Domingo 04 del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Escrito el 20/06/2025
Julia María Haces

Domingo IV del Tiempo Ordinario (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilías en Santa Marta
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2010 y 2013
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

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DEL MISAL MENSUAL

NO TE VENCERÁN

Jr 1, 4-5; 17-19; 1 Cr 12,31-13,13; Lc 4,21-30

El relato de la vocación de Jeremías está lleno de promesas y fórmulas de asistencia que preparan el corazón del profeta para los días de adversidad y persecución que sobrevendrán. Las imágenes de la “plaza fuerte y la muralla de bronce” apuntan en la misma dirección: el profeta está revestido de una fortaleza que lo inmuniza contra el desaliento y la desesperanza. La hostilidad de parientes, vecinos y autoridades se encarnizó en contra suya, pero él no cedió en su afán de denunciar las conductas injustas e idolátricas del pueblo y en particular de las autoridades de Israel. El Evangelio de san Lucas nos relata que ya desde el mismo comienzo del ministerio, el Señor Jesús padeció la incomprensión y el rechazo de los mismos nazarenos, que además de desoírle, quisieron deshacerse de él, arrojándole a un barranco. Por esta vez, la entereza de Jesús le permitió salir airoso de este amago de violencia.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 105, 47

Sálvanos, Señor y Dios nuestro; reúnenos de entre las naciones, para que podamos agradecer tu poder santo y sea nuestra gloria el alabarte.

ORACIÓN COLECTA

Concédenos, Señor Dios nuestro, adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Te consagré profeta para las naciones.

Del libro del profeta Jeremías: 1, 4-5. 17-19

En tiempo de Josías, el Señor me dirigió estas palabras: “Desde antes de formarte en el seno materno, te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré como profeta para las naciones. Cíñete y prepárate; ponte en pie y diles lo que yo te mando. No temas, no titubees delante de ellos, para que yo no te quebrante.

Mira: hoy te hago ciudad fortificada, columna de hierro y muralla de bronce, frente a toda esta tierra, así se trate de los reyes de Judá, como de sus jefes, de sus sacerdotes o de la gente del campo. Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado para salvarte”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 70, 1-2. 3-4u. 5-óab. 15ab y 17

R/. Señor, tú eres mi esperanza.

Señor, tú eres mi esperanza, que no quede yo jamás defraudado. Tú, que eres justo, ayúdame y defiéndeme; escucha mi oración y ponme a salvo. R/.

Sé para mí un refugio, ciudad fortificada en que me salves. Y pues eres mi auxilio y mi defensa, líbrame, Señor, de los malvados. R/.

Señor, tú eres mi esperanza; desde mi juventud en ti confío. Desde que estaba en el seno de mi madre, yo me apoyaba en ti y tú me sostenías. R/.

Yo proclamaré siempre tu justicia y a todas horas, tu misericordia. Me enseñaste a alabarte desde niño y seguir alabándote es mi orgullo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Entre estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor, el amor es la mayor de las tres.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios 12, 31-13, 13

Hermanos: [Aspiren a los dones de Dios más excelentes. Voy a mostrarles el camino mejor de todos. Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que resuena o unos platillos que aturden. Aunque yo tuviera el don de profecía y penetrara todos los misterios, aunque yo poseyera en grado sublime el don de ciencia y mi fe fuera tan grande como para cambiar de sitio las montañas, si no tengo amor, nada soy. Aunque yo repartiera en limosna todos mis bienes y aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor, de nada me sirve.]

El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites.

El amor dura por siempre; en cambio, el don de profecía se acabará; el don de lenguas desaparecerá y el don de ciencia dejará de existir, porque nuestros dones de ciencia y de profecía son imperfectos. Pero cuando llegue la consumación, todo lo imperfecto desaparecerá.

Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño y pensaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, hice a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo y oscuramente, pero después será cara a cara. Ahora sólo conozco de una manera imperfecta, pero entonces conoceré a Dios como él me conoce a mí. Ahora tenemos estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; pero el amor es la mayor de las tres.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 4, 18

R/. Aleluya, aleluya.

El Señor me ha enviado para llevar a los pobres la buena nueva y anunciar la liberación a los cautivos. R/.

EVANGELIO

Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado tan sólo a los judíos.

Del santo Evangelio según san Lucas: 4, 21-30

En aquel tiempo, después de que Jesús leyó en la sinagoga un pasaje del libro de Isaías, dijo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios, y se preguntaban: “¿No es éste el hijo de José?”

Jesús les dijo: “Seguramente me dirán aquel refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’ y haz aquí, en tu propia tierra, todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Y añadió: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra. Había ciertamente en Israel muchas viudas en los tiempos de Elías, cuando faltó la lluvia durante tres años y medio, y hubo un hambre terrible en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón. Había muchos leprosos en Israel, en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, que era de Siria”.

Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio de la montaña sobre la que estaba construida la ciudad, para despeñarlo. Pero él, pasando por en medio de ellos, se alejó de allí.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, complacido, estos dones que ponemos sobre tu altar en señal de nuestra sumisión a ti y conviértelos en el sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Sal 30,17-18

Vuelve, Señor tus ojos a tu siervo y sálvame por tu misericordia. A ti, Señor me acojo, que no quede yo nunca defraudado.

O bien: Mt 5, 3-4

Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los humildes porque heredarán la tierra.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te rogamos, Señor, que, alimentados con el don de nuestra redención, este auxilio de salvación eterna afiance siempre nuestra fe en la verdad. Por Jesucristo nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Profeta de las naciones (Jr 1,4-5.17-19)

1ª lectura

El relato de la vocación de Jeremías muestra en profundidad el misterio de toda llamada divina, acto eterno y gratuito de Dios por el que se desvela a un alma el porqué y el para qué de su vida. El comienzo de toda persona humana nunca es simple resultado del azar, pues nada escapa a la divina providencia (v. 5). La acción de Dios en la gestación se expresa de manera gráfica —«plasmar» en el seno materno— mediante una palabra que designa la acción del alfarero que modela en el barro la forma de cada vasija. El «conocimiento» por parte de Dios alude a la elección para una misión determinada (cfr Am 3,2; Rm 8,29), pues Él tiene un proyecto para cada persona, y otorga a cada individuo unas características singulares, adecuadas para la tarea a que lo destina. A ello también se refiere la «consagración», es decir, la reserva de una persona o de una cosa para el servicio de Dios. Ese proyecto divino, bien determinado desde antes del nacimiento, se manifiesta al cabo del tiempo, cuando la persona ha alcanzado la edad adecuada para hacerse cargo de los designios que el Señor le ha preparado. San Juan Crisóstomo, glosando estas palabras, pone en boca de Dios: «Yo soy el que te he plasmado en el seno materno. No es obra de la naturaleza, ni de los sufrimientos. Yo soy la causa de todo, de modo que puedas obedecer con rectitud y ofrecerte a Mí». Y añade: «No dice primero te consagré, sino te conocí, y después te consagré. Con ello muestra la elección previa. Después de la elección previa, la especificación» (Fragmenta in Ieremiam 1).

En los vv. 17-19 el Señor comienza a anunciar un castigo, que se irá desarrollando en las páginas que siguen, a los hombres de Judá y de Jerusalén por no haber cumplido la Alianza. Jeremías deberá hablarles para recriminar sus pecados y explicar el sentido de los acontecimientos (vv. 17-18). Se trata de una misión difícil, pero cuenta con la fortaleza de Dios para llevarla a cabo (v. 19).

Dios no se olvida de los suyos y, en unos momentos críticos de su historia, cuando se acerca el fin del reino de Judá, elige y envía a Jeremías. El Señor lo escoge para hacer recapacitar al pueblo sobre los verdaderos motivos de las desgracias que se abaten sobre él y, cuando se consumen los desastres, para consolarlo con la certeza de que Él nunca abandona.

Himno a la caridad (1 Co 12,31—13,13)

2ª lectura

El himno a la caridad es una de las más bellas páginas de San Pablo; todo él va encaminado a cantar la excelencia del amor, y lo hace desde tres aspectos: superioridad y necesidad absoluta de este don (vv. 1-3); características y manifestaciones concretas (vv. 4-7); permanencia eterna de la caridad (vv. 8-13).

La caridad es un don tan excelente, que sin ella los demás pierden su razón de ser (vv. 1-3). Para mayor claridad San Pablo menciona los que parecen más extraordinarios: el don de lenguas, la ciencia, los actos heroicos; sin embargo, por encima de estos dones está el amor efectivo y eficaz: Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar —insisto— la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 230).

En la enumeración de las cualidades de la caridad (vv. 4-7), las más importantes son la paciencia y la benignidad, que en la Biblia se atribuyen a Dios (cfr Sal 145,8): «El amor es paciente, porque lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. No obra con soberbia, porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. No se jacta, porque sólo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. No es ambicioso, porque, mientras con todo ardor anda solícito de sus propios asuntos internos, no sale fuera de sí para desear los bienes ajenos. No busca lo suyo, porque desprecia, como ajenas, cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente. No se irrita, y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí espera, para después, premios mayores. No toma en cuenta el mal, porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. No se alegra por la injusticia, ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de sus adversarios. Se complace con la verdad, porque amando a los demás como a sí mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (S. Gregorio Magno, Moralia 10, 7-8.10).

La caridad es mayor que todos los demás dones de Dios (v. 13), pues cada uno de ellos nos es concedido para que alcancemos la perfección y la bienaventuranza definitiva; la caridad, en cambio, es la misma bienaventuranza.

Ningún profeta es bien recibido en su tierra (Lc 4, 21-30)

Evangelio

Los habitantes de Nazaret que se maravillaban de Jesús (v. 22) inmediatamente se llenan de ira ante sus palabras (v. 28). En cierta manera, se cumplen ya las palabras de Simeón en el Templo (2,34): Jesús es causa de dolor y gozo. La falta de fe de los conciudadanos del Señor les lleva a pedir a Jesús un milagro que acredite su enseñanza. Al no hacerlo Jesús, es posible que sus paisanos le consideren un falso profeta y por eso intentan despeñarlo (v. 29; cfr Dt 13,2ss.). Así se pone de manifiesto la mezquindad de aquellos hombres que no han sabido ver la verdad que tienen en sí las palabras del Señor (v. 22). Por eso el episodio nos enseña a descubrir los caminos por los que podemos entender de verdad a Jesús: sólo podremos hacerlo en la humildad y en el desinterés.

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

Jesús es rechazado en Nazaret

46. En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.

La envidia no se traiciona medianamente: olvidada del amor entre sus compatriotas, convierte en odios crueles las causas del amor. Al mismo tiempo, ese dardo, como estas palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial si no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos. Los actos del Señor en su carne son la expresión de su divinidad, y lo que es invisible en Él nos lo muestra por las cosas visibles (Rom 1,20).

47. No sin motivo se disculpa el Señor de no haber hecho milagros en su patria, a fin de que nadie pensase que el amor a la patria ha de ser en nosotros poco estimado: amando a todos los hombres, no podía dejar de amar a sus compatriotas; mas fueron ellos los que por su envidia renunciaron al amor de su patria. Pues el amor no es envidioso, no se infla (1 Cor 13,4). Y, sin embargo, esta patria no ha sido excluida de los beneficios divinos. ¡Qué mayor milagro que el nacimiento de Cristo en ella? Observa qué males acarrea el odio; a causa de su odio, esta patria es considerada indigna de que El, como ciudadano suyo, obrase en ella, después de haber tenido la dignidad de que el Hijo de Dios naciese en ella.

48. En verdad os digo: muchas viudas había en Israel en los días de Elías.

No se quiere decir que estos días perteneciesen a Elías, sino que en ellos Elías realizó sus obras; o mejor, que era día para aquellos que, gracias a sus obras, veían la luz de la gracia espiritual y se convertían al Señor. Por lo cual el cielo se abría cuando ellos veían los misterios divinos y eternos; y se cerraba cuando había hambre, porque faltaba la fertilidad del conocimiento de las cosas divinas.

49. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue limpiado sino el sirio Namán.

Está claro que estas palabras del Señor Salvador nos enseñan y nos exhortan a tener celo por el culto de Dios; que nadie es curado ni librado de la enfermedad que mancha su carne si no busca la salud con una actitud religiosa: pues los beneficios divinos no se otorgan a los soñolientos, sino a los que vigilan. Y con un ejemplo y una comparación bien elegida, la arrogancia de los compatriotas envidiosos queda confundida, y muestra que la conducta del Señor está de acuerdo con las antiguas Escrituras.

Efectivamente, leemos en los libros de los Reyes que un gentil, Namán, ha sido, según la palabra del profeta, librado de las manchas de la lepra (2 Reg 5,14); sin embargo, muchos judíos estaban corroídos por la lepra del cuerpo y del alma: pues los cuatro hombres que, acosados por el hambre, marcharon los primeros al campamento del rey de Siria, nos dice la historia que eran leprosos (2 Reg 7,3ss). ¿Por qué, pues, el profeta no tuvo cuidado de sus hermanos, de sus compatriotas, ni curaba a los suyos, cuando curaba a los extranjeros, a los que no practicaban la ley ni observaban su religión? ¿No es, acaso, porque el remedio depende de la voluntad, no de la nación, y que el beneficio divino se consigue por los deseos del mismo y no por el derecho de nacimiento? Aprende a implorar lo que deseas obtener; el fruto de los beneficios divinos no sigue a las gentes indiferentes.

50. Mas, aunque esta simple exposición pueda formar disposiciones morales, sin embargo, el atractivo del misterio no está oculto. Del mismo modo que lo posterior se deriva de lo que precede, así también lo que precede está confirmado por lo que sigue. Hemos dicho en otro libro que esta viuda a la que Elías fue enviado prefiguraba la Iglesia. Conviene que el pueblo venga detrás de la Iglesia. Este pueblo congregado entre los extranjeros, este pueblo antes leproso, este pueblo manchado antes de ser bautizado en el río místico, este mismo pueblo, lavado de las manchas del cuerpo y del alma, después del sacramento del bautismo, comienza a ser no más lepra, sino virgen inmaculada y sin arruga (Eph 5,25). Con razón, pues, se describe a Namán grande a los ojos de su señor y de aspecto admirable porque en él nos mostraba la figura de la salvación que había de venir para los gentiles. Los consejos de una santa esclava que, después de la derrota de su país, había caído en poder del enemigo, le han movido a esperar de un profeta su salud; no fue curado por la orden de un rey de la tierra, sino por una liberalidad de la misericordia de Dios.

51. ¿Por qué se le ha prescrito un número misterioso de inmersiones? ¿Por qué ha sido escogido el río Jordán? ¿Es que no son mejores que el Jordán los ríos de Damasco; el Abana y el Parpar? Herido en su amor propio prefirió esos ríos; mas reflexionando, escogió el Jordán; ignora la ira el misterio; lo conoce, sin embargo, la fe. Aprende el beneficio del bautismo salvador: el que se bañó leproso, salió fiel. Reconoce la figura de los misterios espirituales: se pide la curación del cuerpo y se obtiene la del alma. Al lavarse el cuerpo, se lava el corazón. Pues veo que la lepra del cuerpo no ha sido purificada más que la del alma, ya que después de este bautismo, purificado de la mancha de su antiguo error, se niega a ofrecer a los dioses extranjeros las víctimas que había ofrecido al Señor.

52. Aprende también las normas de la virtud correspondiente: ha mostrado su fe el que ha rehusado la recompensa. Aprende en el magisterio de las palabras y de los hechos lo que has de imitar. Tienes el precepto del Señor y el ejemplo del profeta: recibir gratuitamente, dar gratuitamente (Mt 10,8), no vender tu ministerio, sino ofrecerlo; la gracia de Dios no debe ser tasada con precio ni, en los sacramentos, ha de enriquecerse el sacerdote, sino servir.

53. Sin embargo, no basta que no busques el lucro: has de atar aun las manos de tus familiares. No sólo se pide que te conserves casto y sin tacha; pues el Apóstol no dice: “Tú sólo’’, sino que tú mismo te conserves casto (1 Tim 5,22). Luego se pide que no sólo tú seas íntegro con respecto a estos tráficos, sino también toda tu casa; pues es preciso que el sacerdote sea irreprensible, que sepa gobernar bien su propia casa, que tenga los hijos en sujeción, con toda honestidad; pues quien no sabe gobernar su casa, ¿cómo tendrá cuidado de la Iglesia? (1 Tim 3, 2.5) Instruye a tu familia, exhórtala, cuida de ella, y, si algún servidor te engaña —no excluyo que esto sea posible al hombre—y es sorprendido, despídelo a ejemplo del profeta. La lepra sigue rápidamente al salario afrentoso, y el dinero mal adquirido mancha el cuerpo y el alma: Has recibido, dice, dinero y poseerás campos, viñas, olivares y ganados; y la lepra de Namán te afectará a ti y a tu posteridad para siempre. Ve cómo el acto del padre hace condenar en seguida a sus herederos; pues se trata de una culpa inexpiable vender los misterios, y la gracia celestial hace pasar su venganza a sus descendientes. De este modo los mohabitas y demás no entrarán hasta la tercera y cuarta generación (Deut 23,3), es decir, por limitarme a una simple interpretación, hasta que la falta de los antepasados no sea expiada por sucesivas generaciones.

54. Más los que han pecado para con Dios con el error de la idolatría son castigados, como lo vemos, hasta la cuarta generación; bien dura parece seguramente la sentencia que la autoridad del profeta ha fulminado para siempre contra la posteridad de Giezi a causa de su codicia, sobre todo cuando nuestro Señor Jesucristo ha otorgado a todos, por la regeneración bautismal, el perdón de los pecados; a no ser que se piense, más que en la descendencia de la raza, en la de los vicios: del mismo modo que los que son hijos de la promesa son contados como de buena raza, así también habría de considerarse de mala raza los que son hijos del error. Pues los judíos tienen por padre al diablo (Jn 8,44), del cual son ellos descendientes, no por la carne, sino por sus pecados. Luego todos los codiciosos, todos los avaros, poseen la lepra de Giezi con sus riquezas y, por el bien mal adquirido, han acumulado menos un patrimonio de riquezas que un tesoro de pecados para un suplicio eterno y un corto bienestar. Pues, mientras las riquezas son perecederas, el castigo es sin fin, ya que ni los avaros, ni los borrachos, ni los idólatras poseerán el reino de Dios (1 Cor 6,9-10).

55. Al oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad.

Los sacrilegios de los judíos, que mucho antes había predicho el Señor por los profetas —y lo que en un verso del salmo indica que había de sufrir cuando estuviese en su cuerpo, al decir: Me devolvían mal por el bien (Ps 34,12)—, en el Evangelio nos muestra su cumplimiento. Efectivamente, cuando distribuía sus beneficios entre los pueblos, ellos lo llenaban de injurias. No es sorprendente que, habiendo perdido ellos la salvación, quisieran desterrar de su territorio al Salvador. El Señor se modera sobre su conducta: Él ha enseñado con su ejemplo a los apóstoles cómo hacerse todo a todos: no desecha a los de buena voluntad ni coacciona a los recalcitrantes; no resiste cuando se le expulsa ni está ausente de quien le invoca. Así en otro lugar, a los gerasenos, no pudiendo soportar sus milagros, los deja como enfermos e ingratos.

56. Entiende al mismo tiempo que su pasión en su cuerpo no ha sido obligada, sino voluntaria; no ha sido apresado por los judíos, sino que Él se ha ofrecido. Cuando quiere, es arrestado; cuando quiere, cae; cuando quiere, es crucificado; cuando quiere, nadie le retiene. En esta ocasión subió a la cima de la montaña para ser precipitado; pero descendió en medio de ellos, cambiando repentinamente y quedando estupefactos aquellos espíritus furiosos, pues no había llegado aún la hora de su pasión. Él quería mejor salvar a los judíos que perderlos, a fin de que el resultado ineficaz de su furor los hiciese renunciar a querer lo que no podían realizar. Observa, pues, que aquí obra por su divinidad y allí se entrega voluntariamente; ¿cómo, en efecto, pudo ser arrestado por un puñado de hombres si antes no pudo hacerlo una multitud? Pero no quiso que el sacrilegio fuese obra de muchos, para que el odio de la cruz recayese sobre algunos: fue crucificado por unos cuantos, pero murió por todo el mundo.

(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nn. 43-56, BAC, Madrid, 1966, pp. 210-218)

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FRANCISCO – Ángelus 2016 y 2019 - Homilías en Santa Marta

Ángelus 2016

Ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El relato evangélico de hoy nos conduce de nuevo, como el pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús creció en familia y lo conocían todos. Él, que hacía poco tiempo que había salido para comenzar su vida pública, vuelve ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinagoga. Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4 ,21). Los conciudadanos de Jesús, en un primer momento sorprendidos y admirados, comienzan después a poner cara larga, a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué este que pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí los prodigios y milagros que ha realizado en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos? Entonces Jesús afirma: «Ningún profeta es aceptado en su pueblo» (v. 24) y recuerda a los grandes profetas del pasado, Elías y Eliseo, que realizaron milagros a favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su pueblo. Llegados a este punto, los presentes se sienten ofendidos, se levantan indignados, expulsan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo desde un precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, «se abrió paso entre ellos y seguía su camino» (v. 30). Su hora todavía no había llegado.

Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre religioso está siempre expuesto —todos nosotros estamos expuestos— y de la cual es necesario tomar decididamente distancia. ¿Y cuál es esta tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana y, en consecuencia, ponerse a «negociar» con Dios buscando el propio interés. En cambio, en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios que es Padre y que se preocupa por cada una de sus criaturas, también de aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres. Precisamente en esto consiste el ministerio profético de Jesús: en anunciar que ninguna condición humana puede constituirse en motivo de exclusión —¡ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión!— del corazón del Padre, y que el único privilegio a los ojos de Dios es el de no tener privilegios. El único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no tener padrinos, de abandonarse en sus manos.

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). El «hoy», proclamado por Cristo aquel día, vale para cada tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos la mano para hacernos levantar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos.

Volvamos a la sinagoga. Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba María, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña anticipación de aquello que sufrirá debajo de la Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, luego amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios, que es Jesucristo.

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Ángelus 2019

Profetas valientes y perseverantes

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El domingo pasado, la liturgia proponía el episodio de la sinagoga de Nazaret, donde Jesús lee un pasaje del profeta Isaías y al final revelan que esas palabras se cumplen “hoy” en él. Jesús se presenta como aquel en quien se posó el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo que lo consagró y lo envió a cumplir la misión de salvación para la humanidad. El Evangelio de hoy (cf. Lc 4, 21-30) es la continuación de esa historia y nos muestra el asombro de sus paisanos al ver que uno de su pueblo, «el hijo de José» (v.22), pretende ser el Cristo, el enviado del Padre.

Jesús, con su capacidad de penetrar en las mentes y los corazones, entiende inmediatamente lo que piensan sus paisanos. Creen que, dado que él es uno de ellos, deba demostrar esta extraña “pretensión” haciendo milagros allí, en Nazaret, como había hecho en los pueblos vecinos (cf. v. 23). Pero Jesús no quiere y no puede aceptar esta lógica, porque no corresponde al plan de Dios: Dios quiere fe, ellos quieren milagros, señales; Dios quiere salvar a todos, y ellos quieren un Mesías en su beneficio. Y para explicar la lógica de Dios, Jesús pone el ejemplo de dos grandes profetas antiguos: Elías y Eliseo, a quienes Dios envió para sanar y salvar a personas no judías, de otros pueblos, pero que habían confiado en su palabra.

Ante esta invitación a abrir sus corazones a la gratuidad y universalidad de la salvación, los ciudadanos de Nazaret se rebelan, e incluso adoptan una actitud agresiva, que degenera hasta el punto de que «levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a una altura escarpada del monte [...], para despeñarlo» (v. 29). La admiración del primer momento se había convertido en una agresión, una rebelión contra él.

Y este Evangelio nos muestra que el ministerio público de Jesús comienza con un rechazo y con una amenaza de muerte, paradójicamente por parte de sus paisanos. Jesús, al vivir la misión que el Padre le confió, sabe que debe enfrentar la fatiga, el rechazo, la persecución y la derrota. Un precio que, ayer como hoy, la auténtica profecía está llamada a pagar. El duro rechazo, sin embargo, no desanima a Jesús, ni detiene el camino ni la fecundidad de su acción profética. El sigue adelante por su camino (cf. v. 30), confiando en el amor del Padre.

También hoy el mundo necesita ver en los discípulos del Señor, profetas, es decir, personas valientes y perseverantes en responder a la vocación cristiana. Gente que sigue el “empuje” del Espíritu Santo, que los envía a anunciar esperanza y salvación a los pobres y excluidos; personas que siguen la lógica de la fe y no de la milagrería; personas dedicadas al servicio de todos, sin privilegios ni exclusiones. En resumen: las personas que están abiertas a aceptar en sí mismas la voluntad del Padre y se comprometen a testimoniarla fielmente a los demás.

Recemos a María Santísima, para que podamos crecer y caminar con el mismo celo apostólico por el Reino de Dios que animó la misión de Jesús.

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Homilía del 24 de marzo de 2014

Marginados, por lo tanto salvados

Es en el camino de la marginación donde Dios nos encuentra y nos salva. Lo recordó el Papa Francisco en la misa del lunes 24 de marzo, centrando su homilía en un fuerte llamamiento a la humildad.

Para explicar lo que significa estar “en los márgenes” para ser salvados, el Pontífice se refirió a la liturgia del día, que presenta dos pasajes especialmente elocuentes, tomados del segundo Libro de los Reyes (2R 5, 1-15a) y del Evangelio de Lucas (Lc 4, 24-30). En el pasaje evangélico, destacó el Santo Padre, Jesús afirma que no podía hacer milagros en su Nazaret “por falta de fe”: justamente allí, donde había crecido, “no tenían fe”. Precisamente, añadió, Jesús dice: “Ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Y recordó luego la historia de Naamán el sirio con el profeta Eliseo, narrada en la primera lectura, y la de la viuda de Sidón con el profeta Elías.

“Los leprosos y las viudas en ese tiempo eran marginados”, destacó el Papa. En especial “las viudas vivían de la caridad pública, no entraban en la normalidad de la sociedad”, mientras que los leprosos tenían que vivir fuera, lejos del pueblo.

Así, en la sinagoga de Nazaret, relata el Evangelio, “Jesús dice que allí no se harán milagros: aquí vosotros no aceptáis al profeta porque no lo necesitáis, estáis demasiado seguros”. Las personas que Jesús tenía delante, en efecto, “estaban muy seguras en su “fe” entre comillas, muy seguras en su observancia de los mandamientos, que no necesitaban otra salvación”. Una actitud que revela, explicó el Pontífice, “el drama del cumplimiento de los mandamientos sin fe: yo me salvo por mí mismo porque voy a la sinagoga todos los sábados, trato de cumplir los mandamientos”; y “que no venga éste a decirme que son mejores que yo ese leproso y esa viuda, esos marginados”.

Pero la palabra de Jesús va en sentido contrario. Él dice: “Mira, si tú no te sientes en zona marginal, no tendrás salvación. Esta es la humildad, la senda de la humildad: sentirse tan marginado” de tener “necesidad de la salvación del Señor. Sólo Él salva; no nuestra observancia de los preceptos”.

Esta enseñanza de Jesús, sin embargo, que se lee en el pasaje de Lucas, no le gustó a la gente de Nazaret, tanto que “se enfadaron y querían matarlo”. Es “la misma rabia” que siente también Naamán el sirio. Para ser curado de la lepra, explicó el obispo de Roma, Naamám “va al rey con muchos dones, con muchas riquezas: se siente seguro, es el jefe del ejército”. Pero el profeta Eliseo lo invita a marginarse y a bañarse “siete veces” en el río Jordán. Una invitación que, reconoció el Papa, le tuvo que haber parecido “un poco ridícula”. Tanto que Naamán “se sintió humillado, se molestó y se marchó”, precisamente como “los de la sinagoga de Nazaret”. La Escritura, destacó el Pontífice, usa el mismo verbo para las dos situaciones: indignarse.

Por lo tanto, a Naamán se le pide “un gesto de humildad, de obedecer como un niño: ¡hacer el ridículo!”. Pero él reacciona, precisamente, con indignación: “Nosotros tenemos muchos ríos hermosos en Damasco, como el Abaná y el Farfar, ¿y yo voy a bañarme siete veces en este riachuelo? ¡Hay algo que no funciona!”. Pero sus colaboradores, con buen sentido, “le ayudaron a marginarse, a realizar un acto de humildad”. Y Naamán salió del río curado de la lepra.

Precisamente este, subrayó el Papa, es “el mensaje de hoy, en esta tercera semana de Cuaresma: si queremos ser salvados, debemos elegir el camino de la humildad, de la humillación”. Testimonio de ello es María, que “en su cántico no dice estar contenta porque Dios miró su virginidad, su bondad, su dulzura, las muchas virtudes que ella tenía”, sino que exulta “porque el Señor miró la humildad de su esclava, su pequeñez”. Es precisamente “la humildad lo que mira el Señor”.

Así también nosotros, afirmó el Pontífice, “debemos aprender esta sabiduría de marginarnos para que el Señor nos encuentre”. En efecto, Dios “no nos encontrará en el centro de nuestras seguridades. No, allí no va el Señor. Nos encontrará en la marginación, en nuestros pecados, en nuestros errores, en nuestras necesidades de ser curados espiritualmente, de ser salvados. Es allí donde nos encontrará el Señor”.

Y este, precisó una vez más, “es el camino de la humildad. La humildad cristiana no es una virtud” que nos hace decir “yo no sirvo para nada” y así nos hace “esconder la soberbia”; en cambio, “la humildad cristiana es decir la verdad: soy pecador, soy pecadora”. Se trata, en esencia, sencillamente de “decir la verdad; y esta es nuestra verdad”. Pero, concluyó el Papa, está también “la otra verdad: Dios nos salva. Pero nos salva allí, cuando estamos marginados. No nos salva en nuestra seguridad”. Por ello la oración a Dios para que nos dé “la gracia de tener esta sabiduría de marginarnos; la gracia de la humildad para recibir la salvación del Señor”.

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Homilía del 9 de marzo de 2015

Nada de espectáculo

El estilo de Dios es la “sencillez”: inútil buscarlo en el “espectáculo mundano”. También en nuestra vida Él obra siempre “en la humildad, en el silencio, en las cosas pequeñas”. Esta es la reflexión cuaresmal que el Papa Francisco quiso proponer en la homilía de la misa celebrada en Santa Marta el lunes 9 de marzo.

Como de costumbre, el Pontífice partió de la liturgia de la palabra en la que, observó, “existe una palabra común” en las dos lecturas: “la ira; la indignación”. En el Evangelio de san Lucas (Lc 4, 24-30) se narra el episodio donde “Jesús vuelve a Nazaret, va a la sinagoga y comienza a hablar”. En un primer momento “toda la gente lo escuchaba con amor, feliz” y estaba asombrada de las palabras de Jesús: “estaban contentos”. Pero Jesús prosigue con su discurso “y reprende la falta de fe de su pueblo; recuerda cómo esta falta es también histórica” haciendo referencia al tiempo de Elías (cuando -recordó el Papa- “había tantas viudas”, pero Dios envió al profeta “a un viuda de un país pagano”) y a la purificación de Naamán el sirio, narrada en la primera lectura tomada del segundo libro de los Reyes (2R 5, 1-15).

Inicia así la dinámica entre las expectativas de la gente y la respuesta de Dios que estuvo en el centro de la homilía del Pontífice. En efecto, explicó el Papa Francisco, mientras la gente “escuchaba con gusto lo que decía Jesús”, a alguien “no le gustó lo que decía” y “quizá algún hablador se alzó y dijo: ¿pero este de qué viene a hablarnos? ¿Dónde estudió para que nos diga estas cosas? Que nos haga ver su licenciatura. ¿En qué universidad estudió? Este es el hijo del carpintero y lo conocemos bien”.

Explotan así “la furia” y “la violencia”: se lee en el Evangelio que “lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte” para despeñarlo. Pero, se preguntó el Pontífice, “la admiración, el estupor” ¿cómo pasaron “a la ira, a la furia, a la violencia?”. Es lo que sucede también al general sirio de quien se escribe en el segundo libro de los Reyes: “Este hombre tenía fe, sabía que el Señor lo curaría. Pero cuando el profeta le dice “ve, báñate”, se indigna”. Tenía otras expectativas, explicó el Papa, y en efecto pensaba en Eliseo: “Al estar de pie, invocará el nombre del Señor su Dios, agitará su mano hacia la parte enferma y me quitará la lepra... Pero nosotros tenemos ríos más hermosos que el Jordán”. Y así se marcha. Sin embargo, “los amigos le hacen entrar en razón” y, tras regresar, se cumple el milagro.

Dos experiencias distantes en el tiempo pero muy similares: “¿Qué quería esta gente, estos de la sinagoga, y este sirio?” preguntó el Papa Francisco. Por una parte “a los de la sinagoga Jesús les reprende la falta de fe”, tanto que el Evangelio subraya cómo “Jesús allí, en ese lugar, no hizo milagros, por la falta de fe”. Por otro, Naamán “tenía fe, pero una fe especial”. En cualquier caso, destacó el Papa Francisco, todos buscaban lo mismo: “Querían el espectáculo”. Pero “el estilo del buen Dios no es hacer espectáculo: Dios actúa en la humildad, en el silencio, en las cosas pequeñas”. No por casualidad, al sirio, “la noticia de la posible curación le llega de una esclava, una joven, que era la criada de su mujer, de una humilde jovencita”. Al respecto comentó el Papa: “Así va el Señor: por la humildad. Y si vemos toda la historia de la salvación, encontraremos que siempre el Señor obra así, siempre, con las cosas sencillas”.

Para hacer comprender mejor este concepto, el Pontífice hizo referencia a otros diversos episodios de las Escrituras. Por ejemplo, observó, “en la narración de la creación no se dice que el Señor cogiera la varita mágica”, no dijo: “Hagamos al hombre” y el hombre fue creado. Dios, en cambio, “lo hizo con el barro y su trabajo, sencillamente”. Y, así, “cuando quiso liberar a su pueblo, lo liberó a través de la fe y la confianza de un hombre, Moisés”. Del mismo modo, “cuando quiso hacer caer la poderosa ciudad de Jericó, lo hizo a través de una prostituta”. Y “también para la conversión de los samaritanos, pidió el trabajo de otra pecadora”.

En realidad, el Señor desplaza siempre al hombre. Cuando “invitó a David a luchar contra Goliat, parecía una locura: el pequeño David ante aquel gigante, que tenía una espada, tenía muchas cosas, y David solamente la honda y las piedras”. Lo mismo sucede “cuando dijo a los Magos que había nacido precisamente el rey, el gran rey”. ¿Qué encontraron? “Un niño, un establo”. Por lo tanto, destacó el obispo de Roma, “las cosas simples, la humildad de Dios, este es el estilo divino, nunca el espectáculo”.

Por lo demás, explicó, la del “espectáculo” fue precisamente “una de las tres tentaciones de Jesús en el desierto”. Satanás le dijo, en efecto: “Ven conmigo, subamos al alero del templo; tú te tiras y todos verán el milagro y creerán en ti”. El Señor, en cambio, se revela “en la sencillez, en la humildad”.

Entonces, concluyó el Papa Francisco, “nos hará bien en esta Cuaresma pensar en nuestra vida sobre cómo el Señor nos ayudó, cómo el Señor nos hizo seguir adelante, y encontraremos que siempre lo hizo con cosas sencillas”. Incluso podrá parecernos que todo sucedió “como si fuera una casualidad”. Porque “el Señor hace las cosas sencillamente. Te habla silenciosamente al corazón”. Resultará útil, por lo tanto, en este período recordar “las numerosas veces” que en nuestra vida “el Señor nos visitó con su gracia” y hemos entendido que la humildad y la sencillez son su “estilo”. Esto, explicó el Papa, vale no solamente en la vida diaria, sino también “en la celebración litúrgica, en los sacramentos”, en los cuales “es bello que se manifieste la humildad de Dios y no el espectáculo mundano”.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2010 y 2013

2010

La caridad es el distintivo del cristiano 

Queridos hermanos y hermanas:

En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: el llamado “himno a la caridad” del apóstol san Pablo (1 Co 12, 31-13, 13). En su primera carta a los Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, san Pablo muestra el “camino” de la perfección. Este camino —dice— no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don “mayor”, que da valor a todos los demás, y sin embargo “no es jactanciosa, no se engríe”; más aún, “se alegra con la verdad” y con el bien ajeno. Quien ama verdaderamente “no busca su propio interés”, “no toma en cuenta el mal recibido”, “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (cf. 1 Co 13, 4-7). Al final, cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.

Por ahora, mientras estamos en este mundo, la caridad es el distintivo del cristiano. Es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que hace. Por eso, al inicio de mi pontificado, quise dedicar mi primera encíclica precisamente al tema del amor: Deus caritas est. Como recordaréis, esta encíclica tiene dos partes, que corresponden a los dos aspectos de la caridad: su significado, y luego su aplicación práctica. El amor es la esencia de Dios mismo, es el sentido de la creación y de la historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia de cada hombre. Al mismo tiempo, el amor es, por decir así, el “estilo” de Dios y del creyente; es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios, plantea su propia vida como don de sí mismo a Dios y al prójimo. En Jesucristo estos dos aspectos forman una unidad perfecta: él es el Amor encarnado. Este Amor se nos reveló plenamente en Cristo crucificado. Al contemplarlo, podemos confesar con el apóstol san Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (cf. 1 Jn 4, 16; Deus caritas est, 1).

Queridos amigos, si pensamos en los santos, reconocemos la variedad de sus dones espirituales y también de sus caracteres humanos. Pero la vida de cada uno de ellos es un himno a la caridad, un canto vivo al amor de Dios. Hoy, 31 de enero, recordamos en particular a san Juan Bosco, fundador de la familia salesiana y patrono de los jóvenes. En este Año sacerdotal, quiero invocar su intercesión para que los sacerdotes sean siempre educadores y padres de los jóvenes; y para que, experimentando esta caridad pastoral, muchos jóvenes acojan la llamada a dar su vida por Cristo y por el Evangelio. Que María Auxiliadora, modelo de caridad, nos obtenga estas gracias.

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2013

Amor y verdad son dos nombres de la misma realidad

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de hoy —tomado del capítulo cuarto de san Lucas— es la continuación del domingo pasado. Nos hallamos todavía en la sinagoga de Nazaret, el lugar donde Jesús creció y donde todos le conocen, a Él y a su familia. Después de un período de ausencia, ha regresado de un modo nuevo: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, dando a entender que esa palabra se refiere a Él, que Isaías hablaba de Él. Este hecho provoca el desconcierto de los nazarenos: por un lado, «todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22); san Marcos refiere que muchos decían: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?» (6, 2); pero por otro lado sus conciudadanos le conocen demasiado bien: «Es uno como nosotros —dicen—. Su pretensión no podía ser más que una presunción» (cf. La infancia de Jesús, 11). «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4, 22), que es como decir: un carpintero de Nazaret, ¿qué aspiraciones puede tener?

Conociendo justamente esta cerrazón, que confirma el proverbio «ningún profeta es bien recibido en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros realizados por los grandes profetas Elías y Eliseo en ayuda de no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel. En ese momento la reacción es unánime: todos se levantan y le echan fuera, y hasta intentan despeñarle; pero Él, con calma soberana, pasa entre la gente enfurecida y se aleja. Entonces es espontáneo que nos preguntemos: ¿cómo es que Jesús quiso provocar esta ruptura? Al principio la gente se admiraba de Él, y tal vez habría podido lograr cierto consenso... Pero esa es precisamente la cuestión: Jesús no ha venido para buscar la aprobación de los hombres, sino —como dirá al final a Pilato— para «dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, dispuesto a pagarlo en persona. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios. En la liturgia del día resuenan también estas palabras de san Pablo: «El amor... no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad» (1 Co 13, 4-6). Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto en quien Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerle y a servirle en los demás.

En esto es iluminadora la actitud de María. ¿Quién tuvo más familiaridad que ella con la humanidad de Jesús? Pero nunca se escandalizó como sus conciudadanos de Nazaret. Ella guardaba el misterio en su corazón y supo acogerlo cada vez más y cada vez de nuevo, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y la luz plena de la Resurrección. Que María nos ayude también a nosotros a recorrer con fidelidad y alegría este camino.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo el Profeta

436. Cristo viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. Pasa a ser nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

1241. La unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del Espíritu Santo al nuevo bautizado. Ha llegado a ser un cristiano, es decir, “ungido” por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey (cf. Ritual del Bautismo de niños, 62).

1546. Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia “un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,6; cf. Ap 5,9-10; 1 P 2,5.9). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son “consagrados para ser [...] un sacerdocio santo” (LG 10)

Nuestra participación en el oficio profético de Cristo

904. “Cristo [...] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía [...] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra” (LG 35).

«Enseñar a alguien [...] para traerlo a la fe [...] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th. 3, q. 71, a.4, ad 3).

905. Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con “el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra”. En los laicos, “esta evangelización [...] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo” (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes [...] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906. Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907. “Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (CIC, can. 212, 3).

La fe, el principio de la vida eterna

103. Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).

104. En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).

La caridad

1822. La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

1823. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

1824. Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

1825. Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

1826. Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy...”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

1827. El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

1828. La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda [...] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

1829. La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

La comunión en la Iglesia

772. En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: “recapitular todo en Cristo” (Ef 1, 10). San Pablo llama “gran misterio” (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el misterio, san Pablo escribe: el misterio “es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria” (Col 1, 27).

773. En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por “la caridad que no pasará jamás” (1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). «Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del “gran misterio” en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo» (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el misterio de la Iglesia como la “Esposa sin mancha ni arruga” (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina” (ibíd.).

953. La comunión de la caridad: En la comunión de los santos, “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.

Los que están en el cielo verán a Dios “cara a cara”

314. Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.

1023. Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):

«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron [...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).

2519. A los “limpios de corazón” se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3, 2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Si no tuviereis caridad...

El Evangelio de este Domingo narra el rechazo que encontró Jesús en Nazaret, su país natal, la primera vez que volvió allí en actuación pública y que le incitó a pronunciar aquella famosa frase: «Ningún profeta es bien recibido en su tierra». Este incidente lo hemos comentado alguna vez, en la redacción según Marcos; por ello, hoy podemos dedicar nuestra reflexión a la segunda lectura, en donde encontramos un mensaje tan importante para no poderlo pasar absolutamente en silencio.

Se trata del célebre himno de san Pablo a la caridad. Caridad es el término religioso para decir amor. Por lo tanto, éste es un himno al amor, quizás el más célebre y sublime que jamás haya sido escrito. Lo mejor que podemos hacer es escuchar algunas frases, haciéndolas seguir con alguna palabra de comentario (donde está escrito «caridad», leamos igualmente «amor»):

«Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve».

Estas palabras han influido no sólo en el campo estrictamente religioso sino también en el más extenso de la cultura humana. La afirmación de que, sin amor la ciencia no sirve para nada y, es más, puede llevar a la perdición, es el motivo inspirador del Fausto de Goethe. El autor de Flores del mal, Charles Baudelaire, concluía su largo vagabundear por los caminos del mal haciendo suya la frase de Pablo: «Si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena».

Esta primacía del amor es quizás el punto de convergencia más significativo entre la fe cristiana y la experiencia humana, el que debiera permitir el diálogo más constructivo entre las dos. Pero, sería engañoso no ilustrar también de inmediato las diferencias profundas, que existen entre el modo de concebir el amor en la Biblia y el de la literatura. La diferencia principal es ésta. El amor, cantado por Pablo, es ante todo un amor de donación; el cantado por los poetas es casi siempre un amor de búsqueda o indagación. Todos los dos tienden hacia la satisfacción; pero, uno encuentra el gozo en el dar y el otro en el recibir.

Cuando el cristianismo apareció en escena, el amor había tenido ya distintos cantores. El más ilustre había sido Platón, que había escrito un tratado entero sobre él. Entonces, el nombre común del amor era el de eros (de ahí nuestro erótico y erotismo). El cristianismo creyó que este amor de búsqueda o indagación y de deseo no bastaba para expresar la novedad del concepto bíblico. Por ello, evitó totalmente el uso de este término y lo sustituyó por el vocablo griego ágape, que debería traducirse por «caridad», si este término no hubiese ya adquirido un sentido demasiado restringido (hacer caridad, obras de caridad).

Con este término viene definido Dios mismo: «Dios es amor o ágape» (1 Juan 4, 10). Es claro que si Dios es amor, entonces, el amor esencial no puede consistir en un recibir algo (¿qué podría recibir Dios, que no poseyese ya, y de quién lo podría recibir?) sino que consiste en un darse o hacerse dádiva para el otro. Jesús decía:

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13).

Dios no pretende de nosotros un amor tan puro y desinteresado como el suyo. Nosotros somos criaturas necesitadas de enriquecimiento y de complementariedad. (Platón decía que Eros, el amor, es hijo de Penia y de Poros, esto es, de la pobreza y de la búsqueda). En nosotros el amor comportará siempre, en mayor o menor grado, un aspecto de deseo, de búsqueda, de petición. Entre los dos amores, el de búsqueda y el de donación, por lo tanto, no hay separación clara y contraposición sino más bien desarrollo y crecimiento. El primero, el eros, es para nosotros el punto de partida; el segundo, la caridad, el punto de llegada. Entre los dos hay todo un espacio para una educación en el amor y un crecimiento en él.

Es erróneo, asimismo, distinguir los dos amores en un amor sagrado y un amor profano (como han hecho ciertos pintores, entre ellos Tiziano), porque, también, en lo interno del mismo ámbito profano o laico debe tener lugar este crecimiento. Veamos el caso más indiscutible del matrimonio. En el amor entre dos esposos, en un principio estará el eras, la atracción, el deseo recíproco, la conquista del otro. Pero, si este amor no se esfuerza en enriquecerse, yendo hacia una dimensión nueva, hecha de gratuidad, de capacidad de olvidarse uno por el otro, de sacrificio, saben todos cómo llegará a finalizar.

Lo que estamos diciendo sobre el amor puede ayudarnos a dar luminosidad a un problema debatido hoy: la adopción de niños por parte de parejas homosexuales. Me abstengo, en este momento, de todo juicio sobre la homosexualidad en general y me limito a un problema bien preciso. Por lo demás, los homosexuales debieran darse cuenta que su enemigo no es la Iglesia. La Iglesia desde hace tiempo ha examinado su juicio y hace muchas y precisas distinciones en esta materia. Hay otros sectores en la sociedad que necesitarían ayuda para ser menos escuetos en sus juicios. Conozco a algunos homosexuales, que encuentran en la oración, en el sacramento de la confesión o en la confianza de algún sacerdote, esto es, en la Iglesia, su apoyo humano y espiritual más grande.

La adopción por parte de las parejas homosexuales es inaceptable, porque es una adopción para beneficio exclusivo de los adoptantes y no del niño adoptado. Se mira sólo la propia necesidad, no la del niño. Las mujeres homosexuales, hacen notar, tienen también ellas el instinto de la maternidad y quieren satisfacerlo adoptando a un niño. Los hombres homosexuales experimentan la necesidad de ver crecer una vida joven junto a ellos y quieren satisfacerla adoptando a un niño. Pero, en todo esto, ¿qué atención se presta a las necesidades y a los sentimientos del niño? Éste se encontrará teniendo a dos madres o dos padres, más que a un padre y una madre, con todas las complicaciones sicológicas y de identidad que esto comporta, dentro y fuera de casa. ¿En la escuela cómo vivirá el niño esta situación, que lo hace distinto de los compañeros?

La adopción está alterada en su significado más profundo: ya no es un dar algo sino un buscar algo. El verdadero amor, dice Pablo, «no busca su interés». Es verdad que, incluso en las adopciones normales, a veces, los padres adoptante s buscan su bien (tener a alguien sobre el que volcar su amor recíproco, un heredero de sus fatigas). Pero, en este caso, el bien de los adoptantes coincide con el bien del adoptado, no se opone a él. Dar un niño en adopción a una pareja homosexual, cuando sería posible darlo a una pareja de padres normales, no es, objetivamente hablando, hacer su bien sino su mal.

Pero, como siempre, apliquemos la palabra de Dios, también personalmente, a cada uno de nosotros. Prosiguiendo su himno, san Pablo puntualiza las características del verdadero amor. Dice:

«El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites».

¡Qué espejo se nos pone delante! Estas palabras podrían servir para renovar nuestro examen de conciencia, si solemos hacerlo de vez en cuando. Probemos a leerlas, haciendo seguir a cada afirmación la pregunta: «¿Y yo?» La caridad es paciente: ¿y yo? La caridad no es envidiosa: ¿y yo? La caridad no busca sólo su interés: ¿y yo?..

Quisiera, antes de concluir, orientar la gran actualidad, también social y cultural, de este mensaje sobre el amor y la solidaridad. Nuestra civilización, dominada como está por la técnica y por la sed de conocimientos, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella sin deshumanizarse del todo y caer de nuevo en una era «glaciar».

Una de las modernas idolatrías es la idolatría llamada del «IQ», esto es del «coeficiente de inteligencia». Existen test expresamente para medirla. Pero, ¿quién se preocupa de tener en cuenta, igualmente, el «coeficiente del corazón»? No es difícil entender por qué estamos tan ansiosos en acrecentar nuestros conocimientos y tan poco en desarrollar nuestra capacidad de amar: el conocimiento automáticamente se traduce en dominio, el amor en servicio. Pero, permanece siempre verdadero lo que dice el Apóstol en la conclusión de su himno:

«El amor no pasa nunca... ¿El saber?, se acabará. Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía... En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor».

Nuestra ciencia envejece. Un nuevo descubrimiento anula a otro con impresionante rapidez. Al comienzo del siglo, cualquier profesor universitario aconsejaba al bibliotecario, deseoso de espacio, destruir todos los libros de su materia publicados diez años antes, porque ellos ya estaban del todo superados. Hoy se debe decir lo mismo, en muchos campos, de lo que se ha publicado desde aquella fecha hasta hoy. Un pequeño escolar sabe hoy sobre el universo más de cuanto supiese en su tiempo Isaac Newton.

No es así en cuanto al amor. El amor no envejece nunca, no está nunca superado. Lo de hoy no es de superior en cualidad a lo de ayer o del tiempo de Pablo. Es la única cosa que permanece para siempre. «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, frecuentemente hecho propio por santos y por poetas, seremos juzgados sobre el amor». ¡No nos dejemos sorprender sin estar preparados del todo para este examen!

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

Comprender el lenguaje del amor

¡Cuánta incredulidad hay en los hombres!

¡Cuánta desconfianza y egoísmo, que les entorpece el entendimiento y la voluntad, para aceptar que Dios se quiera manifestar en su propia casa, y se haya dignado a elegir a uno de los suyos como profeta para transmitir su mensaje de amor y esperanza, y obrar sus maravillas!

¡Qué difícil es reconocer que Dios elige a los más pequeños para revelarse y mostrarse al mundo tal cual es: un Dios enamorado de los hombres, que quiere vivir en medio de ellos!

¡Qué difícil es para un profeta hablar de Dios en su propia tierra, y ser escuchado y aceptado! Es más fácil llamarlo loco, porque se comporta como un enamorado de Dios que desprecia al mundo y renuncia hasta a sí mismo para seguir a Cristo.

Qué fácil es hablar a sus espaldas y burlarse de él, negando la veracidad de sus palabras, porque comprometen y atraviesan el alma. Prefieren seguir viviendo en la obscuridad y rechazan la luz.

Al mundo le falta fe, al mundo le falta amor. Si no fueran incrédulos sino creyentes, si no cerraran su corazón y comprendieran el lenguaje del amor, recibirían con alegría el mensaje de Dios en su propia casa, y Él obraría milagros admirado de su fe, y vivirían en paz y armonía, agradeciendo al Señor por obrar en ellos sus maravillas.

Persevera tú cumpliendo tu misión como buen cristiano, sostenido por la fe, por la esperanza y el amor, a pesar del ambiente adverso, de las persecuciones y contrariedades.

Haz el bien sin esperar reconocimiento ni recompensa, antes bien, reconociendo a Cristo ante los hombres, sabiendo que tu mayor recompensa será que Él te reconocerá ante su Padre que está en el cielo.

Anuncia la Buena Nueva del Evangelio, confiando que quien no crea por tus palabras, creerá por tu ejemplo.

Acude a la intercesión de la Madre de Dios, sigue adelante, reza, y no te preocupes, porque el Espíritu Santo obrará en ellos.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La vida eterna

Este momento de la vida de Jesús que nos relata san Lucas es plenamente actual. En él observamos lo que sucede también hoy día y ha sucedido siempre: que por más que sepamos que Jesucristo merece un reconocimiento de fe, tendemos a rebajarlo a nuestra condición. Por una parte afirmamos: Jesucristo, Jesús de Nazaret, es Dios; y nos admiramos de la Iglesia, que permanece y se desarrolla más y más a lo largo de la historia, y promueve en todo el mundo una vida moral intachable, la que todos deberíamos vivir para que este mundo funcionara bien. Así pensaban también aquellos paisanos de Jesús, admirados, como dice san Lucas, de las palabras de gracia que procedían de su boca.

Pero, por otro lado, también como ellos –que esperaban un milagro–, le pedimos pruebas, mientras no dejamos de afirmar que es Dios, que somos cristianos y que creemos que su doctrina salva al mundo. Nos comportamos a veces como si el Señor tuviera que demostrarnos, más aún, con algún otro hecho extraordinario su divinidad. No terminamos de decidirnos por lo que creemos con seguridad que le agrada, sólo porque no es patente en cada caso. ¿Pero acaso es patente la fe?

“Señor, ¡auméntanos la fe!”, le pedimos. “Que no queramos entretenernos –que es perder el tiempo– esperando más manifestaciones de tu grandeza, mientras podemos atender tus palabras y ponerlas por obra. Que sea tu palabra –Señor– un motor irresistible que impulse nuestra vida por los caminos que nos has trazado”.

Con frecuencia nos dejamos mover los hombres por los estímulos que producen los resultados inmediatos y visibles. Quizá esperamos una eficacia a corto plazo y constatable, y casi nada más. Así se comportan de hecho bastantes en nuestro tiempo, olvidando que, si somos cristianos, como afirma san Pablo, es preciso buscar las cosas que son de arriba, no las de la tierra. Con este consejo, el Apóstol no hace sino animarnos a una vida de fe en la divinidad de Jesucristo que, en su momento supremo, declaró con rotundidad: mi Reino no es de este mundo. ¿Cuál es nuestro objetivo, concluir finalmente ese proyecto que nos ilusiona, vernos libres de cierto problema agobiante, sentirnos mejor: más cómodos, más seguros, disfrutar más? Pero Jesús nos invita de continuo a mirar hacia lo alto, por encima de esos afanes solamente nuestros. De mil modos recuerda que tenemos un lugar en el corazón de la Trinidad: mis delicias están con los hijos de los hombres, había declarado Dios por el libro de los Proverbios. ¿Permaneceremos indiferentes ante lo sobrenatural, metidos todavía sólo en nuestros afanes pequeños?

Los acontecimientos que sucedieron a las palabras de Jesús que hoy consideramos, pusieron de manifiesto su verdad. Realmente Cristo no triunfó a los ojos de los poderosos de su tiempo. No recogió, por así decir, el éxito de toda una vida en favor de los hombres. Fue sólo después de la Resurrección cuando su victoria se hizo patente, y tampoco entonces para la mayoría. Verdaderamente se trata del Reino de los Cielos. La Esperanza cristiana no es una esperanza actual, que sería siempre momentánea por mucho que durara ese momento. El hijo de Dios, que cada uno somos, mira a su Padre que vive y reina por los siglos de los siglos. Vivimos, pues, de una esperanza que se apoya en la fe y mira a la eternidad.

Todo lo que no es eternidad recuperada es tiempo perdido. Así se expresaba un autor moderno, significando que lo propio del ser humano no es vivir sólo para el momento presente, ni para un futuro más o menos próximo en el tiempo: el encuentro definitivo y para siempre de cada uno es con Dios. El hombre ha sido pensado y creado por Dios para una existencia al modo de la suya. De mil formas lo advirtió Jesús: Tanto amó Dios al mundo, afirmó, por ejemplo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Y por esa vida eterna le preguntaban los que querían alcanzar la perfección: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?, le dijo el joven rico.

También en estos tiempos, a despecho de los que niegan a Dios, la tierra está muy cerca del Cielo. Así es, como afirma san Josemaría. Dios y su eternidad feliz se encuentra permanentemente a nuestro alcance. Por eso, insiste:

Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh, Señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto, ¡muy alto!

No basta despegarte, con la ayuda divina, de las cosas de este mundo, sabiendo que son tierra. Más incluso: aunque el universo entero lo coloques en un montón bajo tus pies, para estar más cerca del Cielo..., ¡no basta!

Necesitas volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. —Pero, me dices, ¡mis alas están manchadas!: barro de años, sucio, pegadizo...

Y te he insistido: acude a la Virgen. Señora –repíteselo–: ¡que apenas logro remontar el vuelo!, ¡que la tierra me atrae como un imán maldito! —Señora, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios.

—Confía, que Ella te escucha.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Profecía y caridad en la Iglesia

Las tres lecturas bíblicas de la Misa están dispuestas de manera que todo converja hacia las palabras de Jesús que escuchamos en el Evangelio. Esto para poner en relieve que la palabra de Dios encuentra allí su culminación y su cumplimiento. No obstante, cada tanto, es bueno volver a traer a la mente el otro orden de lectura: el cronológico, que sigue el desarrollo concreto de la revelación y de la historia de la salvación. Según este orden, el Evangelio no está al final, sino en el centro. Antes, está la lectura del Antiguo Testamento que representa la “preparación al Evangelio” y, después de él, la lectura de Pablo (o de otro apóstol) que representa la realización del Evangelio. Las tres lecturas nos permiten, entonces, cada domingo, recorrer la historia de la salvación en sus tres fases: el tiempo de Israel, el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia.

Del Antiguo Testamento, se nos representa hoy el aspecto religiosamente más grandioso de todos: la profecía y el profeta. La primera lectura nos hizo escuchar parte del fragmento en el cual Jeremías narra su llamada profética. Es un diálogo lleno de ternura y sinceridad, del cual surgen luminosas dos verdades: la fragilidad del hombre y la fuerza creadora de Dios. Jeremías es uno que “no sabe hablar” y es “joven”; pero Dios que lo eligió desde el seno materno, le transmite su palabra y con ella su Espíritu. Él se convierte en un muro de bronce, capaz de estar, en nombre de Dios, frente a los reyes, los sacerdotes y el pueblo, sin temer y sin callar. Eso es el profeta: alguien que “está en nombre de Dios” frente al mundo, para transmitirle las palabras y los juicios de Dios, para ser un lector de la historia, un signo para el pueblo, alguien que “arrancar y derribar”, pero sólo para “edificar y plantar”. Humilde incluso en la lucha.

Jeremías aprenderá a su pesar qué implica, para un hombre entrar en ese fuego devorador que es la esfera de Dios; no le será ahorrada ninguna acusación por parte de quienes son tocados por esa palabra; entre otras, en primer lugar, la acusación de ser derrotista, agitador del pueblo, alguien que rompe la comunión (cf. Jer. 19-20).

Desde el comienzo, la tradición cristiana ha visto en el drama de Jeremías una figura del drama de la pasión de Cristo: Y yo era como un manso cordero llevado al matadero... (Jer. 11,19), y quizás el sentido del trozo evangélico de Lucas sea justamente este: Jesús viene como profeta a su patria, entre su gente, pero lo rechazan. ¿Por qué “nadie es profeta en su propia tierra”? Porque el bien que el profeta desea a su gente es como el bien de Dios: no halaga, no adormece con falsas seguras o con milagros, sino que es exigente, llama a la decisión y a la conversión; es un querer de padre, y el padre quiere hacer crecer a su creatura.

Lucas transformó el relato primitivo del retorno de Jesús a Nazaret (cf. Mt. 13, 53ssq; Mc. 6. 1ssq.) y lo puso al comienzo del ministerio público de Jesús, justamente para poner en relieve esa verdad; sacrificó la historia del hecho, para poner en relieve el hecho de la historia, o sea una historia más profunda e importante que también el evangelista Juan pone al comienzo de su Evangelio: Vino a los suyos y los suyos no la recibieron (Jn. 1.11).

Sin embargo, todo esto no debe hacernos olvidar una cosa: que Jesús es profeta; él mismo, en las palabras que dirige a sus compatriotas, se coloca en la línea de los grandes profetas: Isaías (de quien dice que cumple en él la Escritura), Elías, Eliseo. Sabemos que también la gente lo consideraba un profeta (cf. Mt. 16.14), más aún, “el profeta” esperado, desde Moisés en adelante, por todo el pueblo de Israel (cf. Deut. 18.15). Más tarde, los discípulos abandonaron este título, para expresar que era “más que un profeta”, era el Hijo: Dios que había hablado, en los tiempos antiguos, por medio de los profetas, ahora habló en el Hijo (cf. Heb. 1, 1-2). Jesús es el cumplimiento de la profecía, porque sobre él “reposó” todo el Espíritu del Señor; él no es el transmisor de la palabra de Dios; ¡es la Palabra de Dios! Una Palabra que conserva, no obstante, toda la fuerza y las características de la de los profetas; es juicio de Dios sobre los hombres, derriba la mentira y el reinado abusivo de Satanás, para edificar el Reino de Dios que es Reino de verdad (cf. Jn. 18,37). El Evangelio es, en el seno de la humanidad, profecía viviente y perenne, cuestionamiento de todo ídolo falso y de todo poder no constituido por Dios; es, por lo tanto, fuerza que impulsa la historia para adelante hacia la escatología.

Y ahora pasemos al tiempo de la Iglesia al que se refiere –como dijimos– la lectura de Pablo. Aquí la profecía parece pasar a un segundo orden, frente a un don más grande y más perfecto: Aunque tuviera el don de la profecía... si no tengo amor, no soy nada... El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán.

Sí, es verdad, el amor es más grande que la profecía; amar es más útil que cuestionar. ¡Pero quién dijo esto primero no fue Pablo; fue Jesucristo! La profecía llevó a Jesús a la muerte, pero la grandeza de esta muerte no está en el hecho de que es una muerte profética, sino en el hecho de que es una muerte de amor: “No hay amor más grande...”. Jesús fue más allá de Jeremías y más allá del modo de ser profeta ejercitado antes de él. Jeremías invocaba “la venganza de Dios” hacia los que habían rechazado la profecía (cf. Jer. 11,20); Jesús invoca el perdón: “Padre, perdónalos...”.

Por lo tanto, la profecía está ahora subordinada al amor. Pero, ¿qué significa esto? ¿Que el profeta cristiano tendrá que callar cada vez que sabe que su palabra va a desagradar a alguien, tal vez (como le pasaba, justamente, a Jeremías) a los sacerdotes del templo? ¡Ciertamente no! Pablo se proclamó profeta él mismo y dijo que la profecía es “necesaria para los creyentes” (cf. Cor 14,22). Él no calló, ni siquiera cuando sus palabras (por ejemplo sobre la libertad de la ley, sobre la necesidad de acercarse a los paganos) creaban recelo y sonaban revolucionarias; proclamó —es verdad— que la profecía acabará, pero especificó que cesará sólo cuando también este mundo acabe, no antes.

La solución no está entonces en la renuncia a la profecía o al amor, sino en la conciliación entre una y otra. El modelo de esta reconciliación está allí para cada discípulo; está en el Evangelio; ¡está en Jesucristo! La Cruz a la cual subió es la suprema profecía en la historia del hombre y es también el supremo amor; es, de hecho, al mismo tiempo, el “no” más potente que se ha dicho al pecado y el “sí” más grande que se ha dicho para el pecador.

Hoy debemos recordar este aspecto de la vida de la Iglesia. No es verdadera profecía aquella que no está animada por amor, comunión y obediencia, sino solamente por una crítica fría o por sentimiento; sin embargo, tampoco es amor verdadero el que no está imbuido de espíritu de profecía. No sirve, entonces, a la edificación que los profetas (o los contestatarios) reprochen a la institución su falta de profecía y que la institución (o la jerarquía) reproche a los profetas su falta de amor y comunión. Cada uno debe hablar “desde la cruz”, no solo de la Cruz de Cristo, sino también la propia. Estar dispuestos, de un lado y del otro, a ser puestos en crisis: unos en el ejercicio de su libertad, los otros en el ejercicio de su autoridad, y esto desde quien está por encima de unos y otros, o sea, desde Jesucristo; entonces, tanto profecía como amor —como justicia y paz— se abrazarán en la Iglesia (cf. Sal. 85,11).

Esto vale no sólo en las relaciones intra-eclesiales, sino también en aquellas entre la Iglesia y el mundo. El cristiano no es profeta por el simple hecho de que cuestione el mal que hay en el mundo, si no lo hace por amor. Por ejemplo, a propósito del problema del aborto; es cierto, el cristiano debe gritar con todas sus fuerzas, como Juan Bautista: ¡Non licet, no es lícito matar!; debe desenmascarar la lógica inhumana que hay debajo de una ley que sacrifica al más débil, pero debe también identificarse con las personas que deben superar dificultades gravísimas, y que, quizás sucumben en la prueba. No usar hacia ellas tonos de condena, sino amarlas y ayudarlas. ¡Jesús lo hizo con la mujer adúltera y con un ladrón!

El profeta no debe olvidar nunca, especialmente, que también él es pecador; esto le impedirá convertirse en un acusador agrio de todo y de todos, una especie de “gran inquisidor” al revés. Si la Iglesia camina lentamente, tal vez también sea por su culpa. Un profeta de nuestros tiempos escribió, respecto de esto, palabras bellísimas: “Señor, soy tu carne enferma, te peso como cruz que pesa, como espalda que no sostiene. Para no dejarme en el suelo, cargas también mi fardo y caminas como puedes. Y entre los que llevas, hay alguien que te acusa de no caminar según las normas: Y acusa de lentitud también a tu Iglesia, olvidando que, cargada como está de escorias humanas que no puede ni quiere arrojar al mar —¡son sus hijos!— llevar vale más que llegar! (don Primo Mazzolari). Estas son palabras en las que, verdaderamente, profecía y caridad se abrazan.

Profetas, pues, en el amor. Pero también profetas del amor: a esta difícil vocación nos llama cada domingo la Eucaristía que celebramos. Hacer saber a los hombres, sobre todo a los pecadores, que Dios los ama, ese es el deber más alto del profeta cristiano.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la Parroquia de la Ascensión (3-II-1980)

– Jesús y el amor

Ciertamente el mensaje de Jesús está destinado a “plantear problema” en la vida de cada uno de los seres humanos. Nos lo recuerdan también las lecturas de la liturgia de hoy, y sobre todo el texto del Evangelio de Lucas, que acabamos de oír. Él nos induce a volver una vez más con el pensamiento (...) al momento de la Presentación de Jesús en el templo, que tuvo lugar a los 40 días de su nacimiento, el anciano Simeón pronunció sobre el Niño las siguientes palabras: “Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción” (Lc 2:34).

Hoy somos testigos de la contradicción que Cristo encontró al comienzo mismo de su misión –en su Nazaret–. Efectivamente: cuando, basándose en las palabras del profeta Isaías, leídas en la sinagoga de Nazaret, Jesús hace entender a sus paisanos que la predicción se refería precisamente a Él, esto es, que Él era el anunciado Mesías de Dios (el Ungido en la potencia del Espíritu Santo), surgió primero el estupor, luego la incredulidad y finalmente los oyentes “se llenaron de cólera” (Lc 4,28), y se pusieron de acuerdo en la decisión de tirarlo desde el monte sobre el que estaba construida la ciudad de Nazaret... “Pero Él, atravesando por medio de ellos, se fue” (Lc 4,30).

Y he aquí que la liturgia de hoy –sobre el fondo de este acontecimiento– nos hace oír en la primera lectura la voz lejana del profeta Jeremías: “Ellos te combatirán, pero no te podrán, porque yo estaré contigo para protegerte” (Jer 1,19).

Jesús es el profeta del amor, de ese amor que San Pablo confiesa y anuncia en palabras tan sencillas y a la vez tan profundas del pasaje tomado de la Carta a los Corintios. Para conocer qué es el amor verdadero, cuáles son sus características y cualidades, es necesario mirar a Jesús, a su vida y a su conducta. Jamás las palabras dirán tan bien la realidad del amor como lo hace su modelo vivo. Incluso palabras, tan perfectas en su sencillez, como la primera Carta a los Corintios, son sólo la imagen de esta realidad: esto es, de esa realidad cuyo modelo más completo encontramos en la vida y en el comportamiento de Jesucristo.

No han faltado ni faltan, en la sucesión de las generaciones, hombres y mujeres que han imitado eficazmente este modelo perfectísimo. Todos estamos llamados a hacer lo mismo. Jesús ha venido sobre todo para enseñarnos el amor. El amor constituye el contenido del mandamiento mejor que nos ha dejado. Si aprendemos a cumplirlo, obtendremos nuestra finalidad: la vida eterna. Efectivamente, el amor, como enseña el Apóstol “no pasa jamás” (1 Cor 13,8). Mientras otros carismas e incluso las virtudes esenciales en la vida del cristiano acaban junto con la vida terrena y pasan de este modo, el amor no pasa, no tiene nunca fin. Constituye precisamente el fundamento esencial y el contenido de la vida eterna. Y por esto lo más grande “es la caridad” (1 Cor 13,13).

– Manifestaciones de la caridad

Esta gran verdad sobre el amor, mediante la cual llevamos en nosotros la verdadera levadura de la vida eterna en la unión con Dios, debemos asociarla profundamente a la segunda verdad de la liturgia de hoy: el amor se adquiere en la fatiga espiritual. El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones, entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de nosotros, y a la vez “desde fuera”, esto es, entre las múltiples fuerzas que le son extrañas e incluso hostiles.

Por esto San Pablo escribe que “la caridad es paciente”. ¿Acaso no encuentra en nosotros muy frecuentemente la resistencia de nuestra impaciencia, e incluso simplemente de la inadvertencia? Para amar es necesario saber “ver” al “otro”, es necesario saber “tenerle en cuenta”. A veces es necesario “soportarlo”. Si sólo nos vemos a nosotros mismos, y el “otro” “no existe” para nosotros, estamos lejos de la lección del amor que Cristo nos ha dado.

“La caridad es benigna”, leemos a continuación: no sólo sabe “ver” al “otro”, sino que se abre a él, lo busca, va a su encuentro. El amor da con generosidad y precisamente esto quiere decir: “es benigno” (a ejemplo del amor de Dios mismo, que se expresa en la gracia). Y cuán frecuentemente, sin embargo, nos cerramos en el caparazón de nuestro “yo”, no sabemos, no queremos, no tratamos de abrirnos al “otro”, de darle algo de nuestro propio “yo”, sobrepasando los límites de nuestro egocentrismo o quizá del egoísmo, y esforzándonos para convertirnos en hombre, mujer, “para los demás”, a ejemplo de Cristo.

Y así también, después, volviendo a leer la lección de San Pablo sobre el amor y meditando el significado de cada una de las palabras de las que se ha servido el Apóstol para describir las características de este amor, tocamos los puntos más importantes de nuestra vida y de nuestra convivencia con los otros. Tocamos no sólo los problemas familiares o personales, es decir, los que tienen importancia en nuestro pequeño círculo de relaciones interpersonales, sino que tocamos también los problemas sociales de actualidad primaria.

– Egoísmo. Odio en el mundo

¿Acaso no constituyen ya los tiempos en que vivimos una lección peligrosa de lo que puede llegar a ser la sociedad y la humanidad, cuando la verdad evangélica sobre el amor se la considera superada?, ¿cuando se la margina del modo de ver el mundo y la vida, de la ideología?, ¿cuando se la excluye de la educación, de los medios de comunicación social, de la cultura, de la política?

Los tiempos en que vivimos, ¿no se han convertido ya en una lección suficientemente amenazadora de lo que prepara ese programa social?

Y esta lección, ¿no podrá resultar más amenazadora todavía con el pasar el tiempo?

A este propósito, ¿no son ya bastante elocuentes los actos de terrorismo que se repiten continuamente, y la creciente tensión bélica del mundo? Cada uno de los hombres –y toda la humanidad– vive “entre” el amor y el odio. Si no acepta el amor, el odio encontrará fácilmente acceso a su corazón y comenzará a invadirlo cada vez más, trayendo frutos siempre más venenosos.

De la lección paulina que acabamos de escuchar es necesario deducir lógicamente que el amor es exigente. Exige de nosotros el esfuerzo, exige un programa de trabajo sobre nosotros mismos, así como, en la dimensión social, exige una educación adecuada, y programas aptos de vida cívica e internacional.

El amor es exigente. Es difícil. Es atrayente, ciertamente, pero también es difícil. Y por eso encuentra resistencia en el hombre. Y esta resistencia aumenta cuando desde fuera actúan también programas en los que está presente el principio del odio y de la violencia destructora. Cristo, cuya misión mesiánica, encuentra desde el primer momento la contradicción de los propios paisanos en Nazaret, vuelve a afirmar la veracidad de las palabras que pronunció sobre Él el anciano Simeón el día de la Presentación en el templo: “Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para signo de contradicción” (Lc. 2,34).

Estas palabras acompañan a Cristo por todos los caminos de su experiencia humana, hasta la cruz.

Esta verdad sobre Cristo es también la verdad sobre el amor. También el amor encuentra la resistencia, la contradicción. En nosotros, y fuera de nosotros. Pero esto no debe desalentarnos. El verdadero amor –como enseña San Pablo– todo lo “excusa” y “todo lo tolera” (1 Cor 13,7).

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La homilía que Jesús pronunció en Nazaret desvelando el sentido de las palabras de Isaías, provocó una airada reacción entre los oyentes. Y, sin embargo, esto no era sino un modesto adelanto de ulteriores declaraciones sobre su divinidad: pensemos, por ejemplo, en los llamados pasajes del yo. Nunca un hombre llegó a hablar así de sí mismo.

Una de nuestras más graves tareas, como discípulos de Jesús, estriba en presentar su doctrina sin temor a la impopularidad o a que no sea aceptada. Si debemos recordar a un mundo que se nutre de la ilusión de que la felicidad está en el confort de la vivienda, en la calidad de los coches y en tener cubiertas todas sus necesidades materiales, que la vida no está en la hacienda; si hemos de proponer a una sociedad opulenta y codiciosa un vivir más sobrio porque es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve; si a quienes se sienten seguros en sus convicciones recelando de las que Jesucristo propone, se parece a un hombre necio que edificó su casa sobre arena; si, en fin, hemos de alertar sobre mentiras, injusticias, convencionalismos…, y esto siempre es no sólo molesto sino impertinente, ¿resultará extraño que algunos se incomoden y nos acusen de ser gente que se atreve a levantar su voz contra los intereses mundanos más cotizados?

¡Valentía! ¡Exponer la verdad, como Jesús entre sus parientes, sin temor a que el éxito no nos sonría siempre! ¡Amar la verdad y amar de verdad, para no quedarnos con verdades a medias y no servir, tampoco a medias, a las grandes verdades! “Los mayores errores humanos, dice Bruckberger, los que tienen más poder de seducción y producen las grandes catástrofes, son los que parten de un buen paso, pero se detienen a medio camino de la verdad”. Jesús y sus paisanos partían juntos de la Ley de Moisés y de su origen divino, pero mientras Jesús hablaba de un Reino que atraviesa el tiempo y la eternidad, su pueblo se quedó a mitad de camino con un reino político-religioso. ¡Qué expuesta está la verdad a quedarse en demagogia, la pobreza en descuido, el amor en sentimentalismo…, por quedarse a mitad de trayecto!

Pero no dramaticemos. “Jamás hombre alguno habló como este hombre” (Jn 7, 46), decían de Jesús muchos de sus contemporáneos y afirman también hoy millones de criaturas. Nadie como Él ha sabido recoger el profundo latido del corazón humano y darle una respuesta cumplida: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 8), le dijo Pedro. Quien oyó una vez sus palabras ya no las olvidará nunca. Hacía falta un poder de seducción nada común para que un judío siguiera a quien le anticipara que iba a morir en una cruz. Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia bimilenaria. El cristianismo ha cambiado el mundo y ha penetrado en el interior de muchos corazones a pesar de tantas oposiciones y resistencias como ha encontrado en su camino, convirtiéndose en el defensor de los valores más nobles y sagrados.

¡Avivemos la fe y expongámosla sin mutilaciones ni temores! “El labriego al sembrar, recuerda S. Agustín, no ve las mieses pero confía en la tierra. ¿Por qué no confías tú en Dios?

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Llamados a ser profetas

I. LA PALABRA DE DIOS

Jr 1,4-5.17-19: Te nombré profeta de los gentiles

Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab y 17: Mi boca contará tu salvación, Señor

1 Co 12,31-13,13: Quedan la fe, la esperanza y el amor; pero lo más grande es el amor

Lc 4,21-30: Jesús, como Elías y Eliseo, no es enviado sólo a los judíos

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Cristo... realiza su misión profética... no sólo a través de la jerarquía... sino también por medio de los laicos. El los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (904).

«Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. En los laicos, esta evangelización adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (905).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente» (Sto. Tomás de Aquino) (904).

«Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello pueden prestar su colaboración en la formación catequética, en la enseñanza de las ciencias sagradas, en los medios de comunicación social» (Cf CIC, 774, 776, 780, 229, 823) (906).

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

La misión del profeta viene de una elección de Dios que le protege ante la difícil tarea de ser signo de contradicción en medio de los gentiles.

Jesús sigue el destino de todos los verdaderos profetas: es bandera discutida. En el episodio de la sinagoga de Nazaret entre los suyos, Jesús anuncia su misión no sólo a los judíos.

El «Himno del amor», que se proclama en la segunda lectura, incita a fijarse en lo sustancial por encima de cualquier otro carisma. Amor que es como el de Dios: donación de sí mismo, comprensión, misericordia.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

El sentido sobrenatural de la fe: 91-93.

La participación de los laicos en la misión profética de Cristo: 904-905.

La respuesta:

Actividades de los laicos en la misión evangelizadora: 906-907.

C. Otras sugerencias

La presentación de la misión de Jesús en medio de los suyos provoca una reacción contraria a Él. Al profeta no se le aplaude pues no habla para agradar sino para iluminar desde la voluntad de Dios.

¿Puede un cristiano pasar desapercibido en medio de los suyos? Su misión es la de Cristo. ¿Por qué no es bandera discutida como El?

La misión profética del cristiano se realiza como en Cristo con palabras y obras. Las palabras anuncian la salvación de Dios y las obras tienen su punto culminante en el amor, el mayor de los carismas.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La virtud de la Caridad.

– La esencia de la caridad.

I. La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis. Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo.

Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.

La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.

Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley–, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.

La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios –enseña San Juan–, porque Dios es amor. También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, “pues es imposible alcanzar aquello que no se ama”; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.

Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.

– Cualidades de esta virtud.

II. San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.

La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira; imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, “condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves”.

La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad sólo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás.

La caridad a no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la llama “madre del odio”.

La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues sólo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. “El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos”.

La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo: da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No sólo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.

La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. No sólo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.

Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.

– La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.

III. La caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad.

Estas tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; a quién la tierra es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad.

Esforzaos por alcanzar la caridad, nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo; es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no sólo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.

Cuando crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la caridad: “tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más”.

Si acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a los demás, pues es Maestra de caridad. La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.

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P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Ningún profeta es bien recibido en su patria

Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.

El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban de que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.

Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Profertas del Señor

«Yo les aseguro que nadie es profeta en su propia tierra».

Eso dice Jesús

Y te lo dice a ti, sacerdote, porque te entiende, te compadece, te comprende, y te ayuda.

Todo lo que tú has padecido, Él ya lo padeció; todo lo que tú has sufrido, Él ya lo sufrió; todo lo que tú has vivido, Él ya lo vivió; todo lo que tú has perdido, Él ya lo ganó para Dios, porque tú no tienes un sumo sacerdote que no te comprenda y que no se compadezca de tus flaquezas, ya que ha sido probado en todo, como tú, excepto en el pecado.

Tu Señor es tu Maestro, sacerdote, todo te lo ha enseñado, y todo te lo ha dado, para que creas en Él, para que mantengas tu confesión de fe.

Acércate, sacerdote, al trono de la gracia, y pídele que te ayude a llevar su auxilio y su misericordia al mundo, porque ya te has dado cuenta de que tú solo no tienes la fuerza, por más que lo intentas, pero todo lo puedes en Cristo que te fortalece.

Pídele a tu Señor el valor para predicar su palabra, también en tu propia tierra, aunque no te valoren, aunque no te entiendan, aunque te critiquen y te juzguen, y aunque no te crean. Predica con tu ejemplo la verdad, y háblales de Dios, porque la boca habla de lo que está lleno el corazón.

Permanece firme, sacerdote, y demuéstrale al mundo que el Espíritu del Señor está sobre ti, porque te ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos, y proclamar el año de gracia del Señor, que es la misericordia misma.

Ten el valor de declarar a tu Señor ante los hombres, y no te preocupes por lo que has de decir, sólo habla de lo que se te comunique en ese momento, porque el Espíritu Santo es quien hablará por ti.

Tú eres un enviado del Señor, sacerdote. Desde antes de nacer Él ya te conocía y te tenía consagrado. Profeta de las naciones te constituyó, te llamó, te eligió y te configuró, para hacerte como Él, un hombre sagrado, para que lleves a todos los hombres a Dios.

Y tú, sacerdote, ¿tienes el valor de profesar tu fe?

¿Tienes la valentía de proclamar la palabra de tu Señor en todos los ambientes, en cualquier circunstancia, con cualquier gente, todos los días?

¿De qué es lo que habla tu boca, sacerdote?

¿Hablas, o te callas queriendo complacer y no disgustar a tus amigos y parientes, aunque no conozcan la verdad?

Y tú, sacerdote, ¿conoces la verdad?, ¿la profesas?, ¿la defiendes?

¿Exiges el respeto que merece tu dignidad sacerdotal?, ¿reconoces el valor de esa dignidad?

Tu Señor te ha dado una misión: la suya. Y te ha enviado con su poder como sacerdote, profeta y rey, dándote una vocación para que su misión sea la tuya: proclamar el Evangelio a todos los pueblos, y anunciar que el Reino de los cielos ha llegado, para que crean en Cristo resucitado, y en el profeta que se los ha anunciado, porque eres el mismo Cristo que redime, que santifica, que salva, que anuncia la buena nueva, que libera a los cautivos, que cura a los ciegos, que libera a los oprimidos, y proclama la grandeza del Señor, también en su propia tierra.

(Espada de Dos Filos I, n. 27)

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