Domingo 20 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XX del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2013, 2016 y 2019
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Miquel VENQUE i To (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LA DIVISIÓN QUE POLARIZA

Jer 38, 44. 8-10; Heb 12, 1-4; Lc 12, 49-53

En varios aspectos se asemejan el profeta Jeremías y el Señor Jesús. Ambos aprendieron a mirar críticamente la vida y las prácticas religiosas celebradas en el templo de Jerusalén; esa claridad de miras les acarreó hostilidades y persecuciones. Uno y otro fueron generadores de controversias, dividieron la opinión en Israel, consiguiéndose seguidores y adversarios. El Señor Jesús replanteó profundamente la manera de entender y vivir la relación con Dios, cuestionó creencias y prácticas arraigadas y por eso mismo, perturbó e incomodó a unos y entusiasmó a otros. La soberana libertad y la seguridad con la cual hablaba en nombre del Padre, implicaba definirse a favor o en contra de sus posturas. Al distanciarse de las tradiciones vigentes, resultó un desafío incómodo. Jesucristo vivió con una personalidad definida que no podía pasar desapercibida ante nadie.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 83 10-11

Dios, protector nuestro, mira el rostro de tu Ungido. Un solo día en tu casa es más valioso, que mil días en cualquier otra parte.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde en nuestros corazones el anhelo de amarte, para que, amándote en todo y sobre todo, consigamos tus promesas, que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Tomaron a Jeremías y lo echaron en un pozo

Del libro del profeta Jeremías: 38, 4-6.8-10

Durante el sitio de Jerusalén, los jefes que tenían prisionero a Jeremías dijeron al rey: “Hay que matar a este hombre, porque las cosas que dice desmoralizan a los guerreros que quedan en esta ciudad y a todo el pueblo. Es evidente que no busca el bienestar del pueblo, sino su perdición”.

Respondió el rey Sedecías: “Lo tienen ya en sus manos y el rey no puede nada contra ustedes”. Entonces ellos tomaron a Jeremías y, descolgándolo con cuerdas, lo echaron en el pozo del príncipe Melquías, situado en el patio de la prisión. En el pozo no había agua, sino lodo, y Jeremías quedó hundido en el lodo.

Ebed-Mélek, el etíope, oficial de palacio, fue a ver al rey y le dijo: “Señor, está mal hecho lo que estos hombres hicieron con Jeremías, arrojándolo al pozo, donde va a morir de hambre”.

Entonces el rey ordenó a Ebed-Mélek: “Toma treinta hombres contigo y saca del pozo a Jeremías, antes de que muera”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 39, 2.3.4.18

R/. Señor, date prisa en ayudarme.

Esperé en el Señor con gran confianza; él se inclinó hacia mí y escuchó mis plegarias. R/.

Del charco cenagoso y la fosa mortal me puso a salvo; puso firmes mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos. R/.

Él me puso en la boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos se conmovieron al ver esto y confiaron también en el Señor. R/.

A mí, tu siervo, pobre y desdichado, no me dejes, Señor, en el olvido. Tú eres quien me ayuda y quien me salva; no te tardes, Dios mío. R/.

SEGUNDA LECTURA

Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante.

De la carta a los hebreos: 12, 1-4

Hermanos: Rodeados, como estamos, por la multitud de antepasados nuestros, que dieron prueba de su fe, dejemos todo lo que nos estorba; librémonos del pecado que nos ata, para correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante, fija la mirada en Jesús, autor y consumador de nuestra fe. Él, en vista del gozo que se le proponía, aceptó la cruz, sin temer su ignominia, y por eso está sentado a la derecha del trono de Dios.

Mediten, pues, en el ejemplo de aquel que quiso sufrir tanta oposición de parte de los pecadores, y no se cansen ni pierdan el ánimo, porque todavía no han llegado a derramar su sangre en la lucha contra el pecado.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 10, 27

R/. Aleluya, aleluya.

Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; yo las conozco y ellas me siguen. R/.

EVANGELIO

No he venido traer la paz, sino la división.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 12, 49-53

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega!

¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, nuestros dones, con los que se realiza tan glorioso intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 129, 7

Con el Señor viene la misericordia, y la abundancia de su redención.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Unidos a Cristo por este sacramento, suplicamos humildemente, Señor, tu misericordia, para que, hechos semejantes a él aquí en la tierra, merezcamos gozar de su compañía en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Echaron a Jeremías en un aljibe (Jr 38, 4-6.8-10)

1ª lectura

Como el capítulo anterior, éste también contiene una narración sobre el arresto de Jeremías (vv. 1-13) y un diálogo con el rey (vv. 14-28). Jeremías insiste en sus recomendaciones de sometimiento pacífico y conversión interior, lo que suscita la animadversión de los nobles, partidarios de la política contraria. Temerosos quizá de matar a un enviado de Dios, lo encierran en una cisterna, de la que es rescatado por un funcionario extranjero. Tras la liberación, el profeta consigue vivir en el atrio de la guardia sin que aparentemente le molesten (v. 13). Un escritor eclesiástico, Olimpiodoro, veía en la prisión de Jeremías una figura de la pasión y resurrección de Jesucristo. Comentando el v. 6, explica: «El profeta se convierte en tipo del misterio de Cristo, que entregado por Pilatos a manos de los judíos, bajó al funesto y repugnante hades y resucitó de entre los muertos: pues también el profeta subió de nuevo de la cisterna, y la Escritura llama muchas veces al hades cisterna» (Fragmenta in Jeremiam 38,6).

Los relatos de todo este capítulo subrayan la distinta actitud del rey Sedecías y del profeta Jeremías. Sedecías buscaba con todo su ingenio y capacidad política salvar su vida y la de Judá haciendo frente a sus enemigos, pero perdió ambas, la vida y el territorio. En cambio, Jeremías predicaba la palabra de Dios sin amilanarse ante la sentencia de muerte que se pedía para él (v. 4), y cuando llegaron los babilonios salió de la cárcel y salvó su vida (v. 28). El comportamiento del profeta prepara la enseñanza de Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).

En el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas (Domingo XXIII del tiempo ordinario) se lee gran parte de este pasaje, y en su responsorio se invita a servir con fidelidad al Señor, con la disposición de sobrellevar con entereza los sufrimientos que pudieran presentarse. Para ello se combinan algunas palabras de Jdt 8,23 (Vg) con otras de San Pablo referidas a situaciones análogas a las del profeta, que el Apóstol afrontó en su ministerio: «En todo nos acreditamos como ministros de Dios: con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes y prisiones» (2 Co 6,4-5a).

Estamos ante una nube de testigos (Heb 12, 1-4)

2ª. lectura

Recordados los ejemplos de fe y fidelidad de los justos del Antiguo Testamento, se extrae ahora la consecuencia moral: los cristianos no podemos ser inferiores a ellos. Tanto más cuanto que, como modelo, no tenemos sólo a los patriarcas, a los reyes y a los profetas sino al mismo Cristo Jesús «iniciador y consumador de la fe»; es decir, Él es ejemplo perfecto de obediencia, de fidelidad a su misión, de unión con el Padre, de paciencia en el sufrimiento.

Cristo es presentado como un atleta fuerte y generoso que corre su carrera (cfr. 1 Cor 9, 24), que sabe iniciar y sabe terminar su esfuerzo, que no desfallece y que consigue el triunfo. El cristiano debe vivir de la misma manera (cfr. Gal 2, 2). Es como si oyéramos de nuevo las palabras de Flp 2, 5-9: «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo (…)». Su ejemplo nos alienta a superar el desprecio, la ignominia, y nos recuerda que no podemos extrañarnos si, en lugar del triunfo y del gozo, encontramos humillaciones y hostilidad (cfr. Mt 10, 24). Cruz, trabajos, tribulaciones: Los tendrás mientras vivas. – Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro (San Josemaría, Camino, n. 699).

Fuego de amor divino (Lc 12, 49-53)

Evangelio

El fuego expresa frecuentemente en la Biblia el amor ardiente de Dios por los hombres (cfr Dt 4,24; Ex 13,22; etc.). En el Hijo de Dios hecho hombre alcanza ese amor divino su máxima expresión: «Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). Jesús entrega voluntariamente su vida por amor hacia nosotros: «Pues nadie tiene más amor que quien entrega la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Con las palabras que nos transmite San Lucas, Jesu­cristo revela las ansias incontenibles de dar su vida por amor. Llama Bautismo a su muerte, porque de ella va a salir resucitado y victorioso para nunca más morir. Nuestro Bautismo es un sumergirnos en esa muerte de Cristo, en la cual morimos al pecado y renacemos a la nueva vida de la gracia: «Fuimos, pues, con él se­pultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó de la muerte a la vida para gloria del Padre, así también, nosotros vivamos una nueva vida» (Rom 6,4).

Los cristianos hemos de ser, con esa nueva vida, fuego que encienda como Jesús encendió a sus discípulos: Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contem­plativa se desborda en afán apostólico: Me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sal 38, 4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer, sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apos­tolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta de padecer a Cristo (cfr Col 1,24)» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120).

Dios ha venido al mundo con un mensaje de paz (cfr Lc 2,14), de reconciliación (cfr Rom 5,11). Pero al resistirnos por nuestro pecado a la obra redentora de Cristo, nos oponemos a Él. La injusticia y el error provocan la división y la guerra. «En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres unidos por la caridad superen el pecado, desa­parecerán las violencias» (Gaudium et spes, n. 78).

En su misma vida en la tierra, Cristo fue signo de con­tradicción (cfr Lc 2,34). El Señor previene a los discípulos de las luchas y divisiones que acompañarán la difusión del Evangelio (cfr Lc 6,20-23 y Mt 10,34).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Fuego purificador y pasión redentora

Yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué he de querer, sino que arda? Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me angustio hasta que eso se cumpla! En los párrafos anteriores nos ha expresado su deseo de vernos vigilantes, esperando en todo momento la venida del Señor de la salvación, para que nadie, mientras abandona y olvida con negligencia su trabajo, difiriéndole de un día para otro, cuando llegue, por la propia muerte, el juicio futuro, pierda la recompensa de su esfuerzo. Aunque la presentación general del precepto va dirigida a todos, sin embargo, el tenor de la comparación siguiente parece estar dirigida a los dispensadores, es decir, a los sacerdotes (obispos), por lo cual deben saber que, al fin de la vida, se harán acreedores de un gran castigo si, preocupados por el bienestar de este mundo, gobiernan con negligencia la casa del Señor y el pueblo a ellos encomendado.

Pero como el provecho de aquellos que son apartados del error por temor del suplicio, es mínimo, y escaso también el cúmulo de sus méritos (porque ciertamente es de mucho mayor valor la caridad y el amor), el Señor agudiza nuestro interés para merecer su gracia y nos inflama en el deseo de poseer a Dios, diciéndonos: He venido a poner fuego a la tierra, pero no un fuego que destruye los bienes, sino ese que hace germinar la buena voluntad y enriquece los vasos de oro de la casa de Dios destruyendo el heno y la paja (1 Co 3, 12ss); ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, elaborados por los placeres mundanos, los cuales deben perecer como obra de la carne; ese fuego, en fin, que era el que ardía con fuerza dentro de los huesos de los profetas, como dice ese gran santo que fue Jeremías: Lo que arde dentro de mis huesos es como un fuego abrasador (Jr 20, 9). En efecto, el fuego del que está escrito: Arderá un fuego delante de Él (Sal 96, 3) es el fuego del Señor. Y aun el propio Señor es ese fuego, como Él mismo lo dijo: Yo soy el fuego que quema y no consume (Ex 3, 22; cf. 24, 17; Dt 4, 24: Hb 12, 29); porque el fuego del Señor es una luz eterna, y con este fuego es con el que se encienden esas lámparas de las que se dijo más arriba: Estén vuestros lomos ceñidos y encendidas vuestras lámparas. Y puesto que el día de esta vida es como una noche, es necesaria una luz. También Ammaus y Cleofás fueron testigos de este fuego que el Señor les había infundido, cuando dijeron: ¿No ardían nuestros corazones, mientras en el camino nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32). Ellos aprendieron, en efecto, con claridad cuál es la acción propia de este fuego, que ilumina lo más íntimo del corazón. Por eso, quizás, el Señor vendrá al fin con la señal del fuego (cf. Is 66, 15-16), con objeto de destruir, en el momento de la resurrección, todos los vicios, llenar los deseos de cada cual con su presencia y arrojar luz sobre los méritos y sobre los misterios.

Tanta es la condescendencia del Señor, que atestigua tener en su corazón un gran deseo de infundirnos la devoción, de consumar en nosotros la perfección y de llevar a cabo, en favor nuestro, su pasión. Este Señor, que nada tenía que debiese estar sujeto al dolor, quiso angustiarse por nuestros sufrimientos, y en el momento de la muerte se dejó llevar de una tristeza, que no era causada por el miedo a su propia muerte, sino motivada por el retraso de nuestra redención; y por eso está escrito: ¡Y qué angustiado estoy hasta que se cumpla! Lo cual nos explica claramente que Él, que se angustia hasta que se cumpla lo que desea, está seguro de que se va a llevar a cabo. Pero también dijo en otro lugar: Mi alma está triste hasta la muerte (Mt 26, 38). El Señor no está triste por la muerte, sino hasta la muerte, porque lo que le angustia no es el temor a ella, sino el sentimiento de su condición corporal. Pero Él que se hizo carne, debió tomar también todo lo que era propio de la carne, como el tener hambre, sed, angustia, tristeza, aunque la divinidad no conozca alteración por estas impresiones. Al mismo tiempo nos enseñó que, en la lucha contra el dolor, la muerte corporal es una liberación del sufrimiento y no un paroxismo del dolor.

¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os digo que no traigo la paz, sino la separación, Porque en adelante listarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres. Se dividirá el padre contra el hijo y éste contra su padre, y la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra. Aunque de casi todos los pasajes evangélicos se puede extraer un sentido espiritual, sin embargo, en este actual se exige, con mayor insistencia, ablandar el sentido literal con una profundización espiritual, para que a nadie le resulte dura esta sencilla narración, sobre todo tratándose de la sacrosanta religión, que invita siempre, con exhortaciones llenas de humanidad y con el ejemplo de una piedad humilde, a todos, aun a los extraños a la fe, a que la reverencien, con el fin de lograr, por medio de una educación atrayente, la aniquilación de unos prejuicios, endurecidos por supersticiones, y obligar dulcemente a los corazones, cautivos del error, a creer con fe, con esa fe que ha logrado vencerles a base de bondad. En verdad, cuando los corazones, faltos de fortaleza, no pueden comprender las profundidades de la fe, creen que hay que adorar todas aquellas cosas que se les ha mandado hacer, y, de la misma manera que las cosas justas son un testigo de un ser justo y las santas de uno santo, así también los bienes de un ser testimonian la bondad de su autor.

Si, pues, el Señor ha unido en un mismo mandamiento la reverencia a la divinidad y la gracia de la bondad, diciendo: Amarás al Señor, tu Dios, y amarás a tu prójimo, ¿vamos a creer que ha querido dar un cambio a ese mandamiento hasta el punto de desterrar dicha relación y romper esos lazos de afecto, pensando que puede haber mandado esa división entre sus hijos queridos? Si esto es así, ¿cómo va a ser nuestra paz El, que hizo de dos pueblos uno solo? (Ef 2, 14). Y ¿cómo explicar esa afirmación suya: Mi paz os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27) si ha venido a separar a los hijos de sus padres y a éstos de sus hijos, deshaciendo así sus lazos? ¿Cómo coordinar aquel maldito quien no honra a su padre (Dt 27, 16) y esto otro de que quien abandona a su padre, practica la religión?

Pero nada más que nos damos cuenta de que la religión ocupa el primer lugar en importancia y la piedad el segundo, veremos que esta paradoja se aclara bastante; porque ciertamente es necesario posponer las cosas humanas a las divinas. Pues, si hay que dar el honor correspondiente a los padres, ¡cuánto más al Creador de los padres, a quien tú debes dar gracias por tus mismos padres! Y si ellos no le reconocen en absoluto como a su Padre, ¿cómo los puedes tú reconocer a ellos? En realidad, Él no dice que haya que renunciar a todo lo querido, sino que hay que dar a Dios el primer lugar. Y por eso lees en otro libro: El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí (Mt 10, 37). No se te prohíbe amar a tus padres, sino el anteponerlos a Dios; porque las cosas buenas de la naturaleza son dones del Señor, y nadie debe amar más el beneficio que ha recibido que a Dios, que es quien conserva el beneficio recibido de Él. Luego, aun literalmente, no carecen los inteligentes de una explicación religiosa, aunque, no obstante, creemos que hace falta investigar más para buscar un sentido más profundo, y por eso añade:

Estarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres. Y ¿quiénes son estos cinco, cuando parece que las palabras que siguen citan seis personas, es decir, el padre y el hijo, la madre y la hija, la suegra y la nuera? No hay duda que la madre y la suegra se pueden identificar, porque la que es madre de un hijo, es, al mismo tiempo, suegra de su esposa, de modo que, aun literalmente, no resulta absurdo ese cálculo del número y claramente aparece cómo la fe no está presa bajo las ataduras de la naturaleza, puesto que, aunque están obligados a los deberes de la piedad, con todo, permanecen libres por la fe.

No parece, por tanto, algo superfluo el que tratemos de dar una solución a este pasaje con una interpretación mística. La casa es una, y único también el hombre; en efecto, cada hombre es una morada de Dios o del diablo. Por eso una casa espiritual es lo mismo que un hombre espiritual, como leemos en la epístola de Pedro: Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como una casa espiritual para un sacerdocio santo (1 P 2, 5). En esta casa, pues, están divididos dos contra tres y tres contra dos. Frecuentemente leemos que el cuerpo y el alma son dos realidades; y, cuando se reúnen dos sobre la tierra (Mt 18, 19), de los dos se hacen uno (Ef 2, 14). Y en otra parte: Castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre (2 Co 9, 27), es decir, que uno es el que sirve y otro distinto aquel a quien está sujeto.

Si ya hemos reconocido a esos “dos”, tratemos ahora de conocer a los otros “tres”, a los que es fácil llegar partiendo de esos dos. En efecto, tres son las disposiciones del alma, mientras reside en el cuerpo, una racional, otra concupiscible e irascible la tercera, esto es: logisticón, episimeticón, zimicón. No se trata, pues, de una lucha de dos contra dos, sino de dos contra tres y tres contra dos. Pues el hombre, por la venida de Cristo, de irracional que era se hizo racional. Antes éramos semejantes a los animales que carecen de razón, éramos carnales, terrenos, según consta: Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3, 9). Pero vino el Hijo de Dios, envió su Espíritu a nuestros corazones (Ga 4, 6) y nos hemos convertido en hijos espirituales.

Podemos decir que en esta casa se encuentran otros cinco, a saber: el olfato, el tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que oímos o leemos, ponemos a un lado el sentido de la vista y del oído, excluyendo los placeres superfluos del cuerpo, que proceden del gusto, del tacto y del olfato, vemos que ya está la división de dos contra tres; y es que el espíritu, cuando tiene ya hábitos, no se deja dominar por el atractivo de los vicios, sino que, para acercarse a la virtud, se abstiene de las cosas agradables del placer y no consiente con nada que la pueda llevar hacia el error, antes, por el contrario, por medio de la división, logra que se distancien los deseos del corazón de los deberes de la virtud. Pero si este pasaje lo referimos a los cinco sentidos del cuerpo, entonces los vicios y pecados corporales quedan fuera de esta interpretación. Cabe también ver en esos cinco a aquellos que el rico lujurioso del Evangelio (Lc 16, 23ss) llama hermanos suyos y que, cuando se nos muestra atormentado en el infierno, ruega se les avise para que sepan despreciar las comodidades en este mundo a fin de que sus anhelos de virtud puedan encontrar el descanso después de esta vida.

Otra interpretación que alguno da consiste en considerar al cuerpo y al alma separados del gusto, tacto y olfato de la lujuria, los cuales en una misma casa están en lucha contra los vicios que les asaltan; ese cuerpo y esa alma que se someten a la Ley de Dios, apartándose de la ley del pecado. Aunque su desacuerdo haya venido a la naturaleza motivado por la prevaricación del primer hombre, de suerte que, si cada uno ama sus deseos, no pueden caminar juntos hacia la virtud, sin embargo, una vez que el Señor destierra tanto las enemistades como la ley de los mandamientos (Ef 2, 14-16) por medio de su cruz salvífica, pueden juntarse y unirse en amistad, puesto que Cristo, nuestra paz, descendiendo del cielo, hizo de los dos pueblos uno, derrumbando el muro de separación de la enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos, formulada en decretos, para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo, estableciendo la paz y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios (ibíd.). Y ¿quiénes son estas realidades sino una la parte interna y otra la externa? Una considera el vigor del alma y la otra representa la sensibilidad del cuerpo; y es cierto que ambas estarán plenamente de acuerdo en la unión de sus inseparables sentimientos, cuando la carne, sometida a la parte más noble, obedezca a los imperios salvadores de ésta; y eso no porque la carne tome la naturaleza del alma, penetrando ésta, por medio de su sutileza, en la materia, sino que es la carne, la que, renunciando a los placeres y limpia de toda mancha de pecados, comenzará a caminar por la senda de una vida celestial por medio de su amor a la obediencia, no resistiendo, como antes, a la ley del espíritu, sino más bien, al estar liberada de la ley del pecado por la misma ley del alma y por el Espíritu de la vida, para que la carne sea ya como algo espiritual, estará dispuesta a no servir ya más a los vicios para ser una imitadora o mejor alguien que persigue con ahínco la virtud.

Y el alma tampoco sucumbe ante los atractivos del cuerpo ni se deja vencer por la delectación de los placeres carnales, antes, por el contrario, con mente pura y desprendida de la servidumbre de este mundo, convierte y atrae los sentidos del cuerpo hacia sus gustos, de suerte que, con el hábito de oír y leer, se irá robusteciendo la virtud y se saciará de alimentos espirituales, con cuya virtud no existirá para ella el hambre; en efecto, la sabiduría es el alimento del alma, y es un alimento lleno de suavidad, ya que no comunica pesadez a los miembros ni se convierte en algo vergonzoso, sino en ornato de la naturaleza; entonces es precisamente cuando el alma, antes llena de todos los placeres, se transforma en templo de Dios, y lo que fue antes morada de todos los vicios comienza a ser un santuario de virtudes. Lo cual se lleva, en verdad, a cabo cuando la carne, vuelta a su realidad primera, reconoce aquello que alimenta su vitalidad y, depuesto todo juicio de soberbia, se une estrechamente al alma que la gobierna; ése era su estado cuando recibió como morada todos los lugares del paraíso, aun los más recónditos, antes de haber sentido el hambre sacrílega, envenenada por la serpiente mortífera, y de haber despreciado, por el placer de comer, el recuerdo de los preceptos divinos, recuerdo que anidaba dentro de los sentimientos del alma.

Se nos ha revelado que este pecado procede del cuerpo y del alma, siendo ambos como padres de él; en realidad, cuando la naturaleza corporal fue tentada, el alma sintió una morbosa compasión. Si ella hubiese refrenado el apetito del cuerpo, se hubiese extinguido en su misma fuente el origen del pecado, que se comunicó al alma como por un acto de virilidad del cuerpo, quedando también corrompido en ella su vigor y engendrándole, al quedar embarazada de agentes extraños. Así, el sexo más fuerte y potente resulta como dominado por el poderoso impulso de la pasión viril, mientras que el otro se aplica a guardar una actitud más suave que violenta.

Y por esta razón, los movimientos de las distintas pasiones han adquirido un mayor relieve. Pero cuando el alma vuelva a entrar en sí misma, avergonzada, en su pudor, de un parto deforme, entonces renegará de su bastardo heredero, renunciará a las pasiones y tomará horror al pecado. Y también la carne, cuando, anonadada por los duros trabajos y aburrida por lo penoso de su lamentable infortunio, se haya dolido intensamente de verse dominada por esas pasiones que eran como espinas de este mundo y que ella misma había engendrado, entonces se apresurará a desnudarse del hombre viejo para separarse de él, con el fin de no ser una madre poco previsora que traiciona a la posteridad que de ella nacerá. Igualmente, el movimiento irracional de los apetitos, atraído por el cebo de los vicios, como haciendo caso al agradable aspecto de una cierta apariencia, se les ha como unido para vivir en sociedad. Y por eso, al vicio, precisamente por haberse unido a los movimientos de los apetitos perversos, se le puede considerar como la nuera del cuerpo y del alma.

Y así, mientras permaneció en la misma casa esa unión inseparable e indivisible, estrechada por la conspiración de los vicios, no era posible división alguna. Pero, cuando Cristo trajo a la tierra el fuego que abrasaba los delitos de la carne, o la espada que es como el cuchillo, que simboliza un poder que se ejerce y “que penetra en lo más secreto del espíritu y de la médula” (Hb 4, 12), entonces la carne y el alma, renovados por el misterio de la regeneración y olvidando lo que eran, comienzan a ser lo que no eran, separándose de la compañía del antiguo vicio, antes tan querido para ellos, y rompen así todo lazo con su pródiga posteridad; y todo para que, en realidad, los padres se dividan contra los hijos, es decir, la templanza del cuerpo destierre la intemperancia, y el alma evite la unión con la culpa, no dando lugar en sí a esa realidad externa a ella, venida de fuera, que es el vicio.

Los hijos también están divididos contra los padres cuando esos vicios inveterados se rinden a la censura senil del hombre renovado, logrando que ese vicio joven, gracias a la piedad filial, sea alejado del modo de vivir de una casa seria No está, ciertamente, fuera de propósito el creer que también éstos se dividirán, con el fin de hacerse mejores que sus padres, sobre todo atendiendo a lo que dice más adelante: Si alguno viene a Mí y no aborrece a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y por eso, según la interpretación más clara, el hijo que sigue a Cristo saca ventaja a sus padres paganos; pues la religión es algo más elevado que los deberes de la piedad filial.

Existe también otro sentido más profundo; a la verdad, el pecado nace de la carne y actúa, por así decirlo, en su seno, y por eso, refiriéndose a esto, dijo el Apóstol: Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7, 20). Cuando la sangre del Señor, derramada por la redención de este mundo, abolió los vicios, logró que el hombre pasara de la desgracia a su amistad —porque abundó el pecado, para que sobreabundara la gracia (Rm 5, 20) y consiguió que la penitencia, hija del pecado, fuera capaz de empujar a ese hombre hacia el cambio de vida y a que desease la gracia del espíritu. Y así aquello mismo que me era mortal me valdrá para la salvación (cf. Rm 7, 10). Y por eso el pecado, cuando ha sido lavado por las aguas de la fuente, se divorcia de la carne que le había engendrado, y, en fin, este proceso del paso de la culpa a un deseo sincero de penitencia, le es necesario a todo aquel que desee redimirse del pecado.

También es un hecho que la palabra de Dios cambia la concupiscencia de las cosas malas, y aun ese apetito más fuerte de deseo pasional, en un anhelo vehemente de caridad y amor divinos, y en la misma naturaleza se lleva a cabo una transformación, logrando que, al ser despreciado el apetito del cuerpo y del alma, el placer de los misterios celestiales sea mucho más deseable que aquél. Pues el espíritu se alimenta del conocimiento de las cosas, y, una vez cautivado por las promesas de los bienes futuros, puesto que está en un estado más elevado, va cogiendo asco a las antiguas obras del alma, pues el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura; mientras que el hombre espiritual juzga de todo, pero a él nadie le puede juzgar (1 Co 2, 14ss).

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 131-148, BAC Madrid 1966, pág. 411-22

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FRANCISCO – Ángelus 2013, 2016 y 2019

2013

La verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la Liturgia de hoy escuchamos estas palabras de la Carta a los Hebreos: “Corramos, con constancia, en la carrera que nos toca... fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Hb 12, 1-2). Se trata de una expresión que debemos subrayar de modo particular en este Año de la fe. También nosotros, durante todo este año, mantenemos la mirada fija en Jesús, porque la fe, que es nuestro “sí” a la relación filial con Dios, viene de Él, viene de Jesús. Es Él el único mediador de esta relación entre nosotros y nuestro Padre que está en el cielo. Jesús es el Hijo, y nosotros somos hijos en Él.

Pero la Palabra de Dios de este domingo contiene también una palabra de Jesús que nos pone en crisis, y que se ha de explicar, porque de otro modo puede generar malentendidos. Jesús dice a los discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división” (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo, Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es “signo de contradicción” (Lc 2, 34).

Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.

Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús hubo algunos que a un cierto punto no compartieron su modo de vivir y de predicar, nos lo dice el Evangelio (cf. Mc 3, 20-21). Pero su Madre lo siguió siempre fielmente, manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 1, 14). Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cuesta.

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2016

Fuego divino que enciende corazones

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.

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2019

Coherencia con el Evangelio

Queridos hermanos y hermanas, buenos días

En la página evangélica de hoy (cf. Lucas 12, 49-53) Jesús advierte a sus discípulos que ha llegado el momento de la decisión. Su venida al mundo, en efecto, coincide con el tiempo de las decisiones decisivas: no se puede posponer la opción por el Evangelio. Y para hacer comprender mejor este su llamado, se sirve de la imagen del fuego que Él mismo vino a traer a la tierra. Dice así: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). Estas palabras tienen el objetivo de ayudar a los discípulos a abandonar toda actitud de pereza, de apatía, de indiferencia y de cerrazón para acoger el fuego de Dios; ese amor que, como recuerda san Pablo, «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Romanos 5,5). Porque es el Espíritu Santo quien nos hace amar a Dios y nos hace amar al prójimo; es el Espíritu Santo el que todos tenemos dentro.

Jesús revela a sus amigos, y también a nosotros, su más ardiente deseo: traer a la tierra el fuego del amor del Padre, que enciende la vida y mediante el cual el hombre es salvado. Jesús nos llama a difundir en el mundo este fuego, gracias al cual seremos reconocidos como sus verdaderos discípulos. El fuego del amor, encendido por Cristo en el mundo por medio del Espíritu Santo, es un fuego sin límites, es un fuego universal. Esto se vio desde los primeros tiempos del Cristianismo: el testimonio del Evangelio se propagó como un incendio benéfico superando toda división entre individuos, categorías sociales, pueblos y naciones. El testimonio del Evangelio quema, quema toda forma de particularismo y mantiene la caridad abierta a todos, con la preferencia hacia los más pobres y los excluidos.

La adhesión al fuego del amor que Jesús trajo sobre la tierra envuelve nuestra entera existencia y pide la adoración a Dios y también una disponibilidad para servir al prójimo. Adoración a Dios y disponibilidad para servir al prójimo. La primera, adorar a Dios, quiere decir también aprender la oración de la adoración, que generalmente olvidamos. Es por ello que invito a todos a descubrir la belleza de la oración de la adoración y de ejercitarla a menudo. Y después la segunda, la disponibilidad para servir al prójimo: pienso con admiración en tantas comunidades y grupos de jóvenes que, también durante el verano, se dedican a este servicio en favor de los enfermos, pobres, personas con discapacidad. Para vivir según el espíritu del Evangelio es necesario que, ante las siempre nuevas necesidades que se perfilan en el mundo, existan discípulos de Cristo que sepan responder con nuevas iniciativas de caridad. Y así, con la adoración a Dios y el servicio al prójimo —ambas juntas, adorar a Dios y servir al prójimo— es como se manifiesta realmente el Evangelio como el fuego que salva, que cambia el mundo a partir del cambio del corazón de cada uno.

En esta perspectiva, se entiende también la otra afirmación de Jesús que nos lleva al pasaje de hoy, que a primera vista puede desconcertar: «¿Pensáis que he venido para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división» (Lucas 12,51). Él vino para “separar con el fuego”. ¿Separar qué? El bien del mal, lo justo de lo injusto. En este sentido vino a “dividir”, a poner en “crisis” —pero de modo saludable— la vida de sus discípulos, destruyendo las fáciles ilusiones de cuantos creen poder conjugar la vida cristiana y la mundanidad, la vida cristiana y las componendas de todo tipo, las prácticas religiosas y las actitudes contra el prójimo. Conjugar, algunos piensan, la verdadera religiosidad con las prácticas supersticiosas: cuántos así llamados cristianos van con el adivino o la adivina para hacerse leer la mano. Y esta es superstición, no es de Dios. Se trata de no vivir de manera hipócrita, sino de estar dispuestos a pagar el precio de las decisiones coherentes —esta es la actitud que cada uno de nosotros debería buscar en la vida: coherencia— pagar el precio de ser coherentes con el Evangelio. Coherencia con el Evangelio. Porque es bueno decirse cristianos, pero es necesario sobre todo ser cristianos en las situaciones concretas, testimoniando el Evangelio que es esencialmente amor a Dios y a los hermanos.

María Santísima nos ayude a dejarnos purificar el corazón con el fuego traído por Jesús, para propagarlo con nuestra vida, mediante elecciones decididas y valientes.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007

La paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de este domingo hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Y añade: “En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12, 51-53). Quien conozca, aunque sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, “es nuestra paz” (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice —según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la “división”, o —según la redacción de san Mateo— la “espada”? (Mt 10, 34).

Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.

Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en “instrumentos de su paz”, según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.

La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, un “signo de contradicción”

575. Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un “signo de contradicción” (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquellas a las que el Evangelio de S. Juan denomina con frecuencia “los Judíos” (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc 7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34).

576. A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:

– Contra el sometimiento a la Ley en la integridad de sus preceptos escritos, y, para los fariseos, su interpretación por la tradición oral.

– Contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada.

– Contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.

El discípulo debe dar testimonio de la fe con autenticidad y valentía

1816. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Por todo aquél que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32-33).

Dar testimonio de la Verdad

2471. Ante Pilato, Cristo proclama que había “venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1,8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de S. Pablo ante sus jueces. Debe guardar una “conciencia limpia ante Dios y ante los hombres” (Hch 24,16).

2472. El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia los impulsa a actuar como testigos del evangelio y de las obligaciones que de ello se derivan. Este testimonio es trasmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad (cf Mt 18,16):

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación (AG 11).

2473. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4,1).

2474. Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron al final para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre:

No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta las extremidades de la tierra. Es a él a quien busco, a quien murió por nosotros. A él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca... (S. Ignacio de Antioquía, Rom. 6,1-2).

Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires...Has cumplido tu promesa, Dios de la fidelidad y de la verdad. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por él, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén. (S. Policarpo, mart. 14,2-3).

Nuestra comunión con los santos

946. Después de haber confesado “la Santa Iglesia católica”, el Símbolo de los Apóstoles añade “la comunión de los santos”. Este artículo es, en cierto modo, una explicitación del anterior: “¿Qué es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” (Nicetas, symb. 10). La comunión de los santos es precisamente la Iglesia.

947. “Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros ... Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza ... Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás, symb.10). “Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común” (Catech. R. 1, 10, 24).

948. La expresión “comunión de los santos” tiene entonces dos significados estrechamente relacionados: “comunión en las cosas santas [‘sancta’]” y “comunión entre las personas santas [‘sancti’]”.

“Sancta sanctis” [lo que es santo para los que son santos] es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos Dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles [“sancti”] se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo [“sancta”] para crecer en la comunión con el Espíritu Santo [“Koinônia”] y comunicarla al mundo.

I. LA COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES

949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):

La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).

951. La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).

952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).

953. La comunión de la caridad: En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.

II. LA COMUNION ENTRE LA IGLESIA DEL CIELO Y LA DE LA TIERRA

954. Los tres estados de la Iglesia. “Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando `claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es’” (LG 49):

Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (LG 49).

955. “La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (LG 49).

956. La intercesión de los santos. “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad...no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra... Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (LG 49):

No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).

Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

957. La comunión con los santos. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (LG 50):

Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios: en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también nosotros, ser sus compañeros y sus condiscípulos (San Policarpo, mart. 17).

1370. A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

MAESTROS Y LUGARES DE ORACION

Una pléyade de testigos

2683. Los testigos que nos han precedido en el Reino (cf Hb 12, 1), especialmente los que la Iglesia reconoce como “santos”, participan en la tradición viva de la oración, por el modelo de su vida, por la transmisión de sus escritos y por su oración actual. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cf Mt 25, 21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.

2684. En la comunión de los santos, se han desarrollado diversas espiritualidades a lo largo de la historia de la Iglesia. El carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres, por ejemplo, el “espíritu” de Elías a Eliseo (cf 2 R 2, 9) y a Juan Bautista (cf Lc 1, 17), ha podido transmitirse para que unos discípulos tengan parte en ese espíritu (cf PC 2). En la confluencia de corrientes litúrgicas y teológicas se encuentra también una espiritualidad que muestra cómo el espíritu de oración incultura la fe en un ámbito humano y en su historia. Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo.

    “El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo” (San Basilio, Spir. 26, 62).

Las imágenes sagradas manifiestan “el gran número de los testigos”

1161. Todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos. Significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos. Manifiestan “la nube de testigos” (Hb 12,1) que continúan participando en la salvación del mundo y a los que estamos unidos, sobre todo en la celebración sacramental. A través de sus iconos, es el hombre “a imagen de Dios”, finalmente transfigurado “a su semejanza” (cf Rm 8,29; 1 Jn 3,2), quien se revela a nuestra fe, e incluso los ángeles, recapitulados también en Cristo:

    Siguiendo la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la tradición de la Iglesia católica (pues reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella), definimos con toda exactitud y cuidado que las venerables y santas imágenes, como también la imagen de la preciosa y vivificante cruz, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos (Cc. de Nicea II: DS 600).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Los signos de los tiempos

El fragmento evangélico de este Domingo contiene algunas de las palabras más provocadoras jamás pronunciadas nunca por Jesús:

«¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra)).

Y pensar que el que pronuncia estas palabras es la misma persona cuyo nacimiento fue saludado con las palabras: «paz en la tierra a los hombres» (cfr. Lucas 2, 14) Y que durante su vida había proclamado: «Dichosos los que trabajan por la paz» (Mateo 5, 9) ¿Cómo se explica esta contradicción? Es muy sencillo.

Se trata de ver cuál es la paz y la unidad, que Jesús ha venido a traer, y cuál es la paz y la unidad, que ha venido a quitar. Él ha venido a traer la paz y la unidad en el bien, la que conduce a la vida eterna, y ha venido a quitar la falsa paz y la unidad, que sólo sirve para adormecer las conciencias y llevarlas a la ruina.

No es que Jesús haya venido expresamente para traer la división y la guerra, sino que inevitablemente de su venida resultará división y discrepancia, porque él pone a las personas ante la decisión a tomar.

El viejo Simeón ya lo había predicho tomando en brazos al niño Jesús:

«Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2, 34-35).

Jesús dice que esta división puede ocurrir también dentro de la familia: entre padre e hijo, madre e hija, hermano y hermana, nuera y suegra. Y desgraciadamente sabemos que a veces esto es verdadero y doloroso (¡incluso si no se puede hacer recaer sobre Jesús la responsabilidad de la proverbial dificultad del desacuerdo entre suegra y nuera!). Pero, si es verdad que la fe en Cristo divide a veces a marido y mujer, y padres e hijos, es verdad también que muy frecuentemente les aglutina pronto en una unidad y concordia infinitamente más admirable y profunda. ¡Cuántas veces, al comienzo, es la mujer creyente la que debe suplicarle al marido permiso para una breve «salida» a la Iglesia; pero, después, es también él quien le da las gracias para toda la vida, ¡cuando ha descubierto finalmente también él al Señor!

Pero, yo quisiera detenerme esta vez sobre lo que dice Cristo en la conclusión del fragmento evangélico:

«Cuando veis que una nube se levanta por occidente, al momento decís: “Va a llover” , y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: “Viene bochorno”, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? “¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?”» (Lucas 12, 54-57).

En el Evangelio de Mateo, Jesús añade: «Al atardecer decís: “Va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un rojo de fuego”, y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío”. ¡Conque sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir los signos de los tiempos!» (Mateo 16,2-3). Como se ve, lo de la previsión del tiempo no es una invención moderna; existía ya en tiempo de Jesús. Sólo que usaban medios distintos, que todavía hoy sigue el pueblo: «rojo por la tarde, buen tiempo se espera», «nubes como ovejitas, agua a cántaros»... ¡Cuántas veces estos métodos tradicionales se revelan más exactos que los muy sofisticados modernos!

Naturalmente no es por esto por lo que nos interesa este fragmento. Es que Jesús hace de esta costumbre humana de mirar el cielo una parábola, saca una enseñanza profunda. Nos dice: os preocupáis tanto de saber qué tiempo hará mañana, si habrá lluvia o buen tiempo... ¿por qué no hacer otro tanto en el plano espiritual y no buscar llegar a entender lo que nos está viniendo al encuentro? ¿Por qué preocuparnos del futuro y abandonar el presente?

La expresión «signo de los tiempos» ha sido tomada por el Concilio Vaticano II y de la que ha hecho una especie de clave de lectura de la historia y de criterio-guía para la pastoral de la Iglesia. En la constitución Gaudium et spes leemos:

«Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogante s de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza» (n. 4).

Entre los signos de los tiempos, el concilio designa en concreto «el creciente e inevitable sentimiento de solidaridad de todos los pueblos» (decreto sobre el Apostolado de los laicos, 14), la promoción del laicado, uno de cuyos deberes es precisamente el de ayudar a la jerarquía a «reconocer los signos de los tiempos» (decreto sobre el Ministerio y la vida de los presbíteros, 9) y, en fin, el ecumenismo (decreto sobre el Ecumenismo,4).

En esta acepción, la expresión «signo de los tiempos» viene a indicar las tendencias, novedades sociales y costumbres que caracterizan a una cierta época y cultura. «Discernir los signos de los tiempos» significa descubrir lo que a través de ellos «dice el Espíritu a la Iglesia», desde el momento en que, como decía san Gregario Magno, «el Señor a veces nos amonesta con palabras, a veces con hechos». No se trata de acoger no críticamente todo lo que el mundo y la cultura proponen, sino «examinarlo todo y retener lo que es bueno» rechazando por el contrario lo que es malo.

A distancia de casi cuarenta años el programa del concilio permanece todavía válido, aunque los signos de los tiempos no son los mismos de entonces. Un nuevo signo, que hoy interpela a la Iglesia, es, por ejemplo, la globalización con todas las ambigüedades que acompaña este proceso.

Debemos, sin embargo, añadir una cosa. Cuando Jesús hablaba de los signos de los tiempos no pensaba, obviamente, en nuestros modernos signos de los tiempos ni mucho menos en la globalización. Pensaba en el gran signo del tiempo que era él mismo. Todos los patriarcas y profetas habían hecho «previsiones» sobre los tiempos del Mesías y ahora que han llegado no vienen reconocidos. Como se dice en las palabras de Isaías: «He aquí que yo lo renuevo todo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?» (lsaías 43, 19). Los signos de los tiempos mesiánicos («Los ciegos ven, los cojos andan...»: cfr. Mateo 11,5; 15,31; Marcos 7,37; etc.) están ante los ojos de todos; pero, no vienen entendidos. «¿Cómo es que no sabéis juzgar este tiempo?» (cfr. 1 Corintios 6, 2ss.).

Esto nos afecta a todos. El tiempo de Jesús no ha pasado, él ha resucitado y está vivo: vivimos en la plenitud de los tiempos inaugurada por él. Por ello, el riesgo es igualmente el nuestro: no reconocer el sentido del tiempo que nos ha sido dado; no reconocer en su Iglesia a Jesús presente en el mundo con su reino.

A veces Dios permite que algo eche al aire nuestros planes humanos, se nos atraviese en el camino para obligarnos a abrir los ojos y darnos cuenta que estamos caminando en dirección equivocada. Mientras pintaba al fresco la catedral de san Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento tomó tanto entusiasmo por su obra que, retrocediendo para veda mejor, no se daba cuenta que estaba a punto de precipitarse desde el andamiaje en el vacío. Un ayudante, que estaba presente, vio con horror el peligro; entendió que un grito de atención habría servido sólo para acelerar el desastre; y, sin pensárselo dos veces, mojó un pincel en un color y lo lanzó sobre la mitad de la pintura al fresco. El maestro, horrorizado, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida; pero, él estaba a salvo. Así hace Dios a veces con nosotros: desbarata nuestros proyectos y nuestra tranquilidad para salvarnos del abismo que no vemos. Cuando lo entendió aquel pintor, más que reprochar a su ayudante, ciertamente le dio las gracias.

Una lectura actualizada de las palabras de Cristo sobre las previsiones del tiempo podría ser la siguiente: ¿por qué estáis tan atentos a prever qué tiempo hará mañana o pasado mañana y no os preocupáis de las cosas que pueden decidir vuestra suerte para siempre?, ¿por qué tanta importancia en vuestros periódicos y telenoticias sobre cómo estará el tiempo (al norte, al centro, al sur, en las islas) el próximo fin de semana, y no proporcionaras algún pensamiento para rellenar vuestro tiempo, bueno o malo que sea, con obras de bien?, ¿por qué hacer siempre y sólo previsiones sobre el tiempo y nunca sobre la eternidad?

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Heridos con la espada de dos filos

“La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron”. Es decir, no hay paz sin justicia. Pero la paz se establece a través de la justicia, por la misericordia.

Jesús ha venido a traer fuego sobre la tierra para encender los corazones en la llama de su amor, a través de la gracia derramada del Espíritu Santo sobre toda la humanidad, pero que solo la reciben los hombres de buena voluntad que abren su corazón de par en par.

Jesús nos ama. Está presente verdaderamente en la Eucaristía, y viene a nosotros, entra en cada uno de nosotros, Él en nosotros y nosotros en Él.

Pero algunos no creen en Él, no lo quieren recibir, le cierran las puertas de su corazón, desvían la mirada de su alma, lo sacan de su vida, porque Él no ha venido a traer la paz, sino la guerra.

Él no ha venido a reconciliar a justos con pecadores, sino que ha venido a convertir en justos a los pecadores.

Ha venido a herirlos con la espada de dos filos, para que mueran a sí mismos y se reconcilien con Él.

No tengas miedo, Cristo está contigo todos los días de tu vida. Él te envía a derribar gigantes con la espada de la verdad, pero va por delante de ti.

Sé tú un instrumento dócil, leal y fiel, para que Él haga sus obras, a través de ti.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Fidelidad al Evangelio

El Evangelio no es, desde luego, una en teoría correcta acerca del comportamiento humano, entre tantas otras, aceptables también, que son seguidas y propagadas con más o menos éxito. A esta conclusión se llega tras la consideración pausada de las palabras de Nuestro Señor que nos ofrece para hoy la Liturgia de la Iglesia. No se detiene Jesucristo, en el breve comentario que meditamos hoy, en concretarnos modos particulares de conducta o actitudes humanas que estarían o no de acuerdo con el querer divino para los hombres. Lo hace en muchas otras ocasiones, descendiendo a detalles bien concretos de lo que está bien y está mal en la conducta del hombre. Con las palabras que nos ha transmitido san Lucas y hoy recordamos, quiere el Señor que entendamos que su doctrina no es sólo de cierta importancia para la vida del mundo. Quiere que seamos muy conscientes de que su enseñanza es decisiva para los hombres. Lo que Jesucristo vino a anunciar tiene una importancia absoluta para la humanidad y reclama de los hombres –de muchos que no se esmeran por vivir según los criterios evangélicos– un cambio radical de planteamientos. Exige para muchos una transformación como la que opera el fuego cuando actúa: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que ya arda? Porque, una vez escuchado el Evangelio, nada puede continuar igual.

El cambio, en efecto, debe ser muy considerable. La persona que decide poner a Jesucristo en el centro de su vida, porque reconoce que hasta entonces estuvo viviendo para sí y no para Dios y descubre a la vez lo que eso supone, sufre una cierta conmoción interior, que notan asimismo los que le conocen. Es una saludable pero real conmoción que inunda de paz, seguridad y optimismo, aunque también conlleve una clara y decidida exigencia. Es, por una parte, afirmación inconmovible a Dios que garantiza el sentido del propio vivir; y, por otra, negación totalmente necesaria del yo, que se percibe como una tarea cotidiana y para siempre. La perspectiva, pues, de la propia existencia cambia por completo. Porque cuando se asume seriamente el Evangelio, en cierto sentido, cada uno deja de ser el protagonista de su vida. Mis intereses, entonces, ya no son los míos, sino los intereses de Dios –su honra, su gloria, su alabanza– y los intereses de los demás, de quienes me siento responsable.

La urgencia de nuestros intereses es relativa, dependiendo del parecer de cada uno. Pero cuando es el mismo Dios el origen de un interés no podemos, no debemos, los hombres considerar el asunto relativamente urgente. La expresión de Jesús resulta gráfica y aleccionadora: Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! Por eso es natural que nos saque Cristo de un cierto desengaño en el que, de modo inconsciente, podríamos vivir: pensar que la vida cristiana es –sí– muy interesante, admirable incluso, y útil además para la solución de los problemas del mundo..., pero no tan urgente e imprescindible como para que, sin tiempo que perder –¡ya!–, nos pongamos a ello de modo inmediato. Porque posiblemente nos consideramos cristianos pero todavía nos tomamos el cristianismo con excesiva “tranquilidad”, tanto contemplando nuestra vida personal, como al fijarnos en nuestro ambiente y en otros ambientes más alejados: no sentimos esas ansias del Señor.

De sobra sabemos que no es corriente vivir de fe en algunos ambientes. A diario comprobamos que una conducta coherente con la enseñanza de Jesucristo contrastaría de modo claro, hasta brusco, con modos y hábitos establecidos. Las palabras finales de Nuestro Señor que hoy consideramos parece que tienen hoy más actualidad que nunca. ¿Nos asusta esa división profetizaba por Jesucristo? Estar dispuesto a chocar con las pautas de conducta más al uso, puede presentarse como otra dificultad más, añadida a la de cambiar para conducirnos según los imperativos de Cristo.

El apostolado, ese animar a otros a servir a Dios, haciéndoles descubrir el atractivo del Evangelio, acaba siendo no pocas veces origen de conflictos. El apóstol suele ser acusado de querer sacar a la gente de su ambiente, cuando en realidad intenta más bien llevar el ambiente de Dios al mundo: a todos los lugares y a todas las situaciones de los hombres. Cada uno de nosotros debemos aspirar a devolver al mundo en que nos movemos esa idea original de persona, que Cristo vino a reconstruir, pues se había perdido como consecuencia del pecado. Lamentablemente, en ese empeño por vivir y porque se viva el Evangelio, nos encontraremos con frecuencia la oposición de nuestros iguales, aunque sean también bastantes los que desean recuperar su dignidad de hijos de Dios. Siempre ha sucedido así, como vaticinaba el Señor: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre... La escalofriante actualidad de estas palabras no debe sino confirmarnos en nuestros deseos de fidelidad a Jesucristo, que con tiempo ha prevenido a todos sus fieles, para que no nos extrañemos sí parecen imponerse modos de vida que no pueden perdurar no siendo suyos.

Nuestra Madre del Cielo acompaña cada día a sus hijos, y nos hace ver la importancia de seguir sin desaliento a Jesús, aunque alguna vez pensemos que pocos nos comprenden.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Una renovación en el espíritu

El Evangelio que acabamos de leer está recorrido por una gran tensión de sentimiento; casi todas las frases tienen puntos de exclamación o puntos de interrogación. Debemos prestar atención también a estas cosas, no por curiosidad literaria, sino para aprender a conocer cada vez mejor el carácter y la humanidad de nuestro Salvador. Hay momentos en los Evangelios, en los cuales parece que Jesús no logra contener la inmensa realidad divina que lleva dentro de sí, pero, por otra parte, no puede ni siquiera puede expresarla abiertamente porque no lo comprenderían y dirían más bien –como dijeron de hecho una vez–: Es un exaltado (Mc. 3,21). De modo que él prorrumpe en exclamaciones y suspiros que, escuchados nuevamente hoy, con los hechos cumplidos, por quien tiene fe, producen una profunda impresión por la fuerza misteriosa que se desprende de ellos. Tal es también la exclamación con la que se abre el Evangelio de hoy: Yo he venido a traer fuego sobre la tierra; ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!

¿Qué son este fuego y este bautismo? Tal vez sea presuntuoso querer dar un sentido preciso y unívoco a frases como éstas que expresan un estado de ánimo más que pensamientos precisos. Intentemos por lo menos acercarnos a la verdad, descubriendo cuál es ese momento fatídico en que Jesús sitúa el cumplimiento de su deseo.

Una primera respuesta, bastante segura, es: ¡la pasión! Esto es tanto más claro cuanto que tiene que ver con la imagen del bautismo; de hecho, más de una vez, Jesús habla de su pasión y muerte como de un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré? (Me. 10,38). “Bautismo”, porque en la Cruz se sumergió “hasta la garganta” en el agua de la tribulación (cf. Sal. 69, aplicado a la pasión de Jesús en el Nuevo Testamento mismo); “bautismo” porque de la Cruz surgiría un lavado de purificación de todos los pecados. Pero también la palabra sobre el fuego puede referirse a ese momento, sobre todo si se piensa en la otra palabra de Jesús: Y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn. 12,32). El fuego, en este caso, sería el amor de Dios por el hombre que se revela en la Cruz, la perturbadora revelación del amor de Dios por los pecadores, la Cruz como la nueva zarza ardiente.

Entonces, un primer momento que Jesús tiene in mente es su pasión y resurrección. Pero no puede ser que las dos imágenes —el fuego y el bautismo— sean usadas también para indicar Pentecostés: Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego, decía Juan Bautista de Jesús (Lc. 3,16). El mismo evangelista, en los Hechos, presenta Pentecostés como el primer bautismo solemne de toda la Iglesia, un bautismo no de agua, sino, justamente, de fuego (cf. Hech. 2,3).

Con su exclamación, Jesús, expresa, entonces, el ansia de que se cumpla lo que el Padre preparó; él piensa en Pentecostés, pero piensa en él a través de la Pascua; su mirada abarca las dos cosas juntas, porque están juntas, son inseparables; cuántas veces Jesús dice que debe irse y ser apartado del mundo, para que el Paráclito pueda venir sobre sus discípulos; el Espíritu surgido de la glorificación de Jesús, o sea de su pasión y muerte (cf. Jn. 7,39; 16,7).

Con Pentecostés se cumplió, entonces, ese deseo que hacía arder a Jesús durante la vida. ¿Y ahora? ¿Acaso Jesús ya no tiene ningún deseo respecto de nosotros? ¡No realmente! Ese deseo sigue durando y es más intenso que nunca, porque ese fuego no se encendió una vez para siempre, sino que espera encenderse nuevamente cada vez. No hay nada automático en las relaciones entre Dios y el hombre, nada fijado de una vez para siempre; está de por medio la libertad del hombre que no es fiel como la de Dios. No sólo la Iglesia la que espera “un nuevo Pentecostés”; ¡lo espera también Jesús! (La Iglesia espera recibirlo, Jesús darlo).

¿Qué queremos decir cuando decimos que ese fuego debe encenderse “cada vez”? Queremos decir que debe encenderse en la vida de cada creyente; ya fue encendido en nuestro Bautismo, porque éste se identifica con el Espíritu santo que nos fue entregado en esa ocasión y con las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad que nos fueron infundidas en germen. Pero todos saben que un fuego puede apagarse o, al menos, puede recubrirse de una capa de cenizas y entonces es como si no existiera. Esta es la situación precisa en la que el fuego del Espíritu y el amor de Dios se halla en muchos cristianos: sepultado, por ende, ineficaz, invisible, no alimenta ningún testimonio, no ilumina ninguna vida, no produce ninguna alegría. A los ojos del espíritu se ofrece el mismo espectáculo que contempló un día el profeta Ezequiel: Y me puso en el valle, que estaba lleno de huesos... y estaban resecos (Ez. 37,1-2).

El camino de salida de este terrible estado es uno solo y nos lo indica el apóstol San Pablo: renuévense en lo más íntimo de su espíritu... y revístanse del hombre nuevo (cf. Ef. 4,23); Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará (Ef. 5,14). Dos imágenes —renovarse, despertarse— y ambas quieren expresar una decisión, un acontecimiento, una entrega. Un creyente se da cuenta un buen día, con desagrado, de que su vida cristiana no es como debería ser; está desprovista de todo poder y alegría, es insípida y “estéril”; tiene muchas ganas de cambiar, de pasar como a través de un nuevo bautismo de fuego, siente el deseo de vivir realmente la “vida nueva” recibida como don en el Bautismo.

Todo esto sucedió y sucede continuamente en la Iglesia: son lo que llamamos las verdaderas conversiones. Pero hay épocas en las que el Señor parece no contentarse con pequeños fuegos que se encienden aquí y allí en la Iglesia, con el peligro de consumirse en poco tiempo y apagarse, sino que quiere que toda la Iglesia se encienda, se renueve; no le basta que haya, aquí y allá en la llanura, huesos que revivan; quiere que todo el pueblo vuelva a ponerse de pie y sea como “un ejército grande, inmenso”; por eso, envía a sus profetas a gritar: Profetiza sobre estos huesos, diciéndoles: Huesos secos, escuchen la palabra del Señor. Así habla el Señor a estos huesos: Yo voy a hacer que un espíritu penetre en ustedes, y vivirán... Ven espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que revivan (Ez. 37,4-10).

Muchos signos indican que la nuestra es una de esas épocas; no es sorprendente: ha sido así después de cada gran concilio ecuménico. El primer paso para participar en esta renovación es justamente la capacidad de leer los signos de los tiempos de los que se habla en la segunda parte del Evangelio de hoy: Cuando ven que una nube se levanta en occidente... También para nosotros es importantísimo “discernir este tiempo”, o sea nuestro tiempo. Muchos signos indican que se está produciendo en la Iglesia un movimiento coral, profundo, de renovación en el Espíritu. Un primer signo, negativo, es el descontento o la desilusión que va abriéndose paso, especialmente entre los jóvenes, respecto de otros proyectos de renovación de la sociedad que sin embargo no son “en el Espíritu”, proyectos que fascinaron las mentes durante cierto tiempo. Otro signo, positivo, es el nacimiento, dentro de la Iglesia, y en comunión con la jerarquía, de experiencias y movimientos espirituales que no se contentan más con los contornos sino que van directamente al centro del problema: ¿cómo tener hoy una experiencia viva de Jesús, a través de su palabra, su Espíritu, los carismas, la comunión fraterna? Son despertares que dan lugar a un modo nuevo de estar juntos de los creyentes parecido al de los primeros cristianos y que tiende a concretarse en modelos nuevos y más auténticos de comunidades. Los cristianos redescubren su “vocación universal a la santidad” y, en lugar de asustarse por la palabra “santidad”, quedan fascinados con ella, sienten que está hecha para ellos y ellos a su vez para ella.

Para la Iglesia, estos que mencionamos no son solamente “signos de los tiempos”; son, sobre todo signos (y semillas) de esperanza. A medida que van transcurriendo los años del post-Concilio y que se concretan sus principales reformas, va aflorando una inspiración nueva que se vuelve cada vez más nítida: La reforma de la teología y las estructuras de la Iglesia por sí sola no basta; es sólo la premisa y la preparación; la renovación más profunda y qué más falta hace, no es la de las estructuras, sino la de la vida; lo que debe renovarse y volver a encenderse es la “vivencia” cristiana. Todo seguirá sin cumplirse, hasta que no se llegue a ése que es el fin último de todas las reformas de la Iglesia. Acaso también por eso sentimos tan cerca de nuestra situación actual las palabras proféticas del Antiguo Testamento que hablan de “un corazón nuevo” y de “un espíritu nuevo” (cf. Ez. 11.17-21; Jer. 24,4-7). Fueron pronunciadas en una situación no muy diferente de la nuestra: estaba en marcha, o se preveía, una reconstrucción después de los años de exilio; muchos pensaban que se agotaría en la reconstrucción del templo, del culto, el sacerdocio, el restablecimiento de la ley; los profetas, sin embargo, salieron a proclamar que a Dios le agradaba otra reconstrucción, mucho más interior y espiritual, que debía desembocar en una renovación de la alianza: Ellos serán mi Pueblo y yo seré su Dios (Jer. 24,7). Tal vez nos encontremos hoy frente a la misma elección, en la cual se encontró, en aquel momento, el pueblo de Israel: o nos contentamos con renovar el marco externo de la religión, o apuntamos a una verdadera renovación de la vida y la comunidad cristiana.

Y ya que hablamos de “elección”, no podemos pasar por alto lo que dice Jesús al respecto en la segunda parte del Evangelio de hoy, después de haber hablado de su fuego y su bautismo: ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. Estas palabras nos recuerdan que así como hubo división en torno de Jesús cuando estaba con vida, del mismo modo habrá división cada vez que él “vuelva a la vida”, o sea, cada vez que su palabra es proclamada nuevamente “en Espíritu y potencia”. La razón es que frente a él no podemos permanecer neutrales, ni servir a dos patrones; hay que elegir: el que es “de la verdad” escucha su voz (cf. Jn. 18.37; el que no lo es, no escucha su voz, quizás aduciendo que no es “su” voz, o, sea como fuere, no es la voz de Dios. Pero no debemos sorprendernos; esta es una división “buena”; ¡es la división que hace la unidad! Porque la unidad de la Iglesia está dada, sí, a cierto nivel, por la participación en los mismos signos (communio sacramentorum), pero, a otro nivel más profundo, está constituida por aquellos que adhieren a Cristo al punto de formar con él “un solo espíritu” (communio sanctorum). Estos últimos son los que aceptan pasar a través de una conversión nueva y que eligen a Jesús por encima de todo.

No queremos terminar sin volver a pensar en aquel suspiro del corazón de Jesús que recibimos al comienzo: ¡Cómo desearía que ese fuego que vine a traer a la tierra ardiera! Ese suspiro está en acto todavía para cada uno de nosotros y para nuestra comunidad. Cómo no ponernos rápidamente a orar: Señor Jesús, enciende en mí ese fuego, renuévame profundamente; quiero tener una experiencia nueva de tu amor y de tu poder; yo también estoy entre los “fatigados y cansados”; yo también soy de los “huesos resecos”, pero sé que si te dejo, tú puedes realmente restablecerme y hacerme revivir. Significará para mí una vida nueva y para ti un discípulo nuevo.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Catequesis de Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo (Audiencia general, 6-IX-1989):

– El fuego como manifestación de la acción de Dios

“En la tradición judía el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir, guiar y salvar a su pueblo.

Así encuentra su realización el anuncio mesiánico de Juan en el Jordán: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11; cfr Lc 3,16). Aquí encuentra también su realización el simbolismo bíblico, con el que Dios mismo se manifestó como la columna de fuego que guiaba a su pueblo a través del desierto (cfr Ex 13,21-22), como palabra de fuego por la que la montaña (del Sinaí) ardía en llamas hasta el mismo cielo (Det 4,11), como luz en el fuego (Is 10,17), como fuego de ardiente gloria en el amor de Israel (cfr Det 4,24). Encuentra realización lo que Cristo mismo prometió cuando dijo que había venido a encender fuego sobre la tierra (cfr Lc 12,49), mientras que el Apocalipsis dirá de Él que sus ojos son como llamas de fuego (Ap 1,14). Se explica así que el Espíritu Santo sea enviado en el fuego (cfr Hch 2,3). Todo esto sucede en el misterio pascual, cuando Cristo en el sacrificio de la cruz recibe el bautismo con el que Él mismo debía ser bautizado (cfr Mc 10,38) y en el misterio de Pentecostés, cuando Cristo resucitado y glorificado comunica su Espíritu a los Apóstoles y a la Iglesia.

Por el bautismo de fuego recibido en su sacrificio, según San Pablo, Cristo en su resurrección se convierte, como “último Adán”, en espíritu que da vida (1 Cor 15,45). Por esto, Cristo resucitado anuncia a los Apóstoles: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1,5). Por obra del último Adán, Cristo, será dado a los Apóstoles y a la Iglesia “el Espíritu que da vida” (Jn 6,63).

Las lenguas de fuego que acompañan al acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén, son el signo de aquel fuego que Jesucristo trajo y encendió sobre la tierra (cfr Lc 12,49): el fuego del Espíritu Santo.

– El fuego en el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento se presentaba el fuego como el medio usado por Dios para purificar las conciencias (Is 1,25; 6,5-7; Za 13,9; Ml 3,2-3; Si 2,5 etc).

Bautizar en el Espíritu Santo significa regenerar la humanidad con el poder del Espíritu de Dios. El Mesías Jesús puede dar el nuevo bautismo en el Espíritu del que está lleno (Jn 1,33; Hch 1,5). De su humanidad glorificada, como de un manantial de agua viva, el Espíritu se difundirá por el mundo (Jn 7,37.39; 19,34).

El Espíritu Santo desarrolla en el creyente todo el dinamismo de la gracia que da la vida nueva, y de las virtudes que traducen esta vitalidad en frutos de bondad. El Espíritu Santo actúa también desde el seno del creyente como fuego, según otra semejanza que utiliza el Bautista a propósito del bautismo: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11); y Jesús mismo sobre su misión mesiánica: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra” (Lc 12,49). Por ello, el Espíritu suscita una vida animada por aquel fervor que San Pablo recomendaba en la Carta a los Romanos: “sed fervorosos en el Espíritu” (12,11). Es la llama viva de amor que purifica, ilumina, abrasa y consume, como tan bien explicó San Juan de la Cruz.

El Espíritu Santo es, pues, el inspirador de la predicación apostólica. Lo dice claramente San Pedro en su carta: “Predican el Evangelio en el Espíritu Santo enviado desde el cielo” (1 Pe 1,12).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”. Toda la vida de Cristo gravita sobre este momento, la hora, su hora, como le gustaba llamarla, de dar la vida por la Humanidad. Representa un consuelo inmenso saber que somos amados con toda la energía de un Dios. Cuando no se olvida que una sola gota de su sangre, un mero deseo, hubiese bastado para redimir a la humanidad de todas sus culpas y, no obstante, Cristo la vertió toda en el atroz suplicio de la Cruz, estamos en condiciones, al menos, de intuir cuál es la seriedad con que Dios nos ama.

¡Somos gente intensamente querida incluso en las horas de mayor ingratitud o en las que hemos cometido los pecados más grandes! Este amor se llevó a cabo en la Cruz y se nos hace presente en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Si queremos tener en el corazón idénticos sentimientos que Cristo Jesús (cfr Flp 2, 5), hemos de amar la Santa Misa y hacer de nuestra vida una Misa, esto es una entrega también de nuestra vida a los demás.

“La Eucaristía –enseña Juan Pablo II– nos educa en el amor de un modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a Sí mismo bajo las especies del pan y del vino...Así mismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera eficaz. Aprendamos a descubrir con respeto la verdad del hombre interior, porque precisamente este interior del hombre se hace morada de Dios presente en la Eucaristía”.

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!” El cristiano debe ser como una brasa encendida que, como solía decir de mil maneras S. Josemaría Escrivá, debe quemar lo que toca o, al menos, levantar la temperatura espiritual del ambiente que le rodea. ¡Dar a conocer a Jesucristo! ¡A los familiares y amigos, a los vecinos y compañeros de profesión! ¡No debería pasar nadie a nuestro lado que, de un modo u otro, con la palabra o el ejemplo, con ciertos silencios –el silencio también habla–, no sintiera el calor de Cristo!

Así debe ser porque, en realidad, la Misa no termina cuando volvemos a nuestras ocupaciones habituales. “Después de haber participado en la Misa, enseña Pablo VI, cada uno ha de ser solícito en agradar a Dios y vivir rectamente, practicando lo aprendido y progresando en el servicio de Dios, trabajando por impregnar el mundo del espíritu cristiano y siendo testigo de Cristo en toda circunstancia”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

El combate espiritual: La ascesis

I. LA PALABRA DE DIOS

Jr 38,4-6.8-10: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país

Sal 39, 2.3.4.18: Señor, date prisa en socorrerme

Hb 12, 1-4: Corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos

Lc 12,49-53: No he venido a traer paz, sino división

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad; todos son llamados a la santidad: `Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’» (Mt.5, 48) (2013).

«El camino de la perfección pasa por la Cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (2015).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce» (S. Gregorio de Niza) (2015).

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo» (Vaticano II, LG, 40) (2013).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

Los verdaderos profetas como Jeremías crearon a su alrededor fuertes divisiones y contradicciones pues no halla lo que se quiere escuchar, sino lo que Dios le dice.

Jesús anuncia las divisiones y contradicciones que cercan a los verdaderos profetas cuando su mensaje, que es de Dios, se extiende entre las familias y los pueblos.

El ejemplo de los antiguos patriarcas es propuesto en la carta a los Hebreos a quienes saben con certeza hacia donde se encaminan, gracias a la nueva fe que comenzó y termina en Cristo.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: 459; 2012.

La vocación a la santidad: 2013.

El progreso espiritual: 2014.

La respuesta:

El camino del combate espiritual: 2015-2016.

C. Otras sugerencias

El combate espiritual es un combate de oración (Domingo anterior), es un combate cultural (primera lectura y evangelio) es un combate total de la vida del que solo en Dios tiene su meta y en Cristo su Camino, Verdad y Vida.

La ascesis, la mortificación, la lucha del cristiano no son palabras de moda. Jesús es muy claro: como los profetas verdaderos sus discípulos crean divisiones a su alrededor y su vida es una lucha continua.

Bien vale la pena la meta: la santidad, aunque sea duro el camino.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El fuego del amor divino

– Fe en el amor que Dios nos tiene y nos ha tenido siempre.

I. El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios, que purifica a los hombres de todas sus impurezas. El amor, como el fuego, nunca dice basta, tiene la fuerza de las llamas y se enciende en el trato con Dios: Me ardía el corazón en mi interior, se encendía el fuego en mi meditación, exclama el Salmista... En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo –el Amor divino– se derrama sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego que purifican sus corazones, los inflaman y disponen para su misión de extender el Reino de Cristo por todo el mundo.

Jesús nos dice hoy en el Evangelio de la Misa: Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? En Cristo alcanza su expresión máxima el amor divino: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Jesús entrega voluntariamente su vida por nosotros, y nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Por eso nos declara también su impaciencia santa hasta no ver cumplido su Bautismo, su propia muerte en la Cruz por la que nos redime y nos eleva: Tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo!

El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo. Él nos ama a cada uno con amor personal e individual, como si fuera el único objeto de su caridad. En ningún momento ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que cometimos las faltas y pecados más grandes, tanto cuando correspondimos a sus gracias como cuando nos alejamos de Él. Siempre nos mostró el Señor su benevolencia; ahora también. Dios, que es infinito e infinitamente simple, no nos ama a medias, sino con todo su ser, nos ama sin medida. Este misterio de amor se realizó de una manera absolutamente particular en su Madre, Santa María.

La Virgen, Nuestra Madre, es el espejo donde debemos mirarnos nosotros. Ella vivió una vida normal, de tal manera que sus paisanos y familiares nunca pudieron imaginar lo que ocurría en su corazón; ni siquiera José habría sabido nada, si Dios no se lo hubiera manifestado. Ella, la criatura que Dios más amaba, permanecía en la más completa normalidad. En el momento de la Anunciación, cuando se le reveló el modo singular en que era amada por Dios, María creyó y aceptó ser la criatura que Dios había predestinado desde la eternidad como Madre suya. ¡Qué gran fe la de la Virgen, al pensar que en Ella estaba la salvación de Israel, mucho más, sin comparación posible, que en otros momentos de la historia de Israel lo estuvo en Judith o en Esther! Pero Ella no sólo creyó en el amor de absoluta predilección divina, sino que creyó sin limitación alguna.

Santa María nos enseña a creer en el amor sin límites de Dios, nos ayuda ahora, teniéndola a Ella delante, a examinar nuestra correspondencia a ese amor, pues “no es razón que amemos con tibieza a un Dios que nos ama con tanto ardor”. ¿Es una hoguera de lumbre viva nuestro corazón, como el de la Virgen, o sólo rescoldo de tibieza, de mediocridad aceptada? Dios me ama, y esto es lo fundamental de mi existencia. Lo demás apenas tiene importancia.

– El amor pide amor, y éste se demuestra en las obras.

II. El amor pide amor, y éste se demuestra en las obras, en el empeño diario por tratar a Dios y por identificar nuestra voluntad con la suya. La Segunda lectura nos anima a esa pelea diaria, sabiendo que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, los santos, que presencian nuestro combate, y quienes tenemos a nuestro lado, a los que tanto podemos ayudar con el ejemplo y con nuestro mismo empeño por estar más cerca de Cristo. Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia –sigue la Lectura–, y continuamos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe... En Él tenemos puesta la mirada, como el corredor que, una vez comenzada la carrera, no se deja distraer por nada que le separe de la meta, alejando toda ocasión de pecado con decisión y energía, pues no habéis resistido todavía hasta la sangre al combatir contra el pecado. Hasta eso hemos de llegar si fuera preciso, incluso por no cometer ni siquiera un pecado venial. Vale más morir que ofender a Dios, aunque sólo fuera levemente.

Muchas veces hemos de decir sí al Amor; una respuesta afirmativa que Él mismo nos pide a través de mil pequeños acontecimientos diarios: al negarnos a nosotros mismos para servir a quienes conviven o trabajan con nosotros en cosas muchas veces menudas; en la mortificación pequeña, que nos ayuda a guardar la templanza y la sobriedad; en la puntualidad a la hora de comenzar nuestros deberes; en el orden en que dejamos la ropa, los libros o los instrumentos de trabajo; en el esfuerzo que frecuentemente supone hacer bien el rato de meditación, diciéndole al Señor muchas veces que le amamos, luchando con las distracciones; en la aceptación alegre de la voluntad de Dios, cuando no sigue los propios planes o nuestro querer... Así se forjan las pequeñas victorias que todos los días espera Dios de quien le ama. También por amor hemos de decir no muchas veces: en la guarda de la vista; al cuerpo que pide más comodidades, más confort y menos sacrificio; al deseo de dejar el trabajo antes de la hora... Son muchas las sugerencias, las mociones del Espíritu Santo para corresponder a ese Amor infinito con que Jesús nos ama.

El amor se expresa en el dolor de los pecados, en la contrición, pues tantas veces –casi sin darnos cuenta– decimos no al amor... Son ocasiones para hacer un acto de dolor más profundo por aquello en lo que no hemos sabido corresponder, deseando mucho esa Confesión frecuente en la que encontramos siempre la Misericordia divina y el remedio de nuestros males. “Quien no se arrepiente de verdad, no ama de veras; es evidente que cuanto más queremos a una persona, tanto más nos duele haberle ofendido. Es, pues, éste uno más de los efectos del amor”.

Y voló hacia mí uno de los serafines –reza la Liturgia de las Horas– con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas, la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Le pedimos al Señor que el fuego de su amor purifique nuestra alma, ¡tanta suciedad!, y nos inunde por completo: ¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste.

– Encender a otros en el amor a Cristo.

III. Los cristianos hemos de ser fuego que encienda, como Jesús encendió a sus discípulos. Nadie que nos haya conocido deberá quedar indiferente; nuestro amor debe ser lumbre viva que convierte en puntos de ignición, otras fuentes de amor y de apostolado, a quienes tratamos. El Espíritu Santo soplará, a través de nosotros, en muchos que parecían apagados, y de su rescoldo de vida cristiana saldrán llamas que se propagarán a otros ambientes que de no ser por ellos hubieran permanecido fríos y muertos. No importa que nos parezca que somos poca cosa, que nos falta formación. El Señor sólo quiere poder contar del todo con cada uno. No olvidemos que una chispa pequeña puede dar lugar a un gran fuego. ¡Qué grato le es al Señor el que, en la intimidad de nuestra alma, le digamos que somos todo de Él, que puede contar con lo poco que somos! Escribías: “yo te oigo clamar, Rey mío, con viva voz, que aún vibra: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? –he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?”.

Después añadías: “Señor, te respondo –todo yo– con mis sentidos y potencias: ecce ego quia vocasti me! –¡aquí me tienes porque me has llamado!

–Que sea esta respuesta tuya una realidad cotidiana.

El amor verdadero a Dios se manifiesta enseguida en apostolado, en deseos de que otros conozcan y amen a Jesucristo. Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sal 38, 4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y ¿qué he de querer sino que arda? (Lc 12, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración (...), en el trato íntimo con Cristo.

Allí se alimenta el afán apostólico. Junto al Sagrario tendremos luz y fuerzas; hablaremos a Jesús de los hijos, de los padres, de los hermanos, de los amigos, de aquella persona que acabamos de conocer, de las que encontraremos ese día por motivos profesionales o en los menudos incidentes de la vida diaria. Ninguna se deberá marchar vacía; a todas, de un modo u otro con la palabra, con el ejemplo, con la oración, hemos de anunciarles a Cristo que las busca, que las espera, y que se sirve de nosotros como instrumentos. Aún resuena en el mundo aquel grito divino: Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda? –Y ya ves: casi todo está apagado... ¿No te animas a propagar el incendio?

Le decimos a Jesús que cuente con nosotros, con nuestras pocas fuerzas y nuestros escasos talentos: ecce ego quia vocasti me, aquí estoy porque me has llamado. Y le pedimos a Santa María, Regina Apostolorum, que sepamos ser audaces en esta tarea de dar a conocer a Cristo.

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Rev. D. Miquel VENQUE i To (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra?

Hoy –de labios de Jesús– escuchamos afirmaciones estremecedoras: «He venido a encender fuego en el mundo» (Lc 12,49); «¿creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues os digo que no, sino división» (Lc 12,51). Y es que la verdad divide frente a la mentira; la caridad ante el egoísmo, la justicia frente a la injusticia…

En el mundo –y en nuestro interior– hay mezcla de bien y de mal; y hemos de tomar partido, optar, siendo conscientes de que la fidelidad es “incómoda”. Parece más fácil contemporizar, pero a la vez es menos evangélico.

Nos tienta hacer un “evangelio” y un “Jesús” a nuestra medida, según nuestros gustos y pasiones. Hemos de convencernos de que la vida cristiana no puede ser una pura rutina, un “ir tirando”, sin un constante afán de mejorar y de perfección. Benedicto XVI ha afirmado que «Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, son una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos».

El modelo supremos es Jesús (hemos de “tener la mirada puesta en Él”, especialmente en las dificultades y persecuciones). Él aceptó voluntariamente el suplicio de la Cruz para reparar nuestra libertad y recuperar nuestra felicidad: «La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada» (Benedicto XVI). Si tenemos presente a Jesús, no nos dejaremos abatir. Su sacrificio representa lo contrario de la tibieza espiritual en la que frecuentemente nos instalamos nosotros.

La fidelidad exige valentía y lucha ascética. El pecado y el mal constantemente nos tientan: por eso se impone la lucha, el esfuerzo valiente, la participación en la Pasión de Cristo. El odio al pecado no es cosa pacífica. El reino del cielo exige esfuerzo, lucha y violencia con nosotros mismos, y quienes hacen este esfuerzo son quienes lo conquistan (cf. Mt 11,12).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de Dos Filos

Hacer la guerra

«No piensen que he venido a traer la paz a la tierra, no he venido a traer la paz sino la guerra».

Eso dice Jesús.

Te lo dice a ti, sacerdote, y luego te envía a llevar su paz a todos los rincones de la tierra.

Tu Señor no es incongruente, aunque lo aparente.

Tu Señor es la verdad, y abre tus ojos a la realidad, -porque los ojos del hombre están cegados a la fantasía de la herida ocasionada por la maldad del pecado-, para que veas con claridad el camino, que, aunque parezca que no tiene sentido, te conduce a la plenitud de la vida, y a la eternidad.

Tu Señor te da su paz para que tú, sacerdote, la lleves a los demás. Pero no te la da como la da el mundo.

Tu Señor te envía a continuar su misión, a hacer las mismas obras que hizo Él y aún mayores. Escucha su palabra y atesórala en tu corazón. Que sea para ti cada palabra una lección, para que lo imites, para que hagas lo que Él te dice, para que lo conozcas tal cual es, y lo ames por sobre todas las cosas, para que creas en Él, para que des tu vida por Él, y no la pierdas, sino que la salves.

Tu Señor no ha venido al mundo a traer la paz, sino la misericordia, perdonando los pecados y corrigiendo al que se equivoca, soportando con paciencia los errores de los demás, derribando del trono a los poderosos y exaltando a los humildes, revelando su verdad, no a los sabios y letrados, sino a los pequeños y sencillos, desacomodando a los cómodos y a los resignados, hiriéndolos con espada de dos filos.

Tu Señor ha venido a mostrarte el camino, y el camino es de cruz, y te pide que tomes tu cruz y lo sigas, exaltando su Nombre -para que toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en los abismos y en todo lugar-, el Nombre del Rey, el Hijo de Dios, el Sumo y Eterno Sacerdote, que es Víctima y es Altar, el Cordero de Dios, y el Buen Pastor, el Hijo de David, el Hijo del hombre, el Maestro, el Hijo del Carpintero, el Salvador, el Redentor, el Señor, el Mesías, el Libertador, el Hijo de María, el Nazareno, el Rey de los judíos, el Rey de los ejércitos, el Rey del Universo, el Cristo. Su nombre es Jesús.

Tu Señor ha puesto enemistad entre la mujer y la serpiente, y le ha dado a ella el poder de vencer, pisándole la cabeza. Y la bestia, despechada contra la mujer, hace la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios, y mantienen el testimonio de Jesús.

Por tanto, sacerdote, la guerra de tu Señor es contra tus enemigos y contra sus traiciones, contra tus tentaciones y las malas pasiones, que te atormentan, que te turban, que te inquietan, que te confunden, y que te quitan la paz.

Tu Señor ha venido al mundo a dar su vida por ti, para rescatarte, para salvarte, para conquistarte, para ganarte la vida destruyendo la muerte, crucificando el pecado, sanando la herida que el pecado dejó en ti, haciéndote digno de seguirlo, cargando tu cruz de cada día, con la que Él te envía, para que quien a ti te reciba a Él lo reciba, y que quien a Él lo reciba, reciba a aquél que lo ha enviado.

Tu Señor te ha enviado como un guerrero de su ejército. No tengas miedo de ser llamado profeta, y de luchar por ser justo.

Tu Señor está contigo en medio de la guerra, para que tengas paz en Él, porque Él ha vencido al mundo.

(Espada de Dos Filos IV, n. 66)

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