Domingo 17 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo XVII del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilía del 10 de octubre de 2013
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

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DEL MISAL MENSUAL

NO SE ENFADE MI SEÑOR

Gén 18, 20-32; Col 2, 12-14; Lc 11. 1-13

La prolongada negociación entre Dios y Abrahán, que intercede para salvar a los habitantes de Sodoma y Gomorra, nos permite acercarnos con seguridad al rostro compasivo y amoroso de nuestro Padre bueno. El patriarca estira la liga de la intercesión hasta el límite máximo. A cada nueva rebaja Dios siempre responde con un sí rotundo. Ese Padre misericordioso ya presente, en este antiguo relato, es el que nos revela con plena transparencia nuestro Señor Jesucristo. La oración del Padre Nuestro se cierra justamente con la petición y el compromiso de pedir y ofrecer el perdón. Dios, que perdona gustosamente a los hijos que se comprometen a perdonar a sus hermanos, también está dispuesto a atender las súplicas pertinentes que sus hijos le presentan en los momentos de apuros. San Lucas nos recuerda que el mejor regalo es el don del Espíritu Santo.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Cal 67, 6. 7. 36

Dios habita en su santuario; Él nos hace habitar juntos en su casa; es la fuerza y el poder de su pueblo.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, protector de los que en ti confían, sin ti nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia para que, bajo tu dirección, de tal modo nos sirvamos ahora de los bienes pasajeros, que nuestro corazón esté puesto en los bienes eternos. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

No se enfade mi Señor, si sigo hablando.

Del libro del Génesis: 18, 20-32

En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: “El clamor contra Sodoma y Gomorra es grande y su pecado es demasiado grave. Bajaré, pues, a ver si sus hechos corresponden a ese clamor; y si no, lo sabré”.

Los hombres que estaban con Abraham se despidieron de él y se encaminaron hacia Sodoma. Abraham se quedó ante el Señor y le preguntó: “¿Será posible que tú destruyas al inocente junto con el culpable? Supongamos que hay cincuenta justos en la ciudad, ¿acabarás con todos ellos y no perdonarás al lugar en atención a esos cincuenta justos? Lejos de ti tal cosa: matar al inocente junto con el culpable, de manera que la suerte del justo sea como la del malvado; eso no puede ser. El juez de todo el mundo ¿no hará justicia?”. El Señor le contestó: “Si encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos”.

Abraham insistió: “Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Supongamos que faltan cinco para los cincuenta justos, ¿por esos cinco que faltan, destruirás toda la ciudad?”. Y le respondió el Señor: “No la destruiré, si encuentro allí cuarenta y cinco justos”.

Abraham volvió a insistir: “Quizá no se encuentren allí más que cuarenta”. El Señor le respondió: “En atención a los cuarenta, no lo haré”.

Abraham siguió insistiendo: “Que no se enoje mi Señor, si sigo hablando, ¿y si hubiera treinta?”. El Señor le dijo: “No lo haré, si hay treinta”.

Abraham insistió otra vez: “Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran sólo veinte?”. El Señor respondió: “En atención a los veinte, no la destruiré”.

Abraham continuó: “No se enoje mi Señor, hablaré sólo una vez más, ¿y si se encuentran sólo diez?”. Contestó el Señor: “Por esos diez, no destruiré la ciudad”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 137, 1-2a. 2bcd-3. 6-7ab. 7c-8

R/. Te damos gracias de todo corazón.

De todo corazón te damos gracias, Señor, porque escuchaste nuestros ruegos. Te cantaremos delante de tus ángeles, te adoraremos en tu templo. R/.

Señor, te damos gracias por tu lealtad y por tu amor; siempre que te invocamos, nos oíste y nos llenaste de valor. R/.

Se complace el Señor en los humildes y rechaza al engreído. En las penas, Señor, me infundes ánimo, me salvas del furor del enemigo. R/.

Tu mano, Señor, nos pondrá a salvo y así concluirás en nosotros tu obra. Señor, tu amor perdura eternamente; obra tuya soy, no me abandones. R/.

SEGUNDA LECTURA

Les dio a ustedes una vida nueva con Cristo, perdonándoles todos sus pecados.

De la carta del apóstol san Pablo a los colosenses: 2,12-14

Hermanos: Por el bautismo fueron ustedes sepultados con Cristo y también resucitaron con él, mediante la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos.

Ustedes estaban muertos por sus pecados y no pertenecían al pueblo de la alianza. Pero él les dio una vida nueva con Cristo, perdonándoles todos los pecados. Él anuló el documento que nos era contrario, cuyas cláusulas nos condenaban, y lo eliminó clavándolo en la cruz de Cristo.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Rm 8, 15 

R/. Aleluya, aleluya.

Hemos recibido un espíritu de hijos, que nos hace exclamar: ¡Padre! R/.

EVANGELIO

Pidan y se les dará.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 11, 1-13

Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”.

Entonces Jesús les dijo: “Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’ “.

También les dijo: “Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a media noche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite.

Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, los dones que por tu generosidad te presentamos, para que, por el poder de tu gracia, estos sagrados misterios santifiquen toda nuestra vida y nos conduzcan a la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 102, 2

Bendice alma mía al Señor, y no te olvides de sus beneficios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Habiendo recibido, Señor, el sacramento celestial, memorial perpetuo de la pasión de tu Hijo, concédenos que este don, que él mismo nos dio con tan inefable amor, nos aproveche para nuestra salvación eterna. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Abrahán intercede por Sodoma (Gn 18,20-32)

1ª lectura

En su intercesión por Sodoma y Gomorra, Abrahán argumenta desde una visión de responsabilidad colectiva, tal como era entendida antiguamente en Israel: todo el pueblo participaba de la misma suerte, aunque no todos hubiesen pecado, pues el pecado de unos afectaba a todos. Según aquella antigua mentalidad, si en la ciudad hubiese habido suficiente número de justos —Abrahán no se atreve a bajar de diez— Dios no la habría destruido. Tal forma de pensar refleja, al mismo tiempo, cómo la salvación de muchos, incluso pecadores, puede venir por la fidelidad de unos pocos justos, y prepara así el camino para comprender cómo la salvación de toda la humanidad se realiza por la obediencia de uno solo, Jesucristo.

El desenlace del episodio de Sodoma y Gomorra muestra que Dios, aunque destruye esas ciudades, salva a los justos que vivían en ellas. Dios no castiga al justo con el pecador, como pensaba Abrahán, sino que hace perecer o salva a cada uno según su conducta. Esta verdad, que aparece en la Biblia desde el principio, se pondrá especialmente de relieve en la enseñanza de los profetas, sobre todo en Jeremías y Ezequiel (cfr Jr 31,29-30; Ez 18), que destacan la responsabilidad individual y personal ante Dios.

Perdonó gratuitamente vuestros delitos (Col 2,12-14)

2ª lectura

Así como el israelita entraba a formar parte del pueblo por la circuncisión, el cristiano entra a formar parte de la Iglesia por el Bautismo (v.12). Con una imagen análoga a la de Rm 6,4, al evocar el rito de inmersión en el agua, se habla del Bautismo como de una sepultura —señal cierta de haber muerto al pecado—, y de la resurrección a una vida nueva: la vida de la gracia. Mediante este sacramento somos asociados a la muerte y sepultura de Cristo para que también podamos resucitar con Él. Cristo «significó con su resurrección nuestra nueva vida, que renacía de la antigua muerte, por la cual estábamos sumergidos en el pecado. Esto es lo que realiza en nosotros el gran sacramento del bautismo: que todos los que reciben esta gracia mueran al pecado (...) y que renazcan a la nueva vida» (S. Agustín, Enchiridium 41-42).

Cristo es el único mediador por ser Dios y Hombre. El objetivo fundamental de su acción mediadora es reconciliar a los hombres con Dios, por el perdón de sus pecados y la donación de la vida de la gracia, que es una participación en la vida divina. En el v. 14 se indica el modo por el que Cristo ha logrado su fin: la muerte en la cruz. Todos los que estaban sometidos a la esclavitud del pecado y de la Ley, han sido liberados por su muerte. La Ley mosaica, a la que los escribas y fariseos se habían encargado de añadir tal número de preceptos que la hacían insoportable, venía a ser como un pliego de cargos (quirógrafo) contra los hombres, pues imponía pesadas cargas y no daba la gracia para sobrellevarlas. Con frase muy gráfica se afirma que este documento fue quitado de en medio y clavado en la cruz. «Vino a nosotros el Rey para cancelar nuestras facturas y escribió en su nombre otra factura para hacerse nuestro deudor» (S. Efrén, Hymnus de Nativitate 4,12).

Padre nuestro (Lc 11,1-13)

Evangelio

La oración del Padrenuestro es recogida también por San Mateo con ocasión del Discurso de la Montaña. Aquí, al estar situada como respuesta de Jesucristo al deseo de sus discípulos que se admiran ante la oración de su Maestro (v. 1), el Evangelio de Lucas señala la estrecha relación entre la oración de los cristianos y la de Jesús, Hijo de Dios: «Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado: Él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas, los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2765).

Es gran consuelo poder llamar «Padre» a Dios. Si Jesús, el Hijo de Dios, nos enseña que invoquemos a Dios como Padre es porque en nosotros se da la realidad entrañable de ser y sentirse hijos de Dios: «Yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. Él quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que yo sepa hasta qué punto Él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura...!» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 4,39r).

Después, el texto recogido por San Lucas, aunque más escueto que el de San Mateo, recoge las mismas invocaciones y peticiones: «Si recorres todas las plegarias de la Santa Escritura, creo que no encontrarás nada que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas. (...) Aquí tienes la explicación, a mi juicio, no sólo de las cualidades que debe tener tu oración, sino también de lo que debes pedir en ella, todo lo cual no soy yo quien te lo ha enseñado, sino aquel que se dignó ser maestro de todos» (S. Agustín, Ad Probam 12-13).

Entre las diversas súplicas (cfr nota a Mt 6,1-18), pedimos a Dios que nos dé el pan cotidiano (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada: la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no puede vivir nuestro espíritu. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa y reconoceremos su valor si lo procuramos recibir diariamente: «Si el pan es diario, ¿por qué lo recibes tú solamente una vez al año? Recibe todos los días lo que todos los días es provechoso; vive de modo que diariamente seas digno de recibirle» (S. Ambrosio, De Sacramentis 5,4).

Pedimos también fuerza ante la tentación (v. 4), pero «no pedimos aquí no ser tentados, porque en la vida del hombre sobre la tierra hay tentación (cfr Jb 7,1) (...) ¿Qué es, pues, lo que aquí pedimos? Que, sin faltarnos el auxilio divino, no consintamos por error en las tentaciones, ni cedamos a ellas por desaliento; que esté pronta a nuestro favor la gracia de Dios, la cual nos consuele y fortalezca cuando nos falten las propias fuerzas» (Catechismus Romanus 4,15,14).

El Señor acompaña el Padrenuestro con unas enseñanzas sobre la oración de petición. Comienza con una comparación muy expresiva (vv. 5-8). La arqueología ha descubierto que algunas casas de Nazaret de la época eran casi un único espacio compuesto por una cueva excavada en la roca proyectada hacia fuera con unos metros de construcción. Pequeñas perforaciones en la roca servían de alacenas. El amigo inoportuno es verdaderamente tal pues, para alcanzar tres panes (v. 5), prácticamente había que despertar a toda la casa. Jesús completa esta imagen gráfica con una sentencia en la que declara la eficacia de la oración (vv. 9-10). La experiencia de la Iglesia ha atestiguado de mil formas la verdad de estas palabras del Señor: «Estando yo una vez importunando al Señor mucho, (...) temía por mis pecados no me había el Señor de oír. Aparecióme como otras veces y comenzóme a mostrar la llaga de la mano izquierda, (...) y díjome que quien aquello había pasado por mí, que no dudase sino que mejor haría lo que le pidiese; que Él me prometía que ninguna cosa le pidiese que no la hiciese, que ya sabía Él que yo no pediría sino conforme a su gloria» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 39,1).

Después, con la imagen del padre (vv. 11-13), asegura la donación más grande para el cristiano, que es el Espíritu Santo: «Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los Cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (S. Basilio, De Spiritu Sancto 15,36; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 736).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

El amigo importuno

Si alguno de vosotros tiene un amigo y viniere a él a media noche y le dijere: Amigo, préstame tres panes...

Este es un pasaje del que se desprende el precepto de que hemos de orar en cada momento, no sólo de día, sino también de noche; en efecto, ves que este que a media noche va a pedir tres panes a su amigo y persevera en esa demanda instantemente, no es defraudado en lo que pide. Pero ¿qué significan estos tres panes? ¿Acaso no son una figura del alimento celestial?; y es que, si amas al Señor, tu Dios, conseguirás, sin duda, lo que pides, no sólo en provecho tuyo, sino también en favor de los otros. Pues ¿quién puede ser más amigo nuestro que Aquel que entregó su cuerpo por nosotros? David le pidió a media noche, panes y los consiguió; porque, en verdad, los pidió cuando decía: Me levantaba a media noche para alabarte (Sal 118, 62); por eso mereció esos panes que después nos preparó a nosotros para que los comiéramos. También los pidió cuando dijo: Lavaré mi lecho cada noche (Sal 6, 7); y no temió despertar de su sueño a quien sabe que siempre vive vigilando.

Haciendo caso, pues, a las Escrituras, pidamos el perdón de nuestros pecados con instantes oraciones, día y noche; pues si hombre tan santo y que estaba tan ocupado en el gobierno del reino alababa al Señor siete veces al día (Sal 118, 164), pronto siempre a ofrecer sacrificios matutinos y vespertinos, ¿qué hemos de hacer nosotros, que debemos rezar más que él, puesto que, por la fragilidad de nuestra carne y espíritu, pecamos con más frecuencia, para que no falte a nuestro ser, para su alimento, el pan que robustece el corazón del hombre (Sal 103, 15), a nosotros que estamos ya cansados del camino, muy fatigados del transcurrir de este mundo y hastiados de las cosas de esta vida?

No quiere decir el Señor que haya que vigilar solamente a media noche, sino en todos los momentos; pues Él puede llamar por la tarde, o a la segunda o tercera vigilia. Bienaventurados, pues, aquellos siervos a los que encuentre el Señor vigilantes cuando venga. Por tanto, si tú quieres que el poder de Dios te defienda y te guarde (Lc 12, 37), debes estar siempre vigilando; pues nos cercan muchas insidias, y el sueño del cuerpo frecuentemente resulta peligroso para aquel que, durmiéndose, perderá de seguro el vigor de su virtud. Sacude, pues, tu sueño, para que puedas llamar a la puerta de Cristo, esa puerta que pide también Pablo se le abra para él, pidiendo para tal fin las plegarias del pueblo, no confiándose sólo en las suyas; y así pueda tener la puerta abierta y pueda hablar del misterio de Cristo (Col 4, 3).

Quizás sea ésta la puerta que vio abierta Juan; pues, al verla, dijo: Después de estas cosas tuve una visión y vi una puerta abierta en el cielo, y la voz aquella primera que había oído como de trompeta me hablaba y decía: Sube acá y te mostrará las cosas que han de acaecer (Ap 4, 1). En verdad, la puerta ha estado abierta para Juan, y abierta también para Pablo, con el fin de que recibiesen los panes que nosotros comeremos. Y, en efecto, éste ha perseverado llamando a la puerta oportuna e importunamente (2 Tm 4, 2) para dar nueva vida, por medio de la abundancia del alimento espiritual, a los gentiles que estaban cansados del camino de este mundo.

Este pasaje, primero por medio de un mandato, y después a través del ejemplo, nos prescribe la oración frecuente, la esperanza de conseguir lo pedido y una especie de arte para persuadir a Dios. En verdad, cuando se promete una cosa, se debe tener esperanza en lo prometido, de suerte que se preste obediencia a los avisos y fe a las promesas, esa fe, que, mediante la consideración de la piedad humana, logra enraizar en sí misma una esperanza mayor en la bondad eterna, aunque todo con tal que se pidan cosas justas y la oración no se convierta en pecado (Sal 108, 7). Tampoco Pablo tuvo vergüenza en pedir el mismo favor repetidas veces, y eso con objeto de que no pareciera que desconfiaba de la misericordia del Señor, o que se quejaba con arrogancia de que no había obtenido lo que pedía con su primera oración; por lo cual —dijo— he rogado tres veces al Señor (2 Co 12, 8); con eso nos enseñó que, con frecuencia, Dios no concede lo que se le pide por la razón de que sabe que, lo que creemos que nos va a ser bueno, nos va a resultar perjudicial.

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 87-90, BAC Madrid 1966, pág. 386-88

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FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilía del 10 de octubre de 2013

Ángelus 2016

La oración es el primer y principal «instrumento de trabajo» que tenemos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Lc 11, 1-13) inicia con la escena de Jesús rezando solo, apartado; cuando termina, los discípulos le piden: «Señor, enséñanos a orar» (v. 1); y Él responde: «Cuando oréis, decid: “Padre...”» (v. 2). Esta palabra es el «secreto» de la oración de Jesús, es la llave que él mismo nos da para que podamos entrar también en esa relación de diálogo confidencial con el Padre que le ha acompañado y sostenido toda su vida.

Al apelativo «Padre» Jesús asocia dos peticiones: «sea santificado tu nombre, venga a nosotros tu reino» (v. 2). La oración de Jesús, y por lo tanto la oración cristiana, es antes que nada un dejar sitio a Dios, permitiendo que manifieste su santidad en nosotros y dejando avanzar su reino, a partir de la posibilidad de ejercer su señorío de amor en nuestra vida.

Otras tres súplicas completan esta oración que Jesús nos enseña, el «Padre Nuestro». Son tres peticiones que expresan nuestras necesidades fundamentales: el panel perdón y la ayuda ante las tentaciones (cf. vv. 3-4). No se puede vivir sin pan, no se puede vivir sin perdón y no se puede vivir sin la ayuda de Dios ante las tentaciones. El pan que Jesús nos hace pedir es el necesario, no el superfluo; es el pan de los peregrinos, el justo, un pan que no se acumula y no se desperdicia, que no pesa en nuestra marcha. El perdón es, ante todo, aquello que nosotros mismos recibimos de Dios: sólo la conciencia de ser pecadores perdonados por la infinita misericordia divina, puede hacernos capaces de cumplir gestos concretos de reconciliación fraterna. Si una persona no se siente pecador perdonado, nunca podrá realizar un gesto de perdón o reconciliación. Se comienza desde el corazón, donde uno se siente pecador perdonado. La última petición, «no nos dejes caer en la tentación», expresa la conciencia de nuestra condición, siempre expuesta a las insidias del mal y de la corrupción. Todos sabemos qué es una tentación.

La enseñanza de Jesús sobre la oración prosigue con dos parábolas, en las cuales toma como modelo la actitud de un amigo respecto a otro amigo y la de un padre hacia su hijo (cf. vv. 5-12). Ambas nos quieren enseñar a tener plena confianza en Dios, que es Padre. Él conoce mejor que nosotros mismos nuestras necesidades, pero quiere que se las presentemos con audacia y con insistencia, porque este es nuestro modo de participar en su obra de salvación. ¡La oración es el primer y principal «instrumento de trabajo» que tenemos en nuestras manos! Insistir a Dios no sirve para convencerle, sino para reforzar nuestra fe y nuestra paciencia, es decir, nuestra capacidad de luchar junto a Dios por cosas realmente importantes y necesarias. En la oración somos dos: Dios y yo luchando juntos por las cosas importantes.

Entre estas, hay una, la gran cosa importante que Jesús dice hoy en el Evangelio, pero que casi nunca pedimos, y es el Espíritu Santo. «¡Dame el Espíritu Santo!». Y Jesús lo dice: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (v. 13). ¡El Espíritu Santo! Debemos pedir que el Espíritu Santo venga a nosotros. Pero, ¿para qué sirve el Espíritu Santo? Sirve para vivir bien, para vivir con sabiduría y amor, cumpliendo la voluntad de Dios. ¡Qué bonita oración sería, esta semana, si cada uno de nosotros pidiese al Padre: «Padre, dame el Espíritu Santo!». La Virgen nos lo demuestra con su existencia, totalmente animada por el Espíritu de Dios. Que Ella nos ayude a rezar al Padre unidos a Jesús, para no vivir de forma mundana, sino según el Evangelio, guiados por el Espíritu Santo.

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Ángelus 2019

Penetrar en la paternidad de Dios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 11, 1-13), San Lucas narra las circunstancias en las que Jesús enseña el “Padre Nuestro”. Ellos, los discípulos, ya saben rezar, recitando las fórmulas de la tradición judía, pero desean poder vivir también ellos la misma “calidad” de la oración de Jesús. Porque notan que la oración es una dimensión esencial en la vida de su Maestro; en efecto, cada una de sus acciones importantes se caracteriza por prolongados ratos de oración. Además, están fascinados porque ven que Él no reza como los otros maestros de la época, sino que su oración es un vínculo íntimo con el Padre, tanto que desean participar en esos momentos de unión con Dios, para saborear por entero su dulzura.

Así, un día, esperan a que Jesús concluya la oración, en un lugar apartado, y luego le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (v.1). Respondiendo a la pregunta explícita de los discípulos, Jesús no da una definición abstracta de la oración, ni enseña una técnica efectiva para orar y “obtener” algo. En cambio, invita a sus seguidores a experimentar la oración, poniéndolos directamente en comunicación con el Padre, despertando en ellos el anhelo de una relación personal con Dios, con el Padre. ¡Aquí está la novedad de la oración cristiana! Es un diálogo entre personas que se aman, un diálogo basado en la confianza, sostenido por la escucha y abierto a la solidaridad. Es un diálogo del Hijo con el Padre, un diálogo entre los hijos y el Padre. Esta es la oración cristiana.

Por lo tanto, les da la oración del “Padre Nuestro”, quizás el regalo más precioso que nos ha dejado el Maestro divino en su misión terrenal. Después de habernos revelado su misterio de Hijo y de hermano, con esa oración, Jesús nos hace penetrar en la paternidad de Dios. Quiero subrayarlo: cuando Jesús nos enseña el Padre Nuestro nos hace entrar en la paternidad de Dios y nos muestra el camino para entrar en un diálogo orante y directo con Él, a través del camino de la confianza filial. Es un diálogo entre el papá y su hijo, del hijo con su papá. Lo que pedimos en el “Padre Nuestro” ya está hecho para nosotros en el Hijo Unigénito: la santificación del Nombre, el advenimiento del Reino, el don del pan, el perdón y la liberación del mal. Mientras pedimos, abrimos nuestras manos para recibir. Recibir los dones que el Padre nos mostró en el Hijo. La oración que el Señor nos enseñó es la síntesis de toda oración, y nosotros siempre la dirigimos al Padre en comunión con los hermanos. A veces sucede que en la oración haya distracciones, pero tantas veces sentimos ganas de detenernos en la primera palabra: “Padre” y sentir esa paternidad en el corazón.

Después Jesús cuenta la parábola del amigo importuno y dice: “Debemos insistir en la oración”. Me recuerda lo que hacen los niños cuando tienen tres, tres años y medio: comienzan a preguntar cosas que no entienden. En mi tierra se llama “la edad de los porqués”, creo que también aquí es lo mismo. Los niños comienzan a mirar a su papá y dicen: “Papá, ¿por qué? Papá, ¿por qué?”. Piden explicaciones. Prestemos atención: cuando el papá empieza a explicar el porqué, llegan con otra pregunta sin escuchar toda la explicación. ¿Qué pasa? Sucede que los niños se sienten inseguros acerca de muchas cosas que comienzan a comprender a medias. Solo quieren atraer la mirada de su papá hacia ellos y por eso: “¿Por qué, por qué, por qué?” Nosotros, en el Padre Nuestro, si nos detenemos en la primera palabra, haremos lo mismo que cuando éramos niños, atraer la mirada del padre sobre nosotros. Diciendo “Padre, Padre”, y también diciendo: “¿Por qué?” Y Él nos mirará.

Pidamos a María, mujer orante, que nos ayude a rezar el Padre Nuestro unidos a Jesús para vivir el Evangelio, guiados por el Espíritu Santo.

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Homilía del 10 de octubre de 2013

La valentía de la oración

Nuestra oración debe ser valiente, no tibia, si queremos no sólo obtener las gracias necesarias, sino, sobre todo, a través de ella, conocer al Señor. Si lo pedimos, será Él mismo quien nos done su gracia. El Papa Francisco, el 10 de octubre, volvió a hablar de la fuerza y de la valentía de la oración.

A la necesidad de la oración con insistencia si es necesario, pero siempre dejándose involucrar por ella, se remite el pasaje litúrgico del Evangelio de Lucas (Lc 11, 5-13) “con esta parábola del amigo que invade, el amigo inoportuno”, que de noche cerrada va a pedir a otro amigo pan para dar de comer a un conocido que acaba de llegar a su casa y a quien no tenía nada que ofrecer. “Con esta petición el amigo debe levantarse del lecho y darle el pan. Y Jesús en otra ocasión nos habla de esto: en la parábola de la viuda que iba al juez corrupto, quien no la oía, no quería oírla; pero ella era tan inoportuna, molestaba tanto, que al final, para alejarla de manera que no le causara demasiadas molestias, hizo justicia, lo que ella pedía. Esto nos hace pensar en nuestra oración. ¿Cómo oramos nosotros? ¿Oramos así por costumbre, piadosamente, pero tranquilos, o nos ponemos con valentía ante el Señor para pedir la gracia, para pedir aquello por lo que rogamos?”.

La actitud es importante, porque “una oración que no sea valiente no es una verdadera oración”. Cuando se reza se necesita “el valor de tener confianza en que el Señor nos escucha, el valor de llamar a la puerta. El Señor lo dice, porque quien pide recibe, y quien busca encuentra, y a quien llama se le abrirá”.

¿Pero nuestra oración es así?, se preguntó el Santo Padre. ¿O bien nos limitamos a decir: “Señor, tengo necesidad, dame la gracia”? En una palabra, “¿nos dejamos involucrar en la oración? ¿Sabemos llamar al corazón de Dios?”. Para responder, el Obispo de Roma volvió al pasaje evangélico, al final del cual “Jesús nos dice: ¿qué padre entre vosotros si el hijo le pide un pez le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo le dará un escorpión? Si vosotros sois padres daréis el bien a los hijos. Y luego va adelante: si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo... Y esperamos que prosiga diciendo: os dará cosas buenas a vosotros. En cambio no, no dice eso. Dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan. Y esto es algo grande”.

Por ello “cuando oramos valerosamente, el Señor no sólo nos da la gracia, sino que se nos da también Él mismo en la gracia”. Porque “el Señor jamás da o envía una gracia por correo: la trae Él, es Él la gracia”.

“Hoy en la oración colecta, hemos dicho al Señor que nos dé aquello que incluso la oración no se atreve a pedir. ¿Y qué es aquello que nosotros no nos atrevemos a pedir? ¡Él mismo! Nosotros pedimos una gracia, pero no nos atrevemos a decir: ven tú a traérmela. Sabemos que una gracia siempre es traída por Él: es Él quien viene y nos la da. No quedemos mal tomando la gracia y no reconociendo que quien la trae, quien nos la da, es el Señor”.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2010

El Padre nuestro recoge y expresa las necesidades humanas materiales y espirituales

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús recogido en oración, un poco apartado de sus discípulos. Cuando concluyó, uno de ellos le dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Jesús no puso objeciones, ni habló de fórmulas extrañas o esotéricas, sino que, con mucha sencillez, dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre...”», y enseñó el Padre Nuestro (cf. Lc 11, 2-4), sacándolo de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padre Nuestro en una forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria, plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 172).

Esta oración recoge y expresa también las necesidades humanas materiales y espirituales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados» (Lc 11, 3-4). Y precisamente a causa de las necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús exhorta con fuerza: «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 9-10). No se trata de pedir para satisfacer los propios deseos, sino más bien para mantener despierta la amistad con Dios, quien —sigue diciendo el Evangelio— «dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11, 13).

Lo experimentaron los antiguos «padres del desierto» y los contemplativos de todos los tiempos, que llegaron a ser, por razón de la oración, amigos de Dios, como Abraham, que imploró al Señor librar a los pocos justos del exterminio de la ciudad de Sodoma (cf. Gn 18, 23-32).

Santa Teresa de Ávila invitaba a sus hermanas de comunidad diciendo: «Debemos suplicar a Dios que nos libre de estos peligros para siempre y nos preserve de todo mal. Y aunque no sea nuestro deseo con perfección, esforcémonos por pedir la petición. ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al Todopoderoso?» (Camino de Perfección 42, 4).

Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora jamás está solo. «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia... cada uno se dejará conducir... por el Espíritu Santo, que lo guía, a través de Cristo, al Padre» (Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15 de octubre de 1989, 29).

Que la Virgen María nos ayude a redescubrir la belleza y la profundidad de la oración cristiana.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

III. LA ORACION DE INTERCESION

2634. La intercesión es una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús. Él es el único intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, de los pecadores en particular (cf Rm 8, 34; 1 Jn 2, 1; 1 Tm 2. 5-8). Es capaz de “salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). El propio Espíritu Santo “intercede por nosotros... y su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27).

2635. Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino el de los demás” (Flp 2, 4), hasta rogar por los que le hacen mal (recuérdese a Esteban rogando por sus verdugos, como Jesús: cf Hch 7, 60; Lc 23, 28. 34).

2636. Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente esta forma de participación (cf Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2 Co 9, 14). El Apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf Ef 6, 18-20; Col 4, 3-4; 1 Ts 5, 25); él intercede también por ellas (cf 2 Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce fronteras: “por todos los hombres, por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2, 1), por los perseguidores (cf Rm 12, 14), por la salvación de los que rechazan el Evangelio (cf Rm 10, 1).

LA REVELACION DE LA ORACION: LA LLAMADA UNIVERSAL A LA ORACION

2566. El hombre busca a Dios. Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia. “Coronado de gloria y esplendor” (Sal 8, 6), el hombre es, después de los ángeles, capaz de reconocer “¡qué glorioso es el Nombre del Señor por toda la tierra!” (Sal 8, 2). Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquél que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (cf Hch. 17, 27).

2567. Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a s u Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, el caminar del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación.

La oración del Señor, la síntesis de todo el Evangelio

“RESUMEN DE TODO EL EVANGELIO”

2761. “La oración dominical es en verdad el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano, or. 1). “Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: ‘Pedid y se os dará’ (Lc 11, 9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental” (Tertuliano, or. 10).

CORAZON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS

2762. Después de haber expuesto cómo los salmos son el alimento principal de la oración cristiana y confluyen en las peticiones del Padre Nuestro, San Agustín concluye:

Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical (ep. 130, 12, 22).

2763. Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta “Buena Nueva”. Su primer anuncio está resumido por San Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:

La oración dominical es la más perfecta de las oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad. (Santo Tomás de A., s. th. 2-2. 83, 9).

2764. El Sermón de la Montaña es doctrina de vida, la oración dominical es plegaria, pero en uno y otra el Espíritu del Señor da forma nueva a nuestros deseos, esos movimientos interiores que animan nuestra vida. Jesús nos enseña esta vida nueva por medio de sus palabras y nos enseña a pedirla por medio de la oración. De la rectitud de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en El.

“LA ORACION DEL SEÑOR”

2765. La expresión tradicional “Oración dominical” [es decir, “oración del Señor”] significa que la oración al Padre nos la enseñó y nos la dio el Señor Jesús. Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración.

2766. Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R 18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que éstas se hacen en nosotros “espíritu y vida” (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre “ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ‘¡Abbá, Padre!’” (Ga 4, 6). Ya que nuestra oración interpreta nuestros deseos ante Dios, es también “el que escruta los corazones”, el Padre, quien “conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 27). La oración al Padre se inserta en la misión misteriosa del Hijo y del Espíritu.

ORACION DE LA IGLESIA

2767. Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo que les da vida en el corazón de los creyentes ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. Las primeras comunidades recitan la Oración del Señor “tres veces al día” (Didaché 8, 3), en lugar de las “Dieciocho bendiciones” de la piedad judía.

2768. Según la Tradición apostólica, la Oración del Señor está arraigada esencialmente en la oración litúrgica.

El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt. 19, 4).

En todas las tradiciones litúrgicas, la Oración del Señor es parte integrante de las principales Horas del Oficio divino. Este carácter eclesial aparece con evidencia sobre todo en los tres sacramentos de la iniciación cristiana:

2769. En el Bautismo y la Confirmación, la entrega [“traditio”] de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, “los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo” (1 P 1, 23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el Sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial. Por eso, la mayor parte de los comentarios patrísticos del Padre Nuestro están dirigidos a los catecúmenos y a los neófitos. Cuando la Iglesia reza la Oración del Señor, es siempre el Pueblo de los “neófitos” el que ora y obtiene misericordia (cf 1 P 2, 1-10).

2770. En la Liturgia eucarística, la Oración del Señor aparece como la oración de toda la Iglesia. Allí se revela su sentido pleno y su eficacia. Situada entre la Anáfora (Oración eucarística) y la liturgia de la Comunión, recapitula por una parte todas las peticiones e intercesiones expresadas en el movimiento de la epíclesis, y, por otra parte, llama a la puerta del Festín del Reino que la comunión sacramental va a anticipar.

2771. En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. Es la oración propia de los “últimos tiempos”, tiempos de salvación que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado.

2772. De esta fe inquebrantable brota la esperanza que suscita cada una de las siete peticiones. Estas expresan los gemidos del tiempo presente, este tiempo de paciencia y de espera durante el cual “aún no se ha manifestado lo que seremos” (1 Jn 3, 2; cf Col. 3, 4). La Eucaristía y el Padrenuestro están orientados hacia la venida del Señor, “¡hasta que venga!” (1 Co. 11, 26).

Dirigirse a Dios con perseverancia y confianza filial

2609. Decidido así el corazón a convertirse, aprende a orar en la fe. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Puede pedirnos que “busquemos” y que “llamemos” porque él es la puerta y el camino (cf Mt 7, 7-11. 13-14).

2610. Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: “todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10) y de la cananea (cf Mt 15, 28).

2613. S. Lucas nos ha trasmitido tres parábolas principales sobre la oración:

La primera, “el amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13), invita a una oración insistente: “Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.

La segunda, “la viuda importuna” (cf Lc 18, 1-8), está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. “Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?”

La tercera parábola, “el fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador”. La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: “¡Kyrie eleison!”.

“PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN EL CIELO”

ACERCARSE A EL CON TODA CONFIANZA

2777. En la liturgia romana, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas: “Atrevernos con toda confianza”, “Haznos dignos de”. Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: “No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies” (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que “después de llevar a cabo la purificación de los pecados” (Hb 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: “Hénos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio” (Hb 2, 13):

La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: ‘Abbá, Padre’ (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto? (San Pedro Crisólogo, serm. 71).

2778. Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: “parrhesia”, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cf Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14).

“¡PADRE!”

2779. Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”, es decir “a los pequeños” (Mt 11, 25-27). La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a él, o contra él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:

La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era El, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre (Tertuliano, or. 3).

2780. Podemos invocar a Dios como “Padre” porque él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el Padre (cf Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (cf 1 Jn 5, 1).

2781. Cuando oramos al Padre estamos en comunión con El y con su Hijo, Jesucristo (cf 1 Jn 1, 3). Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la Oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como “Padre”, Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en él y por haber sido habitados por su presencia.

2782. Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros “cristos”:

Dios, en efecto, que nos ha destinado a la adopción de hijos, nos ha conformado con el Cuerpo glorioso de Cristo. Por tanto, de ahora en adelante, como participantes de Cristo, sois llamados “cristos” con justa causa. (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 3, 1).

El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo (San Cipriano, Dom. orat. 9).

2783. Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre (cf GS 22, 1):

Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo... Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro... Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo (San Ambrosio, sacr. 5, 19).

2784. Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:

El deseo y la voluntad de asemejarnos a él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.

Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios ‘Padre nuestro’, de que debemos comportarnos como hijos de Dios (San Cipriano, Dom. orat. 11).

No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt 7, 14).

Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma (San Gregorio de Nisa, or. dom. 2).

2785. Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños (cf Mt 18, 3); porque es a “los pequeños” a los que el Padre se revela (cf Mt 11, 25):

Es una mirada a Dios nada más, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable (San Juan Casiano, coll. 9, 18).

Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración,... y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir... ¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos? (San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16).

Lectio divina

2654. Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: “Buscad leyendo, y encontraréis meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación” (cf El Cartujano, scala: PL 184, 476C).

Sepultados y resucitados en el Bautismo

537. Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y “vivir una vida nueva” (Rm 6, 4):

Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él (S. Gregorio Nacianc. Or. 40, 9).

Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (S. Hilario, Mat 2).

“Sepultados con Cristo... “

628. El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).

Resucitados con Cristo

1002. Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).

1227. Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con él:

¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).

Los bautizados se han “revestido de Cristo” (Ga 3,27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6,11; 12,13).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Padre nuestro que estás en el cielo

En el Evangelio de hoy, Lucas nos cuenta cómo nació la plegaria del Padre nuestro. Viendo un día orar a Jesús, los discípulos concibieron un gran deseo de orar como él y dijeron: «Señor, enséñanos a orar». Jesús satisfizo este deseo, facilitándoles a ellos su misma oración. Porque el Padre nuestro se repasa precisamente así: como la ola de la oración de Jesús, que se propaga durante los siglos; como una oleada de oración, que desde la cabeza se transmite a todo el cuerpo.

Lo más útil, que nosotros podemos hacer, es comentar brevemente cada una de las siete peticiones, que componen el Padre nuestro, integrando juntos el texto breve de Lucas con el más amplio de Mateo, que es el usado desde siempre en la recitación de esta oración.

«Padre nuestro, que estás en los cielos».

Aquí se ve cómo, en verdad, el Padre nuestro es la continuación de la oración de Jesús. De hecho, así empiezan todas las oraciones de Jesús, que nos aportan los Evangelios. «Te doy gracias, oh Padre... Sí, Padre, porque así te ha parecido mejor... Padre santo, si es posible, pase de mí este cáliz... Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Es precisamente con el grito «Abba, Padre» en donde Jesús se da a conocer como el Hijo único de Dios. Nunca, antes de él, había osado nadie dirigirse a Dios con este nombre tan íntimo, que corresponde a nuestro papá o querido padre. Toda la oración del Padre nuestro está contenida en este grito inicial. Encierra la esencia misma de la oración del cristiano, que es un grito confiado del hijo, dirigido a un Dios tenido como padre amoroso y bueno.

Y no hay siquiera nada de blando y de empalagoso en esta imagen de Dios como un papá bueno. Las palabras, que siguen, no dejan duda a este propósito. «Que estás en los cielos» (Mateo 6, 9): lo que significa que estás por encima de nosotros cuanto el cielo dista de la tierra.

No es exacto decir que Jesús ha sustituido a la imagen de un Dios lleno de poder en el Antiguo Testamento con la de un Dios todo bondad. La novedad presentada por Cristo es más bien otra. ¡Dios, permaneciendo lo que es desde siempre, el altísimo, el omnipotente, el trascendente, nos viene dado, ahora, a nosotros como padre nuestro! Al hijo no le basta que el propio padre sea dulce, humilde, comprensivo, si por hipótesis fuese débil y frágil. Es necesario un padre, que sea bueno; pero, también, que sea fuerte, libre, capaz de defenderle de los peligros. Jesús nos asegura que para nosotros todo esto es Dios.

«Santificado sea tu nombre».

Lo que pedimos con esta frase, evidentemente, no es que Dios sea santificado por nosotros (como si le faltase algo a su santidad), sino que sea santificado en nosotros. Esto es, que su santidad sea proclamada por nosotros con las palabras y atestiguada con la vida. Jesús decía: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Decir que «santificado sea tu nombre» equivale a que «sea bendito tu santo nombre».

Lo contrario de esta oración, es la blasfemia, con la que el nombre de Dios viene profanado, más que santificado.

«Venga a nosotros tu reino».

El reino de Dios es el núcleo del mensaje y de la vida de Jesús; representa el fin de su venida al mundo. Se puede decir que él no habla de otra cosa. Lo compara a un tesoro escondido y a una perla preciosa. Hoy, ¿qué pedimos nosotros en esta petición? Que el mensaje evangélico llegue y alcance a todos los hombres y a todo hombre. Que llegue, en extensión, hasta los confines de la tierra y que penetre, en intensidad, en todos los aspectos de la vida humana; que moldee nuestra entera existencia.

Decir «venga tu reino» equivale a decir: «Que no reine más el pecado en nuestro cuerpo mortal» (cfr. Romanos 6,12). En el conjunto del Padre nuestro, esta petición representa una instancia misionera y apostólica. Es como decir: «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mateo 9, 38; Lucas 10,2).

«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mateo 6, 10)

«En la tierra como en el cielo», esto es, como un día en la Jerusalén celeste, así también, ahora, en esta vida terrena. Personalmente, yo la entiendo así: «tal como en Jesús, así en nosotros». En efecto, ésta es la misma frase que él pronunció en Getsemaní: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero, no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mateo 26, 39; cfr. Juan 6,38). Así, nosotros no estamos nunca en tanta comunión con Cristo como cuando hacemos nuestras estas sus palabras. Es, igualmente, el camino para llegar a la paz; porque, como dice Dante, «en su voluntad está nuestra paz» (Paraíso ID, 85).

La voluntad del Padre es que «todos los hombres se salven» (Juan 6,40). Es una voluntad de amor; también, incluso cuando no la comprendemos. Cómo es desdichado por ello repetir aquellas palabras a media boca y con el cuello torcido, con aparente resignación, casi como diciendo: si no se puede hacer, pues bien, que fiat voluntas tua, que ¡se haga tu voluntad!

Decir «hágase tu voluntad» equivale a decir: que tu proyecto de amor sobre nosotros se realice pronto. Así, dijo María su fiat en la Anunciación: con el verbo en optativo griego (genoito), que expresa deseo, impaciencia de que una cosa se cumpla. Si yo llegase perfectamente a hacer mía la voluntad de Dios, podría hasta cambiar ligeramente el texto y decir: «Hágase nuestra voluntad». En efecto, la voluntad de Dios ya ha llegado a ser también la mía.

«Danos hoy nuestro pan de cada día».

El Padre nuestro es el espejo del Evangelio además en su disposición conjunta, más que en cada una de las peticiones: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, había dicho Jesús, hablando de la comida y del vestido, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mateo 6,33). Después de habernos hecho orar por «los demás», no debemos, en nuestras plegarias, saltar sistemáticamente la primera parte del Padre nuestro, y comenzar diciendo siempre «dan os, danos, danos».

Lo primero que Jesús nos hace pedir es el pan de cada día. El pan para los contemporáneos de Jesús (por lo demás, como también para nosotros) se refiere a la comida en general para el sostenimiento de la vida. Dado que, en la Biblia, el hombre es considerado todo uno, hecho de cuerpo y alma a la vez, el pan aquí indica todo lo que es necesario para la vida del hombre. No hay necesidad, por lo tanto, de distinguir entre el pan espiritual (la Eucaristía, la palabra de Dios) y el pan material (la comida del cuerpo). La palabra de Jesús comprende todas las dos cosas juntas. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4, 4).

Con aquella palabra, por lo tanto, según la necesidad, nosotros podemos pedir justificadamente la comida, el vestido, la casa, la salud y el trabajo, que es el modo para obtener el pan y ¡tenerlo de un modo digno y humano! (El Padre nuestro es la oración ideal del desocupado y de quien busca trabajo). Y parque se dice: «danos» (no, «dame») nosotros podemos pedir, también, que Dios nos enseñe a partir mejor el pan, que él nos destina a todos, en la tierra y con el trabajo de los hombres. En el contexto social, en que nos encontramos, es necesario orar precisamente en este sentido: «j Danos saber partir mejor nuestro pan de cada día!» En algunas comunidades, antes de las comidas, se reza así: «Bendice, Señor, este pan que por tu bondad vamos a tomar; enséñanos a abastecer también a los que no lo tienen y haznos partícipes un día de tu mesa celestial».

Después de la comida, aquella palabra, par pedida, puede llegar a ser acción de gracias: «¡Gracias, Padre, por el pan de cada día que también hoy nos has dado!»

«Perdona nuestras ofensas o deudas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden o a nuestros deudores».

Es la única petición en la que no sólo pedimos algo, sino que prometemos también alguna cosa; y es, precisamente, perdonar por parte nuestra a los hermanos. Ojo con recitar con un corazón ligero estas palabras o con odio y rencor en el corazón. Las palabras se transformarían automáticamente en nuestra condena. Vendríamos a decir: «No perdones nuestras ofensas, como yo no perdono a los que me ofenden». (¡Los que practican la usura debieran reflexionar bien antes de recitar estas palabras del Padre nuestro!). Si no nos sentimos todavía prontos en el corazón para perdonar, podremos, al menos, comenzar con pedir a Dios que él nos ayude a perdonar. Desear sinceramente perdonar es haber perdonado ya.

«Y no nos dejes caer en la tentación».

Estas palabras han suscitado siempre perplejidad. ¿Cómo puede Dios incitar a la tentación a alguno? De hecho, la Escritura dice: «Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie» (Santiago 1, 13). El Padre nuestro ha sido creado por Jesús en su lengua, el arameo, siguiendo los modos de expresarse propios de ella. Con el pasar o traducir de una lengua a otra, a veces, es necesario cambiar las palabras para no traicionar el sentido. El hebreo no distingue entre querer una cosa y permitirla; par 10 cual, «no nos dejes caer en la tentación» en realidad significa: «No permitas que seamos inducidos en la tentación». Las siempre nuevas traducciones de la Biblia de los textos originales sirven precisamente para esto: para acercarnos siempre más al genuino significado del texto.

Lo que pedimos, por lo tanto, a Dios con aquellas palabras es que nos esté cerca en las tentaciones y que no permita que nuestra libertad se doblegue ante el mal. Jesús recomendaba a los discípulos: «Pedid para que no caigáis en tentación» (Lucas 22, 40); Y es lo que hacemos recitando el Padre nuestro. Recordemos la seguridad del Apóstol: «Fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación, os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Corintios 10,13).

«Y líbranos del mal» (Mateo 6,13).

La palabra que hasta ahora venía traducida por «mal», en el texto original puede significar dos cosas: bien sea el mal en sentido moral, bien en sentido personal, esto es, el maligno. ¡Se habla tanto (y, frecuentemente, a despropósito) de exorcismos! Jesús nos ha dejado la fórmula más sencilla y eficaz de exorcismo que todos y siempre podemos hacer, esto es, repetir con fe: «Líbranos del maligno». Es necesario haber hecho la experiencia del terrible poder de Satanás y del mal en el mundo para reconocer la preciosidad de estas últimas palabras del Padre nuestro.

Cuando decimos «líbranos del mal», nosotros solemos pensar sólo en el mal, que los demás o el demonio en persona nos pueden hacer. Pero, el mal moral puede ser de dos tipos: el que recibimos y el que hacemos. El más peligroso, por el contrario, el único que es verdaderamente mal, es el segundo: el mal del que nosotros somos responsables. Es el único que puede llevarnos a la condenación eterna. Debemos, por lo tanto, decir estas palabras entendiendo «líbranos de hacer el mal», esto es, líbranos de cometer el pecado.

No obstante toda nuestra buena voluntad, habrá momentos de aridez, en los que recitamos el Padre nuestro sin sentir sentimiento alguno, con la impresión de hablarle al vacío. No nos descorazonemos. Pensemos en esos momentos en la alegría de Dios al sentirse llamado papá por una criatura suya. La alegría de un papá terreno, al sentirse llamado por vez primera con este nombre por el propio hijo, es grandísima; pero, ello es nada en comparación con la alegría de Dios. Nos basta, por lo tanto, saber que hacemos feliz a Dios. ¡Él dispone de la eternidad para hacernos felices a nosotros!

Al término de estas reflexiones, no nos resta más que hacer nuestra la petición de los apóstoles: «Señor, ¡enséñanos a orar!» Enséñanos a orar bien, ante todo, el Padre nuestro. El Padre nuestro es, en verdad, como decía Tertuliano, «un resumen de todo el Evangelio». Rezarlo con fe es hacer cada vez un baño de Evangelio.

Lanzo una propuesta: en cada familia cristiana, al menos el domingo, antes de la comida, recitad juntos el Padre nuestro.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La oración perfecta

 

 

La oración del Padre nuestro es muy poderosa. Dios escucha, atiende y concede a quien la reza, porque su propio Hijo nos la enseñó. Por tanto, es una oración perfecta.

Es palabra que sale de su boca y no regresará a Él vacía, sino que hará su voluntad y cumplirá su misión.

El que repite estas palabras reconoce a Dios no como un Dios terrible y castigador, sino como un Padre bondadoso, misericordioso, generoso, que quiere consentir a sus hijos, porque los ama.

Un Padre todopoderoso y providente, compasivo, que perdona, santifica y salva.

Quien acude a Él, nunca se verá defraudado.

Todos los hijos de Dios deben aprender y rezar esta oración tomando conciencia de cada una de las palabras y de su significado, para decirlas no sólo con la boca, sino con todo el corazón.

Es ideal para la contemplación de la cruz, meditando cada palabra, poniéndola en boca del Crucificado, que nos ha conseguido, por su sacrificio, la dignidad de hijos y la posibilidad de acudir al Padre con confianza.

Reza tú como Jesús te enseñó, y pídele al Padre lo que necesitas. Él ya lo sabe, pero le gusta que se lo pidas a través de esta oración, consciente de lo que recitas, porque en ella tú mismo pones una condición: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Sé justo y el Señor te librará de todas tus angustias y de todo mal.

Pero si tú no perdonas a tus hermanos, Él, que es un Dios justo, tampoco te perdonará.

Glorifica al Señor con tu vida, para que se haga en ti según su voluntad».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Dios nuestro Padre

¡Padre! He aquí la gran palabra que nos ha dicho Dios de Sí mismo. Cuando, cada vez con más insistencia, los hombres se preguntan por el origen de todo; por el absoluto, por la razón última de cuanto existe; por algo o alguien que justifique tanto cuanto no podemos entender; los cristianos queremos recordarnos y proclamar al mundo entero, que ese inmenso poder y esa inalcanzable sabiduría, cuya necesidad intuimos más fácilmente que demostramos, es un Padre: un Padre en todo momento amoroso, dispuesto a comprender, a perdonar, a prestar su ayuda infalible en cada instante, aunque todos los padres de este mundo perdieran su sentido y sensibilidad paterna.

Es grande la insistencia del Hijo de Dios –encarnado para nuestra salvación– en recordar la divina paternidad que asiste al hombre. De continuo habla Jesús de mi Padre, de igual naturaleza y dignidad que Él; y de vuestro Padre celestial, cuando se dirige al resto de los hombres. El paso adelante que supone el Nuevo Testamento respecto del Antiguo, es sobre todo la filiación divina –ahora somos ya hijos de Dios, dirá san Juan– que nos ha ganado y revelado Jesucristo. El mismo Dios, que se mostraba imponente ante el pueblo elegido durante generaciones y generaciones, salvándolos, por ejemplo, de modo espectacular de la esclavitud de Egipto; ese mismo Dios, sin mengua en su soberanía, ha manifestado ser Padre de cada hombre.

Cuando Jesús habla de un padre –se deduce claramente de los ejemplos bien expresivos que enumera a continuación del Padrenuestro– se refiere a quien, ante todo, procura lo bueno, lo mejor para su hijo; y Dios es un Padre ideal, acaba por concluir. Es un Padre, necesariamente favorecedor, que enriquece al hijo en toda necesidad: si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Por una parte –asegura el Señor–, Dios es mejor que los hombres: si un padre de la tierra se cuida de su hijo, ¡qué no hará nuestro Padre Dios!; por otra, su bondad y generosidad no tienen medida y entrega el Espíritu Santo, que es Dios y nada hay mejor que El, a quienes se lo piden. Así sucede también con los buenos padres de la tierra, que desean para sus hijos lo que está por encima de las ilusiones de estos, a veces pequeñas. Querrían hacer por ellos mucho más de lo que piden, entregarles mejores tesoros que los que tal vez reclaman con insistencia.

Pongamos nuestro corazón en Dios desinteresadamente, sin reclamar, casi de continuo, favores, soluciones a problemas: ¡Señor, esto, aquello, me preocupa con urgencia tal asunto...! Ya nos damos cuenta de que no debemos convertir a Dios en un establecimiento universal y gratuito de remedios. Sin embargo, somos niños, y no importa demasiado que actuemos con nuestro Dios de ese modo espontáneo e infantil:

 ¿Que en el hacimiento de gracias después de la Comunión lo primero que acude a tus labios, sin poderlo remediar, es la petición...: Jesús, dame esto: Jesús, esa alma: Jesús, aquella empresa?

No te preocupes ni te violentes: ¿no ves cómo, siendo el padre bueno y el hijo niño sencillo y audaz, el pequeñín mete las manos en el bolsillo de su padre, en busca de golosinas, antes de darle el beso de bienvenida? —Entonces... Así se expresaba san Josemaría.

Luego recapacitamos, reconociendo que es Él quién debe recibir todo de nosotros, mientras esperamos confiadamente su protección y su cariño. Le damos gracias porque nos ha constituido –por encima de los otros seres que contemplamos– en personas, a su imagen y semejanza, con un destino eterno en la intimidad de su Amor. Posiblemente, iluminados por su Gracia, querremos recrearnos agradecidos en la contemplación de esta dádiva divina, como quien paladea el más exquisito y gratuito manjar. Sentiremos, entonces, el deseo imperioso de corresponder a su Amor, de no defraudar el divino cariño que, como Buen Padre, depositó en nuestras personas.

En su bondad y misericordia, Dios ha querido que también tengamos una Madre en el Cielo. Así como en ocasiones nos puede resultar más fácil el trato con nuestra madre de la tierra, es posible que algo semejante nos suceda en el orden sobrenatural. De ese modo ha querido que sean las cosas nuestro Padre Dios. En todo caso, nadie como María nos enseñará a tratar filialmente a Dios, de quien Ella es Madre, Hija y Esposa.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Una catequesis sobre el Padrenuestro

La liturgia tomó en consideración este tranquilo domingo del Tiempo “ordinario” para mostrarnos una de las perlas más preciosas del Evangelio: el “Padrenuestro”.

Antiguamente, el “Padrenuestro” formaba parte de las cosas secretas de la fe cristiana protegidas por la ley del arcano: era “entregado” a los catecúmenos recién al término de su preparación, la vigilia del Bautismo, junto con la explicación de la Eucaristía (cf. Cirilo de Jerusalén, Cato Mist, V,11). Quien lo recibía custodiaba sus palabras como reliquias y esperaba con ansia el momento en que, saliendo del lavamiento del Bautismo, “circundado de los hermanos y presentado por la Madre” (la Iglesia), alzando los brazos al cielo, exclamaría por primera vez: ¡Padre!, haciéndose reconocer por todos como nuevo hijo de Dios (cf. Tertuliano, Bapt. 20,5).

Es necesario recordar estas cosas porque hemos banalizado el “Padrenuestro” diciéndolo a menudo, diciéndolo en serio, diciéndolo sin pensar, como se dice cualquier jaculatoria en la necesidad o el miedo; hemos perdido el sentido del misterio enorme que se oculta en esas palabras, palabras salidas de la boca de Dios y que vuelven a los oídos de Dios. Hay que rescatar al “Padrenuestro” del hábito que lo recubre como una capa aisladora, como una capa polvorienta que le impide brillar dentro de nosotros, que nos impide estremecernos apenas pronunciamos o escuchamos sus primeras palabras. El “Padrenuestro” no nos sacude; y sí debe sacudirnos. Recibir de nuevo el “Padrenuestro” de las manos de Jesús como los apóstoles aquel día que, viéndolo orar, dijeron: Señor, enséñanos a orar... Él les dijo entonces: Cuando oren, digan...

Lucas nos reveló la verdadera génesis de esta oración: el “Padrenuestro” nace de la oración de Jesús; viendo a Jesús rezar de ese modo, los discípulos se convencieron de no haber rezado verdaderamente nunca en su vida, nació en ellos un gran deseo de aprender a orar y Jesús satisfizo dicho deseo dándoles su misma oración. Porque el “Padrenuestro” se lee justamente así: como la oración de la Cabeza que se difunde a todos los miembros y se convierte en oración de todo el cuerpo que es la Iglesia. El “Padrenuestro” es la onda de la oración de Jesús que se propaga a lo largo de los siglos y se agranda progresivamente, recogiendo cada voz, cada imploración, cada grito que los hombres emiten mirando hacia lo alto, aun sin saber a quién.

Hay una gran semejanza entre el “Padrenuestro” y la Eucaristía. En la Eucaristía, se perpetúa el Jesús que se entrega al Padre por los hombres, que “sirve”: Yo estoy entre ustedes como el que sirve (cf Lc. 22,27); en el “Padrenuestro” se perpetúa la presencia del Jesús que ora: Yo estoy en medio de ustedes como el que ora (Heb. 7,25): “Vive eternamente para interceder por ellos”). En la Eucaristía, hay una comunión en el Cuerpo de Cristo; en el “Padrenuestro” una comunión en la oración de Cristo: y esta es la verdadera “comunión espiritual” que podemos realizar solos, a cada momento, incluso cuando no es posible la sacramental.

El “Padrenuestro” es el Evangelio abreviado, el Evangelio en oración; una onda viva de Evangelio que sale de la boca de quien es el Evangelio en persona. Intentemos leerlo así.

¡Padre! (Lucas omite “nuestro” que es un agregado clarificador de Mateo). Es el Abbá, el grito con el cual Jesús solía comenzar todas sus oraciones: Te doy gracias, Padre... Si Padre..., Padre Santo... Padre, en tus manos... Es la ipssima vox, la voz misma de Cristo, una reliquia viviente; por eso, los cristianos no se atrevieron ni siquiera a traducirla al griego, sino que la dejaron así como sonaba en arameo (cf Gal. 4,6). En ella, está encerrada la imagen del padre bueno, del padre “que tenía dos hijos”, del Padre que viste también los lirios del campo, del Padre que “amó tanto al mundo”. Está encerrada asimismo toda la conciencia que Jesús tuvo de ser el Hijo único de semejante Padre. Ahora, esa imagen y esa conciencia nos son dadas a nosotros: del Hijo mayor a los hijos menores; del Hijo único a los hijos adoptivos. La palabra que sirvió para expresar el sentimiento filial de Jesús sirve ahora para expresar el sentimiento filial de los discípulos.

Y, sin embargo, no hay nada de flojo o sentimental en esta imagen “paterna” de Dios; él está “en los cielos”; es el Altísimo, el totalmente Otro, el Santo; como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan sus pensamientos y sus caminos a los nuestros (cf Is. 55,9).

¿Cuál es entonces, la novedad traída por Jesús? Es que ahora ese Dios, permaneciendo como es —o sea Altísimo, Santo y Tremendo—, nos es dado como Padre. Toda su fuerza se doblega, se pone a nuestro alcance, “condesciende”: Era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas (Os. 11,4).

El “Padrenuestro” está todo contenido en ciernes en esta palabra, como un árbol poderoso en su pequeña semilla. Se entiende que un santo al que, después de horas y horas de haber estado meditando el Pater, le preguntaron en qué punto estaba, haya respondido que se había quedado detenido en la primera palabra. Toda la oración cristiana se ilumina con ese grito inicial salido del corazón de Jesús, es voz de hijo que sabe con quién habla; es también movimiento, además de voz, porque quien lo pronuncia es como si se arrojara a los brazos de Dios, como hizo San Francisco de Asís cuando, abandonando el mundo, exclamó: De aquí en más, quiero decir solamente: ¡Padre nuestro que estás en los cielos!

Pero debemos seguir adelante: la segunda palabra del “Padrenuestro” dice: Santificado sea tu nombre. Y también es esencia de la oración de Jesús, que decía: Manifesté tu Nombre a los hombres (cf. Jn. 17,6). Pero, ¿qué decimos con esta palabra? ¿Acaso que Dios no es suficientemente Santo y que necesita ser santificado por nosotros? Pero, él es la fuente de la santidad, es el “tres veces Santo: ¡todos lo saben! Lo que pedimos es que la santidad de Dios, que encuentra un obstáculo para manifestarse en el pecado del hombre, sobre todo de los hombres que se dicen “su pueblo”, venza dicho obstáculo, lo disipe como hace el sol con la niebla y se manifieste en toda su luz; pedimos que su nombre no sea blasfemado por nuestra causa (cf. Rom. 2,24). Pedimos que nosotros que en el Bautismo fuimos santificados perseveremos en lo que empezamos a ser” (san Cipriano, Oro 12). Es como pedir que la Iglesia sea realmente lo que debe ser: la Santa Iglesia, la Iglesia de los santos, la Iglesia que proclama la santidad de Dios, o sea su justicia, su amor perdonador, su “diversidad”. No pedimos, entonces, que Dios sea santificado “por” nosotros, sino que sea santificado “en” nosotros: Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que está escrito: Sean santos, porque yo soy santo (1 Ped 1,15sq.). En la primera invocación del “Padrenuestro”, pedimos, pues, algo grandísimo: ¡ser santos!

Venga a nosotros tu reino. Mateo agrega: Hágase tu voluntad. Ambas cosas se integran mutuamente; podría decirse: Venga a nosotros tu Reino, o sea, ¡Hágase tu voluntad! Porque, ¿qué es el Reino si no la voluntad salvífica de Dios manifestada a nosotros por Jesucristo? El Reino es todo lo bello, lo santo, lo extraordinario que Dios inventó para el hombre; es el fuego de amor que Jesús dice que vino a traer a la tierra y que no ve la hora de que se encienda; el Reino es el secreto de Jesús, el ansia de Jesús, la obra que el Padre le dio para cumplir (cf. Jn 17,4). Compartir esta ansia y esta oración de Jesús significa ser su “hermano, hermana y madre” (cf. Mt 12,50); significa descubrir una dimensión nueva en el “Padrenuestro” y poder decir, con un ímpetu de gloria: ¡Venga nuestro Reino! ¡Hágase nuestra voluntad!

Cuán errado es, pues, decir: “Hágase tu voluntad”, pensando que hacemos una concesión y un regalo a Dios (si justamente no se puede prescindir, ¡fiat voluntas tua!) y no darnos cuenta de que significan simplemente: ¡Que se cumpla en nosotros tu voluntad de amor! Así en la tierra, o sea: ¡así como en Jesús, en nosotros! Que este proyecto ilimitado que tienes en el corazón de la eternidad se realice, que venza los obstáculos de nuestros miedos y nuestras durezas y se instale en nosotros la paz de tu Reino. Ya que es muy cierto lo que dijo nuestro Poeta: “Y en su voluntad está nuestra paz” (Dante Al. Paraíso III, 85).

“Venga a nosotros tu Reino”: mientras decimos esta palabra, puede surgirnos una duda, una tristeza: Dios, ¡Qué lejos está todavía de llegar a nosotros tu Reino! ¡Qué lejos está todavía de hacerse tu voluntad, Dios! Pero Jesús ya respondió a esta duda; al que le preguntaba: Cuándo llegaría el Reino de Dios, le respondió un día: El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: “Está aquí” o “Está allí”. Porque el Reino de Dios está entre ustedes (Lc 17,20sq.). Los hombres esperan siempre un reino distinto del que Dios quiere darles y por eso no lo ven, aunque lo tengan ante los ojos. El Reino estaba allí frente a ellos, era aquel con el cual hablaban; porque el Reino, después de la Pascua, no es más que él, Jesucristo crucificado y resucitado, presente en medio de los suyos, hasta el fin del mundo.

Lo mismo vale hoy: el Reino está “entre nosotros”; crece por que crecen quienes creen en Cristo, que cumplen en su carne lo que falta a su pasión (y a su resurrección), aunque no sepan nada de todo eso. Ciertamente, ese Reino todavía no se ha cumplido; está sólo en camino, en acción, como la levadura dentro de la masa, antes de que fermente en su totalidad; esta es su condición aquí abajo: el día que se haya “cumplido”, quiere decir, que haya llegado el fin, cuando él entregue el Reino a Dios Padre (cf. 1 Col 15,24).

“Venga a nosotros tu Reino” significa, pues, para nosotros, algo bien preciso: ¡Que venga Jesucristo muerto y resucitado! ¡Que se proclame su Potestad sobre todas las cosas! Que se conozca y abrace la palabra de vida de su Evangelio; sobre todo, que se difunda el amor fraterno que es, de todos, “su” mandamiento. Todo esto, que venga ante todo a nuestro corazón; que no reine en nuestro cuerpo el pecado, sino Cristo (cf. Rom 6,12). Porque eso es, en el fondo, el Reino de Dios: Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria (Col 1,27).

El “Padrenuestro” es espejo de Evangelio incluso en su disposición de conjunto; en su estructura, además de los pedidos individuales: Busquen primero el Reino y su justicia —había dicho Jesús— y todo lo demás se les dará por añadidura (Mt. 6,33). Después de habernos hecho rezar por el Reino, Jesús nos permite orar por “lo demás”: esto incluye, en primer lugar, el pan de cada día (y, según otras interpretaciones, el pan para el día necesario, para el mañana). La oración refleja aquí la acción de Jesús: para las multitudes que lo habían seguido en el desierto mientras anunciaba el Reino de Dios, Jesús multiplicó también el pan material, de manera que “todos comieron hasta saciarse”.

Pero, ¿qué significa el “pan de cada día”? El pan, para los contemporáneos de Jesús (como, por otra parte, también para nosotros), representa el alimento en general, para sostenimiento de la vida. Dado que el hombre, en la Biblia, es considerado una unidad, hecha de cuerpo y alma juntos, el pan indica aquí todo lo necesario para la vida del hombre: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4,4). Por lo tanto, no hace falta elegir entre la interpretación antigua de los Padres (el pan del alma, la Eucaristía, la palabra de Dios) y la interpretación moderna (el alimento del cuerpo): la palabra de Jesús las abarca a ambas, es una “estructura abierta” que puede ser llenada con muchas realidades, todas pertinentes. Con esa palabra, entonces, podemos pedir legítimamente, de acuerdo con la necesidad, el pan, la ropa, la casa, la salud, el trabajo (¡el trabajo, que es la forma de obtener el pan y obtenerlo de manera digna y humana!). Y ya que decimos: Danos (no: dame), podemos rogar también a Dios que nos enseñe a dividir mejor el pan que él destina a todos a través de la tierra y el trabajo de los hombres; más aún, en nuestra situación es necesario rezar justamente en ese sentido: Danos el saber dividir mejor nuestro pan de cada día. Antes o después de la comida, esa palabra, de pedido, puede convertirse en agradecimiento: ¡Gracias por el pan que nos has dado!

Podemos —decíamos— pedir también el pan que desciende del cielo, el pan de la vida, el pan que es Jesús (cf. Jn 6,32ssq.); en suma, la Eucaristía, la palabra de Dios, el Espíritu Santo: ¿Hay entre ustedes algún padre que —prosigue el Evangelio— que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo aquellos que se lo pidan! En el pan está, entonces, incluido también el Espíritu Santo.

El penúltimo pedido del “Padrenuestro”, en Lucas, dice así: perdona nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden. Es el único pedido en el cual no sólo pedimos algo, sino que prometemos también algo: perdonar a nuestros hermanos. Es, asimismo, el único pedido, que Jesús se preocupa por comentar después de terminada la oración: Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes (Mt. 6, 14sq.). Está claro; hay una condición precisa; no se puede recitar el “Padrenuestro” con resentimientos en el corazón, con perdones no dados, sin autocondenarse; en esos casos, es necesario, invertir los pedidos y orar así: Ayúdanos a perdonar a nuestros deudores, como tú perdonaste nuestros pecados (San Pablo, en la segunda lectura, explica qué generoso y total fue ese perdón de Dios: Dios volvió a darnos la vida, perdonándonos todos los pecados, anulando el documento de nuestra deuda, clavándolo en la cruz). El deseo de perdonar ya es perdón y es suficiente para continuar diciendo el Pater, esperando ser también nosotros “misericordiosos como el Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36).

No nos dejes caer en la tentación. Mateo explica de qué tentación se trata, agregando: sino líbranos del mal, Es el tipo de tentación que sufrió Jesús en el desierto; la tentación “objetiva” que no parte de nosotros (Dios no tienta a nadie al mal, Sant. 1,13), sino del enemigo o de las cosas (no la tentación “subjetiva” que proviene de nuestras malas inclinaciones). Es la tentación, capaz de sembrar la duda sobre la paternidad y la bondad de Dios, y, por lo tanto, de hacernos apartar de él o cansarnos de él; quizás se aluda también a la gran tentación escatológica, el peirasmas, que acompaña siempre las grandes venidas del Reino de Dios en la historia y acerca de la cual Jesús dijo: Oren, para no caer en la tentación (Lc. 22,40).

Dios no nos “induce” ni siquiera a esta tentación “objetiva”, porque Dios sigue siendo lo que oímos al principio –Padre–, pe ro puede verse obligado, justamente por su paternidad, a ponernos a prueba “para ver qué hay en nuestro corazón”, para hacernos crecer cortando todo lo superfluo que hay en nosotros y en toda la Iglesia (d. Jn. 15,2). En este caso, pidamos que, con la tentación, nos dé —como prometió— también la fuerza: Dios es fiel, y él no permitirá que sean tentados más allá de sus fuerzas. Al contrario, en el momento de la tentación, les dará el medio de librarse de ella, y los ayudará a soportarla (1 Col. 10,13).

Dije que el “Padrenuestro” es Cristo que reza con nosotros y nosotros que rezamos con Cristo; ¿esto es verdad también en la segunda parte, donde pedimos cosas tan humanas como el perdón de los pecados? Sí, también en la segunda parte es Cristo que ora; ¡no estamos solos! Está escrito que la única persona de Jesucristo “es aquel que ora por nosotros, que ora en nosotros y a quien nosotros oramos; que ora por nosotros como nuestro sacerdote, que ora en nosotros como nuestra Cabeza y al que nosotros oramos como nuestro Dios” (san Agustín, Enarr. in Ps, 85,1). En la segunda parte del “Padrenuestro”, Jesús ora en nosotros, como Cabeza que hace su oración por los miembros enfermos y necesitados; él se presenta con nosotros al Padre, como Jacob se presentó para recibir la bendición de Isaac con las manos que “eran las manos de Esaú” (cf. Gen. 27,22sq.). Nosotros entramos ocultos con Cristo en Dios (cf. Col. 3,3). Esa es la diferencia entre el Antiguo Testamento y la Iglesia: en el Antiguo Testamento era necesario que Abraham encontrara por lo menos diez justos para que Dios pudiera perdonar a toda la ciudad (cf. 1ª lectura). Faltaba ese único justo que, por sí solo, basta para todos: ¡faltaba Jesús!

Decir que el “Padrenuestro” es “Jesús que ora en nosotros” significa decir que el Espíritu de Jesús ora en nosotros: Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba! es decir, ¡Padre! (Gal. 4,6). ¡El Espíritu Santo nos hace capaces de entonar el “Padrenuestro”! Siempre creó confusión el hecho de que en el “Padrenuestro” no se nombrara al Espíritu Santo; parecía una grave omisión; en la Antigüedad, hubo incluso un intento de remediar esa laguna con una variante que, en lugar de “el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, decía: “Venga a nosotros tu Espíritu Santo y nos purifique”. Pero verdaderamente no hay necesidad: el Espíritu Santo no está en la oración porque está en el orante: no está entre las cosas pedidas porque es el que pide: Porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Sin el Espíritu Santo —decía san Agustín— todo aquel que grite ¡Abba! grita en el vacío (Sermo 71,18; PL 38,46).

Cuando oren, digan: después de explicar las palabras usadas por Jesús en el Padrenuestro, se impone saber qué significa esa orden de Jesús: ¿acaso que debemos orar únicamente y siempre así, con estas palabras? ¡Sería un error enorme! Jesús quería decir: oren con esta actitud de hijos, en torno de estas cosas fundamentales, con este orden. Ese día, Jesús no enseñó a los discípulos “una” oración, sino una “manera” de orar. El Padrenuestro es un modelo de oración, un arquetipo, un generador e inspirador de oración; no se lo puede envilecer al rango de una oración como las demás, o de una oración que elimina a todas las demás. Esto significa que es necesario rodear de un amor y una veneración especiales al “Padrenuestro” como hace la liturgia que lo coloca sólo en los momentos más importantes de sus celebraciones; no decirlo demasiado a menudo, superficialmente o a toda prisa, o decir muchos, uno tras otro. El “Padrenuestro” debe “desarrollarse” en meditación y alimentar la oración espontánea y ésta debe hacer que el Padrenuestro resulte vivo y fresco. Como modelo de oración, el “Padrenuestro” nos impulsa a acordar el primer lugar a Dios, no a nosotros; por eso, nos impulsa a dar la preferencia a todo ese complejo de cosas que se llama oración de alabanza, de adoración, de agradecimiento. También María hace eso en su Magníficat. No debemos caer en el error de saltar enseguida del “Padre nuestro” al “dánosle hoy”; no debemos presentarnos siempre a Dios como mercenarios que, lo primero que hacen, es mirar las manos del patrón para ver qué tiene para darles. El “Padrenuestro”, además de decirse en meditación, debe “desarrollarse” en la vida práctica; ya el autor de la carta de Pedro señalaba esta consecuencia: Y ya que ustedes llaman Padre a aquel que, sin hacer acepción de personas, juzga a cada uno según sus obras, vivan en el temor mientras están de paso en este mundo (1 Ped. 1,17).

Queda una última consideración por hacer: ¿cómo es visto el “Padrenuestro” por el destinatario, o sea, por Dios? ¿Qué impresión harán en él estas palabras? En suma, el “Padrenuestro” visto desde la orilla del Padre. Sobre esto escribió cosas estupendas Ch. Péguy; reproduzco sólo algunas frases del largo monólogo de Dios en el “Misterio de los santos inocentes:

“Yo no soy su padre, dice Dios. Padre nuestro que estás en los Cielos...

Supo bien lo que hacía ese día, mi hijo que tanto los ama.

Cuando puso esa barrera entre ellos y yo.

Padre nuestro que estás en los cielos, estas tres o cuatro palabras.

Esta barrera que mi cólera y tal vez mi justicia jamás superarán.

Feliz quien se adormece bajo la protección de los bastiones de estas tres o cuatro palabras.

Estas palabras que caminan frente a cada oración como las manos de quien suplica caminan frente a su cara...

Estas tres o cuatro palabras que se adelantan como un bello espolón frente a una pobre nave.

Y que rasgan la ola de mi cólera.

Y cuando el espolón pasó, la nave pasa, y atrás toda la flota. Ahora, dice Dios, es así como los veo...

Como la estela de un bello navío va alargándose hasta desaparecer y perderse.

Pero comienza con una punta, que es la punta misma del navío.

Así la estela inmensa de los pecadores se alarga hasta desaparecer y perderse.

Pero comienza con una punta, y esa es la punta que viene hacia mí...

Y el navío es mi propio hijo, cargado de todos los pecados del mundo.

Y la punta del navío son las dos manos juntas de mi hijo, y ante la mirada de mi cólera y ante la mirada de mi justicia. Todos se ocultaron detrás de él.

Y todo este inmenso cortejo de oraciones, toda esa estela inmensa se alarga hasta desaparecer y perderse.

Pero comienza con una punta y esa es la punta que se vuelve hacia mí. Que avanza hacia mí.

Y esa punta son estas tres o cuatro palabras: Padre nuestro que estás en los cielos; mi hijo en verdad sabía lo que hacía...

Padre nuestro que estás en los cielos. Evidentemente cuando un hombre comenzó así...

Después puede continuar, puede decirme lo que quiere. Ustedes entienden, estoy desarmado.

Y mi hijo lo sabía bien.

Él que amó tanto a estos hombres...”.

Esto es, más o menos, lo que quería decir al comienzo, cuando decía que el “Padrenuestro” es la ola de la oración de Jesús que se propaga a lo largo de los siglos, es Jesús que ora con nosotros, en nosotros y por nosotros. Después de esto, ya no será tan fácil para nosotros continuar recitando el “Padrenuestro” sin pensarlo.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en Castelgandolfo (27-VII-1980)

– Oración

“Señor enséñanos a orar”: estas palabras dirigidas directamente a Cristo y que hoy nos recuerda la lectura del Evangelio, no pertenecen sólo al pasado. Son palabras repetidas constantemente por los hombres, es un problema siempre actual: el problema de la oración.

¿Qué quiere decir rezar? ¿Cómo hay que rezar? Por eso la respuesta que dio Cristo es siempre actual. ¿Y qué respuesta dio Cristo? En cierto sentido, Él enseñó, a los que le preguntaban, las palabras que debían pronunciar para rezar, para dirigirse al Padre.

Cristo, pues, enseñó las palabras de la oración; las palabras más perfectas, las palabras más completas; en ellas se encierra todo.

¿Qué quiere decir rezar? Rezar significa sentir la propia insuficiencia, sentir la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre, las necesidades que constantemente forman parte de su vida. Como, por ejemplo, la necesidad de pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a media noche para pedirle pan. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las necesidades del cuerpo humano, de las necesidades de esta existencia que nacen del hecho de que el hombre es el cuerpo.

– Súplica de Abraham

A la respuesta de Cristo, en la liturgia de hoy, pertenece también ese maravilloso pasaje del Génesis, cuyo personaje principal es Abraham. Y el principal problema es el de Sodoma y Gomorra; o también, en otras palabras, el del bien y el del mal, del pecado y de la culpa; es decir, el problema de la justicia y de la misericordia. Espléndido es ese coloquio entre Abraham y Dios, en que se demuestra que rezar quiere decir moverse continuamente en la obra de la justicia y de la misericordia, es un introducirse entre una y otra en Dios mismo.

Rezar, por tanto, quiere decir ser consciente de todas las necesidades del hombre, de toda la verdad sobre el hombre y, en nombre de esa verdad, cuyo sujeto directo soy yo mismo, pero también mi prójimo, todos los hombres, la humanidad entera..., en nombre de esa verdad, dirigirse a Dios como al Padre.

Ahora bien, según la respuesta de Cristo a la pregunta “enséñanos a orar” todo se reduce a este singular concepto: aprender a rezar quiere decir “aprender quién es el Padre”. Si nosotros aprendemos, en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad “Padre”, hemos aprendido todo. Aprender quién es el Padre quiere decir aprender la respuesta a la pregunta cómo se debe rezar, porque rezar quiere decir también encontrar la respuesta a una serie de preguntas ligadas, por ejemplo, al hecho de que yo rezo y a veces no soy escuchado.

Cristo da respuestas indirectas a estas preguntas también en el Evangelio de hoy. Las da en todo el Evangelio y en toda la experiencia cristiana. Aprender quién es el Padre quiere decir aprender lo que es la confianza absoluta. Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza de que Él no podrá absolutamente rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. Él no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente, parece indicar el rechazo. Él no te rechaza jamás.

– Conocer a Dios Padre

Por tanto, aprender a rezar quiere decir “conocer al Padre” de ese modo; aprender a estar seguros de que el Padre no te rechaza jamás nada, sino que, por el contrario, da el Espíritu Santo a quienes lo piden.

Los dones que pedimos son diversos como lo son nuestras necesidades. Pedimos según nuestras exigencias y no puede ser de otro modo. Cristo confirma esa nuestra actitud; sí, así es; debéis pedir según vuestras exigencias, tal como las sentís. El Padre nos da el Espíritu Santo. Y lo da en consideración de su Hijo. Por esto ha dado a su Hijo, ha dado a su Hijo por los pecados del mundo, ha dado a su Hijo saliendo al encuentro de todas las necesidades del mundo, de todas las necesidades del hombre, para poder siempre, en este Hijo crucificado y resucitado dar el Espíritu Santo. Este es su don.

Aprender a rezar quiere decir aprender quién es el Padre y adquirir una confianza absoluta en Aquel que nos ofrece este don cada vez más grande y, ofreciéndonoslo, jamás nos engaña. Y si a veces o incluso frecuentemente no recibimos directamente lo que pedimos, en este don tan grande –cuando se nos ofrece– se hallan encerrados todos los otros dones; aunque no siempre nos damos cuenta de ello.

El ejemplo que más me ha impresionado es el de un hombre que encontré en un hospital. Estaba gravemente enfermo a consecuencia de las lesiones sufridas durante la insurrección de Varsovia. En aquel hospital me habló de su extraordinaria felicidad. Este hombre llegó a la felicidad por cualquier otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivo para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad. Recordó el don en que encontró la felicidad, aun siendo tan infeliz.

El hombre, defraudado de tantos programas, de tantas ideologías ligadas a la dimensión del cuerpo, a la temporalidad, al orden de la materia, se somete a la acción del espíritu y descubre en sí el deseo de lo que es espiritual. Creo que, realmente, hoy pasa una revolución así por el mundo. Son muchas las comunidades que rezan, rezan quizá como nunca se rezó antes, de modo diverso, más completo, más rico, con una más amplia apertura a ese don que nos da el Padre; y también con una nueva expresión humana de esa apertura. Diría que con un nuevo programa cultural de la oración nueva. Deseo unirme con ellas por dondequiera se encuentren.

Esta gran revolución de la oración es el fruto del don y es también el testimonio de las inmensas necesidades del hombre moderno y de las amenazas que pesan sobre él y sobre el mundo contemporáneo. Creo en la oración de Abraham y su contenido es muy actual en los tiempos en que vivimos. Es tan necesaria una oración así, para tratar con Dios por cada hombre justo; para rescatar al mundo de la injusticia. Es indispensable una oración que se introduzca, diríamos en el corazón de Dios entre lo que en Él es la justicia y lo que en Él es la misericordia.

La respuesta de Cristo a la pregunta “enséñanos a orar” es siempre actual; debemos descifrarla en su contenido original.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

¡“Dios sensible al corazón”, escribió Pascal; dejándose conmover por las súplicas de Abrahán! ¡Dios que nos ha dado toda clase de seguridades en la oración, afirmando que si un padre no daría una piedra a un hijo suyo que le pidiera pan –y los hombres somos malos– cuánto más el “Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden”! Nadie nos hace tanto caso ni puede ayudarnos más eficazmente que el Señor.

“Todo el que pide recibe”, Jesús no hace restricciones. S. Agustín enseña que nuestra oración no siempre es atendida porque pedimos “aut mali, aut male, aut mala”. “Mali”: porque somos malos; “Male”: porque pedimos mal, sin constancia y sin fe; “Mala”: porque pedimos cosas malas, que no nos convienen, y Dios, como un buen padre a un hijo inconsciente, no las otorga.

Hay una sola cosa que no podemos lograr en la oración, y es: la que no hayamos pedido con fe. Si lo que pedimos entra en los planes de Dios y conviene a nuestra alma, si pedimos pan y no piedras, el Señor nos lo concederá cuando Él quiera y como Él quiera; porque Dios da siempre lo que es bueno a quienes se lo piden. “Quien sabe todo lo que sufrís y lo puede impedir –enseña S. Juan Crisóstomo– si no lo impide es evidente que por providencia y cuidado de vosotros no lo impide”.

Debemos orar sin desanimarnos, aunque nos parezca que, a pesar del tiempo que llevamos suplicando a Dios, la ayuda esperada no llega o es insuficiente. No importa. Después de cada fracaso –cuando se trate de pedir el desarraigar un defecto o la adquisición de una virtud–, pedir perdón, levantar el ánimo y volver a intentarlo de nuevo. A menudo lo que Dios nos otorga primero no es la virtud sino el volver a intentarlo una y otra vez. Así nos cura de nuestra suficiencia y nos enseña a depender de Él.

Dios nos escucha siempre, pero cuando usamos las mismas palabras que Él nos indicó, con más motivo. S. Agustín aseguraba que la oración del Padrenuestro es tan perfecta, que, en pocas palabras, se encierra todo lo que el hombre debe pedir a Dios. El “Padrenuestro” es, sin duda, la oración más comentada de toda la Sagrada Escritura. Los Padres y los grandes escritores de la Iglesia nos han ofrecido explicaciones llenas de sabiduría y piedad. Juan Pablo II dice que: “Hay en ella una sencillez tal, que hasta un niño la aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera meditando el sentido de cada palabra”.

“Quien no hace oración, no necesita demonio que le tiente, decía Sta. Teresa, en tanto que quien tiene un cuarto de hora al día, necesariamente se salva”.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Orad así: Padrenuestro...»

I. LA PALABRA DE DIOS

Gn 18, 20-32: No se enfade mi Señor, si sigo hablando

Sal 137, 1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8: Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste

Col 2,12-14: Os dio la vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados

Lc 11,1-13: Pedid y se os dará

II. LA FE DE LA IGLESIA «Jesús es el Maestro de nuestra oración» (2765)... «Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mimético. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre» (2766).

«La oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia» (2776).

«La confianza sencilla y fiel, y la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el Padre Nuestro» (2797).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio... Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor, que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano) (2761).

«Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical» (S. Agustín) (2762).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La confiada insistencia de Abrahán cuando intercedía por las ciudades condenadas de Sodoma y Gomorra halló eco en la paciente condescendencia en Dios. La catequesis de Jesús sobre la oración tiene dos partes. En la primera enseña la plegaria modélica, el «Padre nuestro»; en la segunda se exponen las condiciones de la oración cristiana: constancia y confianza en la buena disposición de Dios Padre hacia su Hijo.

La segunda lectura expone como el misterio Pascual de Cristo se actualiza en el Bautismo y su poder regenerador se aprovecha mediante la fe.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El «padrenuestro», resumen de todo el Evangelio: 2759-2776.

La respuesta:

Comentario a cada una de las peticiones: 2777-2865.

C. Otras sugerencias

La oración es parte integrante de la vida cristiana, pero ¿Sabemos orar? Jesús enseña a los discípulos a hablar con Dios en espíritu y verdad: el Padre Nuestro, y les exhorta a las actitudes del que ora en verdad.

Revisad la frecuencia en el rezo del Padrenuestro. ¿Se está perdiendo su uso? Revisad la calidad en el rezo del Padrenuestro ¿Es una rutina? Revisad, sobre todo, las disposiciones interiores en el rezo del Padre nuestro.

Glosar algunas de las peticiones del Padrenuestro, según los destinatarios.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Aprender a pedir.

– El sentido de nuestra filiación divina debe estar presente siempre en nuestra oración.

I. Jesús se retiraba a orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados. Sus discípulos le encontraron muchas veces en un diálogo lleno de ternura con su Padre del Cielo. Y un día, al terminar la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar... Esto hemos de pedir también nosotros: Jesús, enséñame a tratarte, dime cómo y qué cosas debo pedirte... Porque en ocasiones –incluso aunque llevemos años haciendo oración– estamos delante de Dios como el niño que apenas sabe pronunciar unas cuantas palabras mal aprendidas.

El Señor les enseñó entonces el modo de rezar y la oración por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían cada palabra de esta oración universal con una particular entonación. Y nos señala la confianza que hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al mostrar nuestra radical necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda oración verdadera: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará para darle cuanto necesite. Una buena parte de nuestras relaciones con Dios están definidas por la petición confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y Él sólo desea darnos, y en abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión?

El Señor mismo sale fiador de nuestra petición: todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. No pudo ser más categórico. Sólo nos iremos de vacío si nos sentimos satisfechos de nosotros mismos; si pensáramos que nada necesitamos, porque nos hubiéramos contentado con unas metas bien cortas, o porque hubiéramos pactado con defectos y flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. Debemos acudir al Sagrario como gente muy necesitada ante Quien todo lo puede: como acudían a Jesús los leprosos, los ciegos, los paralíticos... “Rezar –señalaba Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio– significa sentir la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre, y que forman parte de su vida: la misma necesidad del pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedírselo. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las necesidades del cuerpo humano (...). Pero la escala de estas necesidades es más amplia...”.

La humildad de sentirnos limitados, pobres, carentes de tantos dones, y la confianza en que Dios es el Padre incomparable pendiente de sus hijos, son las primeras disposiciones con las que debemos acudir diariamente a la oración. “Si nosotros aprendemos en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad Padre, hemos aprendido todo (...). Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza absoluta de que Él no podrá rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. Él no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente, parece indicar el rechazo. Él no te rechaza jamás”. Nunca deja de atendernos. El sentido de nuestra filiación divina y la conciencia de la propia indigencia y debilidad deben estar siempre presentes en nuestro trato con Dios.

– Pedir bienes sobrenaturales, y también bienes materiales, si nos ayudan a amar a Dios.

II. Todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Ante todo debemos pedir y buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al Señor, deseos auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias en las que nos encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la medida en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos, lograr ese empleo que quizá nos es necesario...

“Pidamos los bienes temporales discretamente –nos aconseja San Agustín–, y tengamos la seguridad –si los recibimos– de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le haces caso porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehúsas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna”. Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas veces no sabe lo que pide.

Dios quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad del hombre se encuentra siempre en la plena identificación con el querer divino, pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino nos llegará la mayor de las dichas. Cuenta el Papa Juan Pablo II cómo le impresionó la alegría de un hombre que encontró en un hospital de Varsovia después de la insurrección de aquella ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba gravemente herido y, sin embargo, era evidente su extraordinaria felicidad. “Este hombre llegó a la felicidad –comentaba el Pontífice– por otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad”, en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se hacen una sola cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de Dios: hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Y éste es siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado, pues es el que preparó nuestro Padre del Cielo. Dile: Señor, nada quiero más que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des. ¿Para qué lo quiero yo, si Tú no lo quieres? Tú sabes más. Hágase tu voluntad...

– La súplica de Abrahán.

III. La Primera lectura de la Misa nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica de Abrahán, el amigo de Dios, por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a Dios y que iban a ser destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán tratará de salvar las ciudades, “regateando” con Dios, en el que confía y del que se siente verdaderamente querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso tesoro que son unos cuantos justos, unos cuantos santos.

El Señor se complace tanto en quienes son justos, en quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará dispuesto a perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas contra Él, con tal de que se encuentren diez justos en la ciudad. Tan agradable es a Dios el amor y la adoración de estos pocos que es capaz de olvidar las iniquidades de aquellas ciudades. Es una enseñanza clara para nosotros, que queremos seguir al Señor de cerca –¡con obras!– y contarnos entre sus íntimos, pues a veces puede insinuarse en el alma la tentación de preguntarse: ¿de qué sirve que yo trate de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la voluntad de Dios, si son tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él no existiera o como si no mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas, bien distintas de las humanas, acerca de la utilidad de una vida. Un día, al final, el Señor nos hará ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y de la distancia, de aquella madre de familia que gastó sus días en sacar la familia adelante; el valor para toda la Iglesia del dolor de aquel enfermo que ofreció diariamente al Señor sus padecimientos; el “precio” de una hora de estudio o de trabajo convertida en oración...

Con una medida que sólo la misericordia divina conoce, a Yahvé le hubieran bastado diez justos para salvar a Sodoma y Gomorra. Las obras de estos justos, puestas en una balanza, habrían pesado más que todos los pecados de aquellos miles de infelices pecadores. Nosotros, cuando procuramos ser fieles al Señor, hemos de experimentar la alegría de saber que esta entrega, a pesar de nuestros muchos defectos, es el gozo de Dios en el mundo. Él está pronto a escuchar nuestra oración. Y debemos pedir cada día por la sociedad que nos rodea, pues parece alejarse cada vez más de Dios. “La oración de Abrahán –comenta el Papa Juan Pablo II– es muy actual en los tiempos en los que vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo hombre justo trate de rescatar al mundo de la injusticia”.

Terminemos nuestra oración haciendo el propósito de aprender a orar, de aprender a pedir como hijos. Hemos de acudir al Señor con mucha frecuencia, pues nos encontramos tan necesitados como aquellos que se agolpaban a la puerta, esperando de Él la salud del alma o del cuerpo. La Virgen Nuestra Madre nos enseñará a ser audaces en la petición. A Ella le rogamos que nos ayude a conseguir, con nuestro apostolado, que en todos los ambientes –en cada ciudad y en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en toda profesión– haya esos diez, veinte, cincuenta... justos que son agradables a Dios y en los que Él se puede apoyar.

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Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica) (www.evangeli.net)

Jesús estaba en oración… ‘Señor, enséñanos a orar’

Hoy, Jesús en oración nos enseña a orar. Fijémonos bien en lo que su actitud nos enseña. Jesucristo experimenta en muchas ocasiones la necesidad de encontrarse cara a cara con su Padre. Lucas, en su Evangelio, insiste sobre este punto.

¿De qué hablaban aquel día? No lo sabemos. En cambio, en otra ocasión, nos ha llegado un fragmento de la conversación entre su Padre y Él. En el momento en que fue bautizado en el Jordán, cuando estaba orando, «y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; mi amado, en quien he puesto mi complacencia’» (Lc 3,22). Es el paréntesis de un diálogo tiernamente afectuoso.

Cuando, en el Evangelio de hoy, uno de los discípulos, al observar su recogimiento, le ruega que les enseñe a hablar con Dios, Jesús responde: «Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre…’» (Lc 11,2). La oración consiste en una conversación filial con ese Padre que nos ama con locura. ¿No definía Teresa de Ávila la oración como “una íntima relación de amistad”: «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama»?

Benedicto XVI encuentra «significativo que Lucas sitúe el Padrenuestro en el contexto de la oración personal del mismo Jesús. De esta forma, Él nos hace participar de su oración; nos conduce al interior del diálogo íntimo del amor trinitario; por decirlo así, levanta nuestras miserias humanas hasta el corazón de Dios».

Es significativo que, en el lenguaje corriente, la oración que Jesucristo nos ha enseñado se resuma en estas dos únicas palabras: «Padre Nuestro». La oración cristiana es eminentemente filial.

La liturgia católica pone esta oración en nuestros labios en el momento en que nos preparamos para recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Las siete peticiones que comporta y el orden en el que están formuladas nos dan una idea de la conducta que hemos de mantener cuando recibamos la Comunión Eucarística.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Pedir con confianza

«Pidan y se les dará» (Lc 11, 9).

Eso dice Jesús.

Y tú, sacerdote, ¿haces lo que Jesús te dice?

¿Pides?

¿Confías?

¿Estás dispuesto a recibir?

¿Agradeces?

¿Cómo pides?

¿Qué tanto confías?

¿Abres tu corazón para recibir?

¿Cómo agradeces lo que recibes?

Pide sacerdote, porque está escrito que al que pida se le dará.

Pero pide, sacerdote, como un hijo pide a su padre, con esa confianza de que Él te escucha, y lo que necesitas te dará.

Espera con paciencia, pero no dejes de pedir con insistencia y dispuesto a recibir lo que tu Padre te quiera dar.

Y agradece multiplicando lo que te da, porque para eso te lo da: para cubrir tus necesidades y tus miserias, para que tú te des a los demás, para que hagas el bien y multipliques el bien, y de tus bienes le entregues cuentas.

Dios es Padre y un padre da, pero un hijo debe reconocerse necesitado y humilde, y pedir, porque en ese pedir reconoce el poder de aquel que tiene todo lo que el hijo necesita.

El Padre es todopoderoso. No hay nada, sacerdote, que Él no te pueda dar. Pero Él te dará en la medida en que tú necesites, para que no lo derroches haciendo tu voluntad, sino para que hagas la suya.

Dios es providente. Es un Padre, y el Padre es proveedor.

Pídele sacerdote, sin ponerle condición, porque tu Padre que está en el cielo te conoce, todo lo ve, todo lo sabe, y Él sabe lo que te conviene.

A ti te conviene sacerdote, reconocer que Dios es tu Padre y hacer lo que te dice; pedir lo que necesitas y recibir lo que te da, para servirlo, sirviendo a los demás.

Confía sacerdote en tu Padre, y háblale de ti y de tus problemas, y háblale de tus angustias y de tus penas, y háblale de lo que necesitan los demás a los que tú quieres ayudar, por quienes te entregas, por quienes te das, por quienes pones a disposición los dones que Él te da.

¡Pide, sacerdote! ¡Pide mucho! Y Él te dará a manos llenas.

Pero, al pedir, agradece y llévale una ofrenda agradable para Él.

Llévale tus buenas obras, tus buenas intenciones, tus buenos propósitos, tus oraciones, tus sacrificios, tus penitencias, y los frutos de sus dones, porque mucho ya te ha dado, y siempre te ha dado cosas buenas.

Pide, sacerdote, por los que no saben pedir, y ofrece por los que no saben qué ofrecer, y une tus sacrificios y los suyos al único y eterno sacrificio agradable al Padre: el sacrificio de su Hijo, y únelo en cada patena, en cada oblación y en cada oración, y elévalos alzando los brazos al cielo, ofreciendo, pidiendo, recibiendo y agradeciendo, entregándote tú con Él en cada Eucaristía, que es el sacramento de tu fe, por el que anuncias la muerte de tu Señor y su resurrección hasta que vuelva.

Es por Él, sacerdote, que todo lo que pides te es concedido.

Es por Él que su Padre te hace hijo y te da su heredad.

Es a través del sacrificio del Hijo, que tú recibes, porque sin Él nada mereces, sino el castigo que Él, por ti, ha merecido.

No te canses, sacerdote, de pedir.

No te canses de esperar.

No te canses de insistir.

Persevera sacerdote en la confianza de que Dios es bueno, es misericordioso, es justo, es amoroso, es providente, es compasivo, es Padre, es todopoderoso y es don, es dador de vida y es Creador de cielos y tierra, de todo lo visible y lo invisible, y no hay nada imposible para Dios.

Él te ama y todo lo perdona, no tiene límites.

Él es el todo, y el todo se te ha dado a través del Cordero en el sacrificio redentor.

Pídele sacerdote, que te enseñe a abrir tu corazón y que te dé la disposición a recibir la gracia de su sacrificio, para que alcances la salvación.

Tú eres, sacerdote, un llamado y un elegido como hijo de predilección, y has sido configurado con su Corazón, y te ha dado todo, hasta su poder.

Tanto así te ama, sacerdote, tanto así confía en ti, que está escrito que todo lo que pidas en su nombre Él lo hará.

Pídele, sacerdote, la gracia de entregarle tu voluntad, para bendecir, para alabar, para glorificar su nombre, adorando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, postrándote y entregando tu vida ante su presencia viva, que es Eucaristía.

Pide sacerdote, y dispón tu corazón a recibir; pero primero pide fe, porque lo único que te pide tu Señor es que creas en Él, para que lo ames por sobre todas las cosas, y trates a los demás como quieres que ellos te traten, amándose unos a otros como Él los amó.

Eso es lo que Él les dice.

Y tú sacerdote, ¿haces lo que te dice tu Señor?

Pídele la gracia de hacer siempre lo que Él te dice.

(Espada de Dos Filos IV, n. 39)

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