Domingo 21 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XXI del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2013 y 2016
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA PUERTA ESTRECHA

Is 66,15-21; Heb, 12, 5-7, 11-13; Lc 13, 22-30

La preocupación sobre la limitada cantidad de personas que alcanzan la salvación estaba presente entre los oyentes del Señor Jesús. El hambre y la sed de salvación se propagaban entre los israelitas, por el simple hecho que estaban ciertos que efectivamente su vida como sociedad era un hecho salvífico. A partir de esa inquietud el Maestro exhorta a realizar el mayor esfuerzo para conseguir atravesar la puerta estrecha. No basta participar de la comunión de fe, llamando a Jesús con el título de Señor, ni bastará con oír su mensaje. Es indispensable alcanzar una comunión de vida, apartándose de la injusticia. Mucho menos alcanzará con aducir privilegios de sangré. Ya no bastará con apelar a la descendencia abrahámica. Efectivamente el libro del profeta Isaías se cierra con el anunció de la futura incorporación al pueblo de Dios, de personas bien dispuestas, provenientes de lugares tan remotos como Grecia o Etiopía.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 85, 1-3

Inclina tu oído, Señor, y escúchame. Salva a tu siervo, que confía en ti. Ten piedad de mí, Dios mío, pues sin cesar te invoco.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que unes en un mismo sentir los corazones de tus fieles, impulsa a tu pueblo a amar lo que mandas y a desear lo que prometes, para que, en medio de la inestabilidad del mundo, estén firmemente anclados nuestros corazones donde se halla la verdadera felicidad. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Traerán de todos los países a los hermanos de ustedes.

Del libro del profeta Isaías: 66, 18-21

Esto dice el Señor: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua. Vendrán y verán mi gloria. Pondré en medio de ellos un signo, y enviaré como mensajeros a algunos de los supervivientes hasta los países más lejanos y las islas más remotas, que no han oído hablar de mí ni han visto mi gloria, y ellos darán a conocer mi nombre a las naciones.

Así como los hijos de Israel traen ofrendas al templo del Señor en vasijas limpias, así también mis mensajeros traerán, de todos los países, como ofrenda al Señor, a los hermanos de ustedes a caballo, en carro, en literas, en mulos y camellos, hasta mi monte santo de Jerusalén. De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 116, 1. 2.

R/. Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio.

Que alaben al Señor todas las naciones, que lo aclamen todos los pueblos. R/.

Porque grande es su amor hacia nosotros y su fidelidad dura por siempre. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Señor corrige a los que ama.

De la carta a los hebreos: 12, 5-7.11-13

Hermanos: Ya se han olvidado ustedes de la exhortación que Dios les dirigió, como a hijos, diciendo: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama, y da azotes a sus hijos predilectos. Soporten, pues, la corrección, porque Dios los trata como a hijos; ¿y qué padre hay que no corrija a sus hijos?

Es cierto que de momento ninguna corrección nos causa alegría, sino más bien tristeza. Pero después produce, en los que la recibieron, frutos de paz y de santidad.

Por eso, robustezcan sus manos cansadas y sus rodillas vacilantes; caminen por un camino plano, para que el cojo ya no se tropiece, sino más bien se alivie.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 14, 6

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre si no es por mí, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 13, 22-30

En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”.

Jesús le respondió: “Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ¡Señor, ábrenos!’ Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’.

Entonces le dirán con insistencia: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.

Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor, que con un mismo y único sacrificio adquiriste para ti un pueblo de adopción, concede, propicio, a tu Iglesia, los dones de la unidad y de la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 103, 13-15

La tierra está llena, Señor, de dones tuyos: el pan que sale de la tierra y el vino que alegra el corazón del hombre.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te pedimos, Señor, que la obra salvadora de tu misericordia fructifique plenamente en nosotros, y haz que, con la ayuda continua de tu gracia, de tal manera tendamos a la perfección, que podamos siempre agradarte en todo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Vendrán a Jerusalén de todas las naciones (Is 66,18-21)

1ª lectura

El libro de Isaías se cierra con un colofón, parte en prosa (66,18-21) y parte en verso (66,22-24). Primero se anuncia la proclamación de la gloria del Señor a las naciones, a la que éstas responderán peregrinando al Templo del Señor.

Los vv. 18-21 forman un pasaje a modo de inclusión literaria confrontado con 2,2-4: ambos textos vendrían a rubricar, de algún modo, el principio y el final del libro. En otras palabras: el exilio de Babilonia viene a ser el castigo divino al pueblo por los pecados de éste, por haber roto la Alianza. En el trasfondo quizá está gravitando la expulsión de los primeros padres del Edén (Gn 1,23): también Israel es expulsado de su tierra y de Sión, «la casa de Jacob» (2,6). Pero Dios, por su misericordia hacia su pueblo, le perdonará y lo hará entrar de nuevo en su «monte santo», en Jerusalén (v. 20), a cuyo retorno estarán asociadas «todas las naciones y lenguas» (v. 18). Este retorno indica la remisión completa de la culpa. De alguna manera, el libro de Isaías, de principio a fin, plantearía en resumen y de manera anticipada e imperfecta la misma historia de la salvación que recorre toda la Biblia: desde la expulsión del paraíso (Gn 3,23) hasta la visión de la «Jerusalén celestial» en los «nuevos cielos y la tierra nueva (v. 22 y Ap 21,1-27), en cuya plaza estará el «árbol de la vida» (Ap 22,14).

Teodoreto de Ciro entiende estas palabras como un anuncio del alcance soteriológico universal de la Encarnación y comenta que el profeta «ha mostrado que no sólo a causa de la salvación de los judíos asumió la forma de siervo, sino ofreciendo la salvación a todas las naciones» (Commentaria in Isaiam 66,18). La Carta Segunda a los Corintios atribuida a San Clemente Romano verá también en el v. 18 el anuncio de la Parusía del Señor: «Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Esta expresión preanuncia el día de su aparición [de Jesús], cuando vuelva a rescatar a todos nosotros, a cada uno conforme a sus obras» (Epistula II ad Corinthios 17,4).

Los pueblos citados en v. 19 no siempre son fáciles de identificar, especialmente Ros, aunque es muy probable que Tarsis designe a España; Put, a Libia; Lud, a Lidia; Mésec, a Frigia; Tubal, a Cilicia; y Yaván, a Jonia, Grecia.

«Tomaré también de entre ellos sacerdotes» (v. 21). La interpretación de que Dios elegirá sacerdotes y levitas entre los paganos es posible, aunque no segura. Parece más probable que, a tenor del v. 22, sea el «linaje de Israel» el que detentará el sacerdocio santo; en cualquier caso, sería coherente con los horizontes de novedad y universalismo de los caps. 65 y 66 (cfr 61,6).

El Señor corrige al que ama (Hb 12,5-7.11-13)

2ª lectura

Siguiendo el ejemplo de Jesús —que dio su vida por nuestros pecados, entregándola hasta la muerte—, los cristianos debemos luchar contra el pecado y ser perseverantes en las tribulaciones y persecuciones, porque si vienen es señal de que el Señor las permite para nuestro bien. Dios es un padre bueno, que educa tierna y firmemente a sus hijos. Nos corrige, mediante la contradicción, para hacernos santos (v. 10). De este modo, una enfermedad, o cualquier otra desgracia a los ojos de los hombres, puede ser el medio previsto por Dios para expiar por los pecados o para configurarse más con Cristo. Los sufrimientos son, pues, manifestación de ese amor paternal de Dios y al mismo tiempo prueba de nuestra condición de hijos suyos (v. 8). Conviene aceptarlos, porque son lo mejor para nosotros: Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. (...) Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis 1,1).

La puerta angosta (Lc 13, 22-30)

Evangelio

Todos los hombres estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,4). «Pues quienes, igno­rando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Pro­videncia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía al conocimiento de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una pre­paración del Evangelio y como algo otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» (Lumen gentium, n. 16). En cualquier caso sólo puede alcanzar esta meta de la Salvación quienes luchan seriamente (cfr Lc 16,16; Mt 11,12). El Señor expresa esta realidad de nuestra vida con la imagen de la puerta angosta. La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya per­fectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75).

Como en otras ocasiones, Jesús alude a la vida eterna con la imagen de un banquete (cfr p. ej. Lc 12,35 ss.; 14,15). Haber conocido al Señor y haber escuchado su palabra no es suficiente para alcanzar el Cielo; sólo los frutos de correspondencia a la gracia tendrán valor en el juicio divino: «No todo el que Me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7,21).

El pueblo judío se consideraba el único desti­natario de las promesas mesiánicas hechas a los Profetas, pero Jesús declara la universalidad de la Salvación. La única condición que exige es la respuesta libre del hombre a la llamada misericordiosa de Dios. Al morir Cristo en la Cruz el velo del Templo se rasgó por medio (Lc 23,45 y par.), en señal de que acababa la división que separaba a judíos y gentiles. San Pablo enseña: «El (Cristo) es nues­tra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno rom­piendo por medio de su carne el muro de separación (...) para formar en sí mismo de dos un solo hombre nuevo, haciendo la paz y reconciliando a ambos con Dios en un solo Cuerpo, destruyendo en sí mismo la enemistad, por medio de la Cruz» (Eph 2,14-16). En efecto, «todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo permaneciendo uno y único debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una sola naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos» (Lumen gentium, n. 13).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

La puerta estrecha

Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida y pocos son los que la encuentran. La verdad es que más adelante dice el Señor: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 30). Y en lo que poco antes nos ha dicho, nos dio a entender lo mismo. ¿Cómo habla, pues, aquí de puerta estrecha y de camino angosto? Más aquí particularmente, si bien lo miramos, nos hace ver el Señor que su doctrina es ligera, fácil y hacedera. —Y ¿cómo —me dirás— puede ser fácil una puerta estrecha y un camino angosto? — Pues justamente porque son camino y puerta. Uno y otra, lo mismo si son anchos que estrechos, puerta son y camino. En definitiva, nada de esto es permanente; todo son cosas, lo mismo lo triste que lo alegre de la vida, por donde hay que pasar de largo. Y ya por esta sola consideración es fácil la virtud, y más fácil aún si se mira al fin a que conduce. No es el solo consuelo —y fuera suficiente consuelo— de los que luchamos el pasar de largo por los trabajos y sudores, sino el término feliz a que nos llevan, pues ese término es la vida eterna. Por una parte, pues, lo pasajero de los trabajos y, por otra, la eternidad de la corona, no menos que la consideración de que aquéllos son los primeros y ésta la que les sigue, puede ser el mayor aliento en nuestros sufrimientos. De ahí es que Pablo mismo llamó ligera a la tribulación, no porque lo sea en sí misma, sino por la generosa voluntad de los que luchan y por la esperanza de los bienes futuros. Porque una ligera tribulación —dice— nos produce un peso eterno de gloria sobre toda ponderación, como no miremos nosotros a lo visible, sino a lo invisible (2 Co 4, 17-18). Porque, si a los marineros se les hacen ligeros y soportables las olas y el alta mar, a los soldados las matanzas y heridas, a los labradores los inviernos con sus hielos y a los púgiles los ásperos golpes por la esperanza de las recompensas, perecederas al fin y deleznables, ¿cuánta más razón hay para que no sintamos nosotros trabajo alguno, cuando se nos propone por premio el cielo, los bienes inefables y las recompensas inmortales?

La estrechez del camino, motivo para andarlo con fervor

Más si todavía hay quienes siguen creyendo que el camino es trabajoso, ello es sólo invención de su tibieza. Mirad, si no, cómo nos lo hace fácil por otro lado, al mandarnos que no nos mezclemos con los perros, ni nos entreguemos a los cerdos, ni nos fiemos de los falsos profetas. Por todas partes nos arma para el combate. Y hasta el hecho mismo de llamarlo estrecho, contribuye de modo especialísimo a hacerlo fácil, pues nos dispone a estar alerta. También Pablo nos dice que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre (Ef 6, 12). Mas no habla así porque quiera desanimar a sus soldados, sino justamente para levantar sus pensamientos. Así aquí el Señor llamó áspero al camino justamente para sacudir la soñolencia de los caminantes. Y no sólo de ese modo nos dispuso a estar alerta, sino añadiendo también que son muchos los que tratan de echarnos la zancadilla. Y lo peor es que no atacan abiertamente, sino con disimulo. Tal es la casta de los falsos profetas. Sin embargo —dice el Señor—, no miréis que el camino es áspero y estrecho, sino adónde va a parar; ni que el camino contrario es ancho y dilatado, sino adónde os despeña. Todo esto lo dice para despertar nuestro fervor, al modo que en otra ocasión dijo: Los violentos arrebatan el reino de los cielos (Mt 11, 12). Porque, cuando el atleta ve que el presidente de los juegos admira lo trabajoso de los combates, cobra nuevo ánimo en la lucha. No nos desalentemos, pues, cuando de ahí nos resulten muchas molestias. Porque, si es estrecha la puerta y angosto el camino por donde vamos, pero no así la ciudad adónde vamos. No hemos de esperar aquí descanso; pero tampoco hay que temer allí tristeza.

Por lo demás, al decir el Señor que pocos son los que lo encuentran, una vez más puso patente la desidia del vulgo, a par que enseñó a sus oyentes a seguir no las comodidades de los más, sino los trabajos de los menos. Porque los más —nos dice— no sólo no caminan por ese camino, sino que no quieren caminar. Lo que es locura suma. Pero no hay que mirar a los más ni hay que dejarse impresionar por su número, sino imitar a los menos y, pertrechándonos bien por todas partes, emprender así decididamente la marcha. Porque, aparte ser camino estrecho, hay muchos que quieren echarnos la zancadilla para que no entremos por él.

Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 23, 5-6, BAC Madrid 1955, pág. 482-85

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No basta decir: “Señor, Señor”

1. ¿Por qué no dijo Cristo: ¿El que haga mi voluntad? —Porque por entonces bastaba que aceptaran lo que les dice, pues esotro hubiera sido demasiado fuerte para la debilidad de sus oyentes. Por lo demás, por lo uno dio a entender lo otro, como quiera que el Hijo no tiene otra voluntad que la del Padre. Más aquí paréceme a mí que trata el Señor de herir particularmente a los judíos, que todo lo hacían consistir en sus doctrinas y no se reocupaban para nada de la vida. Por la misma razón los recrimina Pablo, diciéndoles: Sí, tú te llamas judío, y descansas en la ley, y te glorías en Dios, y conoces su voluntad… (Rm 2, 17-18). Más ningún provecho sacas de ahí, cuando tu vida y obras de virtud no se ven por ninguna parte.

Ni siquiera hacer milagros en su nombre

Más el Señor no se paró ahí, sino que dijo algo mucho más grande: Porque muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre?” Como si dijera: “No sólo es arrojado de los cielos el que tiene fe, pero ha descuidado su vida, sino hasta el que hubiere obrado con su fe muchos milagros, pero no hubiere practicado bien alguno, quedará también excluido de aquellas sagradas puertas. Porque muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre?” ¿Veis cómo ya ahora, que ha terminado todo su discurso, se introduce el Señor veladamente a sí mismo y les da a entender que Él es el juez? Pues que a los pecadores les espera castigo, ya lo había hecho ver anteriormente; más quién ha de castigarlos, sólo ahora lo revela. Y no dijo abiertamente: “Yo soy el juez”, sino: Muchos me dirán...; con lo que aquí nuevamente viene a conseguir lo mismo. Porque, si no hubiera de ser Él el juez, ¿cómo les hubiera podido decir: Y entonces yo les contestaré: “Apartaos de mí: Jamás os he conocido”. Como si dijera: “No sólo no os conozco ahora en el momento del juicio, más ni siquiera entonces os conocí, cuando hacíais milagros”. Por eso les decía también a sus discípulos: No tanto os alegréis de que se os sometan los demonios cuanto de que vuestros nombres estén escritos en los cielos (Lc 10, 20). Y en todas partes nos exhorta el Señor a que tengamos mucha cuenta con nuestra vida. Porque no es posible que un hombre que vive rectamente y se ha librado de todas sus pasiones, se vea jamás abandonado; y, si acaso alguna vez se extraviare del buen camino, pronto le volverá Dios mismo a la verdad. Hay quienes piensan que éstos que así hablaban lo decían mintiendo y que por eso justamente no se salvaron. Más en este caso el Señor prueba lo contrario de lo que intenta. Porque lo que aquí nos quiere hacer ver es que la fe sin las obras no vale para nada. Luego, encareciéndolo más, añadió los milagros, declarándonos que no sólo la fe, más ni el hacer milagros aprovecha nada a quien los hace si no le acompaña la virtud. Más, si aquéllos no los habían hecho, ¿cómo podía el Señor juntar aquí ambas cosas? Por otra parte, ni ellos mismos se hubieran atrevido a hablar así, mintiendo, en pleno juicio. En fin, la respuesta misma y antes la pregunta prueban que efectivamente habían hecho milagros. Y es que, como veían que el desenlace era tan contrario a lo que ellos esperaban —aquí habían sido objeto de la admiración de todo el mundo por sus milagros y ahora se veían ya con la pena encima—, preguntan espantados y maravillados: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre? ¿Cómo nos rechazas tú ahora? ¿Qué significa este desenlace tan extraño y sorprendente?” Más, si ellos se maravillaron de verse condenados después de haber obrado milagros, tú no tienes por qué maravillarte. Porque esta gracia pertenece toda al que la da y ellos no añadieron cosa de su parte; y con toda justicia se los castiga, pues fueron desconocidos e ingratos para quien de tal manera los honró, que, aun siendo indignos de ella, les hizo gracia de obrar milagros. —¿Pues qué—me dirás —, siendo unos inicuos, hicieron esos milagros? —A esto responden algunos que no fueron inicuos al tiempo de hacer los milagros, sino que cambiaron luego y entonces fue su iniquidad. Más en este caso, tampoco establece aquí el Señor lo que pretende. Porque lo que el Señor nos quiere hacer ver es que, sin la vida buena, ni la fe ni los milagros valen para nada. Exactamente lo que decía Pablo: Si tuviere una fe capaz de trasladar las montañas y conociere todos los misterios y poseyere toda la ciencia; pero no tuviere la caridad, nada soy (1 Co 13, 2).

—¿Quiénes son, pues, éstos? —me preguntarás—. Muchos de los que habían creído en el Señor recibieron carismas, por ejemplo, aquel que expulsaba los demonios y no estaba con Él (Mc 9, 37). Ejemplo también Judas. Porque Judas también, con toda su maldad, había recibido el carisma de milagros. Y en el Antiguo Testamento puede también verse cómo la gracia obra muchas veces en los indignos para beneficio de los otros. Y es que no todos eran aptos para todo. Unos eran de vida pura, pero no tenían tanta fe; otros, al contrario. De ahí que el Señor exhorta a los unos por los otros: a los de vida pura, a que tengan más fe; a los que hacen milagros, a que por esta misma gracia inefable se vuelvan mejores en su vida.

Dios da sus carismas hasta a indignos

2. Por eso repartía sus carismas con gran abundancia: Hemos hecho—le dicen—muchos milagros. Pero yo les contestaré entonces: No os conozco. Ahora creen que son amigos míos; pero entonces verán que no les hice esa gracia como amigos. Y no te maravilles de que concediera sus carismas a hombres que, creyendo en Él, no vivían de manera conforme a su fe, pues vemos que obra también maravillas en quienes no tenían ni lo uno ni lo otro. Así, Balaán ni tenía fe ni llevaba vida buena; y, sin embargo, en él obró la gracia para dispensación de otros. Y por el estilo era un Faraón; y, sin embargo, también a éste le mostró Dios lo por venir. Nadie más malvado que Nabucodonosor, y también a él le reveló Dios lo que había de suceder después de muchas generaciones; y a su hijo, que sobrepujaba en maldad a su padre, le mostró también lo futuro, dispensando grandes y maravillosas cosas. Como quiera, pues, que estaba entonces la predicación del Evangelio en sus comienzos y era menester que Dios hiciera un grande alarde de su poder, muchos, aun de los indignos, recibieron don de milagros. Sin embargo, ningún provecho sacaron de ellos, antes bien, merecieron mayor castigo. De ahí la terrible palabra que el Señor les dirige: Jamás os he conocido. Y es así que a muchos los aborrece el Señor ya desde esta vida y antes del juicio ya son condenados. Temamos, pues, carísimos, y pongamos todo cuidado en nuestra vida. No pensemos que perdemos nada porque ahora no hagamos milagros. Como ahora no perdemos nada de no hacerlos, tampoco en el juicio llevaríamos ventaja alguna por haberlos hecho. Lo que importa es que nos demos enteramente a la virtud. De los milagros, seríamos nosotros deudores a Dios; pero de la vida y obras buenas, Dios es deudor nuestro.

La virtud es el mayor bien aun en esta vida

Ya ha terminado, pues, el Señor, todo su discurso: Con toda puntualidad nos ha hablado de la virtud; nos ha puesto delante los varios linajes de gentes que la fingen, es decir, a los que ayunan y oran por sola ostentación, y los que se nos presentan vestidos de piel de oveja; y también a los que la destruyen, que son los que Él llamó perros y cerdos. Ahora, para mostrarnos cuán grande ganancia sea la virtud, aun en esta vida, y cuán grande pérdida la maldad, nos dice: Así, pues, todo el que oye estas palabras mías y las practica, se asemeja a un hombre prudente... Los que no las practican, aun cuando hicieren milagros, ya habéis oído lo que han de sufrir; ahora es menester que sepáis qué ventajas tendrán aquellos que obedezcan a todo lo que yo mando, y eso no sólo en la vida venidera, sino ya en la presente: Porque todo el que oye estas mis palabras y las practica, se asemeja a un hombre prudente. Notad cómo matiza el Señor su discurso. Primero ha dicho: No todo el que me diga: “Señor, Señor”, en lo que se revela a sí mismo. Otra vez: El que haga la voluntad de mi padre. Y otra vez, presentándose a sí mismo como juez: Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre?” Y yo les contestaré: No os conozco. Y aquí, finalmente, nuevamente se nos descubre a sí mismo como quien tiene poder sobre todas las cosas. Por eso dijo: Todo el que oye estas palabras mías...

Todo lo hasta ahora dicho por el Señor, lo había referido a lo por venir: el reino de los cielos, la recompensa inexplicable, el consuelo a los que lloran y todo lo demás; mas ahora nos quiere dar los frutos que aun acá hemos de cosechar, nos quiere mostrar cuán grande sea, aun para la presente vida, la fuerza de la virtud. — ¿Cuál es, pues, la fuerza de la virtud? —El vivir con seguridad, el no ser presa fácil de ninguna desgracia, el estar por encima de cuanto pudiera dañarnos. ¿Puede haber bien comparable con ése? Ni el mismo que se ciñe la diadema puede adquirirlo para sí mismo. Ese es privilegio del que practica la virtud. Sólo éste lo posee con creces; sólo él goza de calma en medio del Euripo y mar revuelto de las cosas humanas, Porque eso es justamente lo maravilloso, que no habiendo bonanza en el mar, sino tormenta deshecha y grande agitación y tentaciones sin cuento, nada puede turbar lo más mínimo al hombre virtuoso. Porque cayeron las lluvias—dice el Señor—, vinieron los ríos, soplaron los vientos y dieron contra la casa; pero no se derrumbó, porque está asentada sobre la roca. Llama aquí el Señor figuradamente lluvias, ríos y vientos a las desgracias y calamidades humanas, como calumnias, insidias, tristezas, muertes, pérdidas en lo propio, daños de los extraños y todo, en fin, cuanto puede llamarse males de la vida presente. Más un alma así—nos dice el Señor—a ninguno de estos males se abate; y la razón es porque está cimentada sobre la roca viva. Y roca viva llama a la firmeza de su doctrina. A la verdad, más firmes que una roca son estos preceptos de Cristo, que nos levantan por encima de todos los oleajes humanos. El que con perfección los guardare, no sólo saldrá triunfador de los hombres que pretenden ofenderle, sino de los mismos demonios que le tiendan asechanzas.

Homilías sobre el Evangelio de S. Mateo, Homilía 24, 1-2, BAC Madrid 1955, pág. 498-504

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FRANCISCO – Ángelus 2013 y 2016

2013

Ser cristianos de verdad, no de etiqueta

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy nos invita a reflexionar acerca del tema de la salvación. Jesús está subiendo desde Galilea hacia la ciudad de Jerusalén y en el camino –relata el evangelista Lucas– alguien se le acerca y le pregunta: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23). Jesús no responde directamente a la pregunta: no es importante saber cuántos se salvan, sino que es importante más bien saber cuál es el camino de la salvación. Y he aquí entonces que, a la pregunta, Jesús responde diciendo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (v. 24). ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? Y, ¿por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta se repite varias veces en el Evangelio y se refiere a la de la casa, del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor, calor. Jesús nos dice que existe una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Esta puerta es Jesús mismo (cf. Jn 10, 9). Él es la puerta. Él es el paso hacia la salvación. Él conduce al Padre. Y la puerta, que es Jesús, nunca está cerrada, esta puerta nunca está cerrada, está abierta siempre y a todos, sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios. Porque, sabéis, Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: “Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida”. ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: Él te espera. Anímate, ten valor para entrar por su puerta. Todos están invitados a cruzar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerle entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le done alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante muchas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene futuro. Pero yo os pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús.

Cierto, la puerta de Jesús es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser cristianos no es tener una “etiqueta”. Yo os pregunto: vosotros, ¿sois cristianos de etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos que nos ayude a cruzar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como transformó la suya para traer a todos la alegría del Evangelio.

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2016

Aprovechar las ocasiones de salvación 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La hodierna página evangélica nos sugiere meditar sobre el tema de la salvación. El evangelista Lucas narra que a Jesús, viajando a Jerusalén, durante el recorrido se le acerca uno que le formula esta pregunta: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13, 23). Jesús no da una respuesta directa sino que traslada el debate a otro plano, con un lenguaje sugestivo, que al inicio tal vez los discípulos non comprenden: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán» (v. 24). Con la imagen de la puerta, Él quiere que sus interlocutores entiendan que no es cuestión de número —cuántos se salvarán—, no importa saber cuántos, sino que lo importante es que todos sepan cuál es el camino que conduce a la salvación.

Tal recorrido prevé que se atraviese una puerta. Pero, ¿dónde está la puerta? ¿Cómo es la puerta? ¿Quién es la puerta? Jesús mismo es la puerta. Lo dice Él en el Evangelio de Juan: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 9). Él nos conduce a la comunión con el Padre, donde encontramos amor, comprensión y protección. Pero, ¿por qué esta puerta es estrecha?, se puede preguntar. ¿Por qué dice que es estrecha? Es una puerta estrecha no porque sea opresiva; sino porque nos exige restringir y contener nuestro orgullo y nuestro miedo, para abrirnos con el corazón humilde y confiado a Él, reconociéndonos pecadores, necesitados de su perdón. Por eso es estrecha: para contener nuestro orgullo, que nos hincha. La puerta de la misericordia de Dios es estrecha pero ¡siempre abierta de par en par para todos! Dios no tiene preferencias, sino que acoge siempre a todos, sin distinción. Una puerta estrecha para restringir nuestro orgullo y nuestro miedo; una puerta abierta de par en par para que Dios nos reciba sin distinción. Y la salvación que Él nos ofrece es un flujo incesante de misericordia que derriba toda barrera y abre interesantes perspectivas de luz y de paz. La puerta estrecha pero siempre abierta: no os olvidéis de esto.

Jesús hoy nos ofrece, una vez más, una apremiante invitación a dirigirnos hacia Él, a pasar el umbral de la puerta de la vida plena, reconciliada y feliz. Él nos espera a cada uno de nosotros, cualquiera que sea el pecado que hayamos cometido, para abrazarnos, para ofrecernos su perdón. Solo Él puede transformar nuestro corazón, solo Él puede dar un sentido pleno a nuestra existencia, donándonos la verdadera alegría. Entrando por la puerta de Jesús, la puerta de la fe y del Evangelio, nosotros podremos salir de los comportamientos mundanos, de los malos hábitos, de los egoísmos y de la cerrazón. Cuando hay contacto con el amor y la misericordia de Dios, hay un auténtico cambio. Y nuestra vida es iluminada por la luz del Espíritu Santo: ¡una luz inextinguible!

Quisiera haceros una propuesta. Pensemos ahora, en silencio, por un momento, en las cosas que tenemos dentro de nosotros y que nos impiden atravesar la puerta: mi orgullo, mi soberbia, mis pecados. Y luego, pensemos en la otra puerta, aquella abierta de par en par por la misericordia de Dios que al otro lado nos espera para darnos su perdón.

El Señor nos ofrece tantas ocasiones para salvarnos y entrar a través de la puerta de la salvación. Esta puerta es una ocasión que no se debe desperdiciar: no debemos hacer discursos académicos sobre la salvación, como aquel que se había dirigido a Jesús, sino que debemos aprovechar las ocasiones de salvación. Porque llegará el momento en que «el dueño de casa se levantará y cerrará la puerta» (cf. Lc 13,25), como nos lo ha recordado el Evangelio. Pero si Dios es bueno y nos ama, ¿por qué llegará el momento en que cerrará la puerta? Porque nuestra vida no es un videojuego o una telenovela; nuestra vida es seria y el objetivo que hay que alcanzar es importante: la salvación eterna.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos que nos ayude a aprovechar las ocasiones que el Señor nos ofrezca para pasar el umbral de la puerta de la fe y entrar así en un ancho camino: es el camino de la salvación capaz de acoger a todos aquellos que se dejan incluir por el amor. Es el amor que salva, el amor que ya en la tierra es fuente de bienaventuranza de cuantos, en la mansedumbre, en la paciencia y en la justicia, se olvidan de sí mismos y se entregan a los demás, especialmente a los más débiles.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010

2007

Si queremos pasar por la puerta estrecha, debemos esforzarnos por ser pequeños

Queridos hermanos y hermanas: 

También la liturgia de hoy nos propone unas palabras de Cristo iluminadoras y al mismo tiempo desconcertantes. Durante su última subida a Jerusalén, uno le pregunta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. Y Jesús le responde: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc 13, 23-24). ¿Qué significa esta “puerta estrecha”? ¿Por qué muchos no logran entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos?

Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús es siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la práctica religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el mensaje de Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden entrar en la vida, pero para todos la puerta es “estrecha”. No hay privilegiados. El paso a la vida eterna está abierto para todos, pero es “estrecho” porque es exigente, requiere esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo.

Una vez más, como en los domingos pasados, el evangelio nos invita a considerar el futuro que nos espera y al que nos debemos preparar durante nuestra peregrinación en la tierra. La salvación, que Jesús realizó con su muerte y resurrección, es universal. Él es el único Redentor, e invita a todos al banquete de la vida inmortal. Pero con una sola condición, igual para todos: la de esforzarse por seguirlo e imitarlo, tomando sobre sí, como hizo él, la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos. Así pues, esta condición para entrar en la vida celestial es única y universal.

En el último día —recuerda también Jesús en el evangelio— no seremos juzgados según presuntos privilegios, sino según nuestras obras. Los “obradores de iniquidad” serán excluidos y, en cambio, serán acogidos todos los que hayan obrado el bien y buscado la justicia, a costa de sacrificios. Por tanto, no bastará declararse “amigos” de Cristo, jactándose de falsos méritos: “Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas” (Lc 13, 26). La verdadera amistad con Jesús se manifiesta en el modo de vivir: se expresa con la bondad del corazón, con la humildad, con la mansedumbre y la misericordia, con el amor por la justicia y la verdad, con el compromiso sincero y honrado en favor de la paz y la reconciliación. Podríamos decir que este es el “carné de identidad” que nos distingue como sus “amigos” auténticos; es el “pasaporte” que nos permitirá entrar en la vida eterna.

Queridos hermanos y hermanas, si también nosotros queremos pasar por la puerta estrecha, debemos esforzarnos por ser pequeños, es decir, humildes de corazón como Jesús, como María, Madre suya y nuestra. Ella fue la primera que, siguiendo a su Hijo, recorrió el camino de la cruz y fue elevada a la gloria del cielo, como recordamos hace algunos días. El pueblo cristiano la invoca como Ianua caeli, Puerta del cielo. Pidámosle que, en nuestras opciones diarias, nos guíe por el camino que conduce a la “puerta del cielo”.

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2010

María fue glorificada, pasando a través de la «puerta estrecha» que es Jesús mismo 

Queridos hermanos y hermanas:

Ocho días después de la solemnidad de su Asunción al cielo, la liturgia nos invita a venerar a la santísima Virgen María con el título de «Reina». Contemplamos a la Madre de Cristo coronada por su Hijo, es decir, asociada a su realeza universal, tal como la representan muchos mosaicos y cuadros. También esta memoria cae este año en domingo, cobrando una luz mayor gracias a la Palabra de Dios y a la celebración de la Pascua semanal. En particular, el icono de la Virgen María Reina encuentra una confirmación significativa en el Evangelio de hoy, donde Jesús afirma: «Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos» (Lc 13, 30). Se trata de una típica expresión de Cristo, referida varias veces por los Evangelistas, con fórmulas parecidas, pues evidentemente refleja un tema muy arraigado en su predicación profética. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52).

La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la Reina del mundo. Esta es una de las maravillas que revelan el corazón de Dios. Naturalmente la realeza de María depende totalmente de la de Cristo: él es el Señor, a quien, después de la humillación de la muerte en la cruz, el Padre ha exaltado por encima de toda criatura en los cielos, en la tierra y en los abismos (cf. Flp 2, 9-11). Por un designio de la gracia, la Madre Inmaculada ha sido plenamente asociada al misterio del Hijo: a su encarnación; a su vida terrena, primero oculta en Nazaret y después manifestada en el ministerio mesiánico; a su pasión y muerte; y por último a la gloria de la resurrección y ascensión al cielo. La Madre compartió con el Hijo no sólo los aspectos humanos de este misterio, sino también, por obra del Espíritu Santo en ella, la intención profunda, la voluntad divina, de manera que toda su existencia, pobre y humilde, fue elevada, transformada, glorificada, pasando a través de la «puerta estrecha» que es Jesús mismo (cf. Lc 13, 24). Sí, María es la primera que pasó por el «camino» abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica.

En la historia de las ciudades y de los pueblos evangelizados por el mensaje cristiano son innumerables los testimonios de veneración pública, en algunos casos incluso institucional, de la realeza de la Virgen María. Pero hoy queremos sobre todo renovar, como hijos de la Iglesia, nuestra devoción a Aquella que Jesús nos ha dejado como Madre y Reina. Encomendamos a su intercesión la oración diaria por la paz, especialmente allí donde más golpea la absurda lógica de la violencia, para que todos los hombres se persuadan de que en este mundo debemos ayudarnos unos a otros como hermanos para construir la civilización del amor. Maria, Regina pacis, ora pro nobis!

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Todos los hombres estamos llamados a entrar en el Reino de Dios

El anuncio del Reino de Dios

543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para “anunciar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de “ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3); a los “pequeños” es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta” (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

546. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que están “fuera” (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

La Iglesia, sacramento universal de la salvación

774. La palabra griega “mysterion” ha sido traducida en latín por dos términos: “mysterium” y “sacramentum”. En la interpretación posterior, el término “sacramentum” expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término “mysterium”. En este sentido, Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: “Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus” (“No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo”) (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también “los santos Misterios”). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada “sacramento”.

775. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

776. Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo “como instrumento de redención universal” (LG 9), “sacramento universal de salvación” (LG 48), por medio del cual Cristo “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45, 1). Ella “es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere “que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo” (AG 7; cf. LG 17).

Seguir la voluntad del Padre para entrar en el Reino de los cielos

2825. Jesús, “aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia” (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cf Jn 8, 29):

Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).

Considerad cómo Jesucristo nos enseña a ser humildes, haciéndonos ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la gracia de Dios. Él ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice ‘Que tu voluntad se haga’ en mí o en vosotros ‘sino en toda la tierra’: para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt 19, 5).

2826. Por la oración, podemos “discernir cuál es la voluntad de Dios” (Rm 12, 2; Ef 5, 17) y obtener “constancia para cumplirla” (Hb 10, 36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los cielos, no mediante palabras, sino “haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).

2827. “Si alguno cumple la voluntad de Dios, a ese le escucha” (Jn 9, 31; cf 1 Jn 5, 14). Tal es el poder de la oración de la Iglesia en el Nombre de su Señor, sobre todo en la Eucaristía; es comunión de intercesión con la Santísima Madre de Dios (cf Lc 1, 38. 49) y con todos los santos que han sido “agradables” al Señor por no haber querido más que su Voluntad:

Incluso podemos, sin herir la verdad, cambiar estas palabras: ‘Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ por estas otras: en la Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo; en la Esposa que le ha sido desposada, como en el Esposo que ha cumplido la voluntad del Padre (San Agustín, serm. Dom. 2, 6, 24).

El camino estrecho

853. Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también “hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio” (GS 43, 6). Sólo avanzando por el camino “de la conversión y la renovación” (LG 8; cf 15) y “por el estrecho sendero de Dios” (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (cf RM 12-20). En efecto, “como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (LG 8).

1036. Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):

Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes’ (LG 48).

1344. Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús “hasta que venga” (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante “camina por la senda estrecha de la cruz” (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.

1889. Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17,33)

Las virtudes teologales

2656. Se entra en oración como se entra en la liturgia: por la puerta estrecha de la fe. A través de los signos de su presencia, es el rostro del Señor lo que buscamos y deseamos, es su palabra lo que queremos escuchar y guardar.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Entrad por la puerta estrecha

Hay una pregunta que siempre ha fastidiado a los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema ha llegado a ser tan agudo que ha inmerso a algunas personas en una angustia terrible. Una de éstas fue el dulce y humilde san Francisco de Sales. A causa de las orientaciones teológicas de su tiempo y ciertamente, también, porque Dios lo permitió, él vivió un largo período de sus años juveniles con la impresión de estar excluido del número de los salvados (entonces se decía de los «predestinados») y, por el contrario, de estar destinado a la condenación eterna. Una tarde de enero, ya no pudiendo más, entró en una iglesia, se arrodilló delante de una imagen de Nuestra Señora e hizo un acto de total abandono en Dios, consignándose completamente a su misericordia y rebatiendo quererlo amar cualquiera que fuera su destino después de la muerte. De golpe, dijo él mismo, desapareció el miedo; se levantó con la clara impresión de que su angustia le hubiese caído a los pies como escamas de lepra. Se sintió renacer.

Este problema ha dejado un símbolo en el arte. Los crucifijos pintados en esta época (siglos XVI-XII) muestran o bien a un Jesús de brazos horizontalmente alargados y distendidos, o bien a un Jesús de brazos arrimados y casi paralelos al cuerpo, casi como para demarcar un espacio más estrecho. El primero expresaba la doctrina según la cual, en su muerte redentora, Jesús había abrazado a toda la humanidad y por ello todos estaban llamados a la salvación; el segundo, la doctrina opuesta, la jansenista, por la cual sólo un pequeño número estaba destinado a la salvación.

El Evangelio de este Domingo nos anuncia que un día este problema le fue planteado a Jesús:

«De camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”».

La pregunta, como se ve, trata sobre el número; sobre ¿cuántos se salvan: si muchos o pocos? Jesús, respondiendo, traslada el centro de atención del cuántos al cómo se salvan:

«Les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”».

Es el mismo planteamiento que advertimos a propósito de la venida final de Cristo. Los discípulos preguntan cuándo tendrá lugar el regreso del Hijo del hombre. Y Jesús responde indicando cómo prepararse para aquel retorno, qué hacer en la espera (cfr. Mateo 24, 3-4). Este modo de actuar de Jesús no es raro o evasivo. Es simplemente el de uno que quiere educar a los discípulos a pasar del plano de la curiosidad al de la verdadera sabiduría; de las cuestiones ociosas, que apasionan a la gente, a los verdaderos problemas, que sirven para la vida.

Desde esto ya podemos entender lo absurdo de los que, sin más, creen saber el número preciso de los salvados: ciento cuarenta y cuatro mil. Este número, que aparece en el Apocalipsis, tiene un valor puramente simbólico (el cuadrado de 12, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y está manifestado inmediatamente por la expresión que sigue: «una multitud inmensa que nadie podía contar» (Apocalipsis 7,4.9). Además de todo esto, si en verdad aquel es el número de los salvados (como sostienen los Testigos de Jehová), entonces ya podemos cerrar el negocio de inmediato, nosotros y ellos: en la puerta del paraíso deben haber colgado ya desde hace tiempo, igual como en el ingreso de los aparcamientos, un cartel escrito que diga «Completo».

Si, por lo tanto, a Jesús no le interesa tanto revelarnos el número de los salvados, cuanto más bien el modo de salvarse, veamos qué nos dice a este respecto. Sustancialmente dos cosas: una negativa y otra positiva; primeramente, lo que no sirve para salvarse y, después, lo que sirve. No sirve o al menos no basta el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, incluso la que fuere precisamente el pueblo elegido, del que proviene el Salvador. Escuchemos qué dice:

«Entonces comenzaréis a decir. “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os replicará: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”».

En este texto de Lucas está claro que quienes reivindican privilegios son los judíos. En el texto paralelo de Mateo el cuadro se ensancha. Estamos, ahora, en un contexto de Iglesia. Aquí oímos adelantar por parte de los discípulos de Cristo el mismo tipo de pretensiones: «Muchos me dirán aquel Día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?”». Pero, la respuesta es la misma: «¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!» (Mateo 7,22-23). Para salvarse, por lo tanto, no basta ni siquiera el simple hecho de haber conocido a Jesús y de pertenecer a la Iglesia. Es necesario algo más.

Y precisamente es este «algo más» lo que Jesús pretende dejar ver con sus palabras sobre la «puerta estrecha». Estamos ya en la respuesta positiva. Lo que pone en el camino de la salvación no es cualquier título de posesión (no existen títulos de posesión para un don como es la salvación), sino que es una decisión personal, seguida de una coherente conducta de vida. Esto está más claro aún en el texto de Mateo, que pone en contraste estas dos vías y dos puertas, una estrecha y una ancha.

«Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran» (Mateo 7, 13-14).

Esta imagen de las dos vías, para los primeros cristianos, llegaba a ser una especie de código moral fundamental. En un escrito de casi la era apostólica, la Didaché, leemos: «Hay dos vías: una de la vida y una de la muerte. Grande es la diferencia entre estas dos vías. A la vía de la vida, pertenece el amor de Dios y el del prójimo, el bendecir a quien te maldiga, estar lejos de los antojos carnales, perdonar a quien te ha ofendido, ser sincero, pobre. A la vía de la muerte pertenece, por el contrario, la violencia, la hipocresía, la opresión del pobre, la mentira».

Pero, ahora, debemos plantearnos una cuestión. ¿Por qué estas dos vías son llamadas respectivamente la vía «ancha» y la vía «estrecha»? ¿Es quizás siempre fácil y agradable la vía del mal para recorrerla y la vía del bien siempre dura y fatigosa? Aquí hay que prestar atención para no caer en una acostumbrada tentación de creer que para los malvados todo les va magníficamente bien acá abajo y todo, por el contrario, les va siempre torcido para los buenos. La vía de los impíos es ancha, sí; pero, sólo al comienzo. Para quien se ha introducido en ella, poco a poco, llega a ser estrecha y amarga. Al final, llega a ser, en todo caso, estrechísima porque termina en un callejón sin salida.

Cuando yo era un muchacho, se practicaba aún en los ríos el método de pesca llamado de encañizada. Se trata de una red de rodeo o engaño, hecha de cañas atadas entre sí en un cierto modo. Comienza con un frente largo y llano, que, después, se va cerrando por lo alto y restringiendo en la base, hasta terminar en una especie de embudo colocado en horizontal, desde el cual los pobres peces terminan en un saco y de allí naturalmente... en la sartén. Así es la vía ancha de la que habla el Evangelio.

La vía de los justos, al comienzo es estrecha cuando se la introduce; pero, después, llega a ser una vía espaciosa; porque en ella se encuentran la esperanza, la alegría y la paz del corazón. Al contrario de la alegría terrena, que tiene como característica el disminuir a medida que se gusta, hasta llegar a generar náusea y tristeza. Esto se ve en ciertos tipos de borracheras, como la droga o el alcohol, el sexo. Es necesaria una dosis o un estímulo siempre mayor para producir un placer con la misma intensidad. Hasta que el organismo ya no responde más y se llega a la destrucción también física.

En el texto de Mateo, según hemos oído, se dice que son pocos los que encuentran la vía, que conduce a la vida. Parecería, por lo tanto, que no obstante todo, él se pronuncia, también, sobre el problema del número de los salvados. Pero, en realidad, él no habla aquí de cuántos «se salvan» tal y como, sino de los que «entran en la salvación». La «puerta estrecha», de la que se habla, no es necesariamente la que nos introducirá un día definitivamente en el paraíso, sino la que nos permite entrar, ya desde esta vida, en el reino predicado por Cristo y vivir sus exigencias. Y que sean pocos los que aceptan en esta vida tomar en serio las exigencias del Evangelio es una cosa que podemos constatar nosotros solos, mirándonos a nuestro alrededor.

Debemos recordar siempre una verdad: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Timoteo 2,4) y, para suerte nuestra, es Dios suficientemente poderoso para realizar lo que quiere. Cuando Jesús dijo que «es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios», los que lo oyeron, dijeron: «¿Y quién se podrá salvar?» Respondió él: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lucas 18,2527). Dios tiene modos extraordinarios de salvar, que nosotros no conocemos, en los cuales, sin embargo, no podemos confiar, si recorremos voluntariamente los modos ordinarios.

Ésta es, en el fondo, una conclusión tranquilizadora, sobre la que, sin embargo, yo no quisiera insistir demasiado. Si en el tiempo del jansenismo y de los crucifijos de brazos casi juntos, la Iglesia sintió la necesidad de empujar a la gente hacia la confianza en Dios y tranquilizarla acerca de la propia salvación, hoy estamos, a este respecto, tan «tranquilos» por cuenta nuestra, tan poco angustiados por ella, que es necesario quitar, más bien, esta falsa tranquilidad y poner un poco de inquietud en la gente. Hay casos en que el asustar a alguno es un acto de caridad. Así hace un buen médico, cuando no tiene otro remedio para hacer entender al enfermo que debe dejar de fumar o de hacer otras cosas peligrosas para su salud.

Muchos estudiantes de filosofía conocen la obra famosa de Kierkegaard titulada Temor y temblor y quizás la han tenido que llevar a algún examen. Pero, son pocos los que saben de dónde viene este título. Viene de san Pablo, quien recomendaba a los primeros cristianos:

«Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación» (Filipenses 2,12).

La salvación es una cosa demasiado importante para ser abandonada a la casualidad o al cálculo de probabilidades. El entrenador del equipo de fútbol del Liverpool, ante la inminencia de un partido, una vez declaró: «Vencer en este partido no es una cuestión de vida o de muerte... ¡Es mucho más!» No creo que esto se pueda decir de un partido de fútbol; pero, ciertamente, sí se debe decir de nuestra salvación. Es una cuestión de vida eterna y de muerte eterna.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La llave de la puerta es la regla de oro de la caridad

«Estrecha es la puerta para entrar al Paraíso, y no todos la encuentran. El camino es Cristo y la puerta es de cruz.

Para entrar por esta puerta los hombres deben hacerse pequeños y humildes, como niños. Porque los que se han crecido, henchidos de orgullo y de soberbia por el ansia de poder y la ambición de riquezas, van por el camino amplio, y sólo caben por la puerta ancha que conduce a la perdición.

En el Juicio final es como el Justo Juez los medirá: los que caben por la puerta estrecha los pondrá a su derecha y les dirá “vengan benditos de mi Padre; porque fueron misericordiosos recibirán misericordia”. Y a los que no caben los pondrá a la izquierda y les dirá: “malditos, vayan al castigo eterno, porque no trataron a los demás con misericordia”.

Todo hombre que se quiera salvar, para encontrar la puerta angosta y poder entrar, debe conocer y practicar la regla de oro de la caridad, que es la llave de la puerta del Paraíso.

Trata tú a los demás como quieres que ellos te traten a ti. En esto se resumen la ley y los profetas. Esto quiere decir: ama a Dios por sobre todas las cosas y ama a tu prójimo como a ti mismo. En esto conocerán que eres discípulo de Cristo.

Contempla al crucificado y atesora todo lo que te ha dado.

Cuida tu cuerpo, que es templo del Espíritu Santo, y cuida tu alma, que le pertenece a Dios.

Haz caridad llevando la misericordia a los más necesitados.

Ten humildad, ponte en su lugar, y entonces comprenderás cómo los debes tratar para encontrar el camino angosto que conduce a la vida».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

El Infierno

Ningún ideal se hace en realidad sin sacrificio. Esta afirmación, bastante evidente, por otra parte, es un lugar común en la enseñanza pastoral de san Josemaría, y viene a ser una síntesis de la respuesta de Jesús al que le pregunta sobre el número de los que alcanzan la Gloria Eterna. Que es necesario esfuerzo por lograr los objetivos que se valoran, está a la orden del día. A más alto el objetivo, más suele costar y a nadie le extraña. Sucede tanto en el precio económico de los diversos objetos, como, por ejemplo, en el tiempo que hace falta –más número de meses, o incluso de años– para culminar con éxito ciertos estudios, para dominar con virtuosismo un instrumento musical o para destacar en ejercicio de la propia profesión o en un deporte.

Pero no hay ideal mayor que la Eterna Bienaventuranza. Sin embargo, y por contradictorio que parezca, no pocos piensan que tiene poca razón de ser el esfuerzo, el sacrificio o la renuncia a otras cosas, que se exige como clara condición para llegar al Reino de los Cielos. No se trata, evidentemente, de un imperativo que impone la Iglesia, ni tampoco una exigencia, más bien de tiempos pasados. Los preceptos de la Ley de Dios, aunque se quieran considerar negativamente, no dejan de ser condiciones de posibilidad para gozar de Dios, como lo es abonar el precio de la localidad para contemplar una película o asistir a un concierto.

Nuestro Creador y Señor ha dispuesto que podamos conseguir el ideal de nuestra máxima plenitud, de modo semejante a como logramos los otros objetivos que nos interesan: esos que nos proponemos cada día en la vida corriente. De este modo nuestra respuesta a Dios se integra de modo natural en el quehacer humano. Se entiende bien, por eso, que exista un castigo reservado por Dios para los que libremente no quisieron vivir de acuerdo con las exigencias propia de su condición de criatura; también son castigados, en cualquier sociedad organizada, los que se apartan de unas de normas mínimas que permitan la convivencia. Las penas, que deben ser proporcionadas a la gravedad de los delitos, en ciertas circunstancias se prevén incluso para toda la vida y, en algunos lugares, es legal hasta la pena de muerte.

En todo caso, Jesucristo reveló la existencia del infierno de los condenados, para el castigo eterno de los rebeldes al amor de Dios. La magnitud del castigo es otro argumento a favor de la infinita dignidad del ofendido: el tamaño de la pena justamente merecida depende de la magnitud de la ofensa, y ésta de la categoría del ofendido; en este caso, el mismo Dios. Por otra parte, de la existencia del infierno se puede deducir el tesoro de grandeza que salvaguarda y, por tanto, el logro inconmensurable que supone la adhesión a Él. En cierto sentido, el Cielo y el Infierno parecen exigirse mutuamente hasta desde un punto de vista racional, en consonancia con la justicia divina. Pero para que ninguno pueda estar desprevenido, quiso Nuestro Señor referirse de modo expreso a su existencia. Además, ha habido revelaciones privadas acerca de existencia del infierno y de las penas que padecen los condenados. Así lo describe, por ejemplo, sor Lucia, una de las videntes de Fátima:

Nos vimos como dentro de un gran mar de fuego. Dentro de este mar estaban sumergidos negros y ardientes, los demonios y almas en forma humana, semejantes a brasas transparentes. Sostenidas en el aire por las llamas, caían por todas partes igual que las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre grandes gritos y aullidos de dolor y de desesperación, que hacían temblar de espanto.

Fue seguramente ante esta visión cuando yo lancé la exclamación de horror que se asegura fue oída.

Los demonios se distinguían de las almas humanas por sus formas horribles y repugnantes de animales espantosos y raros, pero transparentes, igual que carbones encendidos.

Nuestra Madre la Iglesia enseña también con franqueza cual es el destino de los que consuman su existencia en oposición al Creador. Aun a riesgo de extenderme demasiado en esta ocasión, transcribo algunos párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica:

1034. Jesús habla con frecuencia de la ‘gehenna’ y del ‘fuego que nunca se apaga’ (cf. Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9, 43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que ‘enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo’ (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:’ ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!’ (Mt 25, 41). 

1035. La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’ (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. 

1036. Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: ‘Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran’ (Mt 7, 13-14): 

 Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’ (LG 48). 

1037. Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf. DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que ‘quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión’ (2 P 3, 9): 

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)

Cuantos tratamos habitualmente a Santa María como Madre, vivimos más con la ilusión de recibir su cariño y de amarla, junto a su divino Hijo, que con el temor de ser castigados. San Josemaría nos recuerda que los mismos sentimientos surgen cuando tratamos a Dios como Padre: Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad.

—Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Entrar por la puerta estrecha

El Evangelio de hoy se desarrolla totalmente a partir de la pregunta inicial que un sujeto dirige a Jesús: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? La pregunta, como se ve, apunta al número: ¿cuántos vamos a salvarnos, pocos o muchos? La respuesta de Jesús traslada la atención del “cuántos” al “cómo” nos salvamos. Es la misma actitud que notamos a propósito de la parusía: los discípulos preguntan “cuándo” se producirá el retorno del Hijo del hombre y Jesús responde indicando “cómo” prepararse para ese retorno, qué hacer durante la espera (cf. Mt. 24,3-4). Esta forma de actuar de Jesús no es extraña ni poco cortés; es la forma de actuar de alguien que quiere educar a los discípulos y pasar del plano de la curiosidad al de la sabiduría, de las preguntas ociosas que apasionan a la gente a los verdaderos problemas que sirven para el Reino.

Entonces, Jesús aprovecha la oportunidad, en este Evangelio, para instruir a los discípulos sobre los requisitos de la salvación. La cosa nos interesa naturalmente en sumo grado también a nosotros, discípulos de hoy que estamos frente al mismo problema. Pues bien, ¿qué dice Jesús respecto del modo de salvarnos? Dos cosas: una negativa, una positiva; primero, lo que no sirve y no basta, después lo que sí sirve para salvarse.

No sirve, o en todo caso no basta, para salvarse el hecho de pertenecer a determinado pueblo, a determinada raza, o tradición, o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que proviene el Salvador: Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas... No sé de dónde son ustedes. En el relato de Lucas, es evidente que los que hablan y reivindican privilegios son los judíos; en el relato de Mateo, el panorama se amplía: estamos ahora en un contexto de Iglesia; aquí oímos a cristianos que presentan el mismo tipo de pretensiones: Profetizamos en tu nombre (o sea en el nombre de Jesús), hicimos milagros... Pero la respuesta del Señor es la misma: ¡No los conozco, apártense de mí! (cf. Mt. 7,22-23). Por lo tanto, para salvarse no basta ni siquiera el simple hecho de haber conocido a Jesús y pertenecer a la Iglesia; hace falta otra cosa.

Justamente esta “otra cosa” es la que Jesús pretende revelar con las palabras sobre la “puerta estrecha”. Estamos en la respuesta positiva, en lo que verdaderamente asegura la salvación. Lo que pone en el camino de la salvación no es un título de propiedad (no hay títulos de propiedad para un don como es la salvación), sino una decisión personal. Esto es más claro todavía en el texto de Mateo que contrapone dos caminos y dos puertas –una estrecha y una ancha– que conducen respectivamente una a la vida y una a la muerte. Esta imagen de los “dos caminos”, Jesús la toma de Moisés (cf. Deut. 30,15ssq.) y de los profetas (cf. Jer. 21.8); fue, para los primeros cristianos, una especie de código moral fundamental. Hay dos caminos —leemos en la Didache—: uno de la vida y otro de la muerte; pero la diferencia entre los dos caminos es grande. Al camino de la vida le corresponden el amor a Dios y al prójimo, el bendecir a quien te maldice, el mantenerse alejado de los deseos carnales, perdonar a quien te ofende, ser sincero, pobre; en suma, los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas de Jesús. Al camino de la muerte le corresponden, por el contrario, la violencia, la hipocresía, la opresión del pobre, la mentira; en otras palabras, lo opuesto a los mandamientos y las bienaventuranzas.

La enseñanza sobre el camino estrecho encuentra un desarrollo muy pertinente en la segunda lectura de hoy: El Señor corrige al que ama... El camino estrecho no es estrecho por algún motivo incomprensible o por un capricho de Dios que se divierte haciéndolo tal, sino porque se ha puesto de por medio el pecado, porque ha habido una rebelión, se salió por una puerta; el conflicto de la cruz es el medio predicado por Jesús e inaugurado por él mismo para remontar esa pendiente, revertir esa rebelión y “volver a entrar”.

Pero, ¿por qué camino “ancho” y camino “estrecho”? ¿Acaso el camino del mal es siempre fácil y agradable de recorrer y el camino del bien siempre duro y cansador? Aquí es importante obrar con discernimiento, para no caer en la misma tentación del autor del salmo 73. También a este creyente del Antiguo Testamento le había parecido que no hay sufrimiento para los impíos, que su cuerpo está siempre sano y satisfecho, que no se ven golpeados como los demás hombres, sino que están siempre tranquilos amasando riquezas, como si Dios tuviera, además, preferencia por ellos; el salmista se escandalizó por esto, al punto de sentirse tentado de abandonar su camino de inocencia para hacer como todos los demás. En este estado de agitación, entró en el Templo y se puso a orar y, de repente, vio todo con claridad; comprendió “cuál es su fin”, o sea el fin de los impíos, y empezó a alabar a Dios y a darle gracias con alegría porque todavía estaba con él. Por consiguiente, la luz se hace orando y considerando las cosas desde el fin, o sea, desde su desenlace.

El camino de los impíos es ancho, sí, pero sólo al comienzo; a medida que uno va adentrándose en él, se vuelve estrecho y amargo y se vuelve estrechísimo al final, porque termina luego en un callejón sin salida. El camino de los justos es estrecho al comienzo cuando uno lo toma, pero después se convierte en un “camino real”, porque en él uno encuentra a Jesús con su Espíritu y los frutos de su Espíritu que son seguridad, alegría y paz. La característica de la alegría terrena es disminuir a medida que se la saborea hasta generar náusea y tristeza, como una copa que con tiene heces en su fondo; la característica de la alegría que viene de Dios es que crece en intensidad y genera un deseo cada vez más fuerte a medida que se la saborea. Hay una bella confirmación también de esto en la segunda lectura de hoy: Es verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella.

Pero volvamos al hilo del discurso: Jesús ilustró dos modos distintos de situarse frente a la salvación: el modo de quien pretende poseerla por algún privilegio de nacimiento o por algún mérito pasado (haber hecho milagros en nombre de Jesús) y el modo de quien, en cambia, busca esa salvación día a día, con humildad, a través del seguimiento de Jesús. Ahora bien, esta palabra encaja también en nuestra realidad de hoy: ¿qué nos dice? Muestra dos modos de ser en la Iglesia; digamos más bien: muestra dos categorías de cristianos: los cristianos que creen estar muy bien con su alma porque pertenecen a la Iglesia, porque son bautiza dos y porque hacen bautizar a sus propios hijos o, llegado el caso, porque discuten de religión con los amigos, y los cristianos que viven verdaderamente su fe, que oran, que colaboran, en la medida de sus posibilidades, en la difusión del Reino, que se esfuerzan por amar a sus hermanos.

Sobre estos últimos, Jesús dice que son pocos: Son pocos los que lo encuentran (Mt. 7,14). Pese a todo, parecería aquí que Jesús se pronuncia también respecto del número de los salvados; pero, en realidad, él no habla de los que se salvan, sino de los que están en el camino de la salvación. ¿Podemos pensar, aunque sea un instante, que solamente el pequeño número de los cristianos practicantes al fin se salvará, mientras todos los demás estarán destinados a la perdición eterna? ¿Es posible pensar algo semejante y seguir creyendo en la paternidad de Dios? Yo creo que nuestro problema es que tendemos siempre a esquematizar y a poner alternativas rígidas incluso a Dios: o esto o lo contrario, mientras que Dios siempre tiene más caminos de los que nosotros conocemos. Jesús toma en consideración la salvación en cuanto se realiza según el plan normal revelado por Dios, la salvación que debe servir de signo de salvación también para otros. No podemos excluir que Dios pueda salvar también fuera de ese marco privilegiado y, por así decirlo, oficial de salvación que pasa a través de Israel y la Iglesia y que, también en Israel y la Iglesia, sólo se realiza plenamente en un “pequeño resto” y una “pequeño rebaño”. Dios –está escrito– quiere que todos se salven (1 Tim. 2,4); gran parte de las lecturas de hoy no hacen más que exaltar esta llamada universal de Dios a la salvación: Yo mismo vendré a reunir a todas las naciones...y verán mi gloria (1 lectura); “Alabad al Señor todas las naciones” (Sal. resp.); Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente... a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios (Evangelio). Pero si Dios quiere la salvación de todos, es también bastante omnipotente como para realizar lo que quiere; una vez, los apóstoles, asustados por las exigencias planteadas por Jesús, exclamaron: ¿Quién podrá salvarse? El respondió con las siguientes palabras que pueden ser iluminadoras también para nosotros: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc. 18.26-27).

San Pablo dice una cosa que también puede iluminarnos respecto de este difícil problema. Dice: todos los cristianos han recibido (en el Bautismo) un fundamento único que es Jesucristo; sobre este fundamento único, hay quien pone una bella construcción en oro, otro en plata, otro en madera, otro en heno y otro en paja; vale decir, hay quien, después del Bautismo lleva adelante una vida cristiana perfecta y santa, otro buena, otro tibia y otro del todo incoherente (de paja). El Apóstol dice que también este último se salvará, pero “como quien se libra del fuego” (cf. 1 Cor 3,11-15). Qué significa ese fuego, no lo sabemos; tal vez significa, efectivamente, algo parecido a lo que la teología y la tradición de la Iglesia llaman Purgatorio. Si no obstante por él entendemos realmente un lugar, o mejor, una oportunidad de purificación y arrepentimiento dada en el momento de la muerte o inmediatamente después, y no otras cosas extrañas y totalmente fantasiosas. La fe exige cierta doctrina del Purgatorio para que la fe misma no se convierta en desesperación.

Podemos entonces terminar así: por la puerta estrecha, hay que pasar sea como sea; la diferencia es que algunos aceptan pasar ahora, por amor, con la consecuencia de conocer ya en esta vida la libertad y la gloria de los hijos de Dios; otros, tendrán en cambio que pasar de algún modo misterioso después, cuando ese pasaje resulte ilimitadamente más “largo” y doloroso y dé lugar, por lo tanto, a un grado distinto de gloria. La palabra de Dios nos deja hoy entonces con dos sentimientos distintos: uno de temor saludable, ante la idea de cuán serio es el problema de nuestra salvación y cuán expuesto al riesgo está, y otro de alegría ante la idea de cuán grande es la voluntad de Dios de salvarnos a cualquier costo.

Para que nos sintamos seguros de su voluntad, nos dio a Jesucristo; cada Eucaristía es la reconfirmación y la garantía de que Dios nos quiere y que nos quiere salvados.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en el Centro “San Pablo”, de Castelgandolfo (24-VIII-1980)

– Elegir el bien. Llamada a la salvación

En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas. Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de sí mismos. La lectura profética expone con vivas imágenes el designio que Dios tiene de recoger en la unidad a todos los hombres para hacerles partícipes de su gloria. La extraída del Nuevo Testamento exhorta a soportar las pruebas como purificación procedente de las manos de Dios, “porque el Señor, a quien ama, le reprende” (Hb 12,6; Prov 3,12). Pero los motivos de esas dos lecturas puede decirse que se hallan concentrados en el pasaje del Evangelio.

– Lucha vigorosa. Observar la ley moral

La interrogación en torno al problema fundamental de la existencia: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13,23), no nos puede dejar indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lc 13,24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que el conseguir la salvación requiere sufrimiento y lucha. Para entrar por esa puerta estrecha, es necesario, como dice literalmente el texto griego, “agonizar”, es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. Entrad por la puerta, estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!” (Mt 7,13-14).

– El Sermón de la montaña. El amor salva

La puerta estrecha es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, y sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior el que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema del amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.

Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es Él mismo: “Yo soy la puerta; el que por Mí entrare, se salvará” (Jn 10,9). Para salvarse, hay que tomar como Él nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9,23).

Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto. ¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectivas supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Esforzaos a entrar por la puerta estrecha”. Esta exhortación del Señor es el mayor mentís a la ilusión de lograr la salvación por la senda de la permisividad, de un cristianismo light. Por ese camino el hombre no sólo no llega a su destino eterno sino a ninguna parte. También en esta vida el esfuerzo es el salario del éxito.

En su homilía Tras los pasos del Señor, S. Josemaría Escrivá, recuerda los tres caminos que tuvo en un sueño un escritor español del siglo de oro: Delante de él se abren dos caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o en carrozas, entre músicas y risas –carcajadas locas–; se contempla una muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero acaba en un precipicio sin fondo. Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen... No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna.

Por dirección distinta, sigue diciendo, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aún su carne. Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el Cielo. Es el camino de las almas santas.

Luego –termina–, durante el mismo sueño, descubría aquel escritor un tercer itinerario: estrecho, tapizado también de asperezas y de pendientes duras como el segundo: Por allí avanzaban algunos en medio de mil penalidades, con ademán solemne y majestuoso. Sin embargo, acababan en el mismo precipicio horrible al que conducía el primer sendero. Es el camino que recorren los hipócritas, los que carecen de rectitud de intención, los que se mueven por un falso celo, los que pervierten las obras divinas al mezclarlas con egoísmos.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Id al mundo entero y predicad el evangelio»

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 66, 18-21: Traerán a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones

Sal 116, 1.2: Id al mundo entero y predicad el Evangelio

Hb 12,5-7.11-13: El Señor reprende a los que ama

Lc 13, 22-30: Vendrán de Oriente y de Occidente y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios

II. LA FE DE LA IGLESIA

«La Iglesia columna y fundamento de la verdad (1 Tm 3,15) recibió de los Apóstoles este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva. Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquier asunto humano, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» (2032).

«El Magisterio de los pastores de la Iglesia en materia moral se ejerce ordinariamente en la catequesis y la predicación sobre la base del Decálogo que enuncia los principios de la vida moral válidos para todo hombre».

«La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo» (2044).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría) (813).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La salvación de Dios anunciada en la profecía es universal, sin barreras religiosas y tribales.

Jesús en el Evangelio parte de una pregunta que le da lugar a una nueva catequesis. Sobre el número de los que se salvan. Dios quiere que todos los hombres se salven, pero hay que esforzarse por hacer el bien, sacrificando lo que haga falta, pues la puerta es estrecha.

El autor de la carta a los Hebreos expone que en el camino hacia Dios, guiados por la fe, hay lugar para las penalidades que conviene sobrellevar con espíritu penitencial, aceptándolas como advertencias y correctivos divinos.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

La Iglesia es católica: 830-831.

La Iglesia, madre y educadora: 2030-2031.

La respuesta:

Vida moral y magisterio de la Iglesia: 2032-2040.

C. Otras sugerencias

El anuncio del Evangelio no tiene fronteras (salmo). Exige conformar la vida al camino de Cristo. Todos los hombres están llamados a ello. La Iglesia es el instrumento para la evangelización y en ella todos los cristianos.

El Evangelio tiene un componente de vida moral: vivir según Cristo, sobre el que estamos reflexionando en los domingos del TIEMPO ORDINARIO. La Iglesia es maestra y educadora de la vida moral cristiana.

Misión de los pastores y derechos y deberes de los fieles ante las enseñanzas morales de la Iglesia.

El testimonio de fidelidad al Evangelio y a las concreciones de vida que presenta la Iglesia es la mejor palabra evangelizadora ante el mundo.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Con sentido católico, universal.

– El Señor quiere que todos los hombres se salven. La Redención es universal.

I. Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa: Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.

En el Evangelio, San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente importa– no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos sido llamados. Todos los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se salven. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio, signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles. Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el cual, “permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos”.

La Segunda lectura señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.

– Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios ha querido que estemos.

II. Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas.... Y vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en el Reino de Dios. Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis.

El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos– y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: “insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado”. Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en la que se encuentren, son llamados “para dar testimonio de Cristo en todo el mundo”.

El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.

En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.

Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía: “lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”. ¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?, ¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?

– El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más cercanos.

III. Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas, leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas: unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación... Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la misión universal que se les encomendó.

Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio. En esta tarea evangelizadora hemos de contar con “un hecho completamente nuevo y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos”; ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.

A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12).

El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.

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Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí, Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Señor, ¿son pocos los que se salvan?

Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.

Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.

«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.

Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Lecciones para hacerse último

«Yo soy el primero y el último» (Ap 22, 13).

Eso dice Jesús.

Sacerdote, tu Señor ha venido a enseñarte el camino para ser como Él, para que seas primero y que seas último, como Él, pero, para ser el primero, debes primero hacerte último.

Eso es lo que ha venido a enseñarte tu Señor con su ejemplo.

Ha venido a enseñarte no a ser servido, sino a servir.

Ha venido a enseñarte a dar la vida, para servir a Dios, a través del servicio a los hombres, para llevar a los hombres a Dios.

Ha venido a enseñarte que Él se ha entregado en manos de los hombres, para que los hombres se entreguen en las manos de Dios.

Esa, sacerdote, es la lección.

Aprende, sacerdote, de tu Maestro, y haz lo mismo que hizo tu Señor, porque no es más el siervo que su amo, y no es más el discípulo que su maestro.

Entrégate tú, sacerdote, en manos de los hombres, como tu Señor se entrega en tus manos, y permite ser elevado y mostrado al mundo, como haces tú con Él.

Tú muestras al mundo a tu Señor crucificado, entregado en las manos de su Padre como cordero en sacrificio, para quitar los pecados del mundo.

Entrégate, sacerdote, tú con Él, permitiendo ser señalado, perseguido, calumniado, burlado, maltratado, flagelado, desterrado, crucificado, para salvar a los hombres perdonando sus pecados.

Esa, sacerdote, es la lección.

Entrega, sacerdote, tu voluntad a la voluntad de Dios, y haz lo que Él te diga.

Cada Palabra es alimento de vida.

Cada Palabra la pone en tu boca para que la lleves al mundo, poniéndola por obra.

Escuchar la Palabra de tu Señor y ponerla en práctica, esa, sacerdote, es la lección.

Sentar a los hombres en la mesa de tu Señor, como invitados al banquete del cordero, mientras tú sirves a tu Señor como alimento, para saciar el hambre de su pueblo con el Pan vivo bajado del cielo, haciéndote último, para que tu Señor sea primero.

Esa, sacerdote, es la lección.

Enseña, sacerdote, la lección a tu pueblo, porque esa es tu misión, siguiendo el ejemplo de tu Señor en todo momento, transmitiendo con tu propio ejemplo las enseñanzas del Señor, para que su pueblo aprenda también la lección.

Acoge sacerdote a cada uno, como si fuera un niño, y enséñales, porque ellos no saben lo que hacen.

El maestro sirve al discípulo, porque esa es su misión, para que el discípulo aprenda bien la lección, y aplique la Palabra de Dios a su vida, haciéndose para el mundo también ejemplo, servidor y último, para que pueda también cada uno de ellos llegar a ser primero en el Reino de los cielos.

Esa, sacerdote, es tu misión.

Si tú haces esto, sacerdote, has aprendido bien la lección, y si no lo has hecho, y si es difícil comprender para ti a tu Señor, entonces recurre a la maestra de tu Señor, la que haciéndose sierva y esclava del Señor se hizo última, para acoger en su seno al Niño que, siendo el primero, se hizo el último, que siendo Dios, se hizo hombre, que por hacerse último no deja de ser el primero, y por hacerse hombre no deja de ser Dios, pero que se ha entregado en las manos de los hombres para que los hombres puedan llegar a Dios.

Sacerdote, Él te ha elegido para ser el último, porque te ama.

Obedece, sacerdote, porque eres último para ser el primero en presencia del Señor.

(Espada de Dos Filos IV, n. 75)

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