Domingo 22 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019
  • BENEDICTO XVI – Homilía 2007 y Ángelus 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

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DEL MISAL MENSUAL

NO PRETENDAS LO QUE TE SOBREPASA

Sir 3, 19-21. 30-31; Heb 12, 18-19. 22-24; Lc 14, 1. 7-14

El pasaje del Evangelio de San Lucas consta de dos recomendaciones relativas a la participación en las fiestas. En el primer caso se considera la situación del huésped y en la segunda, el del anfitrión en una comida. La primera recomendación se ocupa de la humildad, la segunda atiende al valor de la gratuidad. La humildad supone capacidad de elaborar un juicio objetivo sobre uno mismo. Tarea difícil, porque tendemos a sobrevalorarnos. De ahí que tenga sentido prestar oído a la recomendación del Sirácide: “no pretendas lo que te sobrepasa”. Esto no es una defensa del conformismo ni de la pasividad, sino una llamada de atención contra la inclinación a la presunción y la arrogancia. Quien se conoce a sí mismo, no necesita recibir honores ajenos. La segunda recomendación adquiere mayor significado en el contexto actual. Dar y entregar parte de nuestros bienes a quienes atraviesan una situación difícil, nos ubica en la dinámica de la bondad del Padre bondadoso.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 85, 3. 5

Dios mío, ten piedad de mí, pues sin cesar te invoco: Tú eres bueno y clemente, y rico en misericordia con quien te invoca.

ORACIÓN COLECTA

Dios de toda virtud de quien procede todo lo que es bueno, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre, y concede que, haciendo más religiosa nuestra vida, hagas crecer el bien que hay en nosotros y lo conserves con solicitud amorosa. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Hazte pequeña y hallarás gracia ante el Señor.

Del libro del Sirácide (Eclesiástico): 3, 19-21. 30-31

Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te amarán más que al hombre dadivoso. Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque sólo él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria. No hay remedio para el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad. El hombre prudente medita en su corazón las sentencias de los otros, y su gran anhelo es saber escuchar. Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11

R/. Dios da libertad y riqueza a los cautivos.

Ante el Señor, su Dios, gocen los justos, salten de alegría. Entonen alabanzas a su nombre. En honor del Señor toquen la citara. R/.

Porque el Señor, desde su templo santo, a huérfanos y viudas da su auxilio; él fue quien dio a los desvalidos casa, libertad y riqueza a los cautivos. R/.

A tu pueblo extenuado diste fuerzas, nos colmaste, Señor, de tus favores y habitó tu rebaño en esta tierra, que tu amor preparó para los pobres. R/.

SEGUNDA LECTURA

Se han acercado ustedes a Sión, el monte y la ciudad del Dios viviente

De la carta a los hebreos: 12, 18-19. 22-24

Hermanos: Cuando ustedes se acercaron a Dios, no encontraron nada material, como en el Sinaí: ni fuego ardiente, ni obscuridad, ni tinieblas, ni huracán, ni estruendo de trompetas, ni palabras pronunciadas por aquella voz que los israelitas no querían volver a oír nunca.

Ustedes, en cambio, se han acercado a Sión, el monte y la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, a la reunión festiva de miles y miles de ángeles, a la asamblea de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo. Se han acercado a Dios, que es el juez de todos los hombres, y a los espíritus de los justos que alcanzaron la perfección. Se han acercado a Jesús, el mediador de la nueva alianza. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 11, 29

R/. Aleluya, aleluya.

Tomen mi yugo sobre ustedes, dice el Señor, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón. R/.

EVANGELIO

El que se engrandece a sí mismo, será humillado y el que se humilla, será engrandecido.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 14, 1, 7-14

Un sábado, Jesús fue a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y éstos estaban espiándolo. Mirando cómo los convidados escogían los primeros lugares, les dijo esta parábola: “Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que haya algún otro invitado más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga a decirte: ‘Déjale el lugar a éste’, y tengas que ir a ocupar, lleno de vergüenza, el último asiento.

Por el contrario, cuando te inviten, ocupa el último lugar, para que, cuando venga el que te invitó, te diga: ‘Amigo, acércate a la cabecera’. Entonces te verás honrado en presencia de todos los convidados. Porque el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”.

Luego dijo al que lo había invitado: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que esta ofrenda sagrada, Señor, nos traiga siempre tu bendición salvadora, para que dé fruto en nosotros lo que realiza el misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 30, 20

Qué grande es tu bondad, Señor, que tienes reservada para tus fieles.

O bien:

Mt 5, 9-10

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios: Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados con el pan de esta mesa celestial, te suplicamos, Señor, que este alimento de caridad fortalezca nuestros corazones, para que nos animemos a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La sabiduría de la gente sencilla (Si 3,17-18.20.28-29)

1ª lectura

El texto trata de una virtud fundamental para el amante de la sabiduría: la humildad para reconocer las propias carencias y abrirse confiadamente con ánimo de aprender. En el contexto en que Ben Sirac escribió su obra, la filosofía griega y los nuevos conocimientos deslumbraban a muchos. Algunos abandonaban la Ley de Dios y la enseñanza tradicional de Israel para seguir a los maestros extranjeros. El orgullo de la razón, que se consideraba capaz de encontrar respuestas para todo, les impedía acoger con sencillez las verdades que Dios había puesto al alcance de quienes lo buscan sinceramente.

Forma parte del legado del Antiguo Testamento la idea de que Dios concede su favor a los humildes (cfr Pr 3,34; Sal 25,14). El Nuevo Testamento pone en boca de Santa María en el canto del Magnificat una expresión llena de gozo al experimentar esa realidad. La Virgen se siente humilde esclava del Señor y proclama que Dios la ha favorecido escogiéndola como instrumento para manifestar la salvación a su pueblo. De ahí que pueda clamar: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48).

En la línea de los consejos del Sirácida grandes pensadores como San Buenaventura han visto la necesidad ineludible de la piedad humilde para alcanzar la verdad: «No es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios» (Itinerarium mentis in Deum, Prol. 4).

Os habéis acercado a la ciudad del Dios vivo (Hb 12,18-19.22-24)

2ª lectura

Se presenta una comparación entre dos escenas: una es la estampa sobrecogedora del establecimiento de la Alianza en el Sinaí (cfr Ex 19,12-16; 20,18); la otra es la visión maravillosa de la Ciudad celestial en el monte Sión, morada de los ángeles y bienaventurados.

El punto central de su argumento se basa en el momento más significativo del nuevo pacto (v. 24): el derramamiento de la sangre del Señor, que sella la Alianza y realiza la purificación universal (cfr Ex 24,8; Hb 9,12-14.20; 1 P 1,2). Esta sangre «habla mejor que la de Abel» (v. 24; cfr 11,4), porque «éste exigía venganza mientras que la sangre de Cristo exige el perdón» (Sto. Tomás de Aquino, Super Hebraeos, ad loc.). «Pecadores, dice esta Epístola, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los que pecan, y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre» (S. Alfonso Mª de Ligorio, Práctica del Amor a Jesucristo 3).

El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado (Lc 14,1.7-14)

Evangelio

El marco de la comida a la que ha sido invitado proporciona a Jesús ocasión para varias enseñanzas. Aquí desarrolla una lección sobre la humildad. «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante —a mi parecer sin considerarlo, sino de presto— esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entiende, agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 6,10,8).

En las palabras que Jesús dirige a quien le ha invitado (vv. 12-14) muestra que la humildad ha de completarse con la práctica de la caridad. También al dar hay que desechar todo deseo de vanagloria o de recompensa humana, y mirar primero a Dios (cfr 12,22-34 y nota), de quien hemos recibido todo: «¿Quién te ha dado las lluvias, la agricultura, los alimentos, las artes, las casas, las leyes, la sociedad, una vida grata y humana, así como la amistad y familiaridad con aquellos con quienes te une un verdadero parentesco? (...) ¿Acaso no ha sido Dios, el mismo que ahora solicita tu benignidad, por encima de todas las cosas y en lugar de todas ellas? ¿No habríamos de avergonzarnos, nosotros, que tantos y tan grandes beneficios hemos recibido o esperamos de Él, si ni siquiera le pagáramos con esto, con nuestra benignidad? Y si Él, que es Dios y Señor, no tiene a menos llamarse nuestro Padre, ¿vamos nosotros a renegar de nuestros hermanos? No consintamos, hermanos y amigos míos, en administrar de mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido» (S. Gregorio Nacianceno, De pauperum amore 23-24).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

La comida en casa del fariseo

195. Y después de todo eso se nos cuenta en primer lugar la curación de un hidrópico, en quien un flujo vehemente del cuerpo dificultaba las operaciones del alma y extinguía el vigor del espíritu. Y a continuación, cuando en aquel convite fue reprimido el deseo de un puesto más elevado, se nos da una lección de humildad; esta reprensión, sin embargo, está hecha con dulzura, para que la fuerza de la persuasión lograra suavizar la aspereza de la corrección y también con el fin de que la razón viera provechoso el deseo de la persuasión y la advertencia corrigiera el mal deseo. Y a ella precisamente se unió como vecino inmediato la bondad, que ha sido distinguida por la misma palabra divina al definirla como un ejercicio para con los pobres y débiles; ya que el ser misericordioso con los que nos van a devolver el beneficio, es una actitud propia de la avaricia.

196. Y al fin, como si se tratara de un veterano que ha terminado su servicio, se le pide que desprecie las riquezas. Y es que es absolutamente cierto que el que por estar dominado por bajos instintos, se esfuerza por adquirir bienes terrenos, no podrá conseguir el reino de los cielos, ya que dice el Señor : Vende todos los bienes y sígueme (Mt 19, 21); ni tampoco lo podrá conseguir el que compra los bueyes, puesto que Eliseo mató los que tenía o los distribuyó entre el pueblo (1 R 19, 21); como tampoco el que se casa, puesto que ese tal piensa en las cosas del mundo y no en las de Dios; y no es que con esto se quiera condenar el matrimonio, pero sí que la virginidad es considerada como un estado más glorioso, puesto que la mujer soltera y la viuda se preocupan de las cosas del Señor, es decir, procura ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Más la casada se preocupa de las cosas del mundo, es decir, a ver cómo agradará a su marido (1 Co 7, 34).

197. Pero con el fin de que podamos tratar ahora con un poco más de delicadeza a los esposos, como ya antes lo hemos hecho con las viudas, nos adheriremos a esa opinión seguida por muchos, según la cual, hay tres clases de hombres que son excluidos de aquel gran banquete, a saber: los gentiles, los judíos y los herejes.

198. Y por eso el Apóstol afirma que hay que huir de la avaricia (Rm 1, 29), no vaya a ser que, impedidos como los gentiles por la iniquidad, por la maldad, impureza y avaricia, no podamos llegar al reino de Cristo; pues todo el que es avaro, impuro —que equivale a idólatra—, no tiene parte en la herencia del reino de Cristo y de Dios (Ef 5, 5).

199. Los judíos, en verdad, por atender a las observancias materiales, se impusieron las cargas de la Ley, por lo cual, como dice el profeta: Hemos de romper sus lazos y arrojar de nosotros sus coyundas (Sal 2, 3); ya que nosotros hemos recibido a Cristo, que ha puesto sobre nuestros hombros el suave yugo de su gracia. Los cinco yugos representan a los diez mandamientos o a los cinco libros de la Ley antigua, de los cuales parece hablar el Evangelio cuando se lee que dice (el Señor) a la samaritana: Tú has tenido cinco maridos (Jn 4, 18).

200. En verdad, la herejía, como otra Eva, tienta la ortodoxia de la fe con su femenino sentimentalismo, y, dejándose caer con suma facilidad por la pendiente, se une a una apariencia de hermosura, rechazando la belleza sin mancha de la verdad. Y ésta es la razón por la que se excusan (los invitados), ya que el reino no está cerrado más que para aquel que, por el testimonio de su propia voz, se quiera excluir; con todo, el Señor invita a todos con dulzura, pero nuestra pereza o error nos aparta.

201. En efecto, aquel que compró la granja quedó excluido del reino —ya que en tiempo de Noé, como has leído, el diluvio acabó con los que compraban y vendían (Mt 24, 37-39), como lo quedó asimismo el que prefirió el yugo de la Ley al don de la gracia y el que se excusó por razón de haber contraído matrimonio; porque está escrito: Si alguno quiere venir a Mí y no odia a su padre, a su madre y esposa, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y, si el Señor, por ti, renuncia a su madre, diciendo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (Mt 12, 48), ¿por qué razón tú los vas a poner delante del Señor en tu afecto? Ahora bien, el Señor no manda ni renunciar a la naturaleza ni tampoco ser su esclavo, sino tratarla de tal manera, que dé su merecido culto al Autor de ella y nunca, por el amor a tus padres, te apartes de Dios.

202. Y por eso, al ver que el orgullo de los ricos le rechaza, se entrega a los gentiles y ordena que tanto los buenos como los malos entren a tomar parte en el banquete, con el fin de hacer progresar a los primeros y atraer hacia el bien las malas disposiciones de los segundos, para que se cumpla lo que hoy hemos leído: Entonces los lobos y los corderos apacentarán juntos (Is 65, 25). El invita a los pobres, a los enfermos, a los ciegos mostrándonos con ello o que la enfermedad corporal a nadie excluye del reino, o también que el que tiene menos incentivos para pecar, peca más raras veces, o, finalmente, que la misericordia del Señor es la que cura la enfermedad de los pecados, con el fin de que el que se vea rescatado de su falta se dé cuenta que lo ha sido, no por sus obras, sino por la fe, para que, cuando se quiera gloriar, se gloríe en el Señor (Rm 9, 32; 1 Co 1, 31).

203. Y envía a sus criados a las afueras de los caminos, ya que la prudencia grita en las calles (Pr 1, 20). Les envía a las plazas, porque quiere decir a los pecadores que cambien sus anchos caminos por la vía estrecha que conduce a la vida (Mt 7, 13ss). Y los manda también por los caminos y cercados, porque allí, ciertamente, se hacen aptos para el reino de los cielos todos aquellos que, lejos de las preocupaciones de los placeres de este mundo, se elevan hacia las cosas futuras, como si estuvieran fuertemente arraigados en el camino de la buena voluntad y, asemejándose a un cercado, que es el encargado de separar los terrenos cultivados de los incultos, saben distinguir el bien del mal y oponer a las tentaciones del espíritu malvado la valla de la fe. Así el Señor, para demostrar que su viña había sido defendida, dijo: Yo la he cercado y la he rodeado de una fosa (Mt 21, 33). Y el Apóstol dice que se ha levantado un muro en medio del cercado para romper la monotonía de la cerca (Ef 2, 4). Y es que, en verdad, hay que buscar la fe y la razón y a éstas se las busca en las plazas, es decir, en los lugares más recónditos de los pensamientos íntimos, porque está escrito: Que tus aguas se derramen sobre tus plazas (Pr 5, 16).

204. Pero no están cumplidos todos los requisitos con entrar el que es llamado, es necesario que tenga el vestido propio de la boda, es decir, la fe y la caridad. Y por eso todo el que no lleve al altar de Cristo la paz y la caridad, será atado de pies y manos y arrojado a las tinieblas exteriores. Allí habrá llanto y crujir de dientes. ¿Qué representan estas tinieblas exteriores? ¿Acaso será que algunos tendrán que soportar allí también la cárcel y los trabajos forzados? No. Pero todos los que están excluidos de lo que prometen los mandamientos celestiales, se encuentran en las tinieblas exteriores, ya que los mandamientos de Dios son luz (Jn 12, 35), y todo el que vive sin Cristo, yace en las tinieblas, porque Cristo es la luz del alma.

205. Por tanto, aquí no se trata de un crujir de dientes en sentido material, ni de un fuego perpetuo de llamas materiales, ni de un gusano como los de este mundo. Pero de la misma manera que, por una abundancia excesiva de alimentos, se originan fiebres y aparecen gusanos, así también, si uno no hace de sus pecados una especie de cocción por medio de la sobriedad y de la abstinencia, y, en lugar de eso, va sumando a los pecados de antes otros nuevos, dando así lugar a una indigestión, debida a la unión de las faltas nuevas amontonadas sobre las viejas, será consumido por su propio fuego y devorado por sus propios gusanos. Por eso dijo Isaías: Caminad a la luz de vuestro fuego y a la luz de la llama que encendisteis (Is 50, 11). El fuego es quien engendra la tristeza de los pecados; el gusano viene a significar que los pecados del alma, que son algo tan irracional, atacan la mente y los sentidos del culpable y roen las entrañas de la conciencia (Sb 12, 5); esos pecados nacen del cuerpo del pecador de un modo análogo a como aparecen los gusanos. Y así lo declaró el Señor por Isaías, diciendo: Y verán los miembros de los hombres que pecaron contra mí; y, en verdad, su gusano no morirá ni se extinguirá su fuego (Is 66, 24).

206. El crujir de los dientes es también una señal de un estado de indignación, y es que uno se arrepiente, llora y se aíra, aunque ya demasiado tarde, de haber pecado con una malicia tan pertinaz.

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 195-206, BAC Madrid 1966, pág. 443-49

FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019

Ángelus 2016

 El servicio a los hermanos se convierte en testimonio de amor

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El episodio del Evangelio de hoy nos muestra a Jesús en la casa de uno de los jefes de los fariseos, observando entretenido cómo los invitados al almuerzo se afanan en ocupar los primeros puestos. Es una escena que hemos visto muchas veces: hacerse con el mejor sitio incluso con los codos. Al ver esta escena, Él narra dos breves parábolas con las cuales ofrece dos indicaciones: una se refiere al lugar, la otra se refiere a la recompensa.

La primera semejanza está ambientada en un banquete nupcial. Jesús dice: «cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “Déjale el sitio a este”.... al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto» (Lc 14, 8-9). Con esta recomendación, Jesús no pretende dar normas de comportamiento social, sino una lección sobre el valor de la humildad. La historia enseña que el orgullo, el arribismo, la vanidad y la ostentación son la causa de muchos males. Y Jesús nos hace entender la necesidad de elegir el último lugar, es decir, de buscar la pequeñez y pasar desapercibidos: la humildad. Cuando nos ponemos ante Dios en esta dimensión de humildad, Dios nos exalta, se inclina hacia nosotros para elevarnos hacia Él: «Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado» (v. 11).

Las palabras de Jesús subrayan actitudes completamente distintas y opuestas: la actitud de quien se elige su propio sitio y la actitud de quien se lo deja asignar por Dios y espera de Él la recompensa. No lo olvidemos: ¡Dios paga mucho más que los hombres! ¡Él nos da un lugar mucho más bonito que el que nos dan los hombres! El lugar que nos da Dios está cerca de su corazón y su recompensa es la vida eterna. «Y serás dichoso —dice Jesús— ...se te recompensará en la resurrección de los justos» (v. 14).

Es lo que describe la segunda parábola, en la cual Jesús indica la actitud desinteresada que debe caracterizar la hospitalidad, y dice así: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque ellos no te pueden corresponder» (vv. 13-14). Se trata de elegir la gratuidad en lugar del cálculo oportunista que intenta obtener una recompensa, que busca el interés y que intenta enriquecerse cada vez más. En efecto, los pobres, los sencillos, los que no cuentan, jamás podrán corresponder a una invitación para almorzar. Jesús demuestra de esta manera, su preferencia por los pobres y los excluidos, que son los privilegiados del Reino de Dios, y difunde el mensaje fundamental del Evangelio que es servir al prójimo por amor a Dios. Hoy, Jesús se hace portavoz de quien no tiene voz y dirige a cada uno de nosotros un llamamiento urgente para abrir el corazón y hacer nuestros los sufrimientos y las angustias de los pobres, de los hambrientos, de los marginados, de los refugiados, de los derrotados por la vida, de todos aquellos que son descartados por la sociedad y por la prepotencia de los más fuertes. Y estos descartados representan, en realidad, la mayor parte de la población.

En este momento, pienso con gratitud en los comedores donde tantos voluntarios ofrecen su servicio, dando de comer a personas solas, necesitadas, sin trabajo o sin casa. Estos comedores y otras obras de misericordia —como visitar a los enfermos, a los presos...— son gimnasios de caridad que difunden la cultura de la gratuidad, porque todos los que trabajan en ellas están impulsados por el amor de Dios e iluminados por la sabiduría del Evangelio. De esta manera el servicio a los hermanos se convierte en testimonio de amor, que hace creíble y visible el amor de Cristo.

Pidamos a la Virgen María que nos guíe cada día por la senda de la humildad, Ella que fue humilde toda su vida, y nos haga capaces de gestos gratuitos de acogida y solidaridad hacia los marginados, para ser dignos de la recompensa divina.

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Ángelus 2019

Generosidad desinteresada

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Lucas 14, 1. 7-14) nos muestra a Jesús participando en un banquete en la casa de un líder de los fariseos. Jesús mira y observa cómo corren los invitados, se apresuran a llegar a los primeros lugares. Esta es una actitud bastante extendida, incluso en nuestros días, y no sólo cuando se nos invita a comer: normalmente, buscamos el primer lugar para afirmar una supuesta superioridad sobre los demás. En realidad, esta carrera hacia los primeros lugares perjudica a la comunidad, tanto civil como eclesial, porque arruina la fraternidad. Todos conocemos a esta gente: escaladores, que siempre suben para arriba, arriba.... Hacen daño a la fraternidad, dañan la fraternidad.

Frente a esta escena, Jesús cuenta dos parábolas cortas. La primera parábola se dirige al invitado a un banquete, y le exhorta a no ponerse en primer lugar, «no sea —dice— que haya sido convidado otro más distinguido que tú y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “deja el sitio a este” y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (cf. vv. 8-9). En cambio, Jesús nos enseña a tener una actitud opuesta: «Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”» (v. 10). Por lo tanto, no debemos buscar por nuestra propia iniciativa la atención y consideración de los demás, sino más bien dejar que otros nos la presten. Jesús siempre nos muestra el camino de la humildad —¡debemos aprender el camino de la humildad!— porque es el más auténtico, lo que también nos permite tener relaciones auténticas. Verdadera humildad, no falsa humildad, lo que en Piamonte se llama la mugna quacia, no, no esa. La verdadera humildad.

En la segunda parábola, Jesús se dirige al que invita y, refiriéndose a la manera de seleccionar a los invitados, le dice: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder» (vv. 13-14). Aquí también, Jesús va completamente a contracorriente, manifestando como siempre la lógica de Dios Padre. Y también añade la clave para interpretar este discurso suyo. ¿Y cuál es la clave? Una promesa: si haces esto, «se te recompensará en la resurrección de los justos» (v. 14). Esto significa que quien se comporte de esta manera tendrá la recompensa divina, muy superior al intercambio humano: Yo te hago este favor esperando que me hagas otro. No, esto no es cristiano. La humilde generosidad es cristiana. El intercambio humano, de hecho, suele distorsionar las relaciones, las hace «comerciales», introduciendo un interés personal en una relación que debe ser generosa y libre. En cambio, Jesús invita a la generosidad desinteresada, a abrir el camino a una alegría mucho mayor, la alegría de ser parte del amor mismo de Dios que nos espera a todos en el banquete celestial.

Que la Virgen María, «humilde y elevada más que criatura» (Dante, Paraíso, XXXIII, 2), nos ayude a reconocernos como somos, es decir, como pequeños; y a alegrarnos de dar sin nada a cambio.

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BENEDICTO XVI – Homilía 2007 y Ángelus 2010

Homilía 2007

Con los jóvenes italianos, en Loreto

El camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía.

Queridos hermanos y hermanas;

Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de la carta a los Hebreos: “Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo” (Hb 12, 22).

Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también nosotros nos hemos acercado a la “reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos” (Hb 12, 23). Así podemos experimentar la alegría de encontrarnos ante “Dios, juez universal, y los espíritus de los justos llegados ya a su consumación” (Hb 12, 23). Con María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al encuentro del “mediador de la nueva Alianza” (Hb 12, 24).

El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los hombres (cf. Hb 1, 1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la humanidad entera.

Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne, tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, “una joven”.

También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos nuevos.

Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.

Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.

Pero, ¿qué es lo que hace realmente “jóvenes” en sentido evangélico? Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios “ha puesto los ojos en la humildad de su esclava” (Lc 1, 48).

Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.

De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. “Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado”, nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3, 18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: “Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 14, 11).

Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, “actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).

Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.

Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos “alternativos” indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.

No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.

Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.

En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani, san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio, santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli. Y pienso también en numerosos muchachos y muchachas que pertenecen a la legión de santos “anónimos”, pero que no son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.

Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también nosotros podemos experimentar, como ella, el “sí” de Dios a la humanidad del que brotan todos los “sí” de nuestra vida.

En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar. Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.

Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los pobres y a los últimos.

La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21, 2-3).

Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin duda, el de la conservación de la creación.

A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un “sí” decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación irreversible.

Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.

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Ángelus 2010

No es una lección de buenos modales, sino de humildad

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1.7-14), encontramos a Jesús como comensal en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta de que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, contó una parábola, ambientada en un banquete nupcial. “Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “Deja el sitio a este” ... Al contrario, cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto” (Lc 14, 8-10). El Señor no pretende dar una lección de buenos modales, ni sobre la jerarquía entre las distintas autoridades. Insiste, más bien, en un punto decisivo, que es el de la humildad: “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14, 11). Esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De hecho, el “último lugar” puede representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo “tomó el último puesto en el mundo –la cruz– y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente” (Deus caritas est, 35).

Al final de la parábola, Jesús sugiere al jefe de los fariseos que no invite a su mesa a sus amigos, parientes o vecinos ricos, sino a las personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolverle el favor (cf. Lc 14, 13-14), para que el don sea gratuito. De hecho, la verdadera recompensa la dará al final Dios, “quien gobierna el mundo... Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podamos y mientras él nos dé fuerzas” (Deus caritas est, 35). Por tanto, una vez más vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera de que Aquel que nos ha invitado nos diga: “Amigo, sube más arriba” (cf. Lc 14, 10); en efecto, el verdadero bien es estar cerca de él. San Luis IX, rey de Francia –cuya memoria se celebró el pasado miércoles– puso en práctica lo que está escrito en el Libro del Sirácida: “Cuanto más grande seas, tanto más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor” (3, 18). Así escribió en el “Testamento espiritual a su hijo”: “Si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas” (Acta Sanctorum Augusti 5 [1868] 546).

Queridos amigos, hoy recordamos también el martirio de san Juan Bautista, el mayor entre los profetas de Cristo, que supo negarse a sí mismo para dejar espacio al Salvador y que sufrió y murió por la verdad. Pidámosle a él y a la Virgen María que nos guíen por el camino de la humildad, para llegar a ser dignos de la recompensa divina.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Encarnación, un misterio de humildad

El Misterio de Navidad

525. Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf. Lc 2, 8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:

            La Virgen da hoy a luz al Eterno

            Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.

            Los ángeles y los pastores le alaban

            Y los magos avanzan con la estrella.

            Porque Tú has nacido para nosotros,

            Niño pequeño, ¡Dios eterno!

            (Kontakion, de Romanos el Melódico)

526. “Hacerse niño” con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario “nacer de lo alto” (Jn 3,7), “nacer de Dios” (Jn 1, 13) para “hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). El Misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando Cristo “toma forma” en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el Misterio de este “admirable intercambio”:

O admirabile commercium! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón nos da parte en su divinidad (LH, antífona de la octava de Navidad).

El desorden de las concupiscencias

I. EL DESORDEN DE LA CODICIA

2535. El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.

2536. El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de lo pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: “No codiciarás”, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: “El ojo del avaro no se satisface con su suerte” (Si 14,9) (Catec. R. 3,37)

2537. No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional señala con realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:

Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles...Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Cat. R. 3,37).

2538. El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).

Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).

2539. La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (ctech. 4,8). “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).

2540. La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).

La oración nos llama a la humildad y a la pobreza de espíritu

2546. “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5,3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres de quienes es ya el Reino (Lc 6,20):

    El Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el Apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros” (2 Co 8,9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).

    La oración como don de Dios

2559. “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” (San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).

2631. La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: “ten compasión de mí que soy pecador”: Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces “cuanto pidamos lo recibimos de El” (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

2713. Así, la contemplación es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, “a su semejanza”.

Nuestra participación en la Liturgia celeste

1090. “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra Vida, y nosotros nos manifestamos con Él en la gloria” (SC 8; cf. LG 50).

La celebración de la Liturgia celestial

1137. El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2): “el Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela “el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).

1138. “Recapitulados” en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil, cf Ap 7,1-8; 14,1), en particular los mártires “degollados a causa de la Palabra de Dios”, Ap 6,9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer, cf Ap 12, la Esposa del Cordero, cf Ap 21,9), finalmente “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9).

1139. En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos.

El domingo nos hace partícipes en la asamblea festiva del cielo

2188. En el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben reclamar el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana. Si la legislación del país u otras razones obligan a trabajar el domingo, este día debe ser al menos vivido como el día de nuestra liberación que nos hace participar en esta “reunión de fiesta”, en esta “asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos” (Hb 12,22-23).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡En tu actividad sé modesto!

La iniciación del Evangelio de hoy nos ayuda a corregir un prejuicio demasiado divulgado:

«Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando».

Leyendo el Evangelio desde un cierto sesgo se ha terminado por hacer de los fariseos el modelo de todos los vicios: hipocresía, doblez, falsedad; esto es, los enemigos por antonomasia de Jesús. Con estos significados negativos, el término fariseo y el adjetivo farisaico han entrado en el vocabulario de nuestra lengua y de muchas otras lenguas. En la pintura, esto ha llevado a representar a veces a las personas que están en torno a Jesús con trazos monstruosos y caricaturescos, ofendiendo con ello la sensibilidad de nuestros hermanos hebreos.

Semejante idea de los fariseos no es del todo correcta. Entre ellos había ciertamente muchos personajes, que respondían a esta imagen, y es con ellos con los que se enfrenta duramente Cristo. Pero, no todos eran así. Nicodemo, que se acerca a Jesús de noche y que, más tarde, lo defiende ante el Sanedrín era un fariseo (cfr. Juan 3, 1ss.; 7,50 s.). Fariseo era, también, Saulo, antes de la conversión, y era ciertamente persona sincera y celosa, aunque entonces mal orientada. Fariseo era Gamaliel, que defendió a los apóstoles ante el Sanedrín (cfr. Hechos 5, 34ss.).

Las relaciones de Jesús con ellos fueron, por lo tanto, solamente beligerantes. Algunos, como en nuestro caso, lo invitan hasta para comer en su casa. Estas invitaciones por parte de los fariseos son tanto más dignas de notar, cuanto que ellos saben muy bien que no será ciertamente el hecho de invitarle a su propia casa lo que impedirá a Cristo decirles lo que piensa. También en nuestro caso, Jesús toma la ocasión para corregir algunas desviaciones y llevar adelante su obra de evangelización. Durante la comida, aquel sábado, Jesús proporcionó dos enseñanzas importantes: una dirigida a los invitados, la otra al que invitaba.

Al amo de la casa, después de darse cuenta de que estaban también otros comensales, le dijo Jesús:

«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos».

Así ha hecho él mismo, Jesús, cuando ha invitado al gran banquete del Reino a los pobres, afligidos, hambrientos, perseguidos (esto es, a las categorías de personas referidas en las Bienaventuranzas).

¿Quizás Jesús, con estas palabras, condena todas las comidas en las que se invita sólo a amigos y parientes? No, aquí; el momento de la comida es para toda la vida. El sentido es: no se debe hacer el bien, a quien ya está bien, sólo por intereses. El verdadero bien, que merece recompensa para Dios, es el que mira a la necesidad del hermano, no a la recompensa propia.

Por lo demás, uno también se puede acordar de los pobres en el bonito medio de una comida entre amigos y conocidos. Manzoni nos ofrece un bello ejemplo en la comida en casa del sastre. Llegado a un cierto punto, el amo de la casa, como habiendo sido arrebatado de improviso por un pensamiento, «puso juntos en un plato los alimentos, que estaban en la mesa, y añadió un pan; puso el plato en una servilleta y la ató por los cuatro costados; y le dijo a su hijita mayor: «Coge desde aquí». Le dio en la otra mano un vasito de vino y añadió: «Vete a casa de María, la viuda; déjale estas cosas y dile que es para que esté un poco más alegre con sus niños. Pero, ve de buenas maneras; que no parezca que tú le haces limosna» (I promessi sposi, cap. XXIV).

Pero, es sobre aquello que Jesús dice a los invitados en lo que yo quisiera detenerme esta vez. Escuchemos el texto:

«Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: ‘Cédele el puesto a éste’, Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba’, Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”»,

Jesús no pretende dar consejos de buena educación. Ni siquiera pretende alentar el sutil cálculo de quien se pone en el último lugar con la secreta esperanza de que el dueño le haga ademán de subir más arriba. La parábola, aquí, si no se piensa de qué banquete y de qué dueño, Jesús, se está hablando, puede llevar al engaño. El banquete es el más universal del Reino y el dueño es Dios. En la vida, nos quiere decir Jesús, tú escoge el último puesto, intenta dejar contentos a los demás más que a ti mismo; sé modesto al valorar tus méritos, deja que sean los demás quienes los reconozcan, no tú («Nadie es un buen juez en causa propia») y ya desde esta vida Dios te enaltecerá. Te exaltará con su gracia, te hará subir a lo alto en la graduación de tus amigos y de los verdaderos discípulos de su Hijo, que es lo único que cuenta de veras.

Te enaltecerá, también, en la estima de los demás. Es un hecho sorprendente, pero verdadero. No es sólo Dios el que «se inclina hacia el humilde, sino que tiene a distancia al soberbio» (cfr. Salmo 107,6); también, el hombre hace lo mismo, independientemente del hecho de que sea o no creyente. La modestia, cuando es sincera y no afectada, conquista, hace amada a la persona, es deseada su compañía y apreciada su opinión.

La modestia hace más bellas, incluso, las cualidades de la persona. Entre dos actores, artistas o atletas, igualmente valientes, el público instintivamente decide sus preferencias por el más modesto. El mérito no es nunca tan honrado y bello, como cuando se ajusta con la modestia. Con razón la liturgia, en la primera lectura de hoy, nos hace escuchar la frase de la Escritura:

«Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso, Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios».

Hay una razón profunda para saber si la humildad le agrada a Dios y a los hombres. El humilde es persona verdadera, auténtica; vive en la realidad, no en la ilusión. Es una persona sobria, que sabe valorar objetivamente las cosas; no está ofuscada por los humos de la exaltación. La palabra humildad está emparentada con hombre y todas las dos proceden de humus, esto es, suelo. Humilde es aquel que está en lo bajo, cercano al suelo; pero, precisamente por esto, difícilmente se consigue hacerle perder el equilibrio. Tiene los pies sobre la tierra; está plantado sobre la sólida roca de la verdad. (Para las leyes de la estática, en cuanto el centro de una cosa está más cercano al suelo, menos está sometido a balancearse). ¡Y por lo tanto humano es ser humilde!

Precisamente porque la humildad y la modestia son virtudes tan preciosas e importantes, aquí más que en ninguna otra parte, hay que cuidarse de... las imitaciones. En efecto, cuanto más genuina es la humildad, otro tanto son más odiosas sus falsificaciones. Ahora bien, para descubrir las «sofisticaciones» más frecuentes en este campo, os propongo venir conmigo a una insólita escuela.

Uno de los escritores cristianos más leídos en el mundo anglosajón, Clive Staples Lewis, ha escrito un pequeño libro, titulado Le lettere di Berlicche (editado en Italia por Oscar Mondadori). Son treinta y una cartas, que el experto diablo Berlicche escribe desde el infierno al «diablo custodio» Malacoda, su sobrino, empeñado en la tierra en seducir a un valiente joven convertido desde hace poco. El diablillo aprendiz informa regularmente al tío sobre los pasos de su «asistido» y éste le da directrices sobre cómo aprovechar cada situación para acarrearlo a la ruina. Basta tomar estas directrices en sentido inverso y se tiene una de las exposiciones más penetrantes y brillantes sobre los vicios y las virtudes; es un pequeño tratado de ascética tradicional, en clave moderna.

El joven convertido, que Malacoda tiene en custodia sobre la tierra, apenas se acaba de reponer de una tentación, que le estaba llevando fuera de camino; pero, esta vez ya no está más seguro de sí mismo y atrevido como después de la primera conversión; la experiencia lo ha hecho más cauto. El diablillo informa al tío, que le responde más o menos así (lo resumo con palabras mías): «Mi querido Malacoda, la noticia más alarmante de tu último relato es que tu asistido ha llegado a ser humilde. Es necesario ir a buscar los remedios. Comienza por hacerle notar, también a él, que ha llegado a ser humilde; ya que, si uno se convence de ser humilde, no lo es más. Se enorgullecerá de su misma humildad y nosotros, los diablos, ya no tendremos nada que temer. Si esto no funciona, entonces, busca confundirlo sobre qué significa verdaderamente ser humilde. Por ejemplo, haz de tal modo que se convenza que la humildad significa: mujeres bonitas, que se esfuerzan en creerse feas, y hombres inteligentes, que se esfuerzan en creerse necios. Dado que, a veces, esto es ostensiblemente falso, de este modo conseguimos tenerles empeñados durante toda la vida en una batalla perdida ya de salida. Lo importante es que tú consigas esconderle el verdadero fin de la humildad. Lo que Dios nos vuelve a prometer para poder obtener con esta virtud (y que por ello nosotros debemos absolutamente impedir) es que el hombre termine de dirigir su atención siempre y sólo a sí mismo para interesarse un poco más del prójimo. El desastre completo, para nosotros, sería el día en que tu muchachote viese a alguno de su oficio hacer un trabajo excelente, obtener un triunfo y él se alegrase como si lo hubiera hecho u obtenido él mismo. Ponte de inmediato al trabajo y tenme informado. Tu afectísimo tío. Berlicche».

De este modo singular nos viene explicado cuál es la humildad, que molesta más al demonio, y que, por el contrario, gusta más a Dios: no estar perennemente mirándonos en el espejo, para convencemos de cuán bello se es o de cuán feo se es, sino que es caminar hacia los demás.

Vivimos en una sociedad, que tiene máxima necesidad de volver a escuchar este mensaje evangélico sobre la humildad. Correr para ocupar sin escrúpulos los primeros puestos, pasando aún sobre las cabezas de otros, el arrivismo y la competitividad exasperada, son características anheladas por todos y seguidas, desgraciadamente, por todos.

El Evangelio tiene un impacto sobre lo social, hasta cuando se habla de la humildad y de la modestia. Grabémonos bien por ello en la mente las palabras, que Jesús dirige a los discípulos después de haberles lavado los pies:

«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros».

Busquemos en la vida poner en práctica la enseñanza, que hemos aprendido, comenzando por la vida en familia.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Aprender la humildad de María

La humildad, en comunión con los miembros de la Iglesia, nos santifica.

De la Virgen María aprendemos a humillarnos. Haciéndonos últimos es como nos parecemos a Ella, quien no fue reconocida, nadie sabía quién era realmente, mientras guardaba el tesoro más grande de Dios.

Así debemos aprender a guardar y cuidar nuestros tesoros más grandes, que son la fe, la esperanza y la caridad, y aprender e imitar la vida de María, que, en el silencio, en el servicio y en la humildad, se hacía última, siendo primera, porque llevaba en su vientre al Hijo de Dios.

Busca tú parecerte a la Madre de Dios, meditando como Ella todas las cosas en tu corazón, prestando tus servicios en lo oculto, pensando en los demás antes que en ti mismo, sirviendo todo el tiempo en el silencio, sin pretender brillar ante los demás, sino dejando que se vea en ti el brillo de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir; que siendo el primero se hizo el último, para que tú ocupes un lugar de honor en la mesa del Señor.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La vanidad y el orgullo

Nuestro Señor ejemplifica de modo muy gráfico, en el pasaje de san Lucas que nos presenta para hoy la Liturgia de la Iglesia, las tristes actitudes de aquellos que consideran decisivo estar sobre los demás, ser famosos, recibir un reconocimiento notorio por lo que son: por lo que valen, por lo que saben, por lo que pueden, por sus éxitos, etc. En la práctica, consideran más importante la opinión de los demás que la suya propia, en la que no suelen ahondar, no vayan a sufrir un desengaño. Les basta, de hecho, con la impresión subjetiva de ser grandes ante los demás. Su verdadera categoría, lo que podríamos llamar, su peso específico, les trae en realidad sin cuidado.

Queramos aprender, todavía un poco mejor, la lección de Nuestro Maestro. Posiblemente tendremos que esmerarnos de por vida en la Escuela Divina, de modo particular cuando se enseñaba esta lección: la humildad. Se suele reconocer, entre los buenos directores de almas y entre quienes se afanan por la santidad según Jesucristo, que la soberbia –pecado que se opone a la humildad– muere una hora después de fallecida la persona. No nos ha de importar la meditación repetida sobre la necesidad de ser humildes, que es tanto como ser sinceros con nosotros mismos y en la vida. La primera conclusión de nuestra reflexión en la presencia de Dios tal vez podría ser, en este caso, que debemos suplicar habitualmente a Dios, por la intercesión de Nuestra Madre del Cielo –Maestra de humildad–, que nos conceda esta virtud. La humildad es condición imprescindible en el cristiano, pues sin ella no pueden fructificar, en absoluto, las Gracias que Dios nos concede para que podamos ser santos.

Convencidos de la importancia de la virtud de la humildad, que con tanta insistencia predicó Nuestro Señor –así como criticó frecuentemente el orgullo–, pondremos especial interés en examinar la conciencia buscando manifestaciones interiores, y también externas, que nos pongan más de manifiesto el apego a nosotros mismos. El amor propio es inútil e ineficaz de suyo, pues solamente poniendo a Dios como objetivo de nuestro amor, nos podemos enriquecer en consonancia con nuestra dignidad de personas. Por el contrario, si nuestro interés termina en algo sólo humano –como el propio yo– nos autocondenamos a la insatisfacción.

La parábola que hoy recordamos mantiene su actualidad. En efecto, Dios, que nos ha invitado al “banquete” de la vida –de unos años sobre la tierra– y vendrá, como aquel que invitó a unos y otros al banquete de bodas. Ante sus ojos, y ante los de cada uno, quedará patente si estamos donde nos corresponde. Lo importante es que estemos allí, que permanezcamos en la fiesta de los hijos de Dios, aguardando con ilusión la llegada de Quien graciosamente nos ha invitado todos. Es decisivo que en esta espera de la vida procuremos lo mejor para los que nos rodean, incluso a costa del prestigio, de la admiración, del dinero, de la comodidad, de la consideración social, etc. Despreocupados de nosotros mismos, podemos gastar la existencia, como el propio Cristo, en un servicio desinteresado, aunque acabe colocándonos en último lugar de este mundo. Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, afirma san Pablo.

El propio Hijo de Dios hecho hombre llegó a consentir en una muerte despreciable y humillante, como un malhechor más. Hasta la muerte le condujo su afán por servirnos. Ofrecía así al Padre su sumisión a la condición humana, como precio por la Redención del mundo. Quedó como el último ante los habitantes de Jerusalén, objeto de las burlas y desprecios de todos: el pueblo, los jefes, los soldados... En realidad, era el momento de su glorificación: “sube más arriba –no mereces el último lugar–, al mismo Cielo que te corresponde por Naturaleza”. Así pudo escuchar Jesús de la boca del Padre en el momento de su muerte. Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre. Lo escribe el “Apóstol de las Gentes” de Jesús, y nos lo muestra como vivo ejemplo de la entrega y de la exaltación.

La figura de Nuestra Madre del Cielo es una permanente invitación al servicio oculto y desinteresado. Acudamos a su intercesión, para que no nos importe ser admirados sino servir.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La humildad evangélica

La palabra de Dios de hoy gravita en torno de esta frase del Evangelio: Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado. La primera lectura es un preludio a este tema: Cuanto más grande seas, más humilde debes ser; y así obtendrás el favor del Señor; y él es glorificado por los humildes.

Esta enseñanza sobre la humildad se traduce en imágenes concretas en la parábola evangélica de los lugares a la mesa. Es importante entender bien el sentido y el fin de esta parábola; de hecho, a primera vista podría parecer que Jesús da simplemente una norma de buen comportamiento en la mesa o de sabiduría humano, si no llegado el caso de cálculo sutil (¡elige el último lugar, así podrás terminar en el primero!). Ese era, efectivamente, el sentido que los rabinos de su tiempo daban a la máxima de Prov. 25. 6- 7 (No te pongas en el lugar de los grandes, más vale que te digan: “Sube aquí”, que verte humillado ante un noble). Pero en boca de Jesús, la perspectiva cambia radicalmente e incluso esta palabra de sabiduría natural se convierte en “palabra de vida eterna”. El banquete al que se refiere Jesús es el banquete escatológico; entre la elección del lugar por parte de los invitados y la intervención del dueño de casa que ordena retroceder o adelantarse, está de por medio el salto de esta vida a la otra vida; está de por medio el juicio universal. La relación no es entre hombre y hombre, sino entre el hombre y Dios y esto da una proyección totalmente distinta a la parábola evangélica.

Jesús concluye la parábola diciendo: El que se humilla será ensalzado. Pero, ¿qué significa humillarse? Si hiciéramos esta pregunta a un grupo de cristianos, tendríamos quizás muchas respuestas distintas: un marido diría: no ser prepotente en casa; una mujer diría: no responderle al marido, callar, ceder; una chica diría: no ser vanidosa; un sacerdote diría que humillarse es oír y hablar bajo sobre sí mismo, reconocerse pecador, hacer penitencia. Son todas respuestas que contienen algo de cierto, pero poco; son superficiales, no tocan el verdadero fondo del problema.

Para descubrir qué es la verdadera humildad, es necesario, como siempre, interrogar a Jesús. Jesús dice: Aprendan de mí porque soy paciente y humilde de corazón (Mt. 11,29); esta frase de Jesús nos asombra, debe asombrarnos; ¿dónde radica la humildad de Jesús? En todo el Evangelio no se percibe, en sus labios, ni la más mínima admisión de culpa, por el contrario, dice con la cabeza en alto: ¿Quién de ustedes probará que tengo pecado? (Jn. 8,46); Jesús dice, sí, al Padre: Confiteor tibi Pater, pero en su boca “te confieso” no significa “me acuso”, sino “Te alabo”. Jesús es, probablemente, el único hombre que pasó por esta tierra sin admitir nunca haberse equivocado, ni siquiera en su intimidad, sin pedir perdón por nada a nadie, ni siquiera a Dios; su conciencia es como un cristal. Esta es una prueba formidable de su unicidad divino-humana.

Y, pese a esto, dice: Aprendan de mí que soy humilde. Tal vez la humildad sea entonces otra cosa y no lo que creemos habitualmente. Y, de hecho, eso es lo que descubrimos si miramos mejor lo obrado por Jesús. ¿Qué hizo Jesús para ser humilde? Jesús se rebajó y se doblegó: no a palabras, o no con sentimientos, sino en los hechos. Empezó cuando, encontrándose en la condición de Dios, no consideró un tesoro para guardar celosamente igualdad con Dios, sino que se despojó de él, adquirió el aspecto de servidor y pasó a ser similar a los hombres: se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte (F1p. 2,6-8). Durante la vida, después, fue siempre coherente con esta elección: él, el Maestro, se rebaja a lavar los pies a los discípulos, se comporta “como aquel que sirve”; no hace más que bajar, bajar, bajar, hasta que —llegado al punto más bajo, en la tumba— llega el Padre a recogerlo, lo eleva a lo alto de los cielos y lo pone a la cabeza del universo, colocando todo a sus pies. He aquí cómo Dios mismo realizó su palabra: El que se humilla será ensalzado. De aquí en más, ser humilde significa una cosa simplísima: “Tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (cf. Flp. 2,5), comportarse como Jesús se comportó.

Se nos abre hoy una puerta para entender de un modo nuevo qué es la humildad evangélica. La humildad es, en primer lugar, una cuestión de hechos, de elecciones, de actitudes concretas, no un modo de sentir o de hablar de sí mismo. La palabra empleada por el Nuevo Testamento para indicar el acto de humillar se (tapeinoo) significa literalmente: rebajarse, tender hacia abajo, hacerse pequeño. Humildad es disponibilidad a bajar de nosotros mismos, a bajar hacia nuestros hermanos, es voluntad de servir, y de servir por amor, no por cálculo o por alguna ventaja o gloria que pueda obtenerse.

La humildad es gratuita: esto ilumina la segunda parte del Evangelio de hoy que aparentemente trata de otra cosa: Cuando des un almuerzo o una cena —decía Jesús— no invites a los ricos, los bellos, los poderosos, que puedan darte tu recompensa; invita a los pobres que no tienen nada para darte a cambio. Aquí se ve bien que la humildad evangélica no es otra cosa que una manifestación particular del ágape, o sea del amor de donación, del que habla san Pablo en el famoso himno (cf. 1 Cor. 13,4); decir que “el amor es paciente, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza” significa decir que el amor es humilde y que la humildad es amor. Ser humilde, según el modelo de Jesús, significa perderse, entregarse gratuitamente; significa “no vivir para uno mismo” sino para los demás, o sea no tratando de que los demás vengan hacia uno (reduciéndolos, quizás, a esclavos o a objeto de nuestro envanecimiento), sino tratando de ir uno hacia los demás. Por eso, el envanecerse, el buscar la aprobación y la gloria se oponen a la humildad: porque anulan su gratuidad: Ya tienen su recompensa (Mt. 6,2).

En nosotros, rara vez, o casi nunca, la humildad reviste esa forma pura; generalmente, es remedio, medicina, reacción al orgullo, contrapeso del pecado; nosotros nunca bajamos de una altura real (como hizo Jesús), sino de una falsa altura, de una altura a la que habíamos subido indebidamente, con el orgullo, la presunción o la ira. Por eso, en nosotros la humildad es también una virtud “negativa”, porque sirve para “renegar” y desconocer lo que hay de errado en nosotros; comporta, necesariamente, admisión y confesión de pecado, a diferencia de lo que ocurría con Jesús. En este sentido, es verdad también para nosotros que humildad es verdad. Santa Teresa de Ávila escribe: “Una vez me preguntaba por qué el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de pronto, sin reflexión alguna de mi parte, que debe de ser porque él es suma verdad y la humildad es verdad” (Castillo interior VI, 10,7). También san Pablo habla así de la humildad: Si alguien se imagina ser algo, se engaña, porque en realidad no es nada (Gal 6,3); como decir: el soberbio es un mentiroso. El Apóstol nos presenta a veces la humildad como sobriedad, o sea como un sentir sano, justo y realista respecto de sí mismo: No se estimen —escribe— más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable... no quieran sobresalir (Rom. 12,3.16).

Por lo tanto, en nosotros la humildad presenta aspectos de negación o de reniego; pero estos aspectos son secundarios y se deben al pecado. La humildad esencial es la que descubrimos en Jesús. Pero tal vez debamos dar un paso adelante incluso con respecto a Jesús; Jesús no tenía pecados propios de los cuales humillarse, es cierto, pero tenía los nuestros que había hecho suyos. La humildad en estado puro es la que se observa en Dios, en la Trinidad. ¡Dios es humildad! Hasta hace poco, me sorprendía leer estas palabras en una oración de san Francisco conservada autógrafa en Asís: “Tú eres trino y uno, Señor Dios. Tú eres caridad, tú eres sabiduría, tú eres humildad”. Me preguntaba: pero, ¿qué significa decir que Dios es humildad? Ahora creo haberlo entendido: Dios es humildad porque, desde la posición en que se encuentra, no puede hacer otra cosa que rebajarse, bajar; subir no puede, porque no hay nada por encima de él. Después, recordé que esa había sido una idea familiar también para los Padres de la Iglesia, o sea mucho antes de san Francisco; en lugar de hablar de la humildad de Dios, ellos hablaban de la “condescendencia” (synkatabasis) de Dios que es lo mismo; .cada vez que Dios “sale” de sí mismo, que hace algo “ad extra” y va hacia el hombre, hace un acto de humildad: la creación es un acto de humildad, la inspiración de la Escritura, el adecuarse al lenguaje humano, es un acto de humildad, la Encarnación es el supremo acto de humildad, Pentecostés −la “bajada” del Espíritu− es un acto de humildad. Cada vez que Dios viene a nosotros y nos visita con su gracia, no hace más que “condescender” y hacer actos de humildad. El agua es entonces el símbolo de la humildad porque, desde la posición en que está, tiende siempre a ir hacia abajo, a descender, a ocupar el puesto más bajo: “Loado seas Señor mío, por hermana agua, que es muy útil y humilde y preciosa y casta” (san Francisco).

Dios es humildad: verdaderamente esta es una de las definiciones más felices de Dios. Pero entonces tal vez hayamos descubierto también el fundamento último de la humildad, el “por qué” es necesario que nos humillemos: para ser “hijos de su Padre” como decía Jesús, y para parecernos a Dios, para “tener” del Padre, como se dice comúnmente entre los hombres respecto de los hijos. En otras palabras, para que sea su vida, y no otra, (la de Satanás que en cambio conoce sólo el movimiento opuesto a subir, a escalar: “¡Subiré hasta el cielo...!”) la que transcurra en nosotros.

Ahora podemos preguntarnos desde otro punto de vista qué es la humildad. ¿Es una actitud hacia nosotros mismos o hacia los demás, o es una actitud frente a Dios? La respuesta es: ¡ambas cosas a la vez! Aquí descubrimos, otra vez, el insospechado parentesco entre humildad y caridad: también la caridad, o el amor, se realiza en dos mandamientos estrechamente unidos, como dos puertas que se abren y cierran juntas: Amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a sí mismo. Lo mismo sucede con la humildad: la primera humildad consiste en ser humildes con Dios, la segunda es similar a ésta y es ser humildes con el prójimo.

Ser humildes frente a Dios —nos lo dicen tantos textos de los profetas, los salmos, y sobre todo del Evangelio— es ser: “los pobres de Yahvé”, o sea abandonados a él, sin pretensiones, pero confiados ante él; es ser como niños en sus brazos (ser niños es nuestro modo de descender y rebajamos). Pero todas estas actitudes interiores no son auténticas (y nunca se sabe si lo son o no) hasta que no se traducen en actitudes hacia nuestros hermanos. Podríamos decir, también en cuanto a esto, lo que Juan dice del amor: ¿Quién puede ser humilde con Dios, a quien no ve, el que no es humilde con su hermano, a quien ve? (cf. Jn. 4,20); o sea: No puedes servir, humillarte, ceder ante Dios que no lo necesita y es distinto de ti, pero él se te ofrece en tu hermano; haz con él lo que no puedes hacer con Dios; no puedes lavarle los pies a Dios, ¡lávaselos a tus hermanos!

Hay personas —y seguramente estamos entre ellas— que son capaces de hablar muy mal de sí mismas y que dejan que Dios también hable mal de ellas: confesiones bellísimas, sinceras, de indignidad y pobreza; pero en cuanto un hermano se atreve a hablarle a él de nosotros, o muestra que toma en serio nuestras confesiones a Dios, echamos chispas. No estamos en la verdadera humildad; la humildad está en el equilibrio entre el modo de ser con Dios (la humildad del corazón) y el modo de ser con los hombres (la humildad de los hechos). No se puede tener la humildad, sin pasar, de alguna manera, a través de la humillación. Los santos no se equivocaban cuando daban gran importancia a la “práctica de la humildad”, distinguiendo muchos grados en el camino hacia ella.

El valor de la humildad que tratamos de descubrir resulta la antítesis más radical de la erudición del mundo; aquí el Evangelio se coloca realmente “en la otra orilla”. El mundo exalta el orgullo, el subir, no el bajar, el abrirse camino a expensas de los demás, no el ceder a los demás. ¡Sabemos de quién deriva esta otra lógica! Podemos tratar de ejemplificar esta diversidad entre la lógica evangélica y la del mundo en dos ámbitos: en la vida social y en la vida familiar.

En la vida social especialmente hoy en día, domina el arribismo, la competitividad, que a menudo supera todos los límites y se convierte en agresividad y violencia; nos abrimos camino en el trabajo, en la carrera, en la política, a codazos. Pensemos en cambio cómo sería una comunidad en la cual dominara la lógica evangélica: ¿sería acaso una comunidad de resignados, de renunciadores, de indolentes, sin ningún impulso vital? No, cada uno sería impulsado a comerciar su talento de inteligencia, de palabra, de inventiva, pero —aquí está la diferencia— lo haría al servicio de los hermanos, no sólo para sí mismo, y para compartir la alegría de Dios que consiste en dar; los “fuertes” pondrían su fuerza a disposición de los débiles y no habría, por lo tanto, tantas víctimas, tantos pobres echados a la deriva, tantos náufragos humanos.

En la familia: pienso que la humildad fue inventada por Dios también para salvar los matrimonios. El orgullo, el capricho, el no ceder, son los enemigos mortales del amor, los que llevan al divorcio, primero en el corazón y después también en la vida. Yo digo que la humildad es como el lubricante que elimina, al nacer, el anquilosamiento y las artritis; impide que se formen nudos de resentimiento y muros de silencio que luego resultan dificilísimos de derribar. Si alguna vez se te ocurre pensar: ¿Por qué siempre tengo que ceder yo?, piensa cuántas veces Dios cedió contigo, perdonándote y reabriendo el diálogo que tú mismo habías roto con el pecado. Estas palabras fueron escritas por Pablo para los cónyuges, pero son válidas también para cualquier otro tipo de comunidad, incluida la comunidad cristiana: Revístanse de sentimientos... Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro (Col. 3,12-13).

Dije que a menudo la humildad salva matrimonios; debo agregar una segunda cosa: ¡el matrimonio nace de la humildad! Enamorarse de otra persona es el acto de humildad más radical que se pueda imaginar; significa salir de sí mismo, bajar hacia el otro en actitud de imploración, de mendigo, diciéndole con los hechos, más o menos esto: ¡Dame también tu ser porque el mío no me basta! Es un admitir con todas las fibras de nuestro ser que el hombre no se basta a sí mismo, sino que se completa entregándose. Dios, como se ve, inscribió la humildad en la carne misma del hombre y la mujer. No obstante, debemos estar atentos: puede ocurrir, de hecho, que, con el paso de los años y al enfriarse el amor, se intente hacer pagar al cónyuge ese acto inicial de humildad, infligiéndole todo tipo de humillación, casi para vengarse del hecho de haber tenido y de tener todavía necesidad de él; son los signos de nuestra espantosa miseria y del desorden que hay dentro de nosotros después del pecado. ¡Al principio no era así!

Una última palabra sobre los frutos de la humildad. Son innumerables y espléndidos; la humildad es el fundamento de todas las virtudes; san Agustín dice: “Cuanto más alto quieras que sea el edificio de la santidad, tanto más profundo debes poner el fundamento de la humildad”. La humildad es la sal de la santidad porque preserva todas las virtudes del peligro de arruinarse por la vanagloria.

Hago referencia solamente a un fruto de la humildad, el que pone en evidencia la primera lectura: El humilde es “amado por los que agradan a Dios”. La humildad nos hace amar por Dios, nos ha ce sus benjamines: “Has preparado, Señor, su casa a los desvalidos” (Salm. resp.). Dios que se opone a los orgullosos da en cambio su ayuda a los humildes (cf. 1 Pedo 5,5); Dios “mira” al humilde y la mirada de Dios es nuestra vida: Aquel hacia quien vuelvo la mirada —dice Dios— es el pobre, de espíritu acongojado (Is. 66,2). Todo el resto —el cielo y la tierra— ya es de Dios, pero la humildad es un fruto exquisito que él no puede encontrar en ningún punto del universo sino en el corazón de su criatura a la que hizo libre.

La humildad nos hace ser amados por los hombres (si bien no es por esto, naturalmente, que se debe cultivar la humildad). Los hombres no entienden la humildad, y sin embargo instintivamente entienden y aman a quien es humilde, modesto, simple y desinteresado. La humildad desarma; la mejor autodefensa no vale tanto como el más pequeño acto de humildad.

Hay un salmo —el 131— que canta la paz del humilde; es una joyita; digámoslo como oración final:

Mi corazón no se ha ensoberbecido, Señor,

ni mis ojos se han vuelto altaneros;

No he pretendido grandes cosas

ni he tenido aspiraciones desmedidas (humildad y sobriedad)

No, yo aplaco y modero mis deseos,

como un niño tranquilo en brazos de su madre,

así está mi alma dentro de mí.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

En el Ángelus (31-VIII-1980)

− Cada hombre es un invitado

La liturgia de hoy −y sobre todo el Evangelio− nos dice a cada uno, a cada hombre, que es “invitado”. A lo largo de la historia se ha tratado de distintos modos −y se trata actualmente− de expresar la verdad sobre el hombre, y de una respuesta a esta pregunta: ¿Quién es el hombre?

Cristo llama al hombre “el invitado” y lo manifiesta directamente en algunas parábolas e indirectamente en todo el Evangelio. El hombre es un “invitado” por Dios. No sólo ha sido llamado a la existencia como todas las demás criaturas del mundo visible, sino que desde el primer momento de su existencia y para todo el tiempo de su vida terrena, ha sido invitado; invitado a un “banquete”, o sea, a la intimidad y comunión con el mismo Dios, más allá del ámbito de esta existencia terrena.

Esta invitación es decisiva por lo que respecta a la dimensión cabal de la vida humana.

Al aceptar el hecho de ser “invitado”, el hombre vuelve a encontrar la verdad plena sobre sí. Y descubre asimismo su puesto justo entre los demás hombres. En esto consiste el significado fundamental de la humildad de que habla Cristo en el Evangelio de hoy, cuando recomienda a los invitados a la “boda” que no ocupen el primer puesto, sino el último, en espera del puesto definitivo que les señalará el amo.

En esta parábola está oculto un principio fundamental, o sea, que para descubrir que ser hombre significa ser invitado, es necesario dejarse guiar por la humildad. El juicio desatinado sobre sí mismo ofusca en el hombre lo que está inscrito profundamente en su humildad, es decir el misterio de la invitación que viene de Dios.

En la oración que rezaremos dentro de poco se repetirán las palabras de María de Nazaret: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum. Que estas palabras nos ayuden siempre a volver a descubrir continuamente esta verdad que cada uno de nosotros está “invitado” en Jesucristo. Y nos ayuden a responder a esta invitación que nos hace Dios, en la que se sintetiza la justa dignidad del hombre.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La humildad es la llave que nos abre el corazón de los demás y de Dios. Es la base del éxito temporal y eterno. Pensar que, levantando la voz, enseñando los dientes o avasallando a los demás, pongamos por caso, es como se triunfa hoy, es un error. La vida enseña cómo nos autoexcluimos del mundo familiar, laboral y social, cuando se procede así.

Si la humildad es la verdad, como repiten los santos, quien es excesivamente vulnerable a las críticas y presiones del ambiente, inhibiéndose ante el deber de exponer la verdad por temor a no ser oído o a perder la estimación ajena, no es humilde. Quien se desfonda ante las propias limitaciones y pecados y no se levanta una y otra vez, y siempre, acudiendo al Sacramento de la Confesión, no es humilde. El soberbio, el engreído, el vanidoso, el mandón, el petulante, el irritable, el envidioso, el suspicaz, el resentido..., no son humildes.

La invitación del Señor a no creerse con derecho al puesto principal, es un estilo de vida que tiene muchas manifestaciones. Una de ellas es la facilidad para rectificar cuando la realidad nos persuade de una equivocación o un error de buena o mala fe. Endurecerse, en cambio, y atrincherarse en esa postura juzgando que lo contrario es rebajarse, arrimarse al sol que más calienta o cambiar de chaqueta, es no amar la verdad sino mi verdad, lo cual lleva a colocarse fuera de la realidad, causando dolor a familiares, colegas, amigos..., como causa malestar que un hueso se salga de su sitio, se disloca y duele.

Todos tenemos que introducir rectificaciones en nuestra vida y eso implica un sentido de perfección, de mejora. Se rectifica un vino, para ennoblecerlo. Se rectifica un proyecto, un carácter, una conducta, una cultura, una visión de la vida... Y se abandona un camino equivocado que, honradamente, uno juzga que no va. ¡Cómo cuesta rectificar en el mundo de la política, de las comunicaciones, de la publicidad...! ¡Y, sin embargo, cuánta confianza genera esta práctica entre la buena gente!

La humildad verdadera se verifica en la práctica diaria, no justificando los errores y abusos diciendo eso tan manido de que somos humanos. Alguien se divorcia, y se dice: es humano. Uno comete pequeños fraudes en donde trabaja, y se dice: es humano. Otro ha caído en el mundo de la droga y se dice: es humano... No hay vicio que no se disculpe con esta frase. No existe un modelo más acabado de lo que es verdaderamente humano que la Humanidad de Jesucristo, el nuevo Adán que vino a corregir al primero. Él nos dice hoy: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Orar y vivir con humildad y audacia

I. LA PALABRA DE DIOS

Si 3, 19-21.30-31: Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios

Sal 67, 4-5ac.6-7ab.10-11: Has preparado, Señor, tu casa a los desvalidos

Hb 12, 18-19. 22-24: Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo

Lc 14,1.7-14: Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido

II. LA FE DE LA IGLESIA «La antigua sabiduría nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y a aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir, «a los pequeños» (2779)... «Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a los `pequeños’ a los que el Padre se revela» (2785).

«Si recitamos en verdad el ‘Padre nuestro’, salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos» (2792).

«Parresía: Simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado» (2778).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Tu hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tu bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados... Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado» (S. Ambrosio) (2783).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La antigua sabiduría del pueblo de Israel recomendaba con frecuencia la práctica de la humildad.

En el Evangelio, Jesús invita a sus discípulos a la actitud de la humildad y a hacer el bien desinteresadamente.

El autor de la carta a los Hebreos muestra que en la asamblea litúrgica cristiana no se dan los prodigios del Sinaí, pero se está en comunicación real con Dios en la presencia real de Jesucristo y de la Iglesia celeste. Esta es la última enseñanza de esta carta que se lee en el TIEMPO ORDINARIO.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

– Acercarse al Padre Dios con toda confianza y humildad: 2777-2785.

La respuesta:

Padre «nuestro»: 2786-2793.

C. Otras sugerencias

La exhortación a la humildad es a una actitud de vida frente a Dios y con los hermanos, que se alimenta y se expresa en la oración, especialmente en el Padrenuestro.

La audacia o «parresía» con la que nos atrevemos a orar como Jesús nos enseña requiere un corazón, lleno del Espíritu de Dios, que es pequeño y humilde.

De nuevo, actitudes morales y oración son inseparables.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Los primeros puestos.

− Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.

I. Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. “¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?”, nos pregunta San Juan Crisóstomo, porque en todo hombre existe el deseo −que puede ser bueno y legítimo− de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...

La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.

Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, “la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento”. Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: “¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?”. Ésta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.

− Medios para vivir la humildad.

II. Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor. Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser “instrumentos de Dios” para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos “portadores de esencias divinas de un valor inestimable”. Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad −que con frecuencia está producido por la soberbia herida−, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: “Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor”.

Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.

Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que sólo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.

Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. Sólo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno, y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca “da su brazo a torcer”, que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es sólo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.

Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...

− Los bienes de la humildad.

III. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir “que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo”. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: “no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros”. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.

De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza. Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues sólo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.

La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo particular, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

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Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España) (www.evangeli.net)

Los invitados elegían los primeros puestos

Hoy, Jesús nos da una lección magistral: no busquéis el primer lugar: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto» (Lc 14,8). Jesucristo sabe que nos gusta ponernos en el primer lugar: en los actos públicos, en las tertulias, en casa, en la mesa... Él conoce nuestra tendencia a sobrevalorarnos por vanidad, o todavía peor, por orgullo mal disimulado. ¡Estemos prevenidos con los honores!, ya que «el corazón queda encadenado allí donde encuentra posibilidad de fruición» (San León Magno).

¿Quién nos ha dicho, en efecto, que no hay colegas con más méritos o con más categoría personal? No se trata, pues, del hecho esporádico, sino de la actitud asumida de tenernos por más listos, los más importantes, los más cargados de méritos, los que tenemos más razón; pretensión que supone una visión estrecha sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. De hecho, Jesús nos invita a la práctica de la humildad perfecta, que consiste en no juzgarnos ni juzgar a los demás, y a tomar conciencia de nuestra insignificancia individual en el concierto global del cosmos y de la vida.

Entonces, el Señor, nos propone que, por precaución, elijamos el último sitio, porque, si bien desconocemos la realidad íntima de los otros, sabemos muy bien que nosotros somos irrelevantes en el gran espectáculo del universo. Por tanto, situarnos en el último lugar es ir a lo seguro. No fuera caso que el Señor, que nos conoce a todos desde nuestras intimidades, nos tuviese que decir: «‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (Lc 14,9).

En la misma línea de pensamiento, el Maestro nos invita a ponernos con toda humildad al lado de los preferidos de Dios: pobres, inválidos, cojos y ciegos, y a igualarnos con ellos hasta encontrarnos en medio de quienes Dios ama con especial ternura, y a superar toda repugnancia y vergüenza por compartir mesa y amistad con ellos.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Lecciones para hacerse último

«Yo soy el primero y el último» (Ap 22, 13).

Eso dice Jesús.

Sacerdote, tu Señor ha venido a enseñarte el camino para ser como Él, para que seas primero y que seas último, como Él, pero, para ser el primero, debes primero hacerte último.

Eso es lo que ha venido a enseñarte tu Señor con su ejemplo.

Ha venido a enseñarte no a ser servido, sino a servir.

Ha venido a enseñarte a dar la vida, para servir a Dios, a través del servicio a los hombres, para llevar a los hombres a Dios.

Ha venido a enseñarte que Él se ha entregado en manos de los hombres, para que los hombres se entreguen en las manos de Dios.

Esa, sacerdote, es la lección.

Aprende, sacerdote, de tu Maestro, y haz lo mismo que hizo tu Señor, porque no es más el siervo que su amo, y no es más el discípulo que su maestro.

Entrégate tú, sacerdote, en manos de los hombres, como tu Señor se entrega en tus manos, y permite ser elevado y mostrado al mundo, como haces tú con Él.

Tú muestras al mundo a tu Señor crucificado, entregado en las manos de su Padre como cordero en sacrificio, para quitar los pecados del mundo.

Entrégate, sacerdote, tú con Él, permitiendo ser señalado, perseguido, calumniado, burlado, maltratado, flagelado, desterrado, crucificado, para salvar a los hombres perdonando sus pecados.

Esa, sacerdote, es la lección.

Entrega, sacerdote, tu voluntad a la voluntad de Dios, y haz lo que Él te diga.

Cada Palabra es alimento de vida.

Cada Palabra la pone en tu boca para que la lleves al mundo, poniéndola por obra.

Escuchar la Palabra de tu Señor y ponerla en práctica, esa, sacerdote, es la lección.

Sentar a los hombres en la mesa de tu Señor, como invitados al banquete del cordero, mientras tú sirves a tu Señor como alimento, para saciar el hambre de su pueblo con el Pan vivo bajado del cielo, haciéndote último, para que tu Señor sea primero.

Esa, sacerdote, es la lección.

Enseña, sacerdote, la lección a tu pueblo, porque esa es tu misión, siguiendo el ejemplo de tu Señor en todo momento, transmitiendo con tu propio ejemplo las enseñanzas del Señor, para que su pueblo aprenda también la lección.

Acoge sacerdote a cada uno, como si fuera un niño, y enséñales, porque ellos no saben lo que hacen.

El maestro sirve al discípulo, porque esa es su misión, para que el discípulo aprenda bien la lección, y aplique la Palabra de Dios a su vida, haciéndose para el mundo también ejemplo, servidor y último, para que pueda también cada uno de ellos llegar a ser primero en el Reino de los cielos.

Esa, sacerdote, es tu misión.

Si tú haces esto, sacerdote, has aprendido bien la lección, y si no lo has hecho, y si es difícil comprender para ti a tu Señor, entonces recurre a la maestra de tu Señor, la que haciéndose sierva y esclava del Señor se hizo última, para acoger en su seno al Niño que, siendo el primero, se hizo el último, que siendo Dios, se hizo hombre, que por hacerse último no deja de ser el primero, y por hacerse hombre no deja de ser Dios, pero que se ha entregado en las manos de los hombres para que los hombres puedan llegar a Dios.

Sacerdote, Él te ha elegido para ser el último, porque te ama.

Obedece, sacerdote, porque eres último para ser el primero en presencia del Señor.

(Espada de Dos Filos IV, n. 84)

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