS 806), y que “nosotros no podemos captar de Dios lo que él es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con relación a él” (S. Tomás de A., s. gent. 1,30).
Preferir a Cristo antes que a todo y a todos
III. LA POBREZA DE CORAZON
2544. Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14,33) por él y por el Evangelio (cf Mc 8,35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21,4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.
Seguir a Cristo en la vida consagrada
III. LA VIDA CONSAGRADA
914. “El estado de vida que consiste en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura de la Iglesia, pertenece, sin embargo, sin discusión a su vida y a su santidad” (LG 44).
Consejos evangélicos, vida consagrada
915. Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo. La perfección de la caridad a la cual son llamados todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el Reino, la pobreza y la obediencia. La profesión de estos consejos en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia es lo que caracteriza la “vida consagrada” a Dios (cf. LG 42-43; PC 1).
916. El estado de vida consagrada aparece por consiguiente como una de las maneras de vivir una consagración “más íntima” que tiene su raíz en el bautismo y se dedica totalmente a Dios (cf. PC 5). En la vida consagrada, los fieles de Cristo se proponen, bajo la moción del Espíritu Santo, seguir más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo y, persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino, significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro (cf. CIC, can. 573).
Un gran árbol, múltiples ramas
917. “El resultado ha sido una especie de árbol en el campo de Dios, maravilloso y lleno de ramas, a partir de una semilla puesta por Dios. Han crecido, en efecto, diversas formas de vida, solitaria o comunitaria, y diversas familias religiosas que se desarrollan para el progreso de sus miembros y para el bien de todo el Cuerpo de Cristo” (LG 43).
918. “Desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que intentaron, con la práctica de los consejos evangélicos, seguir con mayor libertad a Cristo e imitarlo con mayor precisión. Cada uno a su manera, vivió entregado a Dios. Muchos, por inspiración del Espíritu Santo, vivieron en la soledad o fundaron familias religiosas, que la Iglesia reconoció y aprobó gustosa con su autoridad” (PC 1).
919. Los obispos se esforzarán siempre en discernir los nuevos dones de vida consagrada confiados por el Espíritu Santo a su Iglesia; la aprobación de nuevas formas de vida consagrada está reservada a la Sede Apostólica (cf. CIC, can. 605).
Consagración y misión: anunciar el Rey que viene
931. Aquel que por el bautismo fue consagrado a Dios, entregándose a él como al sumamente amado, se consagra, de esta manera, aún más íntimamente al servicio divino y se entrega al bien de la Iglesia. Mediante el estado de consagración a Dios, la Iglesia manifiesta a Cristo y muestra cómo el Espíritu Santo obra en ella de modo admirable. Por tanto, los que profesan los consejos evangélicos tienen como primera misión vivir su consagración. Pero “ya que por su misma consagración se dedican al servicio de la Iglesia están obligados a contribuir de modo especial a la tarea misionera, según el modo propio de su instituto” (CIC 783; cf. RM 69).
932. En la Iglesia que es como el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de la vida de Dios, la vida consagrada aparece como un signo particular del misterio de la Redención. Seguir e imitar a Cristo “desde más cerca”, manifestar “más claramente” su anonadamiento, es encontrarse “más profundamente” presente, en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos. Porque los que siguen este camino “más estrecho” estimulan con su ejemplo a sus hermanos; les dan este testimonio admirable de “que sin el espíritu de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios” (LG 31).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Si alguien viene detrás de mí...
El fragmento del Evangelio de este Domingo es uno de los que hoy estaríamos tentados de recortar y suavizar como demasiado duro para los oídos de los hombres. Escuchemos:
«En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío... Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”».
De inmediato, precisemos una cosa. El Evangelio es a veces, sí, provocador; pero, nunca es contradictorio. Un poco después, en el mismo Evangelio de Lucas, Jesús exige con fuerza el deber de honrar al padre y a la madre (cfr. Lucas 18,20) y, a propósito del marido y de la mujer, señala que ambos deben ser una sola carne y que el hombre no tiene derecho de separar lo que Dios ha unido. ¿Cómo puede, por lo tanto, decimos, ahora, que hay que odiar al padre ya la madre, a la mujer, a los hijos y a los hermanos?
Para no ver el escándalo donde no está es necesario tener presente un dato. La lengua hebrea no posee el comparativo de superioridad o de inferioridad (amar una cosa más que otra o menos que otra); lo simplifica y lo reduce todo a amar u odiar. La frase: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre...» hay, pues, que entenderla en este sentido: «Si alguno se viene conmigo, sin preferirme a mí más que al padre y a la madre...». Para damos cuenta, basta leer el mismo fragmento en el Evangelio de Mateo, en donde suena así: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10,37).
Pero, con esto no le hemos quitado al fragmento su carga provocadora, que permanece intacta. Jesús pide que el amor por él pase por encima o delante de todos los demás amores, bien sea el de las personas queridas (padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas), bien el de los propios haberes o bienes. Y no se trata sólo de amarlo cuantitativamente «un poco más que las demás cosas», sino de un amor cualitativamente distinto y aparte. San Benito, que lo había entendido, ha dejado a sus monjes el lema: «No anteponer absolutamente nada al amor por Cristo». La frase, detrás de la que frecuentemente nos atrincheramos: «tengo mujer e hijos», podrá por lo tanto valer en muchas circunstancias de la vida, pero no excusa su cometido en relación a Cristo.
El fragmento, que hemos escuchado, es la expresión más clara de lo que se llama el radicalismo evangélico. Es curioso notar una cosa: Jesús que, en otra parte, dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados...» (Mateo 11,28) aquí parece decir lo contrario, esto es: «Pensáoslo bien, antes de venir a mí...». Esto, en efecto, es el sentido del ejemplo que aduce, como apoyo a sus precedentes parábolas:
«¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”».
El cristianismo no se puede tomar a la ligera. Jesús nos pone en guardia contra el intento de amansarlo todo y de hacer de la religión y de Dios mismo uno de tantos ingredientes en el gran cocktail de la vida. Vamos a misa en cualquier fiesta o en cualquier funeral y hasta damos el ocho por mil a la Iglesia, y creemos haber hecho así más de lo debido a su respecto. La fe ocupa su hornacina o nicho, junto a las, quizás mayores, representadas por el trabajo, las ganancias, la política, la diversión, los deportes, la caza, la pesca y mil otras cosas más.
Ante todo, decimos una cosa: un hombre que habla así, que exige ser amado más que el padre, la mujer y los hijos o es un loco exaltado o es Dios. Nos basta reflexionar un poco y se entiende que no hay camino de en medio. ¿Quién, si no es sólo Dios, puede pretender tanto? Ahora bien, la historia por sí sola no está en disposición de demostrar que Jesucristo es Dios (esto lo puede hacer sólo la fe); pero, puede demostrar una cosa y hasta aquí está ya demostrado: que no era un loco y un exaltado, dado que ha cambiado el mundo y la historia. A nosotros nos corresponde sacar la conclusión.
Los estudiosos continúan afanándose por buscar en los Evangelios pruebas de la divinidad de Cristo, esto es, del hecho de que él era consciente de ser el Hijo de Dios. Pues bien, he aquí una entre las más convincentes, precisamente porque es indirecta, no puesta allí para provocar algo. En las peticiones, que le hace al hombre, Jesús se comporta como sólo puede comportarse Dios. Le pide exactamente lo que les pedía Dios a los hebreos en el Antiguo Testamento: amarle sobre todas las cosas (cfr. Deuteronomio 6,5).
Pero, sería equivocadísimo pensar que este amor a Cristo entra en competencia con los diversos amores humanos: para con los padres, el cónyuge, los hijos y los hermanos. Cristo no es un «rival en el amor» de nadie y no es celoso de nadie. En la obra La zapatilla de raso de Paul Claudel, la protagonista, ferviente cristiana, pero, asimismo, locamente enamorada de Rodrigo, dentro de sí misma exclama casi como si se rezagara en creemos: «¿Está, por lo tanto, permitido este amor de las criaturas una para con la otra? En verdad, ¿Dios no es celoso?» Y su ángel custodio le responde: «¿Cómo podría ser celoso de lo que él mismo ha hecho?» (acto ID, escena 8).
El amor para con Cristo no excluye los otros amores sino que los ordena. Al contrario, es aquel en el que cada genuino amor encuentra su fundamento y su apoyo y la gracia necesaria para ser vivido hasta el fondo. Éste es el sentido de la «gracia de estado», que confiere el sacramento del matrimonio a los cónyuges cristianos. Esto asegura que en su amor ellos estarán subordinados y guiados por el amor que Cristo ha tenido hacia su esposa, la Iglesia.
Jesús no ilusiona a nadie, sino que ni siquiera desilusiona a nadie; lo pide todo porque quiere darlo todo; es más, ya lo ha dado todo. Alguno podría preguntarse: pero, ¿qué derecho tiene este hombre, que ha vivido ya hace veinte siglos en un rincón oscuro de la tierra, para pedir a todos este amor absoluto? La respuesta, sin subirnos tan lejos, se encuentra en su vida terrena, que conocemos por la historia: es que él, por vez primera, lo ha dado todo por el hombre. «Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Efesios 5,2). Un día de la semana santa de hace muchos siglos, una mujer de Foligno (Italia), joven, bella y acomodada, que desde hacía poco era viuda, meditaba sobre la pasión del Salvador en una iglesia, la actual catedral de la ciudad, cuando, de improviso, sintió resonar en su mente con gran fuerza estas palabras: «¡No te he amado de broma!» Empezó a llorar porque de golpe se dio cuenta que su amor para con Jesús no había sido, hasta entonces, precisamente, más que «una broma», en comparación con el de Cristo para con ella. Esta mujer laica, inicialmente sin cultura alguna, ha llegado a ser una de las más grandes místicas, en absoluto, de la historia del cristianismo. Se trata de la beata Ángela de Foligno.
En nuestro mismo Evangelio, Jesús nos recuerda también cuál es el banco de prueba y el signo del verdadero amor para con él: «Cargar sobre sí la propia cruz». Cargar la propia cruz no significa ir en busca de sufrimientos. Ni siquiera Jesús ha ido a buscarse su cruz; ha tomado sobre sí, en obediencia a la voluntad del Padre, la que los hombres le pusieron sobre sus espaldas y la ha transformado con su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria. Jesús no ha venido a agrandar las cruces humanas sino, más bien, a darles un sentido a ellas. Se ha dicho justamente que «quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz sin Jesús»; esto es, sin la fuerza para llevarla. La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis advierte: «Si llevas voluntariamente la cruz, ella te llevará a ti y te conducirá al deseado fin, donde el sufrimiento tendrá fin. Si la llevas a la fuerza, te creas un peso que te pesará siempre cada vez más. Si echas fuera una cruz, seguramente, encontrarás otra y posiblemente más pesada... Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio; ¿y tú pretendes para ti reposo y alegría?» (TI, 12).
A una propuesta radical como la del Evangelio de hoy, no se puede responder si no es con una toma de postura asimismo radical. Precisamente, la beata Ángela de Foligno nos ayuda a entender de qué se trata. Un día, cuando ya estaba adelantada en santidad, reflexionando sobre el amor para con Dios, ella se dio cuenta de improviso que él no era aún el absoluto y único como ella pensaba. Amaba, sí, a Dios sobre todas las cosas; pero, junto con Dios amaba también a alguna otra cosa: por ejemplo, los consuelos de Dios. En aquel momento, oyó de nuevo la voz de Cristo, que le pedía: «Ángela, ¿qué quieres?» Y ella, amontonando en un grito toda la fuerza de su voluntad dijo: «¡Quiero a Dios!»
Cada vez que he contado este suceso en alguna predicación mía, ha habido alguien que ha sido fulminado por aquel grito y ha decidido hacerlo propio. Espero que esta vez suceda también.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
La renuncia de Jesús
«Al contemplar a Jesús en la cruz, encontramos ahí la respuesta a lo que significa renunciar a todo por amor. He ahí el ejemplo de un hombre que ha renunciado a todo, hasta a sí mismo, para tomar su cruz, y cumplir la voluntad de Dios.
Él, que renunció a la gloria que tenía con su Padre y, siendo Dios, adquirió la naturaleza humana haciéndose hombre, amó su naturaleza humana.
Él, que es la vida, amaba la vida, y renunció a su propia vida.
Él, que amaba tanto a su Madre, renunció a todo, incluso a su Madre.
Él, que vivía en la alegría y la plenitud de su vida como hombre, renunció a ser alabado por su sabiduría, a ser coronado como rey en esta vida, para ser reconocido como el Hijo de Dios, verdadero hombre y verdadero Dios, despojado de sí mismo, para llevar a todos los hombres a Dios.
El que quiera ser su discípulo, debe ser como Él, desprenderse de todo, renunciar a los apegos, a los amores, a las seguridades, para cumplir la misión particular de cada uno, según la voluntad del Padre, para abrazar su propia cruz y seguir a Jesús.
Tú haz tus propias renuncias de acuerdo a la vocación que Dios te dio para santificar tu propia vida, dando como fruto el ejemplo, y consiguiendo por tus méritos la gracia, para que, aquellos por quienes has entregado tu vida a Cristo, tomen también su cruz y lo sigan. Recibe, como premio de tu entrega de vida, la vida».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Sentido común sobrenatural
De sobra sabemos los cristianos que es para nosotros Dios el sentido de nuestra vida: la razón de ser de nuestra existencia y de cuanto nos rodea. Pensamos, por tanto, que el comportamiento humano no es igualmente válido cualquiera que sea, con tal de que proceda de la libre iniciativa personal y esté de acuerdo con las leyes. Los hijos de Dios, en coherencia con la fe, estamos persuadidos de que los criterios divinos, que nos ha revelado Jesucristo –hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación– han de constituir la trama de nuestra vida libre.
Las palabras de Nuestro Señor que consideramos en este domingo, parecen un punto de partida necesario para una vida en Cristo. Cualquier interés, en efecto, cualquier ilusión, afecto, negocio, preocupación..., debe ser despreciada –odiada, dice Jesús–, si representara un obstáculo para lo único que es imprescindible: el amor a Dios. Un amor, que como queda muy claro, por el conjunto de las páginas evangélicas, sólo se puede lograr siguiendo los pasos de Cristo. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo, concluye el Señor. El seguimiento de Cristo –necesario para alcanzar nuestro destino en Dios, gozo y plenitud de la vida del hombre– nos conduce a través de un camino arduo. En cierta medida –en buena medida podríamos decir siendo realistas– nuestra existencia, cuanto más cristiana es, es más un continuo ir con la cruz del cansancio, de la incomprensión, del servicio inadvertido y no agradecido, de la indiferencia y hasta el desprecio de muchos, del dolor físico...
En realidad, como afirmaba de diversos modos san Pablo, debemos ser otros cristos con nuestra vida. La participación de su naturaleza divina en la nuestra, acaba configurándonos con Él de modo visible. Según decía san Josemaría: cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro. Un rostro amable, optimista y alegre de Jesús, que santifica los ambientes de los cristianos, de modo especial cuando vamos con nuestra cruz, siguiendo su consejo.
El consejo de Nuestro Señor, que nos transmite a continuación san Lucas, es una razonable llamada a la coherencia. El Reino de los Cielos, como es evidente, no nos está accesible de modo inmediato, en nuestra condición de criaturas terrenas. ¿Estamos poniendo los medios para lograrlo, proporcionados al objetivo sobrenatural que pretendemos? Los ejemplos de Jesús, del constructor y del rey que se prepara para guerrear, nos resultan luminosos. Posiblemente debamos traerlos con frecuencia a la memoria, porque podríamos dar por supuesto, con excesiva facilidad, que hacemos ya lo necesario para culminar con éxito la obra de nuestra santificación, o ganar la batalla contra las bajas pasiones.
La prudencia que nos recomienda el Señor, nuevamente nos remite a la cruz. Es acerca de nuestra cruz de cada día, de cada hora, sobre lo que debemos vigilar prudentemente, calcular, por si estuviéramos descuidando llevarla como Jesús nos ha enseñado. Nos interesa, pues, preguntarnos en la sinceridad de nuestra oración, por la exigencia en los diversos quehaceres que llenan nuestra jornada. Es asimismo necesario, para seguir realmente con nuestra cruz en pos del Señor, mantener un trato con los demás impregnado de caridad. No es fácil siempre, porque de hecho, la cruz puede ser bastantes veces esa ocasión que se nos presenta –sin buscarla– de callar ante la acusación injusta, que no es necesario contestar, pues no lo requiere el bien ajeno; de soportar la compañía molesta, inoportuna incluso, a quien, sin embargo, tenemos la oportunidad de distraer, poniendo para ello la necesaria imaginación, y venciendo la pereza y el orgullo; o de no pedir algo a lo que tenemos derecho, pero de lo que podemos prescindir con facilidad por evitarle a otro la molestia...
¡Que nunca pensemos que será demasiado –excesivo– el peso de nuestra cruz siguiendo a Cristo! En realidad, movidos por la fe y el amor, y con ojos esperanzados, notamos que es la misma de Jesús esa cruz nuestra, y que, como afirma san Josemaría, Él mismo la sigue llevando por nosotros a poco que lo intentamos:
Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz.
Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La sabiduría cristiana
A menudo oímos hablar de una sabiduría cristiana, pero tal vez debamos admitir que no sabemos exactamente en qué consiste. Hoy, la liturgia quiere llevamos a descubrirlo. El método que sigue es el habitual basado en la escucha y la meditación de la palabra de Dios. Escuchadas dentro del contexto litúrgico, las lecturas bíblicas tienen una resonancia distinta y mayor que de costumbre, que no resulta sólo de las cosas dichas en cada una de ellas, sino también de la proximidad de las diversas lecturas entre sí, de lo subrayado (Aclamación al Evangelio) y del intermedio meditativa que es el Salmo responsorial. Entre la Biblia en sí y la Biblia escuchada durante la Misa, existe la misma diferencia que hay entre una página de música escrita y una página de música ejecutada.
Podemos resumir así el conjunto de las lecturas bíblicas de hoy: la primera lectura y el Salmo responsorial formulan una pregunta; el Evangelio da la respuesta; el Antiguo Testamento, como siempre, revela una espera, el Nuevo Testamento da un cumplimiento.
La pregunta tiene que ver hoy —decía— con la sabiduría, o sea el pensamiento-voluntad de Dios: ¿Qué hombre puede conocer la voluntad de Dios? ¿Quién ha conocido su pensamiento?
Respuesta: ¡Ninguno! El hombre, la mayoría de las veces, ni siquiera sabe qué quiere él mismo y a duras penas logra descubrir las cosas que tiene al alcance de la mano; ¿cómo hace para descubrir y salvar los valores de su existencia? Existe, es verdad, la ley: la ley natural que se refleja, como en un espejo, en la conciencia, cuando está limpia, y la ley revelada que está establecida en la Escritura. En ella, el hombre del Antiguo Testamento encuentra una respuesta a su búsqueda de sabiduría; pero es una respuesta que lo deja insatisfecho. ¿Qué respuesta puede dar la ley a alguien que se pone a considerar su propia vida y se da cuenta de que es “como hierba que se renueva; que florece y se renueva por la mañana y por la tarde la siegan y se seca” (Sal. resp.)? Falta la indicación de un fin, de un sentido para vivir; no se vive, de hecho, para observar la ley, sino que se observa la ley para vivir. En este punto, el Salmo responsorial expresa el drama más agudo del hombre del Antiguo Testamento (que es, además, el mismo drama del hombre moderno, cuando se aparta de la fe y vuelve a vivir como si Cristo no hubiese venido); el drama está encerrado en esta constatación: Nuestros días transcurren... y nuestros años se acaban como un suspiro. Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si tenemos más vigor; en su mayor parte son fatiga y miseria porque pasan pronto, y nosotros nos vamos (Sal. 90,9-10). Frente a esta amarga constatación, el hombre moderno cae en la desesperación o dice lo que ha dicho el materia lista de todos los tiempos: ¡Comamos y bebamos porque mañana moriremos! (Is. 22,13; 1 Cor. 15,32); el hombre bíblico —oímos en el Salmo responsorial— se refugia en la oración; pide a Dios “aprender a contar sus días, para adquirir un corazón sensato”. La realidad es que, sin la fe en la vida eterna (cosa que faltaba, claramente, en el Antiguo Testamento), esa constatación no tiene respuesta y todo consuelo resulta un paliativo; la “sensatez del corazón” de que habla el salmista, sirve más para resignarnos que para llenar el corazón de alegría.
Pasemos ahora al Evangelio: ¿dónde está encerrada en él esa respuesta sobre el problema de la sabiduría de que hablábamos? A primera vista, el Evangelio de hoy está hecho para aterrar, no para consolar; frente a él, pensamos espontáneamente en aquel texto poético de Péguy que empieza con las palabras: “Jesucristo, niño, no vino a contarnos frivolidades, durante el poco tiempo que tenía”. En el Evangelio, se habla, de hecho, de la necesidad de odiar al padre y tomar la cruz para seguir a Jesús; nos advierte que midamos bien nuestras fuerzas antes de hacerla y se recuerda, en este sentido, qué le pasa a aquel que comienza a construir una torre que luego no logra terminar, o que entabla una guerra que luego no logra vencer. ¿Es posible que aquel que en otra circunstancia había dicho: Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados (Mt. 11,28), ahora nos disuada de hacerla y diga casi: No me sigan, o por lo menos: Piénsenlo bien antes de seguirme? ¡Ciertamente no!
Para entender el sentido de estas palabras de Jesús, es necesario descubrir a quien van dirigidas: van dirigidas a los discípulos, o sea a los que ya dijeron que sí a Jesús y al Evangelio y lo siguieron. Por lo tanto, no cuestionan si seguir a Jesús o no, sino cómo seguirlo, cuáles son las exigencias del seguimiento de Jesús. Aceptar el Reino de Dios no es poca cosa; es la elección decisiva; en ella se juega la totalidad del hombre; para hacernos una idea de lo importante que es, basta pensar que, para entrar en él, es preferible, llegado el caso, renunciar al propio ojo, a la propia mano, más aún perder incluso la vista. Y se entiende también el por qué: entrar en él significa “entrar en la vida” (cf. Mc. 9,43ssq.), pero en una vida que no termina “como un suspiro”; significa salvarse. Algo tan serio no puede someterse a la concesión, no tolera los términos medios, la ligereza o los cambios de idea. Tal vez cuando Jesús pronunció esas palabras (y más aún cuando Lucas las puso por escrito en su Evangelio) el problema fuera éste: algunos ya no se daban cuenta de la seriedad y la radicalidad del llamado de Jesús; se hacían ilusiones; pensaban, según la mentalidad de la época, que si Jesús era el Mesías, seguirlo quería decir cosechar en seguida todo tipo de triunfos; no estaban preparados para la cruz; o, pensaban que seguir a Jesús era, sí, algo importante, pero no al punto de renunciar a ir a ver un campo recién comprado, a probar cinco yuntas de bueyes nuevos o a contentar a la esposa.
Como se ve, es indispensable leer nuestro Evangelio a la luz de lo que precede inmediatamente, o sea la parábola de los invitados al banquete (cf. Lc. 14,15-24). Pero es necesario leerlo también a la luz de lo que sigue más adelante y es la palabra sobre la sal que ha perdido el sabor (cf. Lc. 1,34-35): también ella nos habla del discípulo que no comprendió, que perdió el fervor y se volvió tibio (insípido) y ahora sigue adelante a fuerza de inercia.
Ahora preguntémonos con mucha honestidad: Estas cosas, ¿tenían que ver solamente con los discípulos que vivían alrededor de Jesús, o, como mucho, los del tiempo de Lucas, o por el contrario, nos interpelan también a nosotros? Dije que las lecturas de hoy nos hablarían de la sabiduría cristiana y debo mantener la promesa.
¿Qué es la sabiduría? No es erudición (el saber muchas cosas incluso insignificantes como los participantes de un concurso de preguntas por televisión); tampoco es la simple ciencia, o sea, un conocimiento racional obtenido mediante investigación profundizada y metódica en determinado campo. La sabiduría es un saber especial que implica cierta experiencia y dilección, un “saborear” lo que se conoce (sapere, en latino significa tener sabor de, o gustar); no tiene tanto por objeto las cosas temporales, como la ciencia, sino por el contrario a Dios mismo y las cosas relacionadas con el destino eterno del hombre. Es un saber gustativo, pero es asimismo un saber operativo, o sea orientado a la acción; exige, de hecho, ser traducido en elecciones concretas de vida.
Y aquí llegamos a la sabiduría cristiana, que también es una elección, ¡y qué elección! Es la elección de Jesús por sobre todas las cosas; elección que es adhesión no tanto del cerebro cuanto del corazón, de toda la persona (no se elige la doctrina de Jesús, sino a Jesús); una elección existencial, como la elección que se realiza cuando una persona se enamora de otra. Los dos casos tienen en común el hecho de ser, fundamentalmente, un acto de fe, o sea, un confiarse a otro, un entregarle la propia existencia; pero en el caso de Jesús el acto es más total, porque Jesús es lo absoluto, en tanto que el novio o la novia, no.
Ahora se entiende también la conclusión del discurso de Jesús: El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Renunciar a todo por Jesús (como más arriba, “odiar al padre”) significa no anteponer nada a él. La incompatibilidad está en la elección, u opción, fundamental que determina todas las demás elecciones; de estas elecciones fundamentales sólo puede haber dos: Jesús y la riqueza, Jesús y el placer, Jesús y la carrera. Jesús y nosotros mismos. La incompatibilidad se da entre dos patrones (“¡No pueden servir a dos patrones!”), vale decir, entre dos realidades que compiten por la primacía y la obediencia del hombre. Y no se trata de cosas abstractas, sino concretísimas: si alguien, frente a la alternativa de avanzar en la carrera, pisoteando la caridad y la honestidad, u obedecer al Evangelio, elige avanzar en la carrera, para esa persona el patrón es la carrera, no Jesús; lo mismo para otros casos en los cuales están en juego la justicia o la verdad.
A este nivel de profundidad se impone la elección, no en otra parte; dicho de otro modo: si está a salvo esta prioridad de Jesús, la misma sabiduría cristiana enseña a salvaguardar los otros valores: la familia, el trabajo, el compromiso social, político, cultural, etc. Sobre esto ha habido un notable esclarecimiento en la conciencia cristiana a partir del Concilio Vaticano II. Había una oración litúrgica en la cual, en un tiempo, se pedía a Dios “despreciar las cosas terrenales y amar las cosas celestiales” (“Terrena despicere et amare caelestia”); ahora, en la misma oración, pedimos a Dios que nos enseñe a “valorar con sabiduría los bienes de la tierra, siempre orientados hacia los bienes eternos”.
He aquí, pues, quién es el hombre sabio a la luz de la experiencia cristiana: quien no se deja avasallar por las cosas, que logra salvar en toda circunstancia la primacía de Dios y del espíritu, que no arriesga el todo por la parte, lo eterno por lo transitorio, lo importante por lo que es solamente urgente. Si tuviéramos tiempo, deberíamos reflexionar sobre este último punto: nosotros sacrificamos continuamente, sin darnos cuenta, lo importante para correr detrás de lo que es simplemente urgente, pero no importante.
Es el mismo error que cometió aquel hombre que fue a probar los bueyes apenas los compró en vez de ir al banquete del Reino. Esto se repite de infinitas maneras; la Misa dominical, por ejemplo, es algo importante, pero, a último momento, siempre hay algo urgente que hacer en casa y así se posterga o se llega sistemáticamente tarde. La oración es algo importante, visitar a un enfermo o un amigo es algo importante, pero siempre hay encargos urgentes que hacer y así se posterga, se posterga y se acaba por dejar las cosas importantes de la vida y hacer solamente las que son apremiantes y que a menudo son verdaderas estupideces.
Los sabios por excelencia, en la visión cristiana, son los santos: ¡qué equilibrio en ellos entre dedicación a Dios y dedicación a los hombres! ¡Qué intuición en la lectura de los signos de los tiempos, qué coraje que tienen al dejar todo para considerar a Dios y al prójimo! Los santos no pertenecen sólo al pasado; para nuestra gran fortuna, todavía los hay; el papa Juan XXIII no tenía quizás mucha ciencia, pero sí mucha sabiduría. En el campo de la política, tuvimos a La Pira que supo conciliar los cargos de diputado, alcalde y profesor universitario con la fidelidad más absoluta al Evangelio.
Con estas reflexiones, no querría haberle quitado a la página del Evangelio de hoy, tan brillante, su carácter punzante; aun explicada como lo hicimos, sigue sonando como un toque de trompeta; es como aquel grito que resonó en la noche entre las vírgenes adormecidas, haciéndolas saltar y correr hasta sus lámparas. Para no sentirnos sacudidos, necesitaríamos creer que nuestro cristianismo, ahora de masas, no conoce actualmente el riesgo del relajamiento, de la concesión, de los dos patrones, de la sal insípida. Pero sabemos que es exactamente lo contrario. Son tantas las comunidades y tantos los cristianos de hoy a los que podría dirigirse el reproche que, en el Apocalipsis, se dirige a la Iglesia de Laodicea y que ha creado un temor saludable en los lectores de todos los tiempos: Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca... ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo (Apoc. 3,15-20).
Resulta espontáneo terminar hoy nuestra reflexión con una oración: Jesús, estamos un poco asustados por lo que nos has dicho hoy. Nuestro espíritu está dispuesto, pero nuestra carne es débil. Nuestro espíritu sabe que si tú nos pides cosas grandes es porque quieres darnos cosas mucho más grandes. Sostén la debilidad de nuestra voluntad; enciéndenos de deseo por estas cosas grandes que tienes preparadas para nosotros y así también las cosas que nos pidas nos parecerán pequeñas y casi insignificantes, y viviremos verdaderamente “siempre orientados hacia los bienes eternos”.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en Valletri (7-IX-1980)
– Jesucristo, centro de la existencia
Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo se centran en torno al concepto de la Sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría del corazón. Sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer eso, como enseña la primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte, encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica, pero, por otra parte, se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?
Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sab 9,16-17).
Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo, Él se ha convertido en nuestra sabiduría (cfr. 1 Cor 1,30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida. El Evangelio pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro de nuestra existencia. Lo refleja con tres frases:1) Si no lo ponemos a Él por encima de nuestras cosas más queridas.2) Si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya. 3) Si no tenemos el sentido de la realidad de los bienes materiales. Entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar siempre mucho.
– Proteger y cuidar a la familia
La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Por esto es importante cuidarla y protegerla, para que pueda realizar adecuadamente las tareas específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. La familia es el lugar del amor y de la vida, más aún, el lugar donde el amor engendra la vida, porque ninguna de estas dos realidades sería auténtica si no estuviese acompañada también por la otra. He aquí por qué el cristiano y la Iglesia las defienden desde siempre y las colocan en mutua correlación. A este respecto sigue siendo verdadero lo que mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba ya en su primer radiomensaje de Navidad de 1963: se está “a veces tentado a recurrir a remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si consisten en atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la ética humana y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan en la mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo productivo, moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de la civilización”. Hago plenamente mías estas palabras.
– Trabajar para el bien común
En segundo lugar... la Iglesia, como sabéis, dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. En mis viajes apostólicos no he dejado de trazar las líneas maestras de esta primera solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo el Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto de vista cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al revés.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Una de las cosas que separa al cristianismo de cualquier ideología es la adhesión a la persona de Jesucristo, prefiriéndola a cualquier otra criatura, incluso a la propia vida. Mientras los que siguen la doctrina de Aristóteles, Kant, Hegel, o cualquier otro pensador, la persona de éste no interesa, o interesa en la medida en que pueda ayudar a una mejor comprensión de sus propuestas, en el cristianismo la persona de Jesucristo es lo nuclear, la verdad, el camino, la vida (Cf Jn 14,6). Dios ha salido al encuentro del hombre para establecer una alianza con él. Dios busca un trato de corazón a corazón.
“Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre..., no puede ser discípulo mío”. Preguntémonos: ¿Qué lugar ocupa Dios en mi corazón y en mi actuación diaria? ¿Cumplo los mandamientos? ¿Procuro no dispensarme de acudir con frecuencia a la Eucaristía y los demás Sacramentos con excusas de falta de tiempo, de ganas o de cualquier otra índole? ¿Realizo mi trabajo con honestidad y sentido de la justicia? ¿Tengo a Dios presente a lo largo del día como tiene presente quien ama a los suyos aún en medio de sus afanes, viajes, etc.? ¿Vuela mi pensamiento de modo espontáneo hacia el Señor como quien ama a su mujer, su marido, sus hijos? ¡Pidamos a Dios en esta celebración dominical que esa naturalidad con la que los que se quieren bien piensan en sus seres queridos en toda circunstancia, sea también un hábito nuestro!
¿De qué serviría la fatiga de toda una vida si ella no nos lleva a construir la torre que nos permita alcanzar la vida eterna? Esa persona −dice el Señor− “empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”. Hay que dar a Dios la prioridad en todo porque Él es quien nos ha dado la vida y quien nos ha rescatado de la muerte. ¡Señor!, pedimos hoy en el Salmo Responsorial, “enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” y “haga prosperar las obras de nuestras manos”.
Si nos esforzamos a diario en leer unas páginas del Evangelio y tratamos de incorporar esas enseñanzas a nuestra vida: si rezamos con devoción el Rosario contemplando los misterios; si nos confesamos con dolor sincero de los pecados y nos determinamos, con la ayuda de Dios, a enmendar la vida; si participamos con frecuencia en la Santa Misa y procuramos hacer de nuestra vida una Misa, esto es: nos sacrificamos por los demás viviendo la caridad, llegaremos a amar a Dios por encima de todo y seremos amados eternamente por Él.
Nadie ha hecho y sigue haciendo por nosotros más que Dios. Él nos ha dado la vida temporal que disfrutamos ahora y nos dará una eternidad dichosa. Cuando preferimos a Dios sobre todas las cosas estamos dando al corazón lo que él va buscando aun cuando no siempre lo sepa. “Nos hiciste, Señor, para Ti −confiesa S. Agustín después de haber buscado la felicidad en otras fuentes−, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Déjalo todo... Sígueme»
I. LA PALABRA DE DIOS
Sb 9, 13-19: ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Sal 89, 3-4.5-6.12-13.14 y 17: Señor, tus has sido nuestro refugio de generación en generación
Flm 9b-10.12-17: Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido
Lc 14, 25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío
II. LA FE DE LA IGLESIA
«La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre ``los dos caminos’’ y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: ``Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas’’ (Mt 7,12).» (1970).
«Más allá de sus preceptos, la ley nueva contiene los consejos evangélicos» (1973). «Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud de una caridad que nunca se sacia» (l974)
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (San Francisco de Sales) (1974).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
En el camino hacia Jerusalén, Jesús hizo un alto para clarificar a sus muchos seguidores las condiciones que pedía para aceptarlos como discípulos: debían estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas y al propio egoísmo. Dura renuncia para quienes confiaban en Jesús como el futuro rey que los llenaría de prosperidad y libertad, pero que es posible comprender, como señala la primera lectura, cuando se es iluminado por la fe con la gracia del Espíritu Santo.
Sólo este domingo se lee un pasaje de la carta más breve de San Pablo; en ella se exhorta a tratar a los esclavos como hermanos, poniendo las bases para la abolición de ese sistema degradante, pero tan arraigado en la antigüedad.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
La ley nueva o ley evangélica: 1965-1972.
La respuesta:
Los consejos evangélicos: 1973-1974; 915-919.
C. Otras sugerencias
Seguir a Jesucristo es la ley del cristiano, ley nueva o ley evangélica: cumple, supera y lleva a su perfección la ley antigua. Es ley de amor, de gracia y de libertad. Exige renuncia: vivir en Cristo.
No es una invitación sólo para religiosos. Cada uno, en la medida de sus distintas condiciones ha de vivir como Cristo y en Cristo, sin más intereses absolutos: riquezas, reconocimiento social, gratificación afectiva...
En la pluralidad de carismas, ministerios y servicios en la Iglesia se expresa una comunidad que sigue al Señor, único Camino, Verdad y Vida.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Examinar la conciencia.
− Seguimiento de Cristo y conocimiento propio. El examen de conciencia.
I. En el Evangelio de la Misa nos habla el Señor de las exigencias que lleva consigo el seguirle, el atender a la llamada que dirige a todos. Y nos hace esta advertencia: ¿Quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él... ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?
Cuando se emprende un gran asunto es preciso valorar, calibrar las posibilidades, echar mano de los recursos oportunos para llevarlo a buen fin. Ser discípulo de Cristo, procurar seguirle fielmente en medio de nuestras ocupaciones, es la empresa suprema que ha de acometer todo hombre. Y para llevarla a buen término es necesario conocer bien los medios que poseemos y saber utilizarlos, ser conscientes de aquello que nos falta para pedirlo confiadamente al Señor, arrancar y tirar lo que estorba. Y ésta es la misión del examen de conciencia. Si lo hacemos bien, con hondura, nos lleva a conocer la verdad de nuestra vida. “Conocimiento de sí, que es el primer paso que tiene quedar el alma para llegar al conocimiento de Dios”.
Los buenos comerciantes hacen balance cada día del estado de sus negocios, examinan sus ganancias o sus pérdidas, saben dónde se puede mejorar o detectan con prontitud la causa de una mala gestión y procuran poner remedio antes de que se originen mayores males para la empresa. Nuestro gran negocio, en cada jornada, es la correspondencia a la llamada del Señor. No existe nada que nos importe tanto como acercarnos más y más a Cristo.
En el examen de conciencia se confronta nuestra vida con lo que Dios espera de nosotros, con la respuesta diaria a su llamada. Y es lo que nos permite pedir perdón y recomenzar de nuevo muchas veces; por eso, “el examen es el paso previo y el punto de partida cotidiano para encendernos más en el amor a Dios con realidades −obras− de entrega”. Esforzarnos en hacerlo con profundidad “impide que en nuestra alma arraiguen los gérmenes de la tibieza y nos facilita vivir lejos de las ocasiones de pecar.
“Si de veras pretendemos conseguir esa limpieza de corazón, que nos llevará a ver a Dios en todo, necesitamos tomar muy en serio el examen diario de nuestra alma. Quien se contentara con una visión rutinaria, superficial, acabaría deslizándose por el plano inclinado de la negligencia y de la pereza espiritual, hacia la tibieza, esa miopía del alma que prefiere no discernir entre el bien y el mal, entre lo que procede de Dios y lo que proviene de nuestras propias pasiones o del diablo”.
Es el amor lo que nos mueve a examinarnos y da esa particular agudeza al alma para detectar aquellas cosas de nuestro actuar que no agradan a Dios. Hagamos el propósito para todos los días de nuestra vida de “hacer a conciencia el examen de conciencia”. Veremos, en poco tiempo quizá, la gran ayuda que representa en el camino que lleva a Cristo.
− Espíritu de examen. Humildad. Vencer la pereza al hacer esta práctica de piedad.
II. Para hacer a conciencia este balance al terminar la jornada, será de gran ayuda fomentar a lo largo del día el espíritu de examen, como “el buen banquero que cotidianamente, al anochecer, computa sus pérdidas y ganancias. Pero eso no puede hacerse con detalle, si en todo momento no registra en los libros las cuentas. Una mirada a todas y cada una de las anotaciones muestra el estado de todo el día”.
Para construir la torre que Dios espera de nosotros, para presentar esa batalla contra los enemigos del alma −según los ejemplos que el Señor nos pone en el Evangelio−, debemos ser conscientes de los recursos con que contamos, de las ayudas que precisamos, de los muros en los que no hemos puesto el debido cuidado, o de flancos que hemos dejado desguarnecidos y a merced del enemigo: defectos que conocemos y que debiéramos corregir; inspiraciones para hacer el bien, para servir a los demás con más alegría, y a las que quizá no correspondemos; mediocridad espiritual consentida, por no ser generosos en la mortificación pequeña; sobreestimar, como si fueran fines, los bienes materiales; dejarse dominar por la comodidad; considerar como el bien mayor la propia tranquilidad; hacer con tibieza lo que a Dios se refiere.
No es fácil el conocimiento propio; hemos de ir prevenidos contra “el demonio mudo”, que intentará cerrarnos la puerta de la verdad para que no veamos las imperfecciones y flaquezas, los defectos arraigados en el alma, y que tenderá a disculpar las faltas de amor a Dios, los pecados y las imperfecciones, y a considerarlos como si fueran detalles de poca importancia o debidos a las circunstancias externas. Para conocernos con hondura y sin paliativos nos podrá ayudar el preguntarnos con frecuencia: ¿dónde tengo puesto de modo más o menos habitual el corazón?..., ¿en mí mismo..., en mis dolencias..., en el éxito, en el posible fracaso..., en el trabajo en sí, sin convertirlo en una ofrenda a Dios?; ¿con qué frecuencia acudo a Dios a lo largo del día para pedirle perdón, para darle gracias, para requerir su ayuda?; ¿qué intenciones me mueven a actuar?, ¿en qué está ocupada habitualmente mi mente?; ¿ha sido mío o ha sido de Dios este día?, ¿le he buscado a Él, o me he buscado a mí mismo?...
Para conocernos de verdad, para saber con qué contamos, es necesario que pidamos la humildad, porque sin ella estamos a oscuras. La humildad nos lleva a iniciar el examen con el conocimiento profundo de que somos pecadores.
Otro enemigo del examen de conciencia es la pereza, que en las cosas de Dios es tibieza. Una de sus primeras manifestaciones es precisamente el poco empeño en examinarse. Sucede entonces en el alma como en la tierra que el campesino ha dejado en barbecho, sin atender una temporada: no tardan en crecer en el alma los cardos de los defectos, los espinos de las pasiones desordenadas que ahogan la semilla de la gracia. Pasé junto al campo del perezoso, y junto a la viña del insensato, y todo eran cardos y ortigas que habían cubierto su haz, y la cerca estaba destruida.
En el examen de conciencia diligente, hondo, humilde, descubrimos la raíz de las faltas de caridad, de trabajo, de alegría, de piedad, que quizá se repiten con frecuencia. Entonces, podremos luchar y vencer con la ayuda de la gracia.
− Modo y disposiciones para hacerlo. Contrición. Propósitos.
III. El examen de conciencia no es una simple reflexión sobre el propio comportamiento: es diálogo entre el alma y Dios. Por eso, al iniciarlo debemos ponernos, en primer lugar, en presencia del Señor, como cuando hacemos un rato de oración. A veces nos bastará una jaculatoria o una breve oración. En ocasiones nos pueden servir las palabras con que aquel ciego de Jericó, Bartimeo, se dirigió a Jesús en demanda de luz para sus ojos ciegos: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!: da luz a mi alma para entender lo que me separa de Ti, lo que debo arrancar y tirar, aquello en lo que debo mejorar: trabajo, carácter, presencia de Dios, alegría, optimismo, apostolado, preocupación por hacer la vida más grata a quienes conviven conmigo...
Después, en el examen propiamente dicho, nos puede ayudar el considerar cómo ha visto el Señor nuestro día. Procuremos, con ayuda de nuestro Ángel Custodio, verlo reflejado en Dios como en un espejo, pues “jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios”. Luego, a continuación, se puede examinar el comportamiento concreto: para con Dios, para con el prójimo, para con uno mismo... Esto puede hacerse recorriendo brevemente las horas del día, o las diferentes situaciones en las que nos hemos encontrado, dando especial importancia al cumplimiento del plan de vida, a los propósitos formulados el día anterior, a los consejos recibidos en la dirección espiritual. Con todo, esta práctica piadosa es muy personal. En la dirección espiritual nos pueden ayudar mucho en el modo de llevarla a cabo.
Lo más importante del examen hecho cerca del Señor, que ordinariamente durará muy pocos minutos, es el dolor, la contrición. Si ésta es sincera, brotarán algunos propósitos, pocos (muchas veces uno solo), concretos y quizá pequeños: buscar alguna industria humana para tratar con más frecuencia al Ángel Custodio; cuidar mejor la puntualidad en el trabajo o en la Santa Misa; sonreír aunque estemos cansados o algo enfermos; ser más amables; poner más intensidad y lucha en la oración; acudir en ese día con más frecuencia a la Santísima Virgen, a San José, a Jesús presente en los sagrarios de los muchos templos de la ciudad o de la única iglesia del pueblo; acabar bien la tarea, sin chapuzas; vivir mejor las mortificaciones habituales, concretando alguna especial en las comidas, en el orden personal; invitar a aquellos amigos al próximo retiro espiritual, sin dejar pasar un día más... Dolor hondo, aunque las faltas sean leves, y propósitos para los que pediremos ayuda a Dios, porque si no, aunque sean pequeños, no saldrán adelante.
También veremos las buenas obras de ese día, y eso nos llevará a ser agradecidos con el Señor. Así podremos retirarnos a descansar con el alma llena de paz y de alegría, con deseos de recomenzar al día siguiente ese camino de amor a Dios y al prójimo.
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Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío
Hoy, Jesús nos indica el lugar que debe ocupar el prójimo en nuestra jerarquía del amor y nos habla del seguimiento a su persona que debe caracterizar la vida cristiana, un itinerario que pasa por diversas etapas en el que acompañamos a Jesucristo con nuestra cruz: «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27).
¿Entra Jesús en conflicto con la Ley de Dios, que nos ordena honrar a nuestros padres y amar al prójimo, cuando dice: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26)? Naturalmente que no. Jesucristo dijo que Él no vino a derogar la Ley sino a llevarla a su plenitud; por eso Él da la interpretación justa. Al exigir un amor incondicional, propio de Dios, declara que Él es Dios, que debemos amarle sobre todas las cosas y que todo debemos ordenarlo en su amor. En el amor a Dios, que nos lleva a entregarnos confiadamente a Jesucristo, amaremos al prójimo con un amor sincero y justo. Dice san Agustín: «He aquí que te arrastra el afán por la verdad de Dios y de percibir su voluntad en las santas Escrituras».
La vida cristiana es un viaje continuo con Jesús. Hoy día, muchos se apuntan, teóricamente, a ser cristianos, pero de hecho no viajan con Jesús: se quedan en el punto de partida y no empiezan el camino, o abandonan pronto, o hacen otro viaje con otros compañeros. El equipaje para andar en esta vida con Jesús es la cruz, cada cual con la suya; pero, junto con la cuota de dolor que nos toca a los seguidores de Cristo, se incluye también el consuelo con el que Dios conforta a sus testigos en cualquier clase de prueba. Dios es nuestra esperanza y en Él está la fuente de vida.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de Dos Filos
Renunciar a sí mismo
«El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga» (Mt 16, 24).
Eso dice Jesús.
La renuncia, sacerdote, es a ti mismo.
Al que vive en el mundo en medio de la comodidad, del placer, de la mundanidad, de los apegos, de las ambiciones del poder, del egoísmo, de la avaricia, de las tinieblas, de la mentira, de las tentaciones y del pecado.
Renunciar a ti mismo, sacerdote, es dejar padre, madre, casas, tierras, hijos, pertenencias.
Es vaciarse de ti para llenarte de Cristo, y sumergirte en el conocimiento de la verdad, a través de su misericordia, por una elección de predilección inmerecida, para romper las cadenas que te atan al mundo, y ser verdaderamente libre.
Para que, correspondiendo a ese llamado y a ese amor de predilección de tu Señor, tú hagas lo mismo con su pueblo, para llevarles esa verdad a través de la misericordia que a ti te ha sido dada, para administrarla con sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, para enseñarles a renunciar a sí mismos como tú, aun en medio de la duda, de la tribulación, de las tinieblas, de las comunidades, de los placeres, de las tentaciones, de los pecados, de los apegos y de las ataduras del mundo, para que ellos también sean como tú, verdaderamente libres.
Pero para ser guía, hay que ser primero ejemplo.
Y tú, sacerdote, ¿has renunciado a ti completamente?
¿Te has vaciado de ti y te has llenado de Cristo?
¿Le has entregado tu voluntad para recibir la gracia de corresponder al llamado y dejarlo todo por tu fe, por tu esperanza y por tu amor a Cristo?
Tomar tu cruz, sacerdote, es abrazar la vocación que Dios te da para que alcances la santidad, abrazando tus miserias, transformadas por tu Señor en su misericordia.
Es la salud de tu enfermedad, es el perdón de tus pecados, es la curación de tu iniquidad y de tu impiedad, es la perfección de tus defectos, es tu ofrenda y es tu fe puesta en obra, son tus trabajos, son tus sacrificios, son tus quehaceres, son los medios que tu Señor te ha dado para llegar a Él; y también son tus alegrías y los placeres del espíritu, al unir tu cruz a la de Él, para alcanzar la plenitud del amor a través de tu entrega de vida por tu propia voluntad, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, derramando su misericordia a través de tus obras a las almas que Dios ha confiado a tu cuidado, en medio del mundo, para que los sanes de sus enfermedades, y les mandes cargar su cruz, y se santifiquen según su vocación, para que ellos también se salven.
La cruz se carga todos los días, sacerdote, también en sábado, porque todos los días son días del Señor. También el sábado.
Tu Señor te ha dicho: “que vengan a mí los que estén cansados y yo los aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Eso quiere decir cuando te dice: “sígueme”, porque Él no te envía solo y no te envía sin rumbo.
Él es el camino y está contigo todos los días de tu vida.
Tu Señor te dice, sacerdote: “renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Porque Él quiere estar contigo.
Y también te dice: “no tengas miedo, amigo mío, yo te ayudo”.
“Sígueme”, ese es el llamado de tu Señor, para que sigas sus huellas, para que, siguiéndolo, hagas sus obras y aun mayores, porque no te llama a ti solo sacerdote, te ha dado una misión, y te ha enviado a seguirlo, trayendo contigo al pueblo de Dios.
«El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo»
Ese, sacerdote, es el llamado de tu Señor a escuchar su Palabra, para hacer lo que Él te diga, para que, siguiéndolo a Él, seas ejemplo con tu vida, y testimonio de fe, de esperanza y de amor, viviendo en la alegría de servir al único Dios verdadero, por el que vale la pena entregar tu vida.
Él es la vida.
Él es la plenitud del amor.
Él no impone, invita a participar de su banquete celestial en su eternidad, cuando tú digas “sí, estoy dispuesto, renuncio a mí, tomo mi cruz y te sigo, para amarte, para adorarte, para bendecir y santificar a tu pueblo, para glorificarte, porque creo en ti y en que tú eres el único Dios verdadero, mi Creador, mi Amo, mi Maestro, mi Señor”.
Entonces, sacerdote, quedarás sano, y habrás alcanzado la plenitud del amor.
Es para eso que lo dejas todo, que tomas tu cruz y lo sigues.
Es para eso que Él te ha llamado y te ha esperado, te ha preparado y te ha enviado, elegido con amor de predilección entre tantas almas del mundo, para compartir contigo su misión, su poder, sus obras, su amor por esas almas, y su misericordia, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, contenida en la Eucaristía, por la que comparte al mundo la gloria de su resurrección, y la que manifiesta su triunfo sobre la enfermedad, sobre el dolor, sobre la muerte, para demostrar que el amor siempre vence.
Sacerdote, tu Señor te ha prometido el ciento por uno en esta vida y la vida eterna, si dejas todo, tomas tu cruz y lo sigues. Y tú, sacerdote, ¿has alcanzado las promesas de tu Señor? ¿Lo sigues?
(Espada de Dos Filos IV, n. 93)
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